01 septiembre, 2008

El perdón de los pecados. Por Francisco Sosa Wagner

Anda de moda por el mundo la práctica de pedir perdón por actos que ya no tienen remedio, lo que convierte a la acción de pedir perdón en una filigrana de hipocresía. La Iglesia pide perdón por Galileo o por Miguel Servet o por cualquier otro hecho a condición de que se halle muy alejado en el tiempo.
Cuando caminamos por la calle y alguien nos da un pisotón que nos hace pronunciar un leve quejido, entonces procede que quien nos ha atizado -si tiene buena crianza- nos pida perdón y que nosotros, pelillos a la mar, se lo concedamos. Pero cuando al pisarnos lo que ha logrado es partirnos un par de huesos del tarso, siete del metatarso y una docena de las falanges, entonces debe encargarse del agresor el guardia y el juez de ídem que aplicarán los correctivos previstos a quien tan poco respeto muestra por esas partes de nuestra anatomía que apreciamos porque al final de cuentas resultan útiles.
Hace unos días ha visitado Viena el ministro francés de Asuntos Exteriores y allí no se le ha ocurrido mejor idea que la de pedir perdón porque los franceses rebanaron el pescuezo a María Antonieta hace ahora doscientos quince años. Y María Antonieta era hija de María Teresa, emperatriz del Imperio austriaco (que aún no se llamaba austro-húngaro). El ministro ha dicho: “lo siento, pero piensen ustedes que entonces estábamos haciendo la famosa revolución francesa”. Y, ya saben -podría haber añadido- cómo se pone la gente cuando hace la revolución, con ese gustirrinín que le entra por las ejecuciones masivas, las denuncias y los empalamientos. Pero, no se preocupen, estos repentes se pasan y se vuelve a la vida normal. Es cuando un ministro, y más si es un diplomático, aprovecha para pedir perdón.
No consta reacción alguna de las autoridades ni del pueblo, probablemente por la razón de que a los descedientes de aquella familia reinante -los Habsburgo-, los austriacos los echaron al término de la primera guerra mundial sin el menor remordimiento. No consta que ningún austriaco, ni ministro ni empleado, se haya dirigido a los actuales retoños habsbúrgicos y les haya solicitado su indulgencia por haberse portado con ellos de forma tan desconsiderada, total solo por haberles metido en una guerra que perdieron.
Se advertirá que, si esta práctica se generaliza, nosotros tenemos que acudir a Flandes todos los días con la ceniza en la cabeza a pedir perdón por los desmanes del duque de Alba y los franceses por los disgustos que nos han dado en casi todas las páginas del abultado libro de la Historia. Los anarquistas actuales deberán postrarse ante todos nosotros porque un correligionario le metió un tiro en la sien a don Antonio Cánovas del Castillo, a fin de cuentas, uno de los pocos políticos serios de la Restauración. Y así sucesivamente ...
Aunque, bien mirado, es mejor un mundo de perdones que un mundo de pendones, lo cierto es que se debería evitar el cultivo del despropósito.
A ver si nos aclaramos. El perdón, que nuestras beneméritas Partidas llamaban quitamiento, procede como un mecanismo de extinción de obligaciones entre dos personas perfectamente identificadas: el acreedor y el deudor. Por alguna razón se ponen de acuerdo y entonces quien tiene derecho a cobrar, se olvida del asunto y pone paz donde hubo discordia. Quien sea aficionado a estos asuntos puede encontrar respuestas más precisas en el Código civil cuando habla de la condonación (ojo, nada que ver con los condones) que adquiere su expresión más espectacular cuando el acreedor destruye el documento en el que consta la deuda, tal como se ve en el teatro y en las óperas.
Y lo mismo ocurre en el derecho penal cuando una víctima concreta perdona a un agresor vivo y de carne y hueso.
La práctica pues de pedir perdón fuera de estos casos me parece que no tiene perdón de Dios. A menos que a quienes insistan en ella se les apliquen las reglas teológicas y canónicas ligadas al perdón, a saber, la penitencia con propósito de enmienda. Los austriacos debieron enviar al ministro a escribir cien veces en la pizarra: no haré más revoluciones francesas, y el papa deberá recordar a san Gregorio para quien hacer penitencia es llorar los males perpetrados y no cometer lo que después se habrá de llorar. Nosotros, por nuestra parte, nos pondremos cara a la pared y repetiremos: no descubriré más América ni pelearé contra el turco por más que me encuentre en el golfo de Lepanto y me lo pida el cuerpo.
Habremos encontrado una nueva forma de pasar el tiempo ...

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