12 abril, 2008

Vuelta con variados personajes de la farándula

T-4. Agua y viento fuera. El aire acondicionado a su bola, como si fuera verano tórrido. Me subo el cuello de la chaqueta y me acurruco en una silla para intentar pasar amodorrado las cuatro horas de espera para volar a León. El móvil no me lo permite, no hay cuidado. Llega el tiempo y me acerco a la puerta prevista, la K-96. Veo que de la fila sale hacia el baño el poeta leonés más famoso y laureado, compadre de zapateros al que el franquismo puso casa sin contraprestación lírica del vate. Bien hecho, que no crean que nos compran porque les aceptamos los presentes a beneficio de inventario ideológico.
Reprimo el impulso de irme a mear yo también al lado del favorecido de las musas y con la esperanza de que la inspiración me salpique. Pero no quito ojo de la puerta del baño, mientras la cola para embarcar ha empezado a moverse. Va a llegar mi turno y sigo mirando hacia el excusado y preguntándome si el escritor habrá salido por otra puerta, si es que la hay, o si se habrá quedado dentro encerrado o dormido. Ya se le veía mayor. Subo a bordo con la duda y arrepentido de no haberme aventurado en su rescate, si había lugar. Tal vez perdió en avión por una inspiración repentina. O tal vez no iba hacia León, sino que llegaba y se paró simplemente a preparar algún discurso. De todos modos, si hubiera desaparecido y cundiera la alarma, sépase que yo lo vi entrar a los mingitorios de la T-4. Los poetas de ley siempre han huido como han podido de homenajes, bullicio y alharacas.
Me acomodo en el avión. Un poco más adelante y al otro lado del pasillo, un tipaco bien grande, con la camiseta pugnando contra unos músculos ostentosos, teñido de rubio platino tipo Cañizares -no me refiero al obispo de ese apellido, sino al portero del Valencia C.F.-, con gafas de sol, playeras amarillo chillón y pinta de practicar un oficio delictivo con trabajadoras del sexo. Está hablando por el móvil, tal que así: “Que no, Mercè, que lo mío no dura más de una hora. Quién te dijo que dos horas. No, de eso nada, ése no es mi representante. Yo no tengo representante. Te digo que una hora y punto”. Ahí yo estaba pensando que el trabajador del sexo era él y que la Mercè vaya usted a saber qué pintaría. Y sigue: “Yo llego a las dos de la madrugada, hago lo mío y me voy”. En este punto, creo que se trata de un pichiboy de esos con que las virtuosas damas de provincias celebran el fin de su soltería y el comienzo de un despendole que ha de durar hasta que la muerte los separe. Pero parece que tampoco, porque continúa dándole al aparato: “Que no, que una hora y de ahí no paso. Es lo que tengo preparado. Ya sabes que no improviso y lo que llevo da para una hora. Y nada de comenzar a las dos. A esa hora yo aparezco por allí, pero no pincho hasta las tres y media o las cuatro. Para lo que yo pincho la gente tiene que estar pedo. Si no están pedos dicen esto qué es. A las dos el personal no está pedo. Si no está pedo, el personal no se pone con lo que yo pincho. Pues eso, comenzamos a las cuatro, cuando todo el mundo ya está bien colocao”. Luego, el musculoso pinchador se pone a hablar con una madre de familia bien entrada en años que va al lado, y entre los dos acuerdan que hoy en día está todo manga por hombro y que la gente no tiene formalidad. La crítica social les dura casi todo el viaje y, al llegar, ganas me dan de seguirlos por ver si con sus preocupaciones sociales se pierden por las estribaciones de algún hotel.
Me quedo pensando que qué curioso oficio ese de los pinchadiscos. Viaja el sujeto a León para “pinchar” una hora en la discoteca músicas ajenas y vaya a saber cómo le pagan. Y, de pronto, caigo en la cuenta de que lo nuestro, lo de los profesores, es parecidísimo. Una horita en Reinosa, pongamos por caso, en algún casino o sociedad cultural, contar lo que se lleva preparado y que no da para más, cobrar alguna cosa y regresar a casa comentando que el país anda horrible. Sólo nos faltan esos biceps trabajados con denuedo, los pelos teñidos y la firmeza con los anfitriones que escaquean la pasta o piden más horitas de gala o que les envíes el texto escrito para unas actas que financiará la Diputación. Deberíamos llamarnos pinchalibros, sobre todo cuando conferenciamos a base de refritos más o menos apresurados de obras ajenas.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Buenísimo lo de clasificar a Gamoneda de farandulero.

Anónimo dijo...

Muy buena la reflexión final... DJ GarAm!