31 agosto, 2009

El Derecho es un misterio. 5. Cuando el legislador parece tonto, pero no lo es tanto

Si los que cobramos como iusfilósofos y teóricos del Derecho no nos dedicáramos mayoritariamente a la masturbación de las moscas -que si cómo combino el valor C con la directriz D para que me salga un principio P con moñitos y volantes- y a la multiplicación arbitraria de los entes, ya estaríamos a una preguntándonos por qué hoy en día son tan raras y tan ñoñas la mayor parte de las normas que se publican, en aluvión, en los boletines oficiales. Hoy traigo un ejemplo, el Decreto 181/2008 de 9 de septiembre, por el que se establece la Ordenación de las Enseñanzas del Segundo Ciclo de la Educación Infantil en Cataluña. Es un Decreto del Departamento de Educación de la Generalidad. Podríamos haberlo incluido en aquella sección del blog, que tengo tan abandonada y que se titulaba Tontunas Legislativas. Pero quiero hacer dos aclaraciones antes de seguir. Una, que, a los efectos de lo que quiero resaltar, podría tratarse de una norma de cualquier otra Comunidad Autónoma o del Gobierno. Otra, que no voy a detenerme en ninguna consideración a propósito del tema de la lengua, aunque esta norma haya levantado polémica porque en su artículo 4 diga que el catalán es la lengua vehicular de la enseñanza, el aprendizaje y todas las actividades internas y externas de la comunidad educativa. Partidario como soy de que aumente la tolerancia social del suicidio y hasta de que con carácter general se despenalice el auxilio al mismo, no veo por qué no va a poder suicidarse una Comunidad Autónoma. Allá se las compongan los catalanes con el catalán y con sus hijos. No voy a preocuparme yo por el futuro de sus retoños si a ellos les gustan así. Cada palo aguanta su vela y cada cual hace en su casa lo que le venga en gana. Y punto. Hoy en día se cree que es más delito tener en el ordenador una foto de un niño en pelotas que impedir a todos los niños de comunidades enteras el buen conocimiento de las lenguas que mejor les sirvan para ser ciudadanos del mundo y buscarse la vida más allá de las huertas de su aldea. Pues vale, viva el progreso. Por mí como si hacen el swajili la lengua vehicular de Talavera de la Reina. Insisto, nos ocupamos de otro asunto.
Uno lee despacio este Decreto, igual a tantos, repito, y se le viene la pregunta de qué es lo que puede o debe distinguir una norma jurídica de un libraco de autoayuda o de un tratado de moralina para incautos. Porque aparentemente ya no hay diferencia entre lo uno y lo otro y a este paso las recopilaciones legislativas acabarán vendiéndose en las librerías de los aeropuertos en la misma sección en que se ponen esos tomos que nos dicen cómo hablar con los ángeles, cómo sacarle el mejor partido al orgasmo de tu gato o cómo triunfar en la gestión empresarial con sólo cinco minutos de meditación tántrica el día.
La doctrina jurídica que antes estudiábamos nos contaba que una norma es por lo general un mandato en el que se establece la obligatoriedad de una conducta de hacer o no hacer, previendo una sanción determinada para el caso de que tal mandato se desobedezca. Hasta hubo algún gran autor, como Kelsen, que insistió una y mil veces en que una norma que no fije sanción ni consecuencia negativa de ningún tipo se convierte en una declaración jurídicamente irrelevante, una simple proclamación de píos deseos, un brindis al sol o una licencia poética de un legislador con insolación. Sin embargo, hay documentos normativos, como el que nos sirve de referencia, que dicen y dicen cómo se deben hacer las cosas, pero nada disponen en cuanto a sanciones. ¿Será que sus autores confían más en la persuasión y la pura matraca moralizante que en la amenaza? Podría parecerlo, pero, como veremos, hay explicaciones más sutiles y que revelan mayor perversidad de los hacedores de normas y más grave perversión del sistema jurídico.
En este tipo de normas hoy tan corrientes, lo primero que llama la atención son las introducciones o exposiciones de motivos. Teniendo en cuenta que en el articulado no suele haber más contenido tangible que la formulación de deseos y la declaración de intenciones, esa parte, las exposiciones de motivos, da el tono, marca la pauta de todo el documento. Suelen contener explicaciones de lo obvio y definiciones de lo evidente, siempre con ese aroma dulzón que es propio de la corrección política de inspiración tibetana. Cualquier día veremos alguna ley sobre el cultivo de las alcachofas en secano que, en el comienzo, declare que la tierra es un planeta redondo y achatado por los polos y que sus habitantes se llaman terrícolas y deben ser muy buenos y majos los unos con los otros. Veamos algunas perlas de ese cariz en este Decreto:
- “En la educación infantil aprender es, para el niño, construir nuevos significados de la realidad que lo rodea, los cuales enriquecen los propios conocimientos previamente adquiridos y permiten su aplicación a las nuevas situaciones cada vez más complejas”. Cámbiese “educación infantil” por “juego infantil”, “vida infantil”, “experiencia infantil” o “viaje infantil” y el significado será el mismo: morralla legislativa, discursito de los especialistas a la violeta que no tienen más especialidad que la retórica huera y el fingimiento del saber que no poseen. Más ejemplos:
- “La escuela es un espacio privilegiado para la adquisición de conocimientos, de vivencias emocionales, (sic) y de valores éticos y democráticos, y el primer espacio social de cohesión, integración y participación”. Donde dice “La escuela”, pongamos “la casa”, “la familia”, “la televisión”, “la piscina del polideportivo” o “la calle” y valdrá igual. Filfa.
- “La interacción con el entorno es una condición indispensable para el desarrollo del niño. La familia, la escuela y los otros niños forman parte de este entorno y tienen que tener (sic) un papel acogedor y estimulador”. Sublimes descubrimientos. ¿Qué más hay en ese entorno? ¿Cuentan también los perros, las vacas, los coches, los árboles, los vecinos de portal y los adoquines de la calle? ¿Qué quiere decir “acogedor” y “estimulador”? En fin, no le demos más vueltas a las simplezas empaquetadas en celofán.
- “Los padres, las madres o tutores en el seno de la familia, los docentes y el personal de apoyo en el centro educativo, (sic) se convierten en piezas clave en la educación del niño”. ¿Ah sí? ¿Y los primos? ¿Y el cura de la parroquia? ¿Y el que vende las chuches?
Podríamos reproducir la introducción entera del Decreto, pues todo es así. Las canciones de Los Payasos de la Tele, Gabi, Fofó y Miliki, tenían más enjuncia teórica que estas banalidades.
Si pasamos al articulado, sólo encontramos enunciaciones de principios y aparentes consejos. “Se procurará”, “se garantizará”, se “tiene que”, se “establecerá”, “se favorecerá”. ¿Que pasa si ni se procura ni se garantiza ni se establece ni gaitas? Aparentemente nada, pero ya veremos más adelante lo que pasa. Ejemplos:
- Art. 1.2. “El segundo ciclo de educación infantil, de carácter gratuito, se organiza de acuerdo con los principios de educación común, inclusiva y coeducadora. Se pondrá especial atención a la diversidad del alumnado, a la detección e intervención en las dificultades de aprendizaje tan pronto como se produzcan y a la relación con las familias, proporcionando (sic.) situaciones educativas que permitan un desarrollo integral del alumnado”.
- Art. 1.3. “La acción educativa procurará la integración de las diversas experiencias y aprendizajes del alumnado, la motivará y se adaptará a sus ritmos de trabajo”.
- Art. 2. “La finalidad de la educación infantil es contribuir al desarrollo emocional y afectivo, físico y motriz, social y cognitivo de los niños, proporcionándoles un clima y entorno de confianza donde se sientan acogidos y con expectativas de aprendizaje. La acción educativa tiene que permitir un desarrollo afectivo, un descubrimiento progresivo y un crecimiento personal de los niños; la formación de una imagen positiva y equilibrada de ellos mismos, el descubrimiento de las posibilidades de su propio cuerpo, del movimiento y de los hábitos de control corporal, actuando (sic) cada vez de forma más autónoma; la posibilidad de relacionarse y comunicarse con los otros, niños y personas adultas, por medio de los diferentes lenguajes, estableciendo vínculos y relaciones con las correspondientes pautas elementales de convivencia, de relación, y de respeto al principio de no discriminación, compartiendo responsabilidades familia y escuela”.
- Art. 3.1. “Los padres, madres o tutores y los centros tienen que cooperar estrechamente en la educación de los niños, con el fin de garantizar la continuidad educativa entre el centro y la familia”
El lector que no esté ya totalmente estragado y con la náusea rondándole, que siga leyendo por su cuenta en el texto del Decreto. Es así casi todo. Pero me gusta especialmente el art. 6.3 y no me resisto a citar al menos un fragmento: “Al finalizar el segundo ciclo de educación infantil, el niño tendrá que ser capaz de: Progresar en el conocimiento y dominio de su cuerpo, en el movimiento y la coordinación, dándose cuenta de sus posibilidades. Alcanzar progresivamente seguridad afectiva y emocional e ir formándose una imagen positiva de él mismo y de los otros. Adquirir progresivamente hábitos básicos de autonomía en acciones cotidianas, para actuar con seguridad y eficacia...”. Fantástico. El objetivo de la educación infantil es, en resumen, que el niño progrese adecuadamente después de acabarla, y que sea profundamente consciente de que las piernas sirven para caminar, a diferencia de las orejas, que sirven para lavárselas.
No cansaré al lector con la cita pormenorizada de más joyas de estas. Luego vienen parrafadas similares sobre la evaluación, las áreas de conocimiento, la autonomía organizativa de los centros, la tutorías, etc. Todo igual de fofo, de vacuo.
Aterricemos al fin en lo que más importa. ¿Cuál es la razón de ser de las normas de este jaez? Un ingenuo podría creer que se trata de plasmar y proteger derechos de los niños, de sus padres o de la sociedad entera. Falso. ¿Cómo se recurre y ante quién si no se entiende efectivamente protegido alguno de esos fantasmagóricos derechos? Nada se dice al respecto. Los ciudadanos, sus intereses y sus derechos son únicamente pretexto, pues estamos ante normas de la Administración para la Administración, del poder para el poder. Se trata, sin más, de extender el poder de la Administración, en este caso de la educativa catalana, dando a lo que va a ser poder incontrolado una apariencia de juridicidad. Son normas habilitadoras en blanco y a quien habilitan es al Departamento de Educación. ¿Por que? Porque al formular sólo objetivos inconcretos y elevar al rango de pautas de control lo que no son más que estériles inanidades, se quiere facilitar la sumisión de los maestros y los centros a la Inspección y al Departamento de Educación. Los maestros, departamentos y directores de los centros tendrán que esmerarse en obrar del modo que resulte más grato a los políticos que gobiernen la Educación, servir a sus objetivos y a sus propósitos. Dado que todas esas normas no contienen mandatos tangibles, el mensaje es que las cosas se han de hacer a gusto de quien maneja los dineros y las influencias, a voluntad de los dueños del cotarro. En el colegio en que así no se proceda, se expondrán los responsables a que se les acuse de no trabajar adecuadamente en pro de la diversidad, de la cálida acogida de los niños, de su progreso emocional o de su armónica integración en el medio social.
Topamos también con la razón por la que tampoco se tipifican sanciones: porque tácitamente se estatuye el chantaje y la amenaza difusa como sanción. No se busca la obediencia a la norma, sino la sumisión al poder. En cualquier colegio saben que el riesgo no está en que se expediente a un profesor por no haber prestado suficiente atención a las dificultades de aprendizaje de un niño, o a un director por no haber elaborado un cuadro de visitas paternas suficientemente mono. No, todos son conscientes de que toda esa prosa pseudojurídica no tiene, en el fondo y en verdad, más que un objetivo: que la Administración maneje a su antojo y en su interés subvenciones, promociones, distinciones y todo tipo de diferencias de trato. Al díscolo ni agua, y díscolo es el que no se someta por entero a los dogmas. ¿Cuáles dogmas? ¿El de integración en la diversidad? ¿El del conocimiento adecuado del medio? ¿El de colaboración con las familias? Todos. Y el de la lengua vehicular, claro. Con un importante y decisivo matiz: el contenido de esas fórmulas verbales vagorosas que en la normativa se introducen lo definirá en cada ocasión y para cada caso el gobierno de turno, el Departamento de Educación y su personal político-burocrático.
Por todo ello este tipo de legislación tan común en la actualidad no tiene a la hora de la verdad más que un contenido, pese a lo extenso de su verborrea, contenido que se puede resumir sin traicionar ni el fin ni las palabras en un precepto muy simple: los destinatarios de la norma deben actuar en todo momento como la Administración quiera que actúen, sea el que sea ese querer en cada momento. Concretando para el caso del Decreto que hemos tomado como muestra: los maestros y responsables de los centros han de hacer lo que la Administración en cada ocasión desee que hagan, por la cuenta que les tiene si no quieren que su trabajo se les vuelva más difícil e incómodo y si no quieren frustrar sus expectativas de promoción y éxito profesional y social.
En nombre de tantos principios como llenan la boca del legislador se preparan y se perpetran, aquí y ahora, en este país, los más intolerables abusos y se cercenan los más elementales derechos y libertades de todos. La arbitrariedad se disfraza con un lenguaje legislativo a medio camino entre Paulo Coelho y fray Gerundio Campazas, pero, aunque se vista de seda, arbitrariedad se queda. Y todavía habrá quien se lo crea y piense que qué progres y qué majos.

