En cuestiones de política y gobierno le es muy difícil al ciudadano hacer juicios críticos que vayan más allá del y tú más y yo en la tuya. No sólo porque hoy, más que nunca, en España el opinar de política se está convirtiendo en pasión primaria y primitiva en la que el argumento se sustituye por el borreguil alineamiento, carnaza para hooligans, calimocho de descerebrados con eslogan y cachiporra tartamuda. Aplíquese al que suscribe la dosis que merezca, no me importa.
Desacreditada toda patria que vaya más allá del campanario, el sermón autóctono y la boina subcutánea y entrada en crisis la familia, con su variedad de composiciones y descomposiciones, han desaparecido las referencias tradicionales entre ellos y nosotros, entre los nuestros y los de más allá. Y no es que el declive de esos gregarismos haya dejado paso a una razón ecuánime y a una ética universalista y amplia de miras, no. A tirano muerto, tirano puesto; frente al rebaño de antaño, el de hogaño, no hay vuelta de hoja. La víscera necesita su alimento, la charcutería no cierra por muy locas que se pongan las vacas.
Ahora el ciudadano que no se retira a los cuarteles de invierno, asqueado sin remisión, se dedica a interpretar el mundo en clave de pura lealtad a siglas de partido. A siglas, a poses, a tópicos de baratillo, a restos de serie de lo que tal vez un día fueron ideas y proyectos de sociedad. La tribu siempre retorna. Los partidos ya no se diferencian por ideologías o programas tangibles, pues en la práctica ninguno sabe ni contesta ni dice ni hace nada serio sobre los problemas sociales ni sobre las grandes cuestiones de la gestión razonable de un Estado. Los llamados líderes improvisan, fingen y componen variados mohines, cual marquesonas ofendidas de algún casposo teatro. Y el pueblo llano, hecho pueblo allanado, se pone la camiseta con los colores de su equipo y se prepara para apedrear a cualquier árbitro que le rechiste al dirigente de sus entretelas. Da igual que ese jefecillo de partido sea un perfecto patán, un ceporro sin atenuantes, un mentiroso de libro, una excrecencia del imaginario colectivo de ladronzuelos y pillos. Da igual. A muerte con los nuestros, hasta el último aliento y hasta que retornemos a Atapuerca. Voto eterno, lealtad perruna, relájate y goza. Es lo que hay. Esta democracia nuestra, esta ciudadanía que somos, tiene algo en común con esa pobre chica norteamericana a la que un pervertido tarado que jura que habla con los ángeles ha tenido secuestrada casi veinte años, encerrada en un cobertizo, violada, degradada, muerta en vida. Dicen los médicos que, ahora que el delito se ha aclarado, viene lo peor, pues será difícil que la víctima y sus hijas, las otras víctimas, se acostumbren a la vida libre, ya qe tantos son, con todo, los vínculos emocionales que durante ese tiempo han establecido con su dominador. Valga la comparación en lo que valga. Y no se pierda de vista que la esposa del lunático era cómplice del abuso y hasta participó en el secuestro inicial.
Más allá de las taras, las filias y las fobias, hay una dificultad objetiva a la hora de hacer valer la crítica a gobiernos y partidos. Los argumentos de principio calan escasamente en un pueblo secularmente avezado a valorar más el coche y la cuenta corriente que las convicciones y los ideales sin tajada inmediata. La falta de moral no nos desmoraliza. Así que sólo cabe valorar consecuencias y poner el énfasis en los perjuicios que nos causan la mala gestión de los asuntos públicos y la superficialidad sangrante de los políticos que hemos aupado al votar con saña y cerrando los ojos a toda evidencia. Pero en este punto probablemente nos topamos con un rasgo de nuestra psicología colectiva. Hay pueblos optimistas, celosos de sus capacidades, orgullosos de su historia, convencidos de su aptitud para superar escollos y vencer adversidades. No es nuestro caso. Al español le pueden la mala conciencia y el complejo de inferioridad. Si el país va bien un rato, será porque hemos engañado a alguien, porque alguno ha dado un buen palo y nos reparte lo que le sobra de las ganancias. Aquí nos hemos hecho medio ricos a medida que trabajábamos menos y metíamos la mano en la bolsa de todos. Al funcionario se le suman trienios y le aumenta el sueldo en proporción exacta al tiempo que día a día va añadiendo a la pausa del café o a leer los periódicos en la oficina; el empresario prospera más cuanto mayor es el arte con que vulnera ordenanzas y corrompe concejales; hasta al currito se le llena la bolsa a base de chapucillas clandestinas y de cobrar por colocar dos enchufes lo que sería el precio de una auténtica obra de arte o de esmerada ingeniería. La ética del trabajo nunca caló entre nosotros y la honestidad profesional es propia de “mataos”. Por eso lo primero que piden tantos padres a los maestros de sus hijos es que les aprueben las asignaturas y los cursos aunque sean unos zánganos alevosos y por eso la quitaesencia de los valores nacionales la representa el futbolista millonario o la prostituta de lujo que berrea en cualquier cadena de televisión. Admiramos al timador de la estampita y a quien se gana una vida lujosa vendiendo el coño o alquilando el pito, con perdón. Eso sí, aquí nadie ve la tele, y menos los intelectuales; que conste.
