Podríamos llamarlo la primera ley de la nomodinámica. Me lo acabo de inventar, creo, pero queda gracioso. Rezaría así: todo espacio de la convivencia social que deja libre una norma lo ocupa otra norma, y todo terreno que abandona un poder lo ocupa otro poder. Sirva como hipótesis y estúdiese algún día, aunque no lleve en la formulación términos como sostenible, género, multicultural o paz.
Si hay algo de cierto en esa afirmación que acabamos de formular, nos estamos equivocando al inventarnos muchas de las filosofías políticas de hoy y, sobre todo, se están equivocando los listos de la alianza académico-político-empresarial. O quizá no se equivocan, en cuyo caso tenemos aún más razones para preocuparnos.
En el fondo del yerro, real o fingido, asoma un vergonzante idealismo que tiene a veces hasta los aires de un cuento de hadas. Un ramillete de ideas, con un aire más de tópicos que de reflexión, expresa esos nuevos mitos. Mencionemos algunas.
La primera, que todo ejercicio de autoridad equivale a abuso y a conservadurismo rancio. Este cuestionamiento de la autoridad tiene numerosas manifestaciones. En la vida ordinaria, se pone en solfa desde la autoridad de los padres sobre los hijos, incluso desde bebés, hasta la de los profesores sobre los alumnos. Como se mezclan churras con merinas y aprovechando que venimos de sistemas sociales y políticos declaradamente autoritarios, en lugar de analizar con cuidado y sentido común en qué ámbitos la autoridad es necesaria y puede estar justificada y en cuáles otros es ociosa y dañina, el pensamiento oficial y pretendidamente único se lleva por delante la noción misma de autoridad.
Cierto que no tiene razón de ser cosa tal como el dominio del esposo sobre la esposa, por ejemplo, pero es de una ingenuidad que mezcla ignorancia con mala fe creer que la autoridad va a desaparecer por arte de magia y a base de discursos bienintencionados. Semejante pensamiento se pone en práctica a lomos de una insoportable paradoja, pues da la impresión de que las relaciones sociales perfectamente igualitarias y la arcádica convivencia entre individuos y grupos se puede y se debe lograr a golpe de ley y sobre la base de la coacción legal, precisamente. A la paradoja se suma la negativa a tomar en cuenta, con el rigor de una ciencia social auténtica, el hecho aludido de que las relaciones sociales no son armónicas porque en ellas se plasme la naturaleza bondadosa del ser humano, sino que contienen siempre una pugna por el dominio e inevitablemente se articulan también como relaciones de poder.
Cuando se trata de que el grupo hasta ahora dominante, sea en la familia, en la escuela o en otros campos sociales, deje de beneficiarse de su anterior posición, fuente antaño de tantos excesos, hay que preguntarse con seriedad quién o quiénes van a tomar el relevo, con qué consecuencias y aplicando qué modelos y con qué origen. Cada tipo de casos merecerá consideración detenida. En toda ocasión se ha de perseguir el abuso, sin duda. Entre adultos -al menos entre adultos que se conduzcan según cierto ideal de racionalidad- y en grupos restringidos en los que puede predominar un interés común, como es el caso de la pareja y la familia, podemos confiar en que las transacciones libres entre los sujetos produzcan buenos acomodos si el sistema jurídico vigila para evitar los malos usos. Pero cuando se trata de relaciones sociales constitutivamente asimétricas, como la que se da entre padres e hijos, entre profesores y estudiantes o entre empresarios y trabajadores, no tiene sentido fiarlo todo a la organización de unas bonitas deliberaciones entre unos y otros individuos. Lo mismo sucede entre gobernantes y gobernados cuando de política se trata. En algunos de estos casos, como en la relación paterno-filial, porque el poder que antes ejercían los unos pasarán a disfrutarlo los otros, sin más. En otras ocasiones, porque la desigualdad de las posiciones de partida se reproducirá una y mil veces, si bien ahora camuflada bajo procedimientos negociadores, comités y comisiones y procesos de concertación que introducen nuevas diferencias no menos problemáticas que las anteriores.