30 agosto, 2009

¿En qué piensa usted todo el día?

Hoy cae aquí reflexión introspectiva. Paciencia. Es que hace un rato volvía de llevar a mi suegra de vuelta a su casa y, en la soledad del coche y en silencio, me puse a pensar en lo que pensamos. Creo que esto es algo que sólo se plantea el que tiene en qué pensar. La mayoría de la gente, o todos las más de las veces, no nos preguntamos en qué pensamos porque no pensamos ni en eso. Intentaré explicarme.
El blog me ha ayudado mucho para entretenerme pensando en lugar de dejando las neuronas adormilarse hora tras hora. Es lo que más me gusta de mantener al día un blog. Saldrá bien o mal lo que aquí se escriba, ése es otro cantar, pero por lo menos me mantiene en vigilia. Cuando leo un periódico, por ejemplo, no sólo me inoculo información que pasa por allí, como el pez que abre su bocota para que le entre el plancton y luego se echa una siesta acuática. Antes también iba a todas partes en el coche con la radio puesta y ahora muchas veces la apago para darle al magín. Porque pensar es entretenido, mucho más entretenido que dejarse mecer por el ruido ambiental o coquetear con las musarañas.
Creo que si alguien le saca gusto a darle vueltas a las cosas en la cabeza, hasta cambia el modo de relacionarse con los otros. Seguro que hay personas que andan todo el día buscando compañía que les cuente cualquier menudencia, nada más que para no quedarse a solas con los pensamientos propios. Todos somos así a veces, aunque debe de ser la proporción lo que importa. También me parece que ver la tele en general sirve para eso, para mantenerse en blanco. Lo malo es que la tele te va tiñendo de negro, del negro de los hollines de nuestra cultura.
Muchos individuos se aburren enormemente cuando están a solas consigo mismos y tengo la impresión que eso ocurre o por incapacidad o por pereza. Si se debe a lo primero, olvídate, abandónate, relájate, eres un semoviente sin más seso que el que se le supone a una vaca mientras rumia. Los que hemos convivido con las vacas sabemos que cuando están rumiando les gusta mirar sin esfuerzo las cosas que pasan a su alrededor, sean trenes o procesiones. No parece que sea para sacar conclusiones, sino porque la calma la prefieren con movimiento al fondo de la escena. Las diferencias entre las vacas y muchos de nuestros conocidos son escasas y muy sutiles, pero siempre favorables a las vacas. Ellas se conforman con lo que pase alrededor, pero no andan a la caza desesperada de alguien que las entretenga.
El que se refugia en lo que pinte porque le da pereza pensar es un caso más triste. Probablemente la causa última es que teme el hipotético resultado de sus lucubraciones. Mira qué calamidad de pareja tengo, fíjate que poco estimulante es mi trabajo, mis cuñados me la están urdiendo, aquella vecina que un día me miró así quién sabe, ahí al lado están explotando vilmente a un amigo... Uf, dejémoslo y concentrémonos en las últimas declaraciones de Cristiano Ronaldo.
Alguien debería impartir unos buenos cursos sobre las ventajas de pensar; hasta del pensamiento como terapia. Lo primero es aprender a desdoblarse, a enloquecer un poco. Un ejemplo. Usted tiene una nueva comida familiar, mismamente la celebración de las bodas de oro de los abuelos. Toda la familia reunida, entrañable a tope. A lo mejor es la manera de pasar un día gratamente desocupado, al son de los dimes y diretes. A las vacas les encantaría. Pero también puede ser más divertido. Sólo hay que distanciarse, ver a los presentes como personajes de una obra de ficción y preguntarse cómo describiría el evento un buen novelista o cómo se contemplaría si fuera una obra de teatro. Es divertido así, y se aprende mucho. Ni te irritan los otros ni te das pena tú, pues vas captando lo que de pura representación tienen los eventos cotidianos y cuán previsibles son nuestros diálogos y gestos.
También la humildad te abre a insospechadas observaciones de tu entorno. Cada humano tiende a convencerse de que alrededor nunca ocurre nada interesante y de que las únicas anécdotas notables le pasaron a él en tiempos. Pero a nada que la vida de uno haya tenido sus sorpresas y sus sobresaltos, sus secretas vivencias y sus inconfesadas obsesiones, debe suponer que la gran mayoría de los otros están en las mismas. Pues pensemos. Pensemos, especulemos durante esa comida o aquella reunión qué secretos adornarán la biografía de la tía Esperanza o en si la mirada cómplice que fugazmente se cruzan las dos cuñadas no tendrá un trasfondo de película.
Lo malo es que tales imaginaciones, por muy fundadas que puedan llegar a parecernos, no podemos casi nunca compartirlas ni con los más íntimos; ni debemos. Los que damos muchas vueltas a las cosas a la busca de las novelas de variadas aventuras que a por doquier sin duda se tejen nos quedamos de piedra si un día compartimos hipótesis y convicciones con la pareja o el amigo. Mira -decimos en casa o en el bar- por lo que ha contado fulana y la cara que ha puesto cuando tal, yo creo que ella, en tiempos, hizo tal cosa y le pasó tal otra. Horror. Nos miran como a dementes. No suele gustar a quienes nos acompañan ese vicio de descorrer telones con la mente, esa manía de fisgar entre bambalinas. Los secretos de los demás son la mejor garantía de que sean o nos parezcan secretos nuestros secretos. De lo más interesante de la vida no conviene hablar. El que habla quita máscaras y se quita un poco la suya, el que escucha teme ser desenmascarado. Nuestro mundo se divide entre los que se desdoblan y los que hacen de la doblez virtud y convicción.
Cabe que ahí resida la explicación de dos fenómenos. Uno, la inclinación a la literatura de estos que llamo pensantes desdoblados. En una buena novela la realidad de los personajes se nos expone en todas sus facetas y dimensiones, tanto más cuanto mejor es la obra. El buen aficionado a la novela no lo es porque en la truculencia posible de las historias y los personajes vea un ejercicio de fantasía creadora, sino porque ahí capta una fiel plasmación de la vida real, de la realidad de las vidas. Son las vidas de cada uno de los que nos rodean, y la propia, las que conforman una novela. El artista simplemente toma unos trozos al azar y les da empaque narrativo para que nos sirvan como muestra de cómo mirar. Leer novelas y relatos es el recurso mejor para de aprender a contemplar y para comprender a las personas que se cruzan por nuestra vida, y a nosotros mismos en primer lugar. Por eso, también, todo buen observador pensante y avezado sueña con plasmar un día sus descubrimientos imaginarios o una destilación de sus vivencias íntimas en una novela como es debido o en un puñado de relatos.
El otro fenómeno relacionado es la confianza entre amantes con relación clandestina bien consolidada. El secreto y la invisibilidad aportan la extraterritorialidad que permite buenas narraciones y pensamientos al viento. La convención de estar más allá de las convenciones, si llega a establecerse, aporta ese salto al otro lado, la posibilidad de hablar sin red y sin ataduras, la facilidad para escuchar o expresarse sin el estrangulamiento al que, en la vida reglada, queda sometido el analizar y el decir. También de aquí pueden salir algunas lecciones o, como mínimo, unas cuantas hipótesis de interés. Los celos ordinarios y la posesividad de pareja asentada no son tanto afán de apropiarse en exclusiva el cuerpo del otro, sino puro pánico a que el otro, nuestra pareja, tenga a quien decir lo que no dejamos que nos diga, y a que al escuchar a su cómplice y bucear en sus secretos y misterios, se pueda hacer una idea cabal de los nuestros. No son los cuerpos lo que más une a los buenos amantes, es el viaje en común a lo inconfesado y lo profundo lo que los ata en una alianza sutil y flexible que provoca celos, resquemor y miedo. Por eso se les condena.
Yo qué sé, me dio por pensar estas cosillas. Como es domingo...