A este personal que somos, cargado de rémoras mentales y de atávicas desconfianzas, no vale de nada decirle mire cómo estamos, repare en que se nos va a la porra el bienestar y volvemos a ser el vagón de cola de Europa. Da igual y poco importa quien gobierne. La mayoría siempre va a responder que con los otros estaríamos aún peor y sería más descomunal el desaguisado. Viva lo malo conocido, a la ruina, oé, a la ruina, oé. Cuestión de fe. Las zancadillas siempre las pone el demonio y nosotros no abominamos de nuestros dioses, aunque sean de cartón piedra. Pueblo de mártires por cobardía, pueblo de cabezotas, pueblo de ovejas y mataderos.
Para comparar y juzgar, para valorar alternativas, para imaginar salidas diferentes, para embarcarse en cambios y reformas hace falta manejar información, reflexionar con distanciamiento, aplicarse al raciocinio. No queremos. Qué agobio. Tremenda pereza. Para eso están nuestros sumos sacerdotes, nuestros líderes amados, nuestros guías, los capitanes de nuestro equipo del alma. La fe que en otras partes mueve montañas, aquí levanta muros y alimenta cerdos. O alimañas. A lo más que llegan algunos cuando ven las orejas al lobo es al grito imbécil de “Zapatero, no nos falles” o “Rajoy, dales caña”. Una tristeza de gente.
Desacreditada toda patria que vaya más allá del campanario, el sermón autóctono y la boina subcutánea y entrada en crisis la familia, con su variedad de composiciones y descomposiciones, han desaparecido las referencias tradicionales entre ellos y nosotros, entre los nuestros y los de más allá. Y no es que el declive de esos gregarismos haya dejado paso a una razón ecuánime y a una ética universalista y amplia de miras, no. A tirano muerto, tirano puesto; frente al rebaño de antaño, el de hogaño, no hay vuelta de hoja. La víscera necesita su alimento, la charcutería no cierra por muy locas que se pongan las vacas.
Ahora el ciudadano que no se retira a los cuarteles de invierno, asqueado sin remisión, se dedica a interpretar el mundo en clave de pura lealtad a siglas de partido. A siglas, a poses, a tópicos de baratillo, a restos de serie de lo que tal vez un día fueron ideas y proyectos de sociedad. La tribu siempre retorna. Los partidos ya no se diferencian por ideologías o programas tangibles, pues en la práctica ninguno sabe ni contesta ni dice ni hace nada serio sobre los problemas sociales ni sobre las grandes cuestiones de la gestión razonable de un Estado. Los llamados líderes improvisan, fingen y componen variados mohines, cual marquesonas ofendidas de algún casposo teatro. Y el pueblo llano, hecho pueblo allanado, se pone la camiseta con los colores de su equipo y se prepara para apedrear a cualquier árbitro que le rechiste al dirigente de sus entretelas. Da igual que ese jefecillo de partido sea un perfecto patán, un ceporro sin atenuantes, un mentiroso de libro, una excrecencia del imaginario colectivo de ladronzuelos y pillos. Da igual. A muerte con los nuestros, hasta el último aliento y hasta que retornemos a Atapuerca. Voto eterno, lealtad perruna, relájate y goza. Es lo que hay. Esta democracia nuestra, esta ciudadanía que somos, tiene algo en común con esa pobre chica norteamericana a la que un pervertido tarado que jura que habla con los ángeles ha tenido secuestrada casi veinte años, encerrada en un cobertizo, violada, degradada, muerta en vida. Dicen los médicos que, ahora que el delito se ha aclarado, viene lo peor, pues será difícil que la víctima y sus hijas, las otras víctimas, se acostumbren a la vida libre, ya qe tantos son, con todo, los vínculos emocionales que durante ese tiempo han establecido con su dominador. Valga la comparación en lo que valga. Y no se pierda de vista que la esposa del lunático era cómplice del abuso y hasta participó en el secuestro inicial.