En la política está de moda el rechazo de toda fuerza y mitificar el diálogo como vía para la mejora de las comunidades, sean las comunidades nacionales o sea la comunidad internacional. Nuevamente oscila el péndulo y pasamos de aquella “Realpolitik” basada en la pura amenaza o el descarado uso de la fuerza, a esta trivialidad de que basta reunir a muchos y muy variados “actores” para que los grandes acuerdos que arreglan las cosas tengan que salir por generación espontánea y como manifestación de la general bonhomía. Los resultados saltan a la vista donde quiera que miremos. En la política española basta pensar en el sistema de negociación de la financiación autonómica o en esas patéticas reuniones de presidentes de las Comunidades Autónomas. O no hay acuerdo posible, dado que los intereses de unos y otros son inconciliables tal como están establecidas las reglas del juego y puesto que cada parte tiene que legitimarse ante su electorado haciendo gala del mayor y más radical de los egoísmos, o los acuerdos que aparecen son resultado del puro chantaje de quienes tienen más fuerza o la mayor capacidad para amenazar la ya frágil estabilidad del sistema. Presentar dichos acuerdos como fruto del diálogo libre y del afán de entendimiento es hacer gala de la estulticia de los idiotas o de la mala fe de los hipócritas.
En los asuntos de la política internacional para qué decir. Basta ver lo que acaba de ocurrir en la reunión de Copenhage sobre el cambio climático. Todos a hablar como si fueran iguales, pero la sartén por el mango la tienen y la usan los más poderosos. Mucho discurso, mucho diálogo, mucho de aquí no se va nadie mientras no haya un buen acuerdo -fue lo que dijo el pobre Zapatero para hacer que pintaba algo, y ya se vio: a los cinco minutos todos para casa sin acuerdo que valga la pena-, mucha apelación al interés de la humanidad de hoy y al de las generaciones futuras, pero la reunión empieza y acaba cuando y como quieran EEUU -¿no iba a ser Obama el paladín de la justicia universal y de la edificación, al fin, del paraíso angelical sobre la tierra?- y China, entre otros y con la notable falta de papel de esta Europa que parece una confederación de variadas impotencias y de miopes sin gafas. Todo iba a ser una maravilla, sobre el papel: tantos jefes de Estado y de gobierno, tantas ONGs, tantos representantes de parlamentos variados, tantos enviados de la “sociedad civil”..., y se podría haber llegado exactamente a lo mismo con una reunión bilateral entre Obama y los chinos y que luego pasaran a la firma de los demás lo que acordaran. Ni una maldita dictadura se ha terminado todavía a base de diálogo universal, ni una sola guerra se impide o se acaba con acuerdos que no se basen en el miedo a la derrota o en su inminencia. Triste, pero es así, y así sigue siendo en estos tiempos en que los querubines gritan sus eslóganes de paz. Tampoco la desigualdad entre países pobres y ricos o el conflicto entre “culturas” se va a solucionar de esa manera, ni con alianzas de civilizaciones ni con manoseos de altos representantes. Es lo que hay y para atajar el mal lo primero que se requiere es acertar con los diagnósticos y, lo segundo, no andar recetando placebos o imposiciones de manos de cualquier chamán avispado o de algún equívoco santo con peana.
El tercer aspecto en que el idealismo estéril desborda y perjudica es el referido al Derecho. El Derecho inquieta a los antiautoritarios de boquilla porque es coactivo y porque es la autoridad la que crea sus normas y las aplica. El Derecho desconcierta a los del alma seráfica porque llama a la obediencia y coarta la libertad, esa libertad que se supone que, si no estuviera limitada, nos haría a todos relacionarnos amorosamente y como iguales, sacando lo mejor que cada uno lleva dentro y olvidando para siempre egoísmos, rencillas y violencias. Puede ser coherente el anarquista, desde luego que sí, aquel que rechace todo poder y toda norma vinculante, desde su fe en la bondad natural de la gente. Es el suyo un pensamiento contrafáctico a más no poder, pero puede que no incoherente. La incoherencia la monopolizan esos políticos de discurso antinormativo que pretenden cambiar la sociedad a golpe de decreto y con su ordeno y mando. El “os ordeno que renunciéis a todo poder” es una incongruencia propia de mentes alicortas o de redomados hipócritas. El “ahí van esas normas para que se obedezcan sin que tengan que aplicarse como normas” no es otra cosa que el viejo deseo de dar al poder y a la política la vieja capacidad sugestiva y manipuladora de los sermones religiosos. Si usted, estimado mandatario, supremo jefe, luz de Occidente, considera que no ha lugar para más imposición ni más violencia estatal sublimada en Derecho, apéese del cargo, véngase con nosotros a conversar en el bar de la esquina, puesto que de hablar se trata y hablando se entiende la gente, renuncie a conductores y escoltas y confíe en la pía esencia de los ciudadanos y, ya puestos, no nos mande a los inspectores para ver si en ese local estamos fumando o si le hacemos una foto a una niña en la playa.