El pueblo en su espejo

En cuestiones de política y gobierno le es muy difícil al ciudadano hacer juicios críticos que vayan más allá del y tú más y yo en la tuya. No sólo porque hoy, más que nunca, en España el opinar de política se está convirtiendo en pasión primaria y primitiva en la que el argumento se sustituye por el borreguil alineamiento, carnaza para hooligans, calimocho de descerebrados con eslogan y cachiporra tartamuda. Aplíquese al que suscribe la dosis que merezca, no me importa.
Desacreditada toda patria que vaya más allá del campanario, el sermón autóctono y la boina subcutánea y entrada en crisis la familia, con su variedad de composiciones y descomposiciones, han desaparecido las referencias tradicionales entre ellos y nosotros, entre los nuestros y los de más allá. Y no es que el declive de esos gregarismos haya dejado paso a una razón ecuánime y a una ética universalista y amplia de miras, no. A tirano muerto, tirano puesto; frente al rebaño de antaño, el de hogaño, no hay vuelta de hoja. La víscera necesita su alimento, la charcutería no cierra por muy locas que se pongan las vacas.
Ahora el ciudadano que no se retira a los cuarteles de invierno, asqueado sin remisión, se dedica a interpretar el mundo en clave de pura lealtad a siglas de partido. A siglas, a poses, a tópicos de baratillo, a restos de serie de lo que tal vez un día fueron ideas y proyectos de sociedad. La tribu siempre retorna. Los partidos ya no se diferencian por ideologías o programas tangibles, pues en la práctica ninguno sabe ni contesta ni dice ni hace nada serio sobre los problemas sociales ni sobre las grandes cuestiones de la gestión razonable de un Estado. Los llamados líderes improvisan, fingen y componen variados mohines, cual marquesonas ofendidas de algún casposo teatro. Y el pueblo llano, hecho pueblo allanado, se pone la camiseta con los colores de su equipo y se prepara para apedrear a cualquier árbitro que le rechiste al dirigente de sus entretelas. Da igual que ese jefecillo de partido sea un perfecto patán, un ceporro sin atenuantes, un mentiroso de libro, una excrecencia del imaginario colectivo de ladronzuelos y pillos. Da igual. A muerte con los nuestros, hasta el último aliento y hasta que retornemos a Atapuerca. Voto eterno, lealtad perruna, relájate y goza. Es lo que hay. Esta democracia nuestra, esta ciudadanía que somos, tiene algo en común con esa pobre chica norteamericana a la que un pervertido tarado que jura que habla con los ángeles ha tenido secuestrada casi veinte años, encerrada en un cobertizo, violada, degradada, muerta en vida. Dicen los médicos que, ahora que el delito se ha aclarado, viene lo peor, pues será difícil que la víctima y sus hijas, las otras víctimas, se acostumbren a la vida libre, ya qe tantos son, con todo, los vínculos emocionales que durante ese tiempo han establecido con su dominador. Valga la comparación en lo que valga. Y no se pierda de vista que la esposa del lunático era cómplice del abuso y hasta participó en el secuestro inicial.
Más allá de las taras, las filias y las fobias, hay una dificultad objetiva a la hora de hacer valer la crítica a gobiernos y partidos. Los argumentos de principio calan escasamente en un pueblo secularmente avezado a valorar más el coche y la cuenta corriente que las convicciones y los ideales sin tajada inmediata. La falta de moral no nos desmoraliza. Así que sólo cabe valorar consecuencias y poner el énfasis en los perjuicios que nos causan la mala gestión de los asuntos públicos y la superficialidad sangrante de los políticos que hemos aupado al votar con saña y cerrando los ojos a toda evidencia. Pero en este punto probablemente nos topamos con un rasgo de nuestra psicología colectiva. Hay pueblos optimistas, celosos de sus capacidades, orgullosos de su historia, convencidos de su aptitud para superar escollos y vencer adversidades. No es nuestro caso. Al español le pueden la mala conciencia y el complejo de inferioridad. Si el país va bien un rato, será porque hemos engañado a alguien, porque alguno ha dado un buen palo y nos reparte lo que le sobra de las ganancias. Aquí nos hemos hecho medio ricos a medida que trabajábamos menos y metíamos la mano en la bolsa de todos. Al funcionario se le suman trienios y le aumenta el sueldo en proporción exacta al tiempo que día a día va añadiendo a la pausa del café o a leer los periódicos en la oficina; el empresario prospera más cuanto mayor es el arte con que vulnera ordenanzas y corrompe concejales; hasta al currito se le llena la bolsa a base de chapucillas clandestinas y de cobrar por colocar dos enchufes lo que sería el precio de una auténtica obra de arte o de esmerada ingeniería. La ética del trabajo nunca caló entre nosotros y la honestidad profesional es propia de “mataos”. Por eso lo primero que piden tantos padres a los maestros de sus hijos es que les aprueben las asignaturas y los cursos aunque sean unos zánganos alevosos y por eso la quitaesencia de los valores nacionales la representa el futbolista millonario o la prostituta de lujo que berrea en cualquier cadena de televisión. Admiramos al timador de la estampita y a quien se gana una vida lujosa vendiendo el coño o alquilando el pito, con perdón. Eso sí, aquí nadie ve la tele, y menos los intelectuales; que conste.
A este personal que somos, cargado de rémoras mentales y de atávicas desconfianzas, no vale de nada decirle mire cómo estamos, repare en que se nos va a la porra el bienestar y volvemos a ser el vagón de cola de Europa. Da igual y poco importa quien gobierne. La mayoría siempre va a responder que con los otros estaríamos aún peor y sería más descomunal el desaguisado. Viva lo malo conocido, a la ruina, oé, a la ruina, oé. Cuestión de fe. Las zancadillas siempre las pone el demonio y nosotros no abominamos de nuestros dioses, aunque sean de cartón piedra. Pueblo de mártires por cobardía, pueblo de cabezotas, pueblo de ovejas y mataderos.
Para comparar y juzgar, para valorar alternativas, para imaginar salidas diferentes, para embarcarse en cambios y reformas hace falta manejar información, reflexionar con distanciamiento, aplicarse al raciocinio. No queremos. Qué agobio. Tremenda pereza. Para eso están nuestros sumos sacerdotes, nuestros líderes amados, nuestros guías, los capitanes de nuestro equipo del alma. La fe que en otras partes mueve montañas, aquí levanta muros y alimenta cerdos. O alimañas. A lo más que llegan algunos cuando ven las orejas al lobo es al grito imbécil de “Zapatero, no nos falles” o “Rajoy, dales caña”. Una tristeza de gente.

28 agosto, 2009

Hasta los murciélagos se enrollan para...

Los progresos de la ciencia no dejan de sorprendernos. Cada día, un hallazgo que hace época. Lo último (bueno, será lo penúltimo, supongo que voy con algún retraso) es que los muerciélagos cantan canciones de amor a sus chicas cuando andan en gestiones de apareamiento. No sería raro que un día de éstos se descubriera que hasta les mandan unos mariachis para que las vayan suavizando a base de interpretarles con gran sentimiento la de yo sé bien que estoy afuera, pero el día que yo me muera sé que tendrás que llorar, llorar y llorar.
El descubrimiento portentoso lo han hecho unos superinvestigadores muy concienzudos de Texas y Austin. No sale uno de su asombro. En el titular de ABC, periódico siempre atento a las nuevas técnicas amatorias, se dice que “Los murciélagos más románticos cantan canciones de amor mientras se aparean”. Como los reyes del mambo, mira. De lo cual se desprende que los sesudos científicos no sólo les han pillado el tono meloso a los bichos, sino que hasta han traducido las letras de sus composiciones. ¿Tendrán los murciélagos su José Luis Perales alado y comedor de insectos? ¿Se mostrarán más propicias las murciélagas cuando les susurran una de Julio Iglesias o preferirán algo más heavy como acicate para conceder sus favores? El periódico no se para en esos detalles, pero imagino que todo aparecerá en la revista del gremio en la que se han publicado los resultados de la pesquisa, revista que se llama “Plos One”, nada menos. Tiene como resonancias morbosas el nombre de la revista o suena como a macho volador suplicante, no me digan que no.
Por lo visto, no son todos los murciélagos los que tienen esa irrefrenable inclinación a cantar sus hazañas sexuales, sino los de una especie que llaman “brasileños sin cola”. ¿Cantarán para compensar o para que las hembras no reparen en su carencia?
En la noticia hay cosas que no encajan muy bien, pero a lo mejor es torpeza mía y no capto como es debido la secuencia amorosa de los simpáticos animalitos. Pues por un lado nos explican que los cánticos son durante la cópula, pero luego se afirma que el canto es para atraer a las hembras. ¿En qué quedamos? ¿Será que no se callan un minuto, ni antes ni durante? ¿Y no irán después contándolo por ahí, para colmo? Esos murciélagos cantarines son calificados como “los más románticos”. ¿Hay murciélagos románticos? ¿Y los otros cómo serán, silentes y dominantes, castigadores y sin concesiones a la oreja de la contraparte?
Como uno es humano y todo lo lleva a sus historias, esto me recordó una conversación de hace muchos años. Un grupo de buenos compañeros y amigos de aquella Facultad de Oviedo de mis pecados comíamos juntos a menudo en un pueblo cercano. De vez en cuando nos acompañaba una mujer de nuestra quinta que también se dedicaba a los placeres de la ciencia jurídica. Cuando así ocurría, no hablábamos de fútbol ni de la tesis. En una ocasión ella, muy seria, nos preguntó cómo éramos nosotros, los tres varones presentes, cuando hacíamos el amor. Se nos atragantó la fabada por falta de práctica. Por falta de práctica de comer con esos temas, quiero decir. Le respondimos bastante evasivos, a la gallega, y le contrapreguntamos cómo nos imaginaba ella. Dejó volar su fantasía y a mí me dijo, ¡cielos!, que me suponía parlanchín y dicharachero en pleno trance. Detuve mi cuchara a medio camino y, sin conceder ni negar, le pedí que me aclarara si tal proceder, el aderezo del apareamiento con frases ad hoc, era procedente o improcedente, estimulante o lamentable, en su opinión. Muy seria, me contestó que fatal, horrible, un incordio. Nunca he superado el trauma y llevo media vida tratando de poner punto en boca y de guardarme para mí las ocurrencias. Y ahora descubro que hasta los murciélagos triunfan a base de rollo previo y simultáneo. No somos nada.
Aunque uno ya tiene el pescado vendido, tomo nota, por si acaso, del proceder de los quirópteros y de que su éxito se debe a la combinación de “tres tipos de frases, piadas, zumbidos y trinos”. Tal vez el truco no está en no decir ni pío, sino simplemente en no sacar a relucir inoportunamente ningún tema de teoría analítica del sistema jurídico o de no enrollarse, durante el menester, con las diferentes clases de normas anankásticas.
Aun con todo lo que he aprendido gracias a la noticia, mantengo algunas dudas inquietantes. ¿Por qué saben esos expertos que lo que emiten los murciélagos machos son canciones y no aullidos lastimeros o carraspeos nerviosos? ¿Y por qué se han convencido de que se abandonan a la prosa romántica? ¿Cómo han descartado que lo que les sueltan a sus parejas sean unas guarrindongadas impropias de mamíferos? ¿Y si lo que les cuentan es que se han hecho con un par de cuevas a estrenar, tipo loft, o que se están forrando con una empresa de moscas bajas en calorías? ¿Y no será que les comen el coco a base de insistir en que lo peor de la crisis ya pasó y que, si ellas quieren, todo repuntará como en los mejores tiempos? Son misterios que los periódicos nos irán aclarando poco a poco.
Aquí acabo el post. Oigo pasos. Mi mujer se acerca. Empiezo a tararear...

27 agosto, 2009

Para fiestas las de antes

(Publicado en El Mundo de León el 6 de agosto)
El verano es tiempo fiestas por doquier y no hay pueblo ni villa sin su día grande. Un aburrimiento. Para gustos, colores, pero a quienes nos criamos en la aldea y en tiempos que, ¡ay!, comienzan a sentirse lejanos, esto de las fiestas populares de ahora nos parece una tristeza. Las fiestas de antes eran participativas y estas de ahora son meramente contemplativas. Antaño los lugareños bailaban con la música, exhibían sus habilidades en las competiciones o demostraciones y hasta participaban con fervor más o menos sincero en las celebraciones religiosas. Por no hablar de cómo era el día de la fiesta el momento ideal para conseguir los primeros ligues e ir practicando con tesón el difícil arte del escarceo amoroso. Quién no recuerda algún día de la fiesta porque fue la ocasión para el primer baile “agarrao” o la oportunidad del primer beso fugaz detrás de la tarima de la orquesta.
Hoy ya no queda casi nada de eso. La fiesta sólo es pretexto para que un buen puñado de gente se congregue con el propósito de no hacer nada, en compañía de los demás que están para lo mismo, sólo para pasear arriba y abajo porque toca estar allí y porque cómo no vas a ir, si es el día señalado. Paseo arriba y paseo abajo, mirándose los unos a los otros y diciéndose muchos, en el fondo, que mejor se estaría en lugar más tranquilo y sin tantas apreturas. Se toman, si acaso, unas cervezas y se come algo, especialmente si la comisión de turno lo reparte gratis, sean sopas o pimientos. Cuando toca una orquesta los presentes miran y miran mientras el cuerpo aguante a pie firme, pero sólo bailan los de cuatro años y los de más de setenta.
¿Qué nos ha pasado? La diversión propiamente dicha se ha hecho clandestina y esquiva. Primero huyeron los jóvenes, para librarse de la mirada severa de los mayores. Luego, hasta los entrados en años debieron de pensar que no convenía soltarse el pelo si se quería mantener la imagen de burgués comedido y en su sitio. Quedaron, quedan, sólo unos pocos borrachos, algunos locos, unos cuantos bebés y un montón de gente que va y viene para que no se diga que no está donde están todos el día que todos están, pero sin hacer más cosa que mirarse y pasear arriba y abajo. Una pesadez.

