08 diciembre, 2008

Germanos

Pues ya de vuelta de Múnich, donde tocaba recordar aquellos años y aquellas juveniles andanzas. Había pasado mucho tiempo, demasiado, y muchos lugares ya no parecen los mismos, cuesta dar con locales y casas, ha desaparecido aquel café en el que, solo, me refugiaba tantas noches a soñar con quimeras y trienios y a escribir versos felizmente perdidos, líneas que tal vez duermen para siempre en el mismo nido de la historia ida en el que se resguarda aquel bar o donde moran las letras muertas de aquel viejo libro de la biblioteca universitaria que quizá fui yo el último en acariciar, quién sabe.
Múnich es más ciudad para vivir que para visitar. Tiene la calma de la cotidianeidad más grata y la clase de los que se saben seguros y bien amparados por dineros y tradiciones. Múnich no deslumbra, no atrae al primer golpe de vista, no conquista con brillos ni alharacas; Múnich simplemente seduce con el trato y con el roce, Múnich acompaña, acoge, consuela, vela por quien la vive. Y permite que cuando la rutina engendra hartazgo o inquietud, su morador se vaya unos días a Berlín, para verlo, al cabo, retornar consolado y reforzado en su bávara dependencia.
Como la memoria engaña y el presente se teje de pretéritos mitificados, quise que nos fuéramos a Salzburgo a perseguir otras imágenes de entonces. Pero Salzburgo no es una burguesa elegante y segura de sí como Múnich, Salzburgo es aristócrata enviciada, mínima urbe soberbia, hinchada de pasadas glorias y que vende su hoy en habitaciones por horas y en bombones. Salzburgo era el viernes pasado una marea humana buscándose en la ciudad ausente, una procesión sin cabeza, un desorden de prisas y adornos navideños. Hasta los adoquines hablaban italiano, y lo hablaban alto. No estoy nada seguro de haber visto a algún austriaco. Y la casa natal de Mozart ya se parece más a una instalación posmoderna que al recinto donde la música se paría sin dolor y a raudales.
Busqué y busqué en Salzburgo aquellos cafés de antaño y tampoco los encontré apenas. Se asfixiaron en un bosque de franquicias. Al lado de cada piedra que un día fue noble brillan los escaparates de Mango, Zara, Massimo Dutti o Benetton. Muy cerca de la catedral hay una pista de patinaje sobre hielo y suena, atronadora, una música inmisericorde y ajena. En lo alto de la Fortaleza, el Festum, el refugio es relativo. En su espacio interior hay montado un mercadillo navideño. En la cafetería sobre los altos muros, una malencarada camarera nos informa de que hace rato que es la hora de cerrar y ya no se sirven cafés ni nada de nada y que aire.
El tren de vuelta a Múnich es como un acta notarial, la certeza de cuán poco queda, al fin, de los amores pretéritos, de cómo nos deteriora la vida a todos y que mejor las viejas fotos desvaídas.
Volvamos a Múnich, donde el desengaño no es tanto, porque siempre nos quiso con cariño de hermana mayor, aunque sea con un morboso toque de incesto. En cada plaza del centro hay un mercado navideño, incluso en el patio interior de la Residenz. No soy precisamente un fanático de la Navidad, pero confieso humildemente que son esos jolgorios una de las razones que me mueven para escapar a Alemania en este mes. Beber Glühwein y coleccionar las tazas, comprar algún juguete de madera, comer salchichas en los puestos relimpios, permanecer un rato en pie al lado de aquella gente que acompaña pero jamás estorba, que cuando habla raramente necesita exhibirse. Ay, este espíritu germánico que uno lleva en el fondo de quién sabe que impropio gen.
Y qué misterio siempre esos alemanes. Qué mentes tan complejas las suyas, qué desbordadas inclinaciones, habitualmente tan discretas. Múnich, sin ir más lejos, está abarrotada de joyerías. Te asomas a los escaparates a fisgar y debes apoyarte en el cristal por causa del vahído, qué precios. En León también hay muchas joyerías, eso es verdad, porque al cazurro le gusta invertir en oro, valor seguro a su antiguo modo de ver. También le atraen con fruición las pieles al leonés, las pieles de animal, pero peleterías no hay tantas en aquella tierra alemana donde se ama a las bestias como ya hubieran querido muchos de nuestros congéneres. Pero lo que más me fascina es la cantidad apabullante de tiendas de lencería y los modelos que exhiben en sus vidrieras. Colores incitantes, transparencias festivas, cordones imposibles, contornos de Delikatessen, las recetas originales de la fruición erótica, los incunables del deseo primorosamente trabajado, virtuosas artesanías de la concupiscencia.
Y confesaré un defecto propio, para que conste y se me entienda: no soy nada fetichista, maldición. Cuánto me gustaría que me enervaran ligueros, me sedujeran mínimas sedas o me atribularan cueros y tacones. Pero no, nadie es perfecto; tiendo a la verdad desnuda y al principio inarticulado de las esencias, practico una muy fenomenológica reducción eidética, cual si el bueno de Husserl aplicara su ciencia a los ensalmos amatorios. Dicho lo cual, quedará un poco claro que no menciono esa abundancia de comercios del carnal adorno porque me estimulen grandemente la lascivia, sino la curiosidad. Los ves en la calle tan rectos, las observas tan circunspectas, y luego te preguntas que soliviantada intimidad de bordados y enaguas los acomete cuando se sueltan el pelo. Y no caigamos en la tentación de otras analogías, pero la tentación ahí queda.
Cuentas las crónicas que en ciertos locales alemanes para parejas de vanguardia es fácil dar con muchas damas teutonas que representan a la perfección el papel de sumisas esclavas, ante la mirada indiferente de algunos que andan en pos de fantasías distintas, pero bajo los ojos efervescentes de su pareja y amigos, que admiran ese arte del provocar con obediencia debida. Leí estos días en los periódicos de allá que cunde el desconcierto en el país porque Angela Merkel anda como callada y ausente mientras Sarkozy y Brown traman ayudas para salvar bancos y fábricas de automóviles y le reclaman a Alemania que suelte la mosca en proporción a sus atributos. Quizá Angela calla simplemente porque no saben pedírselo como a ella le gustaría, porque no se lo ordenan en condiciones o porque, obnubilados por las cifras y los empeños, no aciertan a verle su esmerada valía interior. Quién sabe.
El caso es que, de vuelta en León, uno sale a tomarse un vermutillo de domingo y se encuentra con legión de señoras enjoyadas que se recubren con pieles. Pero también se da uno con la certeza de que, debajo, las oprimen chaquetas y camisas abotonadas, bragas enterizas, sostenes con fosos y contrafuertes, fajas, refajos, faltriqueras. Mecachis. Reivindiquemos las virtudes germánicas nuevamente, y sus escaparates.