Muchos de nuestros gobernantes laicos -de los otros no hace falta ni hablar- llevan en los genes ideológicos las mañas de la religión y las argucias de las viejas políticas. Nos exhortan a ser buenos y beatíficos y nos prometen un futuro de goce pacífico y de disfrute sin cuento, mientras engorda, roban, abusan y se agarran al sillón con la saña de los posesos. Nos espantan al asegurarnos que hay aquelarres por doquier -aquí una reunión de fumadores, allá una confabulación de pedófilos, en el fondo del alma de cada varón un aroma de azufre y maltrato doméstico...- y que por todas partes de cuecen los desmanes que sólo ellos sabrán atajar desde su privilegiada lectura de los textos sagrados, su profética misión y su sabia legislación. ¿Legislación? Como legislan con empeño y como, además, legislan para aparentar que en verdad se preocupan y actúan, caen en la mentada contradicción de imponer la paz por la fuerza, la libertad mediante los castigos y la igualdad con nuevas discriminaciones. Pero también esas mentalidades tienen sus precedentes. Es el viejo truco de la dictadura del proletariado, adaptado a los tiempos, por supuesto. Del mismo modo que la antítesis entre explotadores y explotados se iba a resolver alcanzando aquella sociedad comunista en la que por definición ya no cabían tensiones ni explotación, de la misma manera que el bueno de Marx fue puesto del revés por el perverso Lenin, ahora los nuevos adalides de la justicia cósmica y el diálogo imparable se entregan al punitivismo más desaforado, al más férreo control de las libertades y a la perpetuación de los desequilibrios sociales con el pretexto en que no se trata más que de una etapa necesaria para llegar a esa utopía de almas cándidas, a la perfecta comunión de los santos. Ahora hay que lograr la habermasiana situación ideal de diálogo a base de repartir estopa a algunos interlocutores y de forzar a que los que queden con derecho a la palabra y con posibilidad de usarla den la razón a los mesiánicos líderes y les permitan llegar los primeros al bienestar de los exquisitos y a la dicha de los elegidos.
En todo este proceso, que sólo se puede comprender cabalmente si resucitamos otra vez a Marx, a aquel Marx que nos explicaba las claves de la alienación y el lado oscuro de la ideología como falsa conciencia, se van perdiendo algunas nociones capitales, ante todo la idea de legitimidad. No todo poder es igual y sucio por ser poder, no toda fuerza es lamentable y dañina por ser fuerza, no toda norma jurídica es ilegítima y perversa por ser jurídica, es decir, por tener una naturaleza coactiva, por estar respaldada por la violencia institucional. Hay poderes legítimos, hay usos legítimos de la fuerza y hay normas jurídicas legítimas. Precisamente ahí está la clave, en que, nos pongamos como nos pongamos, ni el poder ni la fuerza ni las normas que obran en la sociedad van a desaparecer por arte de birlibirloque, razón por la que, una vez efectuado tan elemental diagnóstico, no nos queda más que ocuparnos con y preocuparnos de estas dos cosas: que la autoridad sea legítima y que esa autoridad, legítima, haga lo que le corresponde: ejercer de tal desde su legitimidad. Porque, en otro caso, y como ya hemos repetido, seguiremos teniendo autoridad, seguirá sometiéndonos el poder, seguirán aplicándonos la fuerza y seguirán imponiéndonos normas, pero de un modo más primitivo y con efectos mucho más aterradores.
¿Qué es lo que hace legítima la autoridad? En primer lugar, su origen democrático. Es una cuestión de escala, será tanto mayor esa legitimidad cuanto más abierto, limpio y realmente participativo sea el proceso electoral por el que se determina quién ha de estar facultado para ejercer el poder político. En segundo lugar, el sometimiento a Derecho, y especialmente a la Constitución y a las reglas constitutivas del juego democrático de quienes así ejerzan el poder. En tercer lugar, el modo de ejercicio de tal poder político que ha de legitimarse mediante el cumplimiento de sus programas y evitando en todo lo posible el fácil recurso a la demagogia, al discurso vacío y al proselitismo barato.