25 agosto, 2009

Más sobre fotos y derechos. Respuesta a Anónim(a)

(Respondo aquí, a modo de post, puesto que, por alguna razón -dice que mi comentario es muy largo- el servidor no me deja colgar esta respuesta en la sección de comentarios al post de anteayer, el de "Represores...". Allí pueden ver las interesantes intervenciones de Anónim(a) y de otros amigos).
Estimada anónima:
Me parece sumamente interesante lo que usted plantea y no está mal que sigamos el diálogo un rato más.
Se muestra usted de acuerdo en que el comportamiento en cuestión no debe merecer sanción jurídica. La pregunta entonces es qué se puede hacer. No me refiero al aspecto puramente fáctico, a qué se puede hacer de hecho. En el ejemplo que usted pone, esa persona furtivamente retratada en top-less en la playa puede (en ese sentido) dejarlo hacer, pedirle por favor que se vaya, insultarlo, darle unas bofetadas (con el riesgo de que la encausada sea luego usted, efectivamente), etc., etc. Muchas cosas que molestan a otros no las hacemos por simple temor a ese tipo de reacciones, no porque estén jurídicamente prohibidas. Pero vayamos a la cuestión jurídica. ¿Tenemos defensa jurídica ante alguien que simplemente nos está molestando al hacer algo que no está prohibido? Supongo -qué poco sabe uno, caray- que sí cabe llamar a los guardias y decirles que se lo quiten de encima, y que ellos están legitimados para ordenárselo. A lo mejor hasta hay en ese municipio una ordenanza municipal sobre orden y conducta en las playas. Si él persistiera en su acción molesta tal vez habría algún ilícito en forma de desobediencia a la autoridad (que nos ayude algún administravista o penalista, please). Pero ahí llegamos a lo que puede hacer esa autoridad, si no hay tal resistencia: ¿pueden detenerlo como sospechoso de un delito relacionado con la pederastia o la pedofilia por el hecho de hacerle fotos a una niña? Me parecería bastante terrible, aunque ya vemos que ha ocurrido así. ¿Y si en lugar de una niña es usted? ¿Puede haber ahí algún delito o falta? O mucho yerro, o creo que no. Me parece que tal actuación de la autoridad sería intolerablemente excesiva.
Mas usted plantea otra cuestión de gran interés: quién es el dueño de su imagen en topless. En principio, usted, sin duda. Pero usted, en el ejemplo, habría elegido mostrarse así en público o en un lugar público. No le están robando su imagen en un lugar en el que usted se halla en su intimidad y velando por su intimidad o compartiéndola solamente con personas elegidas -por ejemplo, un club privado-. De la misma manera que el que pasa por la playa puede mirarla a usted, aunque su cuerpo y su imagen sean suyos, puede hacerle una foto. Esa imagen fotográfica no es nada más que una duplicación estable -huy, qué expresión tan pedante se me ha ocurrido- de esa imagen que allí, en público, todos pueden contemplar.
Hay un riesgo, lo sé: que el fotógrafo haga un mal uso de la foto, por ejemplo, colgándola en internet o, si es un periodista, publicándola en el periódico. En este último caso cabría que usted demandara civilmente y pidiera una indemnización por uso ilegítimo de su imagen y por el consiguiente daño moral. En la Ley de Protección de la Imagen y esas cosas es automática la presunción de daño moral si se establece en el proceso que el uso de la imagen fue ilegítimo. ¿Y habría cometido delito el periodista? No. El asunto es civil, no penal, si no me equivoco.
Pero hemos hablado de riesgo de que ese particular divulgue su foto en internet -o pegue copias en las farolas de su pueblo, por ejemplo-. Así llegamos al tema esencial: ¿construimos un delito de puro riesgo? En eso consiste el adelantamiento de las barreras de punición, en considerar delito la MERA POSIBILIDAD, el riesgo de que alguien cause un daño, no el haberlo causado efectivamente. Me parece que en el caso de la foto de usted no habría en nuestro Derecho ni siquiera ese delito, por mucho que estiremos las interpretaciones. Y volvemos a lo de antes: si no hay delito, lo máximo que puede hacer la autoridad es pedir al fotógrafo que deje de molestarla, no detenerlo aunque no persista en hacerle fotos, ni menos aun registrar su casa para ver qué fotos tiene y de quién. Eso es así no por bien del gamberro, sino por el bien de todos nosotros. Porque a lo mejor un día estoy yo haciendo unas fotos a las olas o a un barco del horizonte y, casualmente, está usted en frente de mí y piensa que se las hacía a usted, llama a la policía y...
Con error o sin él, ¿puede usted reclamarle a alguien la tarjeta de la cámara o del móvil con el que le hizo, al parecer, unas fotos? Creo que no. Es decir, de hecho puede exigirle lo que quiera, pero dudo que tenga ninguna obligación jurídica de entregársela y, además, no me parece mal que así sea. Es decisivo el hecho de que usted estaba en un lugar público, donde cualquiera podía verla, incluyendo uno de su pueblo o de su familia. Ahí actúa usted a propio riesgo, "auf eigene Gefahr", que dirían los alemanes (otra pedantería, disculpe). Pero volvemos a lo de antes, en cuanto el riesgo de mal uso de la imagen se convierta en daño cierto, a por él, que seguro que se le sacan unos buenos cuartos. Y cuanto mayor sea el daño que se pruebe que usted ha sufrido, más indemnización. Así es como estamos protegidos. Su derecho a controlar su imagen se manifiesta en que nadie puede obligarla a mostrarse en la playa en top-less ni de ninguna otra manera. Pero si usted ha elegido mostrarla, ha elegido compartirla tanto con los mirones primarios (los que sólo aplican el ojo) como con los secundarios (los que se la llevan en foto para seguir viéndola en casa). Otra cosa, repito, es que él decida compartir con terceros eso que era suyo, difundiendo su imagen fuera del espacio en el que usted había elegido "compartirla".
Disculpe la extensión y pesadez de esta respuesta y mil gracias por sus muy oportunos comentarios. Saludos.

Sigue el escandaloso desatino

Vean aquí las últimas noticias sobre el asunto que comentábamos en el post de anteayer, el del detenido en Gijón por grabar con su móvil a unas niñas que se duchaban desnudas en las duchas ¡públicas! de la playa.
Lean ustedes mismos y a lo mejor están de acuerdo conmigo en que sobra todo comentario.
Ya no sabemos sólo el nombre, las iniciales y la edad. Ahora se conoce también en qué municipio vive, casualmente uno pequeño. Sólo falta la foto bien clarita. Supongo que saldrá mañana. A ese hombre ya lo condenaron, no volverá a levantar cabeza. ¿Su máximo "delito"? Hacer a las niñas fotos y grabaciones en las playas (sin tocarlas, sin meterse en su casa o su caseta, pasando por allí como uno más de los cientos o miles que pueden contemplar a los niños o los mayores en la playa) y almacenarlas en su casa. Ninguna prueba de que las mostrara a terceros ni cosa por el estilo. Nada. Ni indicios siquiera de tal cosa. Seguramente se masturbaba en su casa, cosa que, por supuesto, no hacen ni los jueces ni los legisladores ni los penalistas como es debido. Imagino que el delito es ése. ¿Lo dice la Conferencia Episcopal? No, lo dicen los grandes defensores de nuestro orden constitucional y nuestros derechos básicos. Lo ha establecido así un legislador muy progre del PSOE y del PP y lo aplicará un juez superprogre también, puede que de alguna asociación judicial potente y muy preocupada por los derechos fundamentales de la ciudadanía.
Cuenta la noticia que el juez que lleva la investigación ha puesto a ese paisano en libertad con cargos. ¿Qué cargos? ¿Por tener en casa fotos de niñas en la playa? ¡Por favor! Yo no vuelvo a comprar el Interviú ni de broma, no vaya a suceder que, de pronto, se haga una interpretación anal-ógica (ya sé que va contra el principio de legalidad penal, sí, pero échenle un vistazo a cómo está de chuchurrío ese principio) o muy extensiva de lo de "niñas" y me busque la ruina.
Para aumentar la confusión, la noticia de hoy acaba con esta perla: "El acusado se puede enfrentar a penas que llegan a un año de prisión si estuviese en posesión de imágenes con contenido sexual de menores". ¡Ah, con que era eso! A ver, amigos penalistas, ¿qué significa aquí "contenido sexual"? ¿Quién es el guapo que nos dice que la foto de una niña desnuda en la ducha de una playa tiene "contenido sexual", eh? Sólo puede decirlo un enfermo, un obseso, un maníaco, alguien que está bastante peor que ese pobre hombre que hizo las grabaciones. Salvo opinión mejor fundada, claro. Soy todo oídos.
Luego dicen que no estamos ante una avalancha de derecho penal de autor y amanezados por una refascistización de la legislación y la jurisprudencia penales. ¡Ja! Acabarán haciendo bueno al TOP y dejando en nada aquella vieja Ley de Vagos y Maleantes, ya verán.

Cuento japonés

He dado con el relato breve que a continuación transcribiré y que me ha puesto a pensar en sus numerosas aplicaciones. Dejaré al lector la meditación sobre cuáles sean éstas y con qué resultados. El texto pertenece al escritor japonés Yasohiro Kuwata y se titula “Los otros hijos”. Dice así:
En una lejana montaña vivía una extensa familia formada por el matrimonio de Y, el hombre, y A. la mujer. En la misma casa habitaban los dos padres de A y la madre de Y, tres hermanas solteras de ella, dos tíos viudos de él y los dos hijos varones de la pareja, de diez y doce años. También tenían un perro, dos gatos y un pequeño rebaño de vacas.
El nacimiento de los dos niños había sido celebrado con alborozo por toda la familia. Pero con el tiempo la alegría se fue tornando consternación. Los dos vástagos eran indisciplinados, groseros, irrespetuosos con sus mayores y sumamente perezosos. Insultaban, robaban, destruían con saña cuanto objeto útil encontraban. Ni los consejos ni las súplicas ni los castigos conseguían enderezar su carácter. Con el tiempo se iban haciendo más intratables y parecía que su naturaleza salvaje no podría tener jamás arreglo. Los mayores se entristecían al pensar en qué iría a parar la pequeña granja cuando a esas dos criaturas moralmente deformes les tocara hacerse cargo de los bienes y asumir la dirección de la familia. Acabarán matándonos a todos si no hemos muerto antes de tristeza, pensaban a menudo.
Tanta desazón se tornó alegría infinita cuando A, que aún era una mujer joven, pues se había casado con Y cuando sólo contaba catorce años, anunció entre risas que estaba embarazada. Todos habían rogado y dedicado plegarias a los dioses de la montaña para que naciera un nuevo descendiente lleno de virtudes y en el que pudieran confiar. De inmediato se hicieron planes para desheredar a los otros dos y mandarlos fuera de la aldea, lejos, donde sus negativas cualidades no sirvieran nunca más para oprobio y temor de la familia.
Comenzaron a imaginar qué magníficos atributos adornarían a la nueva criatura. Lo llamarían U. Sería un niño hermoso, fuerte, noble y se convertiría en un adulto laborioso y amante de sus mayores. Al fin nació y, pasadas las primeras celebraciones, repararon en que su tez era oscura, su cuerpo muy endeble y sus manos inusualmente pequeñas. Además, lloraba sin parar y se negaba a tomar la leche del pecho de su madre. Unos decían: tiene una mirada muy similar a la de sus hermanos. Otros se preocupaban porque su postura al dormir les parecía similar a la de ellos. Temerosos de que llevara en su ser los mismos estigmas, decidieron una noche acabar con él, con la esperanza de que los dioses procurasen pronto un nuevo embarazo de A. Lo subieron a lo alto de los montes más altos y allí lo abandonaron para que de él dieran cuenta las alimañas.
Hasta tres hijos más alumbró A, a los que llamaron al nacer P y D, y otras tantas veces los padres y parientes, ya obsesionados, encontraron enseguida grandes tachas en los pequeños, que simplemente no parecían tan perfectos como habían soñado. Así que tres veces más los dejaron morir, pensando que quién sabe si no sería mejor lo malo conocido que lo incierto de los nuevos seres.
A no tuvo más hijos. Entre tanto, los dos hermanos habían crecido y, convertidos ya en adultos hechos y derechos, dieron rienda suelta a sus peores instintos. Una noche, encerraron a toda su familia en la choza y le prendieron fuego. Antes de morir abrasados, los de dentro oían sus sádicas risas y se preguntaban qué habría pasado si no se hubieran librado de aquellos otros niños porque no parecían perfectos y en algunas cosas les recordaban a los otros
”.