2 comentarios:

Hans dijo...

La Virgen, Don Garciamado, regresó V. de la Tudescia potente y virulento!
Habré de reconocer que se ha cargado V. parcialmente la sugestiva imagen lencera -cierto, cuánta admiración por la braga 'minima ratio' en las alemanias... aunque no sólo ahí- con lo de la Merkel, antítesis de la lujuria donde las haya, pero fuera de eso me he reido bastante. Los alemanes, hay que reconocerlo, son cosa aparte. Y no sabía yo de los gustos fajescos de las leonesas, btw.
En fin, que iba a decir que muy de acuerdo con eso de Salzburgo, que una ciudad donde el dulcecillo local se llama 'pelotas de Mozart' no va a llevarnos muy lejos.

Anónimo dijo...

Traje este verano una impresión (grata) parecida de Munich, que visitaba por primera vez, por motivos de trabajo también. Lo de Salzburgo fue otra cosa: aprovechando otra ocasión de trabajo, esta vez en Viena, acabamos en un peregrinaje mozartiano. Como diluviaba, no parecía tanto parque temático, y qué quiere: igual que en la Figarohaus, pudo más la emoción de pensar que la música que me acompaña siempre fue compuesta allí. Qué tendrán las aguas del Salz, que también dieron de beber, digo yo, a Karajan.