Nadie más tiene legitimidad en un Estado de Derecho democrático para dictar las normas que a todos atañen y para velar por su correcta ejecución poniendo los medios necesarios y, al tiempo, respetando las especiales facultades de los jueces. Nadie más. La llamada sociedad civil y los movimientos asociativos pueden obrar de múltiples maneras para tratar de influir sobre la opinión pública y sobre los partidos, pero la sociedad civil, las asociaciones y cualquier movimiento ciudadano no han de suplantar a los legítimos representantes de la ciudadanía en su conjunto. Las normas las establece la mayoría parlamentaria, las negociaciones se llevan a cabo entre partidos, las leyes así justificadas se elaboran para ser aplicadas con carácter general. La democracia deliberativa no debe confundirse con el todo el monte es orégano, con el tonto el último o con que mande el que más grite o mejor amenace. Por muy poca cosa que ello sea, usted y yo en las urnas y ante la urnas somos iguales, pero nada más que somos iguales ahí, y por eso ni nos representan las asociaciones de empresarios o los sindicatos cuando de dictar legislación laboral se trata, ni nos representan los grupos ecologistas cuando toca legislar sobre el medio ambiente, ni nos representa ningún feminismo ni ningún machismo a la hora de regular jurídicamente ciertas relaciones “de género”. Tampoco la Conferencia Episcopal. Los católicos ya han tenido ocasión de votar a los partidos que mejor reflejan sus ideales en sus programas. Y punto. Lo demás es impostura, demagogia, filibusterismo, propaganda y, sobre todo, una manera de sustraer la soberanía al conjunto de sus titulares. Fuera intermediarios.
Si hay algo de cierto en esa afirmación que acabamos de formular, nos estamos equivocando al inventarnos muchas de las filosofías políticas de hoy y, sobre todo, se están equivocando los listos de la alianza académico-político-empresarial. O quizá no se equivocan, en cuyo caso tenemos aún más razones para preocuparnos.
En el fondo del yerro, real o fingido, asoma un vergonzante idealismo que tiene a veces hasta los aires de un cuento de hadas. Un ramillete de ideas, con un aire más de tópicos que de reflexión, expresa esos nuevos mitos. Mencionemos algunas.
La primera, que todo ejercicio de autoridad equivale a abuso y a conservadurismo rancio. Este cuestionamiento de la autoridad tiene numerosas manifestaciones. En la vida ordinaria, se pone en solfa desde la autoridad de los padres sobre los hijos, incluso desde bebés, hasta la de los profesores sobre los alumnos. Como se mezclan churras con merinas y aprovechando que venimos de sistemas sociales y políticos declaradamente autoritarios, en lugar de analizar con cuidado y sentido común en qué ámbitos la autoridad es necesaria y puede estar justificada y en cuáles otros es ociosa y dañina, el pensamiento oficial y pretendidamente único se lleva por delante la noción misma de autoridad.
Cierto que no tiene razón de ser cosa tal como el dominio del esposo sobre la esposa, por ejemplo, pero es de una ingenuidad que mezcla ignorancia con mala fe creer que la autoridad va a desaparecer por arte de magia y a base de discursos bienintencionados. Semejante pensamiento se pone en práctica a lomos de una insoportable paradoja, pues da la impresión de que las relaciones sociales perfectamente igualitarias y la arcádica convivencia entre individuos y grupos se puede y se debe lograr a golpe de ley y sobre la base de la coacción legal, precisamente. A la paradoja se suma la negativa a tomar en cuenta, con el rigor de una ciencia social auténtica, el hecho aludido de que las relaciones sociales no son armónicas porque en ellas se plasme la naturaleza bondadosa del ser humano, sino que contienen siempre una pugna por el dominio e inevitablemente se articulan también como relaciones de poder.