23 agosto, 2009

Represores, pacatos y tontainas

Así nos estamos volviendo, en mi opinión. Vi esta mañana en El Mundo una noticia que a la primera me pasó medio desapercibida. Pero me quedó una inquietud ahí latiendo y volví atrás para mirar con más calma. La noticia va con el siguiente titular: “Se traga la tarjeta del móvil tras grabar a niñas desnudas en la playa”. Sucedió en Gijón, mi tierra, pero eso es lo de menos. Lo de más es la historia en sí y que estas cosas puedan pasar así hoy en día. Resulta que un señor de cuarenta años estaba grabando con su móvil, en la playa -ojo, en la playa-, a dos niñas de seis y diez años que se duchaban desnudas. El ciudadano de guardia -siempre hay varios, cada día más- llamó a los guardias y cuando éstos iban hacia el hombre, éste se tragó la tarjeta del móvil para disimular, cosa que después reconoció, supongo que cuando lo achucharon bastante. Luego vino un padre a denunciar que él también había visto cómo grababa a su hija. Así acaba la noticia.
Como anécdota puede tener su gracia eso de que alguien se coma una tarjeta de móvil ante el miedo a la policía municipal y a los virtuosos ciudadanos que le pueden arrear una panadera. Pero no sé si alcanzará para ser noticia de tirada nacional. Quiero pensar -ya me dirán los amigos penalistas- que delito o falta no habrá cometido ni por el hecho de grabar ni por comerse tan sofisticado artilugio. ¿O sí?
¿Qué nos está pasando? ¿Habría ocurrido lo mismo y también sería información de interés si a las niñas las hubiera filmado vestidas de calle o con su bañadorcito? ¿Influiría que el bañador fuera enterizo, de dos piezas o sólo de una? Si el mal deriva de la desnudez de las niñas, tendremos que concluir que sufrimos un ataque colectivo de pudibundez. ¡A estas alturas! Pero si hay algo tan malo en la contemplación, al natural o en foto, de unas niñas desnudas, deberíamos comenzar por hacer el reproche más terminante a los padres que así las dejan exhibir sus cuerpecitos. ¿O es que alguien se pone nervioso al pensar que ese pobre diablo se iba a masturbar en su casa contemplando sus grabaciones? ¿Se trata de protegerlo a él contra el vicio nefando que puede dañarle la médula espinal, como si hubieran vuelto aquel general pequeñajo y su corte de sotanas?
Replicará alguien que el peligro está en que puede ese sujeto poner la película en internet y hasta comerciar con ella. Si se trata de eso, estaríamos, creo, ante una versión extrema de lo que los penalistas llaman el adelantamiento de las barreras de punición, aunque en este caso sea una punición moral y mediante amenaza de unos municipales. Eso ya debe de ser más que un delito de peligro muy abstracto, es la idiotez como pandemia. El acabóse.
Otro detalle que también tiene su miga. El periódico no sólo cuenta el caso y dice la edad del señor, sino que da su nombre, que no es de los más comunes, y las iniciales de sus apellidos. Se ve que los policías lo obligaron a identificarse y, además, entregaron sus datos a algún periodista. La sanción social ya está en marcha. Si esto fuera un Estado de Derecho como es debido, ya debería ese ciudadano estar reclamando una indemnización.

Burdeos, la bien surcada. Por Francisco Sosa Wagner

(Publicado en El Mundo el pasado viernes, 21 de agosto).
HACÍA AÑOS que no había visitado Burdeos, tan cerca y siempre tan lejos para la mayoría de los españoles que viajan por Francia. Lo he hecho cuando acababa de leer una biografía de Stendhal, la última publicada -según creo-, la de Sandrine Fillipetti, donde aparece la fugaz visita que el escritor hizo a Burdeos a finales de los años 20 del siglo XIX en un viaje por el Midi francés y que recoge en sus Memorias de un turista para dedicarle un buen piropo: «Burdeos es, sin posibilidad de contradicción, la ciudad más bella de Francia, está en pendiente hacia el Garona. Desde todas las partes se ve este hermoso río tan lleno de barcos que, durante mucho tiempo, observé que era imposible tender una cuerda de un lado a otro, sin pasar sobre una nave».
Y es interesante también este viaje porque es en Marsella donde traza Stendhal el primer plan de la que sería su novela Rojo y Negro, construida sobre la base de unas crónicas de tribunales que daban cuenta de las condenas de dos personas, una de ellas un seminarista que había asesinado a su amante, madre del niño cuya educación el clérigo tenía confiada.
Hoy Burdeos no ha dejado de ser lo que vio Stendhal, porque toda la zona antigua está conservada, pero es además una gran ciudad a la que se han metido en sus entretelas los ingredientes del moderno urbanismo. El tranvía -¡atención los alcaldes españoles!- ha cambiado la faz de sus calles además de facilitar la vida a los bordeleses. Circula en parte sin catenaria, alimentado desde el suelo.
Hay grandes espacios peatonales: el formado en torno al Grand Théâtre, en la plaza de la Comedia, es singularmente atractivo con la flecha que sale de él, la Avenida de la Intendencia, donde se suceden los grandes comercios y donde murió un tal Francisco de Goya, huido en aquella tierra de la España triste y huraña. Esta zona de la ciudad me recuerda al gran espacio que se abre en Múnich en torno al Staatstheater en la Gärtnerplatz, pero para mí es mucho más esplendoroso el conjunto de Burdeos, acaso porque en Múnich aún no se ha suprimido el tráfico rodado.
Muy cerca está la plaza de los grandes hombres donde hay un centro comercial y de la que salen unas calles que honran la memoria de Voltaire, Buffon… Y a dos pasos una de las grandes librerías francesas, Mollat, que responde a la curiosidad del lector más intransigente y aun del atrabiliario -menor calidad tiene su sección de música-.
En Burdeos es imposible no recordar dos nombres: Montaigne y Montesquieu. El primero fue alcalde de la ciudad, un episodio que él recuerda en sus Ensayos y también en el Diario de su viaje por Suiza y Alemania hacia Roma. Hoy, Montaigne es muy conocido en España porque se han hecho ediciones cuidadísimas de su obra mayor que quiero creer- han sido leídas por quienes las han comprado. A mí me gustan sus constantes referencias a los autores clásicos y, sobre todo, la forma en que va detallando sus pensamientos, siempre llana y como descomprometida, mezcla de ironía y piadoso desdén, tanto acerca de asuntos de envergadura -la guerra, la religión, la república, la poesía- como de menudencias de la comida o la bebida, e incluso intimidades que le llevan hasta a describir, con imprevista morosidad, la forma que tiene de asearse los dientes -¡elemental aseo el de la época!- y la hora en la que prefiere excrementar -a las siete de la mañana-.
Los Ensayos son pues artículo de degustación lenta; ahora bien, el Diario tiene para mí el soplo constructivo de quien sabe pasar el pincel de la inteligencia por paisajes y caminos, por las gentes que encuentra al paso o busca, por sus decires y sus pasiones. Sus observaciones sobre el gran incendio de la época, las guerras de religión, son las propias de quien ve, con ojos ya cercados por las ojeras, la trampa de tanto aspaviento sangriento.
MONTESQUIEU es menos leído. En Burdeos hay una calle noble, en pleno centro, dedicada a su Esprit des lois. Ésta es una obra -según mi criterio- más pesada y a veces resulta un poco arbitraria. Cuenta, empero, con capítulos magníficos como los que explican la famosa división de poderes en Inglaterra que serían utilizados para revolucionar la organización del mundo moderno. Nada menos. En España tienen una actualidad imperecedera, acostumbrados como estamos a que los Gobiernos de turno marchen desembarazados sobre las atribuciones del poder legislativo y no digamos del poder judicial, la independencia de cuyas cúpulas simplemente ignoran con aplicado cuidado.
Burdeos es además el lugar en cuya Facultad de Derecho se gestó a principios del siglo XX la doctrina del servicio público con un nombre señero, el de Leon Duguit (al que seguirían otros). Se trata de la aportación francesa a un asunto que es capital en la construcción del Estado y que ha ayudado a vertebrar una sociedad más justa e igualitaria. Ver hoy el edificio añoso de esa Facultad -ignoro si tiene algún destino previsto-, cabe la catedral y el Ayuntamiento, produce al jurista algo de escalofrío.
Los alimentos en la mesa traen susurros del mar cercano y de una tierra preñada. De los vinos me quedo con los blancos de Sauternes, en cuyos espejos, si quien bebe sabe mimarlos, se acaban viendo las muecas del mundo y los reflejos equívocos con los que juega el futuro.

22 agosto, 2009

La vida te da sorpresas (cuentecillo, ojo)

Mi mujer estaba besándose con otra señora en el borde mismo de la piscina, apenas a cincuenta metros de donde yo me hallaba cómodamente aposentado en un sillón de jardín. Tenía un libro en las manos y acababa de dar cuenta de un párrafo particularmente denso en el que un matemático asesinaba a otro por una disputa sobre la paternidad de una ecuación. Quiero decir que era yo el que andaba leyendo tales cosas y al descansar un momento mi mente y otear el horizonte di con el sorprendente espectáculo. Las otras personas que andaban por las inmediaciones parecía que no reparaban en el hecho, para mí tan desconcertante.
Lo primero que pensé, descartado tras unos segundos que se tratara de un sueño, fue que quizá yo no debía estar allí en ese momento. Pero me encontraba en nuestra casa, la piscina era la comunitaria de la urbanización y estábamos pasando las vacaciones precisamente en nuestra morada, para evitar sobresaltos veraniegos y aglomeraciones turísticas. Luego analicé si podría ser una broma orquestada por algún amigo alegre, mas la contraparte de mi mujer no me sonaba de nada y no era concebible que se hubieran tomado el trabajo de contratar a una profesional nada más que para darme un susto.
Que mi esposa hubiera decidido por su cuenta y riesgo ponerle picante a nuestras rutinas matrimoniales o estimular así nuestra pasión en decadencia tampoco parecía muy creíble, dado que más de una vez yo mismo había querido alentarla confesándole mis fantasías sobre tríos favorables y mujeres dignas de atención para ambos y sólo había conseguido un mohín de desprecio y algunas amenazas si seguía por ese camino.
Mientras, urgido por el sobresalto, analizaba todas esas hipótesis y las dejaba de lado, la situación allá en frente no cambiaba apenas. Sólo oscilaban las cabezas y se movían acompasadamente los brazos de la una por la espalda de la otra, con ocasionales incursiones osadas y descensos vertiginosos. En realidad, lo primero que me vino a la mente fue que pudiera tratarse de un hombre con apariencia de mujer, pero la visión del perfil de aquel cuerpo no engañaba y semejantes curvas y maneras no podían ser de un varón.
Acto seguido pasé a meditar sobre cuál debería ser mi actitud una vez que mi mujer regresara a nuestra terraza, supuesto que no se convirtiera aquel interminable abrazo en una escultura que para siempre recordara a los del lugar lo profundo y grato de los amores súbitos. ¿Debería mostrarme indignado? Intenté ponderar en términos de mi personal utilidad y me pregunté si cabía alguna ganancia a partir del nuevo estado de cosas, pero no obtuve particular claridad a ese respecto. ¿Sería mejor fingir que no había levantado los ojos de mi libro y que de nada me había enterado? Difícil mantener tanta compostura con aquella comezón. ¿Convendría que comenzara una seria conversación sobre la situación real de nuestro matrimonio y las posibles insatisfacciones que ella podía sentir y, ya puestos, las mías? Quizá no era para tanto y acababa haciéndose peor el remedio que la enfermedad. Mismamente, ¿cómo debería recibirla dentro de un rato?, ¿haciendo como que continuaba con la lectura?, ¿sonriéndole y comentando que ya había visto qué bien se lo pasaba?, ¿soltando algún chiste procaz?, ¿indignándome y aludiendo a la desvergüenza de que se hubiera mostrado de esa guisa ante los vecinos, niños incluidos? Pero, ¿realmente estaba yo indignado? Creo que no. ¿Contento? Tampoco. Sólo sorprendido, muy sorprendido.
En estas sonó el timbre. Maldición, no estaba dispuesto a moverme de allí, al menos mientras las efusiones continuasen al otro lado. Volvió a sonar, dos veces más. Temí que hasta la piscina misma llegase su eco, como el que teme que se rompa un extraño hechizo o que una nube frustre el espectáculo único de un cometa que sólo se contempla cada doscientos años. Así que me levanté y despedí con cajas destempladas al sujeto que quería convencerme de que cambiara el contrato casero de electricidad, ahora que la Unión Europea había impuesto la libre competencia entre las eléctricas y no sé qué más.
Cuando, apresurado y tropezando con mesillas y tumbonas, regresé a mi puesto de observación, se me heló la sangre en las venas. La otra mujer ya había atravesado la cancela de nuestro jardín y se aproximaba hacia mí con gesto decidido. Confirmé que me era perfectamente desconocida. No sonreía ni parecía particularmente afable. Se había cubierto con un pareo de flores. Busqué con la mirada a mi pareja, pero ya no se la veía por ningún lado. Fue cuando definitivamente me ofusqué y sólo tuve tiempo para pensar tierra, trágame. Y hasta hoy.

