Es hora de proclamar la defensa de la memoria gastronómica. Y con urgencia. Se impone buscar ya, sin más dilaciones, en los viejos arcones, en las buhardillas de las casas antiguas, en los aparadores jubilados de los desvanes, las recetas de nuestras abuelas que yacen allí a la espera del soplo amigo y efusivo que las honre como se merecen después de años y años de olvido, de incuria, de deshonor ... Recuperar la memoria gastronómica es un acto de justicia, tardío si se quiere, pero imprescindible para volver a estar en paz con nosotros mismos y poder mirar en nuestras intimidades sin avergonzarnos, con esa cabeza erguida y altiva que gasta quien nada tiene que ocultar.
Yo -aun desde mi poquedad provinciana- convoco a los españoles a esta labor patriótica, a este desescombro histórico, a este remover de restos que ha de ser una empresa nacional que a todos nos una y que a todos nos galvanice. Y, si no se atiende este llamamiento mío, si por pereza o por ignorancia acerca de lo que nos jugamos, continuamos indiferentes a este desafío de la historia, entonces habrán de ser las autoridades de todos los gobiernos quienes actúen de manera coactiva. Y, si por desventura tampoco lo hicieran, que venga el legislador, que entre en el escenario el Parlamento para aprobar una ley de recuperación de la memoria gastronómica con su Exposición de motivos, sus decenas de artículos y sus disposiciones derogatorias, transitorias, manducatorias y contradictorias.
Y, si tenemos la osadía de dar la espalda a la ley o de hacerle un descortés corte de mangas o esta acabara durmiendo el pegajoso sueño del Boletín, entonces será irremediablemente el juez el convocado: sí, el juez de instrucción para que diligencie la causa criminal que abra el proceso penal. A ver entonces quien es el guapo que se le resiste.
Porque resulta que, en la época de las identidades y de la España plural, se nos quiere imponer la uniformidad gastronómica, la uniformidad de hamburguesas y pizzas en multinacionales de los asuntos de boca, de la “bucólica” que se decía en el Siglo de Oro. No y no.
Los signos que ya conocemos son inquietantes: en todas las ciudades se multiplican los burgers, los macdonalds, las pizzerías, y lo que es peor, la juventud, esperanza de la sociedad, se vuelca en ellos, y en ellos se alimenta mancillando el honor gastronómico patrio, que es el mejor fundado de cuantos honores existen. Jóvenes briosos de fornidos hombros y muchachas de adorables pechos, os exhorto: ¡enarbolad un botillo y acorralad al happy meal! Porque ¿cómo se atreve a competir uno de esas bazofias rociadas de ketchup con nuestros callos? ¿es que una blancuzca salchicha con mostaza puede sustituir a un montadito de lomo, a unos mejillones al vapor? ¿Nadie ve la locura?
Y todo es porque tenemos enterradas y sin dar cristiana sepultura, en la fosa común del olvido, las recetas de nuestras abuelas y de nuestras madres que glorificaron figones y fogones. Pues ¿qué decir de los dulces sobrenaturales de las monjas? Mesarme los cabellos o lanzarme al río Bernesga con una piedra al cuello es lo que me pide el cuerpo cuando veo en el mostrador de una cafetería esos bollos insustanciales, que encima aparecen metidos en un condón, para más humillación de todos: de nosotros, de los bollos y del condón.
Yo os digo que, si nos aplicamos a desenterrar recetas, encontraremos sin dificultad las de esos dulces de almendra que llevaban en su superficie dibujos de azúcar que reproducían el acueducto de Segovia o los frisos de la Alhambra. Pues ¿qué de las hojuelas, pestiños, mostachones, bizcotelas que dieron ánimos a nuestros antepasados para las hazañas a las que debemos nuestro ser?
O daremos con la del pollo que se llama “en pebre”: se asa en parrilla, frotado con manteca, zumo de limón y ajos. En la cazuela o marmita se pone perejil, pimienta, sal, laurel, el jugo del asado, aceite y agua caliente para que hierva. Después se vierten en la salsa ocho o diez yemas de huevo, se baten para espesarlas y se deja hervir todo otro poco. Adorable el pollo, memorable el guiso.
Sépase que la pérdida de la memoria gastronómica nos lleva al escorbuto y al deterioro del semen. O lo que es peor: al sushi y a las comidas orientales pues empezamos con los chinos pero hoy son también los vietnamitas, los tailandeses y los coreanos quienes protagonizan una invasión implacable que es la avanzadilla de otra más amenazadora. ¿Quien no piensa que lo que hoy son inofensivos rollos de primavera y arroces tres delicias no serán mañana obuses y misiles cuerpo a tierra?
España debe sin más demora recuperar la dignidad defendiéndose ante el peligro de la desmemoria gastronómica. ¡Todos al desván de la abuela con el pico y la pala!