Cuando se trata de que el grupo hasta ahora dominante, sea en la familia, en la escuela o en otros campos sociales, deje de beneficiarse de su anterior posición, fuente antaño de tantos excesos, hay que preguntarse con seriedad quién o quiénes van a tomar el relevo, con qué consecuencias y aplicando qué modelos y con qué origen. Cada tipo de casos merecerá consideración detenida. En toda ocasión se ha de perseguir el abuso, sin duda. Entre adultos -al menos entre adultos que se conduzcan según cierto ideal de racionalidad- y en grupos restringidos en los que puede predominar un interés común, como es el caso de la pareja y la familia, podemos confiar en que las transacciones libres entre los sujetos produzcan buenos acomodos si el sistema jurídico vigila para evitar los malos usos. Pero cuando se trata de relaciones sociales constitutivamente asimétricas, como la que se da entre padres e hijos, entre profesores y estudiantes o entre empresarios y trabajadores, no tiene sentido fiarlo todo a la organización de unas bonitas deliberaciones entre unos y otros individuos. Lo mismo sucede entre gobernantes y gobernados cuando de política se trata. En algunos de estos casos, como en la relación paterno-filial, porque el poder que antes ejercían los unos pasarán a disfrutarlo los otros, sin más. En otras ocasiones, porque la desigualdad de las posiciones de partida se reproducirá una y mil veces, si bien ahora camuflada bajo procedimientos negociadores, comités y comisiones y procesos de concertación que introducen nuevas diferencias no menos problemáticas que las anteriores.
En la política está de moda el rechazo de toda fuerza y mitificar el diálogo como vía para la mejora de las comunidades, sean las comunidades nacionales o sea la comunidad internacional. Nuevamente oscila el péndulo y pasamos de aquella “Realpolitik” basada en la pura amenaza o el descarado uso de la fuerza, a esta trivialidad de que basta reunir a muchos y muy variados “actores” para que los grandes acuerdos que arreglan las cosas tengan que salir por generación espontánea y como manifestación de la general bonhomía. Los resultados saltan a la vista donde quiera que miremos. En la política española basta pensar en el sistema de negociación de la financiación autonómica o en esas patéticas reuniones de presidentes de las Comunidades Autónomas. O no hay acuerdo posible, dado que los intereses de unos y otros son inconciliables tal como están establecidas las reglas del juego y puesto que cada parte tiene que legitimarse ante su electorado haciendo gala del mayor y más radical de los egoísmos, o los acuerdos que aparecen son resultado del puro chantaje de quienes tienen más fuerza o la mayor capacidad para amenazar la ya frágil estabilidad del sistema. Presentar dichos acuerdos como fruto del diálogo libre y del afán de entendimiento es hacer gala de la estulticia de los idiotas o de la mala fe de los hipócritas.
En los asuntos de la política internacional para qué decir. Basta ver lo que acaba de ocurrir en la reunión de Copenhage sobre el cambio climático. Todos a hablar como si fueran iguales, pero la sartén por el mango la tienen y la usan los más poderosos. Mucho discurso, mucho diálogo, mucho de aquí no se va nadie mientras no haya un buen acuerdo -fue lo que dijo el pobre Zapatero para hacer que pintaba algo, y ya se vio: a los cinco minutos todos para casa sin acuerdo que valga la pena-, mucha apelación al interés de la humanidad de hoy y al de las generaciones futuras, pero la reunión empieza y acaba cuando y como quieran EEUU -¿no iba a ser Obama el paladín de la justicia universal y de la edificación, al fin, del paraíso angelical sobre la tierra?- y China, entre otros y con la notable falta de papel de esta Europa que parece una confederación de variadas impotencias y de miopes sin gafas. Todo iba a ser una maravilla, sobre el papel: tantos jefes de Estado y de gobierno, tantas ONGs, tantos representantes de parlamentos variados, tantos enviados de la “sociedad civil”..., y se podría haber llegado exactamente a lo mismo con una reunión bilateral entre Obama y los chinos y que luego pasaran a la firma de los demás lo que acordaran. Ni una maldita dictadura se ha terminado todavía a base de diálogo universal, ni una sola guerra se impide o se acaba con acuerdos que no se basen en el miedo a la derrota o en su inminencia. Triste, pero es así, y así sigue siendo en estos tiempos en que los querubines gritan sus eslóganes de paz. Tampoco la desigualdad entre países pobres y ricos o el conflicto entre “culturas” se va a solucionar de esa manera, ni con alianzas de civilizaciones ni con manoseos de altos representantes. Es lo que hay y para atajar el mal lo primero que se requiere es acertar con los diagnósticos y, lo segundo, no andar recetando placebos o imposiciones de manos de cualquier chamán avispado o de algún equívoco santo con peana.