21 agosto, 2009

Argumentación racional y ley del embudo

Muy buena la tribuna que Juan Luis Cebrián publica hoy en su periódico, El País. Versa sobre el reciente Decreto-Ley por el que el Gobierno aprueba la implantación del sistema de pago en la televisión digital terrestre, TDT para los amigos. Muy bien dicho lo de que no es decente el modo en que los gobiernos de todo pelaje abusan del Decreto-Ley para dar a un aire de esquiva nocturnidad a decisiones que necesitan luz, debate y que el legislador propiamente dicho opine algo más que el consabido sí, bwana. Y es probable, supongo, que tenga razón Cebrián cuando con todas las letras proclama que la intención del Gobierno, es decir, de su Presidente, es echar una mano al grupo empresarial de sus amiguetes, aunque sabido es que la amistad es virtud loada por filósofos y poetas, además de estafadores y especialistas en dar el palo a los incautos. Y conste que esto último no va por nadie en particular. Me refiero a lo de incautos.
Parece justo y ponderado, ciertamente, lo que afirma Cebrián sobre la separación de poderes y sobre la democracia, pero a mí me suena a lo de “por qué te fuiste, mamá, con ese señor mayor, por qué te fuiste, viejita, qué tenga él que no yo”, que cantaban Les Luthiers. Y esa resonancia nos lleva a un tema de mayor calado, el de cuán bien se usan hoy en día los argumentos de principios para defender los intereses particulares. O de cómo en nuestro tiempo a Kant lo estamos convirtiendo en un quincallero a base de emplear argumentos muy generales nada más que cuando convienen a intereses bien parciales.
Hay una prueba muy simple para averiguar si un sujeto que menea grandes palabras y sublimes valores lo hace por convencimiento o para arrimar el ascua a su sardina. Consiste en preguntarse si hablaría de la misma forma en caso de que las tornas fueran a la inversa. Ése que al descubrir que su pareja le ha puesto los cuernos con alevosía y recochineo apela a la sacrosanta fidelidad conyugal y a la lealtad debida en el amor, pero cuando es él el pillado en renuncio invoca la autodeterminación sexual y el libre desarrollo de la personalidad por la parte de abajo no es un idealista ni un filósofo moral ni un padre o primo de la Constitución ni un mártir de la ética, es un jeta. No es lo mismo el abogado de parte que las partes del abogado.
En el caso de autos no sé cuánto de firmes y universalizables serán para el propio Cebrián sus argumentos. Pero nos puede quedar la duda, más que razonable, de si habría escrito lo mismo y en idénticos términos en caso de que hubiera sido el grupo PRISA el favorecido con el Decreto-Ley del Gobierno y a él le hubiera caído el chollo por el que se peleaba con la competencia.
La empresa de argumentar y dar buenas razones que para todos puedan valer se compadece mal con el argumentar de las empresas en lo que para ellas valga en euros. Y da la impresión de que en este país la argumentación moral y filosófico-política se ha convertido en una actividad de empresa, bien lucrativa, parcial por definición y engañosa a más no poder. Mientras, los intelectuales y académicos callan mayormente y esperan con paciencia la llegada de una oferta o la petición de un dictamen. En cuanto oscurece, se les ve en las esquinas vistiendo sus más tentadoras galas. Los furtivos pescan de noche y con malas artes.

20 agosto, 2009

Bohemios para el verano. Por Francisco Sosa Wagner

Observaba hace poco en el Parlamento europeo a Daniel Cohn-Bendit, allá sentado en su escaño, y aproveché para meditar acerca de cómo quienes llevaron la voz cantante en mayo del 68 se encuentran establecidos en la sociedad y han sabido sacar buenos réditos a su actitud levantisca de entonces. Adelanto que estoy muy lejos de criticar a un personaje lúcido y moderado en sus análisis. Mis reflexiones iban más bien por el lado de buscar parientes en el pasado a quienes en aquella coyuntura del siglo XX se apartaron de la ortodoxia y buscaron en la lucha callejera la peana de su iconoclastia.
Y cavilando di con los revolucionarios barbados que escribían obras sesudas o panfletos o ponían bombas y cometían atroces magnicidios. Pero también con aquellos personajes más bien inofensivos, aunque normalmente poco aseados, que fueron los bohemios y que en Francia, alrededor de 1830, se movían en torno a Téophile Gautier y Gérard de Nerval (el suicida). Andando el tiempo, hacia finales de siglo, sus herederos arrastrarían las cadenas de su desánimo vital y su alma de gomina por el Barrio Latino en París y, en Alemania, por el Schwabing de Munich donde ayudaban a parir los espectáculos del cabaret, con su punto picante y erótico pero también con su pellizco de buena literatura crítica y bienhumorada.
En España ese mundo ha sido muy bien descrito en algunas obras recientes de Andrés Trapiello y Juan Manuel de Prada, donde salen los grandes y los pequeños bohemios: Alejandro Sawa, por ejemplo, o Pedro Luis de Gálvez, o la madama que reunía a muchos de ellos, Carmen de Burgos, que fue amante de Ramón Gómez de la Serna hasta que éste se encaprichó de su hija. Y está la gran obra de Cansinos Assens, el judío que nos ha legado el más rico prontuario, inagotable de nombres, anécdotas y excentricidades magníficas, llenas como están sus páginas de fantasmas de la literatura, de poetas más consagrados que las sagradas formas, y de todas las modistas efervescentes que los encandilaban. Había otros bohemios españoles disfrazados de funcionarios como era el caso de Emilio Carrere que hacia cuentas tramposas en el tribunal de las mismas. Pero hay que decir que todos ellos soñaban con tocarle los muslos a la bailarina Tórtola Valencia, que los tenía compactos y casi locuaces, pero a quien gustaban las chicas jovencitas, pálidas, ojerosas, que o bien venían de un burdel o iban hacia él. Todas con la vanguardia del siglo en el escote.
Y porque a poco leo que la Iglesia católica ha decidido pedir perdón por haber tenido a Oscar Wilde entre los prohibidos, recalé con mi imaginación en el dandy, una variante de los heterodoxos mas fina, menos chabacana. Y saltó a mi memoria Barbey d´Aurevilly que no era dandy sino un conservador de la estética y un esteta de la conservación, pero que dedicó un libro al dandismo. Nadie ha sabido nunca definir al dandy pero todos tenemos la imagen de un tipo fino, encantador, que hacía del bien vestir, de la flor en el ojal y del buen aroma una seña de distinción frente a unos burgueses más bien guarros y llenos de lamparones, con barbas desaseadas y pobladas de residuos cuando no de arácnidos y otras especies de la biodiversidad. George Brummel fue un arquetipo y, como tal, dilapidó de una forma exquisita su fortuna y murió en un asilo entre pobres que lloraron lágrimas de perfume. Como debe ser. Y Oscar Wilde, de quien ahora se acuerda la Iglesia, resulta que después de todas sus ingeniosidades –sublimes para mi gusto- acabó en París convertido y sacramentado como manda el derecho canónico. La cárcel de Reading le sirvió para expiar sus culpas que fue a fin de cuentas para lo que aquella sociedad le enterró allí.
Hay que ver –pienso ahora que rememoro esta circunstancia parlamentaria- lo que me da por cavilar a la vista de Cohn-Bendit que hoy es más bien un funcionario que no se permite más heterodoxia que la de esquivar el uso del jabón y el agua caliente.

19 agosto, 2009

Propiedad intelectual

Cada día están los ánimos más caldeados con el tema de la propiedad intelectual y con la tajada que de todas partes, y hasta de Fuenteovejuna, quiere llevarse la SGAE. Yo, por si acaso, ya sólo en la intimidad tarareo la de Pajaritos y la de Fuisti al Carmín de la Pola, llevabes medies azules..., por si acaso se me presenta un inspector con la factura. Y las canciones a Elsa se las compongo yo mismo, para no estar en deuda con nadie más. La última es una muy bonita sobre una nación a la que los malos no dejaban autodeterminarse y entonces el Hombre del Saco fundó un partido independentista y se forró y tal. Quedó mona y muy apropiada para la edad. En cuanto me la oigan los del foulard, seguro que se convierte en himno de algún pueblo sin Estado y me llevo una pasta yo también.
Lo que son las cosas, se me vino a la cabeza el asunto de la propiedad intelectual al leer en la versión digital de todos los periódicos serios que miss universo, una tal Dayana Mendoza, se desnuda. Que se desnuda para que le hagan fotos para una revista, quiero decir, no para ir a la ducha en su casa o para rascarse la espalda a gusto. Y, claro, me puse a buscar por la red las imágenes en cuestión, pues ya se sabe que los calores estivales se prestan a los pasatiempos más disolutos. Ahí casi me pierdo, pues, para colmo, me puse a leer lo que la discreta mujer declara sobre su vida y sus gustos. Dice, mismamente, que para que un hombre conquiste su corazón (ya empezamos a marear la perdiz) “no tiene que ser un jugador de fútbol ni tampoco un actor, él solamente tiene que ser un hombre especial que sea muy genuino”. Así que llevo varias horas analizándome para ver qué tal ando de genuino.
Pero a lo que íbamos, a lo de la propiedad intelectual. Se considera que da lugar a tal cualquier obra artística o creativa de un sujeto, sean unas páginas con ripios, un programa informático para exterminar a los del equipo rival o unos brochazos que le asesta a un lienzo un tipo que vive en un loft en Nueva York y que se lo hace con la hucha del cerdito. Posiblemente también un plato de nueva cocina, siempre que lleve un nombre largo y esté rematado con una ramita de perejil ecológico. Pero yo, siempre por deformación profesional preocupado por los derechos del prójimo, me pregunto: ¿y qué pasa con las obras de arte de los cirujanos plásticos?
No lo digo por la señora Dayana, pues la revistilla que acabo de ver aclara que en las fotos de Maxim “deja ver los atributos que le dio la naturaleza”. Si se los dio la naturaleza, no hay caso, salvo que algún creyente atribulado quiera echar unos billetes en el cepillo de la parroquia para agradecerle a Dios tanto prodigio natural. Pero dicen las malas lenguas y todas nuestras esposas y novias que esas tías de las revistas están operadas de cabo a rabo. Así las desprestigian, creo. Aunque seguro que alguno se pone de inmediato a pensar en el cirujano mágico, no para pedirle la dirección y reservar hora para la parienta, ¡no!, sino porque podemos tener la impresión de que sus derechos quedan muy desprotegidos. Pues, en efecto, su obra va a ser disfrutada por las masas iletradas sin pagar un duro, o pagándoselo a la chica o al manager (qué bonito eufemismo), pero no al artista. ¿No deberían al menos dejar su firma discretamente colocada en uno de los senos, en las posaderas o en cualquier lugar en que haya acontecido la meritoria reparación? No digo de manera muy visible, pero yo qué sé, de modo que se vea levantando un poco o aproximando el ojo lo suficiente. Si hasta los canteros de las catedrales ponían su sello en alguna piedra cuando todavía no había nacido Tedy Bautista, a ver por qué no van a poder hacer lo mismo estos cinceladores de catedrales de carne. ¿Y el canon? ¿Por qué no se aplica un canon a cada pedazo de silicona que se compre donde se compren las siliconas esas, a fin de que se remunere en justicia a los doctores que trabajan para solaz del pueblo no machista y no gobernado por prejuicios de género?
Qué gran tema para una tesis doctoral de algún civilista lúbrico y qué bien se prestaría para su defensa con profusión de power-point y todo tipo de efectos audiovisuales. Hasta puntuaría más a la hora de acreditarse.

