19 septiembre, 2008

Terrorismo y Derecho penal. La engañosa pesadilla de la prevención. Por Manuel Cancio Meliá

Hemos pasado en León un par de días estupendos con discusión bien interesante entre penalistas y iusfilósofos a propósito del tratamiento penal del terrorismo. Era la novena edición del seminario que cada año organizamos conjuntamente mi colega y amigo del alma Miguel Díaz, catedrático de Derecho penal, y un servidor, con nuestras respectivas áreas. Y siempre andamos en torno a la cincuentena de asistentes que son o acaban siendo amigos. Por supuesto, y como corresponde al estilo y la idiosincrasia de los organizadores y de más de un visitante, también se come, se bebe y hasta se canta con alegría impropia de estos tiempos de estiramiento y vida supuestamente sana.
Uno de los ponentes, nuestro amigo y admirado Manuel Cancio Meliá, ha escrito este resumen de su conferencia, que aparecerá mañana en el suplemento leonés de El Mundo. Aquí lo recojo, para que siga el debate o se amplíe.
Desde los atentados de Nueva York, el Derecho penal antiterrorista está en auge en todo Occidente. Son muchas y muy profundas las ampliaciones que han sufrido los ordenamientos penales, tanto en las conductas incriminadas –incluyendo comportamientos de mero apoyo ideológico–, como en la severidad de las penas, como, finalmente, en sensibles recortes de los derechos de quien es acusado de terrorismo en un proceso penal. Dentro de este panorama, puede afirmarse que el Derecho penal antiterrorista español ha alcanzado tanto en su diseño legislativo como en su aplicación judicial en los últimos años –al menos, desde el año 2000– una extensión y profundidad desconocida en nuestro entorno. Este proceso es impulsado con mucha decisión por las dos fuerzas políticas mayoritarias en España, embarcadas en una carrera para mostrar quién es más duro en este ámbito, y acompañado por diversos jueces de la Audiencia Nacional que compiten por la atención de los medios con nuevas interpretaciones ampliatorias. El resultado es un Derecho penal antiterrorista en el que se confunde la manifestación de apoyo político al terrorista con el ejercicio del terrorismo, en el que las penas alcanzan cotas inconstitucionales y en el que existe un régimen de ejecución segregado. Un Derecho penal en el que la Audiencia Nacional envía a prisión a quien entrega un mapa de carreteras –sin anotaciones conspirativas de ninguna clase, sólo un mapa corriente– a un militante de ETA, en el que en nuestro Derecho penal de menores es más grave, en cuanto a la medida que puede acarrear para el autor menor de edad, quemar un cajero y pintar “gora ETA” que violar y asesinar a una persona, un Derecho en el que se monta un vodevil judicial para saber si la omisión de cambiar el nombre de una calle dedicada a un etarra es delito de terrorismo, etc. El Derecho penal antiterrorista más severo de toda Europa occidental obliga –como hemos visto hace unos días– a los agentes políticos, preocupados ante el triste hecho de que ya “no queda recorrido” en este camino de endurecimiento, a sacarse de la chistera ocurrencias como la de la vigilancia postcumplimiento, ya que, según parece, aquí aún no estamos maduros para Abu Ghreib, Baghram o Guantánamo.

Esto sucede mientras nuestro terrorismo autóctono (por mucho que disguste a quienes se llaman “izquierda patriota” –como si este adjetivo pudiera acompañar a ese sustantivo– vasca, no hay cosa más española que ETA) está en barrena desde hace años, tanto en el plano operativo como en el plano de su influencia social, mientras que el nuevo terrorismo de orientación religiosa islámica (aún) no tiene, afortunadamente, una implantación intensa – los terribles atentados de hace cuatro años siguen siendo un episodio aislado. ¿Cómo es posible que un fenómeno en evidente declive –ETA– o (aún) marginal –terrorismo islamista– pueda ocupar tanto espacio en la discusión pública en España? ¿Cómo es posible que cuestiones técnico-jurídicas de la legislación terrorista sean objeto de debate encendido en la opinión pública? Desde el punto de vista aquí adoptado, uno de los factores que explican este protagonismo está en la hegemonía prácticamente incontestada de un determinado entendimiento acerca de cómo funciona el Derecho penal y de cuál es su tarea en nuestro sistema constitucional: la idea de la prevención instrumental. Dicho en las palabras del actual Ministro federal del interior alemán: “El Derecho penal es parte de una misión de seguridad del Estado de orientación preventiva. Tenemos que combatir el terrorismo, también con el Derecho penal, allí donde comience a ser peligroso, y no sólo una vez que se hayan producido atentados”. Ante los saltos cualitativos del más reciente terrorismo, la cuestión que se plantea es, nada menos, la de si nuestra sociedad está dispuesta a sucumbir o prefiere, en cambio, asumir recortes en las libertades.

Sin embargo, en el plano empírico de la eficacia preventiva frente a esos riesgos terminales, la experiencia en otros países de nuestro entorno respecto de organizaciones terroristas surgidas en los años sesenta y setenta del siglo XX muestra que la escalada punitiva no ha conducido tanto a evitar delitos como ha contribuido a atraer nuevos militantes a las organizaciones en cuestión, retrasando en cierta medida el proceso de disolución endógeno. Por otra parte, no hay que subrayar especialmente que las cuestiones de prevención negativa y de eficiencia de la persecución penal se presentan de un modo completamente diverso al habitual (es decir: mucho peor) cuando se trata de terroristas suicidas de orientación religiosa, organizados en pequeños grupos de acción autónomos, pero con conexiones transnacionales. Aquí, son fuerzas de policía y de inteligencia las que, en su caso, pueden prevenir, no la pena.

De hecho, no se trata, en realidad, de prevenir. Lo que se hace es construir unos enemigos archimalvados, mucho más allá de la categoría del (mero) criminal. Y este proceso de demonización coincide con la estrategia terrorista: su intención fundamental es la provocación del poder, es ante todo obtener un cambio de status simbólico: el reconocimiento de la condición de beligerante. Son los terroristas los primeros interesados, como es sabido, en la militarización del lenguaje: los atentados son “acciones” u “operaciones”, sus presos (y las personas por ellos secuestradas), “prisioneros”, las víctimas, “objetivos”, etc. No debemos dar satisfacción a esta estrategia. En palabras de Lord Hoffmann, miembro de la Cámara de los Lores británica, referidas a la Ley antiterrorista británica del año 2001: “[la regulación excepcional] …no es compatible con nuestra Constitución. La verdadera amenaza a la vida de la nación… no proviene del terrorismo, sino de leyes como éstas. Ésta es la verdadera medida de lo que el terrorismo puede llegar a lograr. Es el Parlamento quien debe decidir si otorga a los terroristas tal victoria.” No rindamos la ciudadela que el terrorismo pretende tomar: el Estado de Derecho.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Enhorabuena a Cancio Meliá. Me ha recordado en algunas cosas a un breve artículo de Ferrajoli (JPD, nº 42, nov. 2001), del que me permito transcribir unas líneas:

"Recuérdese que en Italia, hace más de veinte años, en la etapa del terrorismo, todos -derecha e izquierda, críticos y defensores de la legislación de emergencia, partidarios y adversarios de la negociación con los terroristas- concordamos en negarles el estatuto de "combatientes" y, por esto, en el rechazo de la lógica de la guerra que ellos querían imponer a nuestro país. Fue la distinción entre derecho y guerra, entre pena y represalia bélica, y, por lo tanto, el rechazo de cualquier simetría entre terrorismo y respuesta institucional, lo que permitió aislar a los terroristas y finalmente vencerlos"