Hasta ahora lo normal era que
las actrices rutilantes entablaran una dura pugna con el calendario y se
quitaran años, lo mismo que hacen muchos vecinos o amigos que creen poder despistar
a las cabalgadas del Tiempo recurriendo a ingenuos trucos como pintarse el pelo
o (des) lucir camisas floreadas y llamativas en lugar de utilizar los colores
sobrios que la edad y la sindéresis nos
imponen.
En estos achaques la picaresca
se ha enriquecido mucho en los últimos años gracias a las hábiles manos de
cirujanos que son capaces de recomponer papadas inmensas (fruto cuajado de
mucho trasiego con el tocino y la cerveza) y dejarlas reducidas a contornos
mensurables, a una expresión menos desparramada. O aplican la magia para hacer
desaparecer esas bolsas lóbregas bajo los ojos que las preocupaciones y los
disgustos han ido llenando con meticulosidad a lo largo de los años. O, milagro
de los milagros, dejan a un hombre hinchado como un emperador romano convertido
en un musculado atleta, abatidas sus defensas de grasa.
Hasta aquí todo esto es sabido.
El tiempo, la edad son penas a las que estamos encadenados y cada uno trata de
conjurarlas como puede intentando atrapar para sí la magia de las edades
mejores. En las “bodas de Fígaro” mozartianas uno de los momentos más crueles
es el dueto entre Susana y Marcellina en
torno precisamente a “l´etá”. Y hay ilustres prohombres a quienes sus deudos
pretenden inmortalizar como ha ocurrido con Lenin o con Chávez embalsamando sus
cuerpos y desafiando así a ese monstruo infinito y ajeno a las fechas que es la
muerte.
Lo que nadie hasta ahora podía
imaginar era que el Universo, nada menos que el Universo, se quitara años. Si
le teníamos respeto era porque le sabíamos inmenso y regazo de temblorosos
polvos pero sobre todo porque le sabíamos viejo y consciente de su edad
avanzada, porque sabíamos que era un achacoso lleno de dignidad, un anciano con
barbas blancas, catarroso, artrítico y gargajeante. Tenía trece mil setecientos
millones de años, una barbaridad ciertamente, pero bien llevados, sin mixturas
ni perifollos. Los físicos nos han proporcionado información veraz acerca de
sus cumpleaños, de sus dolencias, de esas articulaciones que se agarrotaban, de
esas luces que ya no brillaban como antaño...
Y de pronto viene la decepción:
resulta que un telescopio espacial con un retrato de alta resolución ha
descubierto que el Universo es cien millones de años más viejo de lo que
habíamos creído. Una cantidad abultada, no cualquier bagatela. El muy pillín lo
había ocultado despistándonos a base de mostrarnos galaxias, estrellas,
cometas, eclipses y otras bisuterías baratas. Todo para no afrontar la realidad
y desvelarnos su verdadera edad y -claro es- su estado caduco.
O sea ¡el Universo enredado en
engañifas propias de un compañero de oficina! Pero ¿qué seriedad es esta a
quien consideramos el fondo del pozo de todos los pozos, el estuche negro y
misterioso de todos los secretos, el regazo final de todas las almas y de sus
desesperanzas?
Confieso mi postración porque
siempre he pensado que lo distinguido, lo verdaderamente chic, es ponerse años. Como hacen las guerras, damas coquetas entre
las coquetas. ¿O es que alguien cree que la de los Cien años o la de los
Treinta duraron exactamente ese tiempo? En absoluto, duraron mucho menos, pero
ellas, por presumir, han querido salir en los libros más viejecitas. Por
dignidad, por respeto a la Historia, abuela a la que jamás se le ha ocurrido
gastar afeites.
Y es que las guerras son como
los vinos. Mis preferidos -y los preferidos de quienes entienden algo- se ponen
años porque ganan en autoridad como la ganan los santos y los patriarcas, arcas
de todas las edades.
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