El Derecho es un misterio. 4. El Derecho y los números primos

Estoy leyendo un libro fascinante (gracias, amigo Luis, por la recomendación), fascinante incluso para uno de letras, como éste que suscribe. Se trata de La música de los números primos (Barcelona, Acantilado, 2007), de Marcus de Sautoy, profesor de Matemáticas en Oxford. Y, como cada uno puede ser obseso de lo suyo, el problema de los números primos me parece que puede servir para explicar, por analogía, el problema de la norma de normas en el Derecho.
Números primos son aquellos que no son el producto de otros números (no se obtienen de la multiplicación de otros números) y que, también, al ser multiplicados entre sí dan como producto todos los demás números. El gran reto de los matemáticos es resolver la llamada hipótesis de Riemann, esto es, dar con la fórmula que permita establecer todos los números primos posibles y, sobre todo, hallar la clave o el fundamento de la secuencia, aparentemente aleatoria, con que los números primos aparecen en la lista de todos los números. Números primos son 2, 3, 5, 7, 11, 13, 17, 19, 23, 29, 31, 37, 41, 43, 47, 53... ¿Hay alguna regularidad en esa sucesión? Dar con aquella fórmula ansiada sería como encontrar el punto arquimédico en la teoría de los números, descubrir el fondo último de la armonía interna del sistema de los números. Hasta hoy no ha sido posible.
En la teoría del Derecho existe, salvando todas las distancias -enormes- que haya que salvar, una cuestión paralela y también apasionante: encontrar la norma que fundamente todas las normas jurídicas. Expliquemos de qué se trata. Si nos preguntamos por qué es Derecho, por qué forma parte de sistema jurídico, por qué “vale” como Derecho un determinado precepto de una Ordenanza Municipal del Ayuntamiento de Viana do Bolo, concluiremos que porque tal Ordenanza ha sido creada por el órgano, con el procedimiento y dentro de los límites de contenido posible marcados por una -o unas- norma superior, una ley por ejemplo. El reglamento vale porque es legal, es Derecho y obliga como tal a condición de que sea legal, conforme con la ley, siendo la ley norma superior, norma que está más alta en la escala normativa. Así que traslademos la pregunta un paso más arriba y planteémonos por qué “vale”, es Derecho, esa ley. Y se dirá que porque ha sido creada por el órgano, con el procedimiento y dentro de los contenidos que dispone la Constitución, la norma más alta dentro del sistema. Toda norma jurídica, por tanto, es en cierto sentido “producto” de normas superiores, y en última instancia todas son “producto” de la Constitución. Así que subimos un peldaño más y ahora nos preguntamos por qué son Derecho, por qué “valen” como Derecho y como tal obligan las normas de la Constitución. La Constitución como norma o las normas de la Constitución no son “el producto” de otras normas, pues no se obtienen de ninguna otra (al menos de ninguna otra del mismo sistema de normas positivas o materialmente dadas), son porque son.
Ahí es donde los teóricos del Derecho se devanan los sesos paralelamente -mutatis mutandis- a como se los devanan los matemáticos. A éstos les cuesta asumir que los números primos son los que son y porque sí y, aunque podemos saber (hasta donde alcanzan las posibilidades del cálculo) cuáles son, ya que conocemos sus propiedades (no ser producto de otros números y que todos los demás números son producto de ellos), no hemos dado con la explicación última de por qué son tales, por qué tienen esas propiedades dentro del sistema numérico y, por lo mismo, nos queda sin conocer la el secreto último, el eje de dicho sistema. A los teóricos del Derecho se les hace cuesta arriba pensar que una Constitución, norma que no se deriva de otras normas del sistema jurídico, lo sea porque sí, sea Derecho porque sí, por razones ajenas a la lógica interna del propio sistema jurídico, por cosas tales y tan prosaicas como, por ejemplo, que los ciudadanos se lo crean o que quienes detentan el poder coactivo, fáctico, la impongan por las buenas o por las malas como suprema norma del Derecho y base de la creación de las demás normas jurídicas de ese sistema.
Echándole más atrevimiento aún a la comparación, podríamos equiparar la hipótesis de Riemann con la hipótesis iusnaturalista. Los iusnaturalistas son quienes afirman que lo que da su “validez”, su juridicidad, su condición de Derecho a una Constitución o a las normas máximas de un sistema jurídico -se llamen como se llamen- y, por extensión, a todo el sistema son unas normas distintas, las normas de Derecho natural. Un sistema jurídico es Derecho por ser conforme al Derecho natural, por realizarlo y no contradecirlo. Pero iusnaturalismos hay de dos tipos. Unos mantienen que esas pautas jurídicas, pero suprapositivas y determinantes del valor como Derecho de las normas que como tal quieran “poner” los hombres, de las normas jurídicas positivas, fueron creadas por Dios junto con el resto del mundo. Son parte de la parte inmaterial del mundo. También habrá matemáticos que, puestos a pensar que el mundo es así porque así lo hizo Dios, creen que los números primos son los que son por obra divina y que sabe Dios cuál es su clave. El caso es que ahí están, y preguntarse por su fundamento último acaba siendo más cuestión teológica que propiamente matemática. También ese iusnaturalismo teológico nacía de la teología, bebía de ella y a ella volvía cuando las preguntas se hacían demasiado humanas.
Mas existe otro iusnaturalismo, el llamado iusnaturalismo racionalista. Estos iusnaturalistas tratan de buscar aquellas normas jurídicas absolutas, prepositivas y fundamento del sistema jurídico, pero advirtiendo -la hipótesis etiam si daremus, de Grocio- que tales normas valdrían, existirían y regirían aun en la hipótesis de que Dios no existiera. Son parte del esqueleto del mundo tal como el mundo es, haya sido creado por Dios o por algún azar, y, como tal parte de lo que hay aquí -no en el Más Allá- pueden ser descubiertas por la razón humana. Así que llevamos siglos de esfuerzos de juristas y iusfilósofos para encontrar esa piedra filosofal que convierte en oro jurídico el material que maneja el legislador, o que explica que no se convierta en oro, sino en deshecho que no ha de atenderse, la obra del legislador cuando no está trabajada con dichos materiales nobles.
El problema y la diferencia con las Matemáticas está en la demostración. Cuando un matemático pretende tener la fórmula explicativa de la verdad de la hipótesis de Riemann o de cualquier otra, sus colegas, la comunidad científica de los matemáticos, le dice: a ver, demuéstralo. En matemáticas, como en la ciencia empírica en general, no hay verdad sin demostración; pero en la matemática la exigencia de la demostración es aún más contundente y determinante: o cierra perfectamente la demostración, en cuyo caso tenemos un teorema, o no, y entonces se tiene por error e intento vano. Y cómo sean las demostraciones y en qué consista la diferencia entre demostrar matemáticamente y no es algo que se encuentra perfectamente establecido en esa ciencia. En cambio, en el Derecho cuando un investigador o un patán cualquiera con cuatro nociones jurídicas pretende estar en posesión de la demostración de que existe el Derecho natural y de que es tal o cual su contenido y cuando sus colegas le dicen lo de venga, demuestre que eso realmente es y es así, la respuesta más habitual viene a ser, en el fondo, del siguiente tenor: si ustedes, colegas, no lo ven como yo lo veo, es porque están ustedes como auténticos burros, son unos ciegos, unos insensibles y unas puras marionetas de la tiranía de cualquier legislador sin escrúpulos.
Y de esta manera sucede lo que sucede, que hay un montón de iusnaturalismos distintos y opuestos, pero cuyos cultivadores se tienen por detentadores de la más excelsa verdad jurídica. En el iusnaturalismo, a diferencia de las matemáticas, se piensa que la verdad se demuestra sola y que el que no la ve no la ve, sin más vueltas que darle y qué le vamos a hacer si la gente del montón es así. Eso cuando no se da un paso atrás en el tiempo y se parte de que el Derecho natural es lo que Dios así impone, y punto pelota. No hay más que hablar, o se tiene la fe que ilumina el Derecho o toca moverse a oscuras por códigos procelosos y traicioneros.
Pero en la doctrina jurídica están también los positivistas. Éstos son los que se conforman con una afirmación muy simple: mientras no se demuestre como es debido que existe el Derecho natural o cualquier otra forma de superderecho o de Derecho suprapositivo que sea el fundamento y la razón de ser del Derecho positivo, no nos creemos nada de eso y nos quedamos con lo que hay; eso sí, procurando hacer que lo que hay sirva para que todos vivamos lo mejor y lo más felices que posible. El Derecho es un misterio, decimos, igual que dicen los matemáticos que son un misterio los números primos. Y unos y otros esperamos la demostración salvadora de que hay una razón rectora y una armonía de fondo en esto que nos parece un caos, pero que, sin embargo, funciona y nos resulta la mar de útil. Al igual que los matemáticos no dejan de hacer matemática aplicada y de usar la enorme potencia de los números primos para construir herramientas como el sistema RSA (de Rivest, Shamir y Adlemann, sus creadores), que permite proteger en las transacciones electrónicas los números de nuestras tarjetas de crédito, los positivistas se dedican a pensar cómo hacer las leyes que nos aporten a los ciudadanos las mejores utilidades, aunque no sepamos si tales leyes se insertan bien o no en la armonía del cosmos, en el diseño de la Creación o en los esquemas mentales de algún dios que tal vez juega a los dados con el mundo.
Puede que algún día algún genio matemático, en la estela de Fermat, Gauss, Euler y tantos otros (y recientemente Andrew Wiles) halle la fórmula de los números primos. Pero mucho me temo que nadie va a dar con la del Derecho perfecto, el Derecho objetivamente justo o el derecho natural grabado en la razón o en las entrañas del ser humano. Ahora bien, cada vez que surja una nueva tiranía o cualquier despotismo de tiros largos, sus secuaces con toga académica o judicial asegurarán que en los designios jurídicos del mandamás iluminado late la cuadratura del círculo jurídico y la esencia del verdadero Derecho. Pamplinas.

17 agosto, 2009

Encuestas

(Publicado en El Mundo de León el 22 de julio)
Tal vez sería buena idea que los periódicos publicasen en la sección de humor los resultados de las encuestas, pues suelen ser la mar de chistosos. Mismamente, hace poco leí que, según una de ellas, siete de cada diez ciudadanos preferirían que España tuviera más influencia en el mundo. Sorprendente del todo. Los raros seguramente son esos tres de cada diez a los que les trae al fresco tan inteligente cuestión. Es como si a uno le plantean si le gustaría tener un romance tórrido y secreto con Scarlett Johansson o Angelina Jolie. El noventa por ciento de los varones dirían que sí y que dónde hay que firmar, y el uno por ciento restante, todos casados, se callaría por no fiarse del anonimato de los resultados.
También son muy graciosas ésas en las que se interroga al personal sobre qué institución le parece más respetable. En la última salía que los españoles tienen en la más alta estima al CNI, el Centro Nacional de Inteligencia. Es curiosísimo que aparezcan esa pregunta y ese resultado precisamente cuando el jefe de los agentes secretos acaba de dimitir, acusado de ser un poco desvergonzado y de aprovechar el cargo para que sus anacletos le limpien la piscina y lo ayuden a pescar en los mares del Sur. Pero, además, qué diablos saben la mayoría de los posibles interrogados qué es el CNI, vamos a ver; por no hablar de que, si es la agencia de los espías, lo normal es que no nos enteremos de nada.
Otras buenísimas son las que versan sobre las mayores preocupaciones de los españoles. Al día siguiente de la noticia de que el paro aumentó una barbaridad, la gente responde que es el paro lo que le quita el sueño por encima de todo. Pasan dos meses, informa el ministro de turno que hay diez mil parados menos este mes, y lo del desempleo para a ser la preocupación tercera. Se produce un atentado de ETA y el terrorismo aterra más que nada, según los últimos sondeos. A las tres semanas de calma, queda en segundo lugar y los mayores quebraderos de cabeza se los da al pueblo otro asunto que fue noticia ayer.
A lo mejor lo que en el fondo se pretende con todos esos tejemanejes sociológicos es demostrar que somos unos veletas y que bailamos al son que nos toca la tele. Y demostrado queda, seguro.