El tercer aspecto en que el idealismo estéril desborda y perjudica es el referido al Derecho. El Derecho inquieta a los antiautoritarios de boquilla porque es coactivo y porque es la autoridad la que crea sus normas y las aplica. El Derecho desconcierta a los del alma seráfica porque llama a la obediencia y coarta la libertad, esa libertad que se supone que, si no estuviera limitada, nos haría a todos relacionarnos amorosamente y como iguales, sacando lo mejor que cada uno lleva dentro y olvidando para siempre egoísmos, rencillas y violencias. Puede ser coherente el anarquista, desde luego que sí, aquel que rechace todo poder y toda norma vinculante, desde su fe en la bondad natural de la gente. Es el suyo un pensamiento contrafáctico a más no poder, pero puede que no incoherente. La incoherencia la monopolizan esos políticos de discurso antinormativo que pretenden cambiar la sociedad a golpe de decreto y con su ordeno y mando. El “os ordeno que renunciéis a todo poder” es una incongruencia propia de mentes alicortas o de redomados hipócritas. El “ahí van esas normas para que se obedezcan sin que tengan que aplicarse como normas” no es otra cosa que el viejo deseo de dar al poder y a la política la vieja capacidad sugestiva y manipuladora de los sermones religiosos. Si usted, estimado mandatario, supremo jefe, luz de Occidente, considera que no ha lugar para más imposición ni más violencia estatal sublimada en Derecho, apéese del cargo, véngase con nosotros a conversar en el bar de la esquina, puesto que de hablar se trata y hablando se entiende la gente, renuncie a conductores y escoltas y confíe en la pía esencia de los ciudadanos y, ya puestos, no nos mande a los inspectores para ver si en ese local estamos fumando o si le hacemos una foto a una niña en la playa.
Muchos de nuestros gobernantes laicos -de los otros no hace falta ni hablar- llevan en los genes ideológicos las mañas de la religión y las argucias de las viejas políticas. Nos exhortan a ser buenos y beatíficos y nos prometen un futuro de goce pacífico y de disfrute sin cuento, mientras engorda, roban, abusan y se agarran al sillón con la saña de los posesos. Nos espantan al asegurarnos que hay aquelarres por doquier -aquí una reunión de fumadores, allá una confabulación de pedófilos, en el fondo del alma de cada varón un aroma de azufre y maltrato doméstico...- y que por todas partes de cuecen los desmanes que sólo ellos sabrán atajar desde su privilegiada lectura de los textos sagrados, su profética misión y su sabia legislación. ¿Legislación? Como legislan con empeño y como, además, legislan para aparentar que en verdad se preocupan y actúan, caen en la mentada contradicción de imponer la paz por la fuerza, la libertad mediante los castigos y la igualdad con nuevas discriminaciones. Pero también esas mentalidades tienen sus precedentes. Es el viejo truco de la dictadura del proletariado, adaptado a los tiempos, por supuesto. Del mismo modo que la antítesis entre explotadores y explotados se iba a resolver alcanzando aquella sociedad comunista en la que por definición ya no cabían tensiones ni explotación, de la misma manera que el bueno de Marx fue puesto del revés por el perverso Lenin, ahora los nuevos adalides de la justicia cósmica y el diálogo imparable se entregan al punitivismo más desaforado, al más férreo control de las libertades y a la perpetuación de los desequilibrios sociales con el pretexto en que no se trata más que de una etapa necesaria para llegar a esa utopía de almas cándidas, a la perfecta comunión de los santos. Ahora hay que lograr la habermasiana situación ideal de diálogo a base de repartir estopa a algunos interlocutores y de forzar a que los que queden con derecho a la palabra y con posibilidad de usarla den la razón a los mesiánicos líderes y les permitan llegar los primeros al bienestar de los exquisitos y a la dicha de los elegidos.