Más allá de las taras, las filias y las fobias, hay una dificultad objetiva a la hora de hacer valer la crítica a gobiernos y partidos. Los argumentos de principio calan escasamente en un pueblo secularmente avezado a valorar más el coche y la cuenta corriente que las convicciones y los ideales sin tajada inmediata. La falta de moral no nos desmoraliza. Así que sólo cabe valorar consecuencias y poner el énfasis en los perjuicios que nos causan la mala gestión de los asuntos públicos y la superficialidad sangrante de los políticos que hemos aupado al votar con saña y cerrando los ojos a toda evidencia. Pero en este punto probablemente nos topamos con un rasgo de nuestra psicología colectiva. Hay pueblos optimistas, celosos de sus capacidades, orgullosos de su historia, convencidos de su aptitud para superar escollos y vencer adversidades. No es nuestro caso. Al español le pueden la mala conciencia y el complejo de inferioridad. Si el país va bien un rato, será porque hemos engañado a alguien, porque alguno ha dado un buen palo y nos reparte lo que le sobra de las ganancias. Aquí nos hemos hecho medio ricos a medida que trabajábamos menos y metíamos la mano en la bolsa de todos. Al funcionario se le suman trienios y le aumenta el sueldo en proporción exacta al tiempo que día a día va añadiendo a la pausa del café o a leer los periódicos en la oficina; el empresario prospera más cuanto mayor es el arte con que vulnera ordenanzas y corrompe concejales; hasta al currito se le llena la bolsa a base de chapucillas clandestinas y de cobrar por colocar dos enchufes lo que sería el precio de una auténtica obra de arte o de esmerada ingeniería. La ética del trabajo nunca caló entre nosotros y la honestidad profesional es propia de “mataos”. Por eso lo primero que piden tantos padres a los maestros de sus hijos es que les aprueben las asignaturas y los cursos aunque sean unos zánganos alevosos y por eso la quitaesencia de los valores nacionales la representa el futbolista millonario o la prostituta de lujo que berrea en cualquier cadena de televisión. Admiramos al timador de la estampita y a quien se gana una vida lujosa vendiendo el coño o alquilando el pito, con perdón. Eso sí, aquí nadie ve la tele, y menos los intelectuales; que conste.
A este personal que somos, cargado de rémoras mentales y de atávicas desconfianzas, no vale de nada decirle mire cómo estamos, repare en que se nos va a la porra el bienestar y volvemos a ser el vagón de cola de Europa. Da igual y poco importa quien gobierne. La mayoría siempre va a responder que con los otros estaríamos aún peor y sería más descomunal el desaguisado. Viva lo malo conocido, a la ruina, oé, a la ruina, oé. Cuestión de fe. Las zancadillas siempre las pone el demonio y nosotros no abominamos de nuestros dioses, aunque sean de cartón piedra. Pueblo de mártires por cobardía, pueblo de cabezotas, pueblo de ovejas y mataderos.
Para comparar y juzgar, para valorar alternativas, para imaginar salidas diferentes, para embarcarse en cambios y reformas hace falta manejar información, reflexionar con distanciamiento, aplicarse al raciocinio. No queremos. Qué agobio. Tremenda pereza. Para eso están nuestros sumos sacerdotes, nuestros líderes amados, nuestros guías, los capitanes de nuestro equipo del alma. La fe que en otras partes mueve montañas, aquí levanta muros y alimenta cerdos. O alimañas. A lo más que llegan algunos cuando ven las orejas al lobo es al grito imbécil de “Zapatero, no nos falles” o “Rajoy, dales caña”. Una tristeza de gente.
1 comentario:
Y ¿los que nos asimos al Garciamado dales caña?
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