16 agosto, 2009

El Derecho es un misterio. 3. De la libre valoración de la prueba a la libre creación de la norma

No será raro, vista la marcha de la teoría jurídica y de la jurisprudencia, que dentro de un tiempo se explique como una libre valoración personal la elección por el juez de la norma aplicable a los casos que resuelve, de la misma manera que ahora se explica el paso de la prueba tasada o legal, de antaño, al principio de libre valoración de la prueba que rige modernamente. Expliquemos esto último resumidamente para los legos.
Cuando un juez enjuicia un hecho (por ejemplo, si A mató a B) su juicio dependerá en primer lugar de que se establezca que tal hecho ocurrió o no. Es decir, los hechos sometidos a juicio deben ser probados. Es como en la vida ordinaria. Si a mí me cuentan de buenas a primeras que vieron a un amigo mío destruyendo a patadas mi coche, lo primero que pediré serán que se me dan pruebas de tal conducta, no vaya a ser pura maledicencia. Y, vistos los datos con que se refuerce aquella afirmación, concluiré, con mayor o menor seguridad, que es cierto o no. Lo mismo sucede cuando a un juez se le dice aquello de que A mató a B. Primero tendrá que apreciar indicios de verosimilitud para procesar a B, y luego, en el proceso, tendrá que ver si hay pruebas o no de tal conducta. Pues bien, hubo un tiempo en que para esto regía el referido principio de prueba tasada. Significa eso que el juez tenía que dar un valor predeterminado a las pruebas que se aportaran. Por ejemplo, si dos nobles testificaban que lo habían visto, dicho testimonio iba a misa sin más y el juez debía concluir que probado quedaba el hecho.
De ese sistema de prueba tasada se pasó en el Derecho moderno al de libre valoración o libre apreciación de la prueba por el juez. Sean cuales sean las pruebas que en el proceso se manejen, su valor y fuerza de convicción depende de la personal y honesta apreciación del juez; esto es, el juez tiene que estar subjetivamente convencido de que A mató a B, lo afirme Agamenón o su porquero. Esto, naturalmente, aumenta de modo considerable la libertad del juzgador a la hora de condenar o absolver o de dar la razón a una parte o a la otra en el proceso.
Sin embargo, lo que sí se ha mantenido hasta hoy, al menos en la letra de la ley y en la teoría, es el principio de vinculación del juez a la ley. Tal cosa significa que, sentado que el hecho en discusión sucedió, el juez no puede decidir lo que le dé la gana, lo que más apropiado le parezca, sino que ha de atenerse a lo que para el caso probado disponga una norma del sistema jurídico, siempre que tal norma exista. Si se declara probado que A mató a B, la pena aplicable tendrá que encajar dentro de los márgenes que a ese propósito y para el correspondiente delito disponga la ley penal, no puede guiarse por lo que a él le pida el cuerpo o le dicte libremente su conciencia. Cosa distinta, pero que no puede dejar de mencionarse, es que los términos de las normas siempre pueden ser más o menos vagos y que, en la misma proporción, el juez disponga de márgenes de discrecionalidad para interpretarlos. Pero límites existen en cualquier caso, unas veces más precisos y otras más abiertos.
Lo que pasa hoy en día es que muchos profesores de Derecho y muchos jueces no se conforman con esas dosis de discrecionalidad, sino que se dice que lo más importante es que la decisión del juez para el caso se corresponda de la mejor manera con una serie de principios morales que, al parecer, las constituciones recogen con el propósito de que sean el faro que guíe por encima de todo las sentencias. A fin de cuentas, se pretende que las sentencias sean juntas antes que nada, y antes que sometidas a los términos de la ley. Dicen muchos que eso es lo que manda la Constitución, pues interpretan que la vinculación del juez es al Derecho y que del Derecho forma parte esencial, y en su cúspide, el mandato de justicia de las decisiones. Y como lo que determine la justicia para cada caso no está escrito en ninguna parte ni publicado en ningún Boletín Oficial, habrá de ser el juez el que lo averigüe. ¿Y cómo lo hará? Valorando libremente, con gran honestidad y tremendo esfuerzo intelectual, sin duda, pero libremente. Ese juez tendrá que pensar que, por estar sometido al Derecho, está ligado a la norma central de éste, que es el mandato de justicia, y deberá ponerse a meditar por su cuenta cuál es la solución más justa para el caso que tenga entre manos. Si esa solución más justa es contraria a la que marca la ley, peor para le ley, pues habrá de ser la justicia la que impere: lo que al juez, de buena fe, le parezca justo. De esa manera, llegamos a que también para la selección de la norma aplicable a la resolución del caso regirá la libre valoración del juez, pues éste se podrá inventar esa norma nada más que por estar convencido de que es la buena, la justa. Se alcanza así el principio de libre valoración de la norma aplicable, en el sentido más fuerte y radical de la expresión. Y decimos “inventar”, aunque los que opinan que los contenidos de la justicia están ahí fuera perfectamente visibles para el que tenga dos dedos de frente y no sea un pervertido moral, de modo que el juez no inventaría esa norma con la que decide contra la ley, sino que la encuentra y la aplica. Pero a algunos no nos convence esa fe en la visibilidad de lo invisible y en la aptitud privilegiada de los sacerdotes de la justicia, los jueces, para ver mejor y más allá que el legislador democrático, que se supone que somos todos.
Más de uno dirá, y yo entre ellos, que de esa manera se van al carajo un montón de principios constitucionales, principios precisamente: el de soberanía popular, el democrático y el de vinculación del juez a la ley. Pero a lo mejor (o a lo peor) dentro de unas décadas se considera que no eran más que expresión de ideologías tan retrógradas e inhumanas como aquellas que inspiraban el sistema de prueba tasada. Se explicará entonces que el principio de vinculación a la ley no era más que el reflejo de una sociedad de castas en la que los políticos suplantaban al pueblo y fingían legislar en su nombre. Puede que algo de esto haya, pero los escépticos seguimos sin entender cuál es la ventaja de reemplazar la casta de los políticos por la casta de los jueces, y más cuando, ya puestos a poner los puntos sobre las íes, observamos a diario que los jueces, especialmente los de los más altos tribunales, están cada vez más controlados y condicionados por los políticos y los partidos dominantes. Parece ingenuidad creer que cambiando los collares al perro, o sustituyéndole el collar por una toga, vaya a comportarse distintamente. Pues bien se sabe que aunque la mona se vista de seda, mona se queda. Al fin y al cabo, al legislador dizque democrático lo controlan los electores, al menos en teoría (en la teoría que dispone la Constitución, por cierto), pero a los magistrados del Tribunal Supremo y del Tribunal Constitucional no; a esos no los controla ni Dios, si bien a menudo los llaman por teléfono el Presidente del Gobierno o alguno de sus delegados.
Si las cosas siguen así, yo de mayor quiero ser juez, aunque no sé si me va a dar tiempo. Y tal vez no soportaría las presiones de los poderes establecidos para que aplicara, en los casos que a esos poderes les importen, la justicia que a ellos más les convenga que, por supuesto, será la más sagrada y absoluta de las justicias. Razón por la cual es más que obvio que no voy a terminar mis días en tan solemne oficio.
Ya sé que alguno me podría responder que el juez no puede simplemente decidir como se le antoje, sino que debe argumentar convincentemente sus valoraciones. A lo que cabría responder que si se trata de que la libre valoración de la norma se argumente tan racional y exigentemente como hoy en día se argumentan las valoraciones de las pruebas, aviados estamos. En estos tiempos, la arbitrariedad se disfraza de razón práctica, y tanto más se disfraza cuanto más se practica la arbitrariedad de la razón.

15 agosto, 2009

¿Qué está pasando con los niños?

Hoy quiero hablar bastante en serio, aunque alguno pueda pensar que voy de broma y por mucho que alguna expresión de guasa se me escape, pues tampoco se trata de dramatizar más de lo razonable. Tengo dos hijos estupendísimos, un chaval de veintiséis años que siempre ha sido muy buena gente y que me llena cada día de orgullo, y una pequeñina guapa, vivaz y simpática a más no poder. Sobra explicar que daría la vida tranquilamente por cualquiera de los dos. Pero, dicho esto, quiero plantear unas cuestiones que deberían ser auténticos interrogantes que ocuparan a la ciencia actual.
Mi peripecia vital y mi experiencia me dan una perspectiva comparativa que no es para echar en saco roto, me parece a mí. Además, no hablo sólo ni principalmente de mis particulares vivencias, sino también del ambiente general y las sensaciones comunes entre los padres hace un cuarto de siglo (¡cielo santo!) y de ahora mismo. Ya se imaginarán a qué me refiero: los niños se han hecho mucho más complicados últimamente. Ya sé que tendrá mucho que ver con las actitudes de los padres, que cada caso es un mundo y tal y cual. De acuerdo. Pero yo, poco más o menos, sigo siendo el mismo, y tampoco me parece que debamos aceptar sin más que el mundo a mi alrededor haya cambiado tantísimo, aunque concedo que el personal se ha vuelto, por término medio, más flojo y acoquinado. Pero, en cualquier caso, insisto, los pequeñajos también salen ahora de otra manera, si se permite una nueva generalización. Y a lo que quiero ir a parar es a los porqués. Desmenucemos el asunto.
Por un lado, la mayoría de los enanos de hoy están como motos. Las consultas de los psicólogos se llenan de niños diagnosticados como hiperactivos. Otros no darán para ese diagnóstico, pero se las traen de todos modos. Se aceleran, no se concentran, no se aguantan ni a sí mismos, se agobian ellos solos, lo primero que aprenden a decir es mecagoenmipadre y salen cual si vinieran directamente de la selva o de la mismísima Atapuerca, aunque no se me escapa que en la selva no dan tanta guerra y que los de Atapuerca seguramente eran más pacíficos, entre otras cosas, a lo mejor, porque al inquietísimo se lo comía un oso de las cavernas, y problema resuelto. ¿Necesitaremos osos o será que se han dado de baja el hombre del saco y el coco? No sólo se trata de lo que yo vivo, sino que es tema repetido en conversaciones con compañeros y amigos a los que tengo por personas equilibradas y poco dadas a la exageración o la histeria de progenitor inmaduro. Humildemente confieso que hasta hace un par de años los escuchaba con muchas reservas interiores y soberbiamente convencido de que eran unos pobres diablos sin aptitudes para el trato con sus bestezuelas. Ahora, como me joroba aplicarme a mí mismo semejante veredicto, empiezo a pensar que algo más serio nos está pasando a todos; es decir, que algo más preocupante les ocurre a nuestros vástagos. Aunque también he de conceder que quizá es el cambio en las formas de vida lo que facilita la catástrofe, pues cuando no había tiempo ni ocasión para tantos miramientos el problema se zanjaba porque no llegaba ni a plantearse. Con todo y con eso, tiendo a pensar que no es explicación bastante del desaguisado actual.
Por otro lado, hay un asunto que, ese sí, es objetivo y no depende de las psicopatías de los progenitores. Me refiero al aumento alarmante de las enfermedades autoinmunes en los niños. Sorprenden los datos que vemos en los libros y que nos repiten los médicos, la progresión geométrica de la celiasis, por no hablar de idéntico crecimiento de todo tipo de alergias e intolerancias infantiles: a la lactosa, al huevo, a mil cosas. ¿Que antes no se detectaban esos males y simplemente se morían? No lo creo. No tengo memoria de que en mi pueblo se muriera ni un solo niño. Será poca muestra, no digo que no, pero también creo que en otras culturas y en ambientes menos desarrollados la mayor mortandad infantil no se debe a eso.
Y ahora las preguntas que tendrían que tratar de responder los científicos, subvencionados para sus proyectos de investigación sobre ese tema y no sobre mamonadas como el desarrollo sostenible o la resistencia de los materiales no humanos. Primera, ¿hay alguna relación entre esas dos cuestiones que acabo de mencionar, los desarreglos psíquicos y físicos de las criaturas? Segunda y principal, ¿es posible detectar alguna causa empírica de lo uno y de lo otro y, si es el caso, del aumento en paralelo de ambos problemas? Mira que si es todo culpa del puto ácido fólico o de los cursillos preparto de las mamás... ¿O será consecuencia de la histeria con que hoy en día se acoplan tantas parejas que quieren reproducirse porque si no tienes hijos te falta algo en la vida, hija, y hasta los del quinto tienen ya la parejita?
Lleva más de un siglo la ciencia preguntándose si lo que determina nuestra personalidad en mayor medida son los genes o es la cultura. A lo mejor conviene ir olvidándose de tal binomio y preguntarse si no la estaremos cagando (con perdón) por comer tantos mejillones en escabeche. Cosas más raras se han visto. En cualquier caso, que se investigue como Dios manda.