En todo este proceso, que sólo se puede comprender cabalmente si resucitamos otra vez a Marx, a aquel Marx que nos explicaba las claves de la alienación y el lado oscuro de la ideología como falsa conciencia, se van perdiendo algunas nociones capitales, ante todo la idea de legitimidad. No todo poder es igual y sucio por ser poder, no toda fuerza es lamentable y dañina por ser fuerza, no toda norma jurídica es ilegítima y perversa por ser jurídica, es decir, por tener una naturaleza coactiva, por estar respaldada por la violencia institucional. Hay poderes legítimos, hay usos legítimos de la fuerza y hay normas jurídicas legítimas. Precisamente ahí está la clave, en que, nos pongamos como nos pongamos, ni el poder ni la fuerza ni las normas que obran en la sociedad van a desaparecer por arte de birlibirloque, razón por la que, una vez efectuado tan elemental diagnóstico, no nos queda más que ocuparnos con y preocuparnos de estas dos cosas: que la autoridad sea legítima y que esa autoridad, legítima, haga lo que le corresponde: ejercer de tal desde su legitimidad. Porque, en otro caso, y como ya hemos repetido, seguiremos teniendo autoridad, seguirá sometiéndonos el poder, seguirán aplicándonos la fuerza y seguirán imponiéndonos normas, pero de un modo más primitivo y con efectos mucho más aterradores.
¿Qué es lo que hace legítima la autoridad? En primer lugar, su origen democrático. Es una cuestión de escala, será tanto mayor esa legitimidad cuanto más abierto, limpio y realmente participativo sea el proceso electoral por el que se determina quién ha de estar facultado para ejercer el poder político. En segundo lugar, el sometimiento a Derecho, y especialmente a la Constitución y a las reglas constitutivas del juego democrático de quienes así ejerzan el poder. En tercer lugar, el modo de ejercicio de tal poder político que ha de legitimarse mediante el cumplimiento de sus programas y evitando en todo lo posible el fácil recurso a la demagogia, al discurso vacío y al proselitismo barato.
Nadie más tiene legitimidad en un Estado de Derecho democrático para dictar las normas que a todos atañen y para velar por su correcta ejecución poniendo los medios necesarios y, al tiempo, respetando las especiales facultades de los jueces. Nadie más. La llamada sociedad civil y los movimientos asociativos pueden obrar de múltiples maneras para tratar de influir sobre la opinión pública y sobre los partidos, pero la sociedad civil, las asociaciones y cualquier movimiento ciudadano no han de suplantar a los legítimos representantes de la ciudadanía en su conjunto. Las normas las establece la mayoría parlamentaria, las negociaciones se llevan a cabo entre partidos, las leyes así justificadas se elaboran para ser aplicadas con carácter general. La democracia deliberativa no debe confundirse con el todo el monte es orégano, con el tonto el último o con que mande el que más grite o mejor amenace. Por muy poca cosa que ello sea, usted y yo en las urnas y ante la urnas somos iguales, pero nada más que somos iguales ahí, y por eso ni nos representan las asociaciones de empresarios o los sindicatos cuando de dictar legislación laboral se trata, ni nos representan los grupos ecologistas cuando toca legislar sobre el medio ambiente, ni nos representa ningún feminismo ni ningún machismo a la hora de regular jurídicamente ciertas relaciones “de género”. Tampoco la Conferencia Episcopal. Los católicos ya han tenido ocasión de votar a los partidos que mejor reflejan sus ideales en sus programas. Y punto. Lo demás es impostura, demagogia, filibusterismo, propaganda y, sobre todo, una manera de sustraer la soberanía al conjunto de sus titulares. Fuera intermediarios.
3 comentarios:
Eres un formalista...!!
Una pausa en la producción internáutica ¡por caridad! que no hay tiempo para leer tanto cómo se produce.
Realmente interesante la idea de que la autoridad se ha convertido en un tópico, y ya no es un concepto procesado, sino sentido ( a base e manipulación y de juegos sucios para hacer sentir lo que interesa) . Es una interesante reflexión la que aquí se propone.
Sin embargo me he quedado con la copla de los " anarquistas coherentes pero con un pensamiento contrafáctico", y creo que el carácter de contrafáctico depende del procedimiento pensado para llevar a cabo esa abolición del Estado. Tan contrafáctico me parece querer abolir el Estado de un día para otro, creyendo que todos los problemas de la humanidad se resolverán el día que el pueblo mate sin pedad a todos los gobernantes como querer desmontar una mafiocracia con barniz democrático llevando a los tribunales precisamente a quien los controla.
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