Yo -aun desde mi poquedad provinciana- convoco a los españoles a esta labor patriótica, a este desescombro histórico, a este remover de restos que ha de ser una empresa nacional que a todos nos una y que a todos nos galvanice. Y, si no se atiende este llamamiento mío, si por pereza o por ignorancia acerca de lo que nos jugamos, continuamos indiferentes a este desafío de la historia, entonces habrán de ser las autoridades de todos los gobiernos quienes actúen de manera coactiva. Y, si por desventura tampoco lo hicieran, que venga el legislador, que entre en el escenario el Parlamento para aprobar una ley de recuperación de la memoria gastronómica con su Exposición de motivos, sus decenas de artículos y sus disposiciones derogatorias, transitorias, manducatorias y contradictorias.
Y, si tenemos la osadía de dar la espalda a la ley o de hacerle un descortés corte de mangas o esta acabara durmiendo el pegajoso sueño del Boletín, entonces será irremediablemente el juez el convocado: sí, el juez de instrucción para que diligencie la causa criminal que abra el proceso penal. A ver entonces quien es el guapo que se le resiste.
Porque resulta que, en la época de las identidades y de la España plural, se nos quiere imponer la uniformidad gastronómica, la uniformidad de hamburguesas y pizzas en multinacionales de los asuntos de boca, de la “bucólica” que se decía en el Siglo de Oro. No y no.
Los signos que ya conocemos son inquietantes: en todas las ciudades se multiplican los burgers, los macdonalds, las pizzerías, y lo que es peor, la juventud, esperanza de la sociedad, se vuelca en ellos, y en ellos se alimenta mancillando el honor gastronómico patrio, que es el mejor fundado de cuantos honores existen. Jóvenes briosos de fornidos hombros y muchachas de adorables pechos, os exhorto: ¡enarbolad un botillo y acorralad al happy meal! Porque ¿cómo se atreve a competir uno de esas bazofias rociadas de ketchup con nuestros callos? ¿es que una blancuzca salchicha con mostaza puede sustituir a un montadito de lomo, a unos mejillones al vapor? ¿Nadie ve la locura?
Y todo es porque tenemos enterradas y sin dar cristiana sepultura, en la fosa común del olvido, las recetas de nuestras abuelas y de nuestras madres que glorificaron figones y fogones. Pues ¿qué decir de los dulces sobrenaturales de las monjas? Mesarme los cabellos o lanzarme al río Bernesga con una piedra al cuello es lo que me pide el cuerpo cuando veo en el mostrador de una cafetería esos bollos insustanciales, que encima aparecen metidos en un condón, para más humillación de todos: de nosotros, de los bollos y del condón.
Yo os digo que, si nos aplicamos a desenterrar recetas, encontraremos sin dificultad las de esos dulces de almendra que llevaban en su superficie dibujos de azúcar que reproducían el acueducto de Segovia o los frisos de la Alhambra. Pues ¿qué de las hojuelas, pestiños, mostachones, bizcotelas que dieron ánimos a nuestros antepasados para las hazañas a las que debemos nuestro ser?
O daremos con la del pollo que se llama “en pebre”: se asa en parrilla, frotado con manteca, zumo de limón y ajos. En la cazuela o marmita se pone perejil, pimienta, sal, laurel, el jugo del asado, aceite y agua caliente para que hierva. Después se vierten en la salsa ocho o diez yemas de huevo, se baten para espesarlas y se deja hervir todo otro poco. Adorable el pollo, memorable el guiso.
Sépase que la pérdida de la memoria gastronómica nos lleva al escorbuto y al deterioro del semen. O lo que es peor: al sushi y a las comidas orientales pues empezamos con los chinos pero hoy son también los vietnamitas, los tailandeses y los coreanos quienes protagonizan una invasión implacable que es la avanzadilla de otra más amenazadora. ¿Quien no piensa que lo que hoy son inofensivos rollos de primavera y arroces tres delicias no serán mañana obuses y misiles cuerpo a tierra?
España debe sin más demora recuperar la dignidad defendiéndose ante el peligro de la desmemoria gastronómica. ¡Todos al desván de la abuela con el pico y la pala!
4 comentarios:
No dé ideas, oiga (!) que le pueden leer los que tienen poco que hacer y obligarnos a comer platos típicos a golpe de decreto de urgencia.
Dios quiera que no lo lea Garçon o como se escriba, no sé.
Un cordial saludo.
Vale usar la thermomix?
¿Qué temen los que quieren que no se desentierren las trufas y las patatas?
¡Por una Ley de Memoria Gastronómica YA!
¿ No sería mejor esperar 70 años para poner las cosas en su sitio ?
A ver si empezamos tan pronto a desenterrar la memoria gastronómica que se mosquean los del Burger King, que tengo entendido que tienen un pronto terrible y son muy suyos.
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