08 junio, 2006

Multiculturalistas y comunitaristas.

Hora y horas de hospital. Y días y días. Se me va trastornando la cabeza, síndrome de encierro se podría llamar esto, no sé. Leo, paseo por la habitación, dormito algunos minutos, sigo a ráfagas los partidos de Roland Garros. Es duro. Porque, para mayor desánimo, no se ve a mi viejo mejorar. Paciencia, para eso estamos.
Ayer y hoy, por si éramos pocos, hube de ponerme a terminar de leer los trabajos de mis estudiantes. Consuela que están más que dignos. Sorprendentes esos muchachos, pues de palabra dicen poco y no para extasiarse precisamente, pero por escrito parece que piensan, y bien, y hasta se expresa pulcramente la mayoría.
En ésas andaba y me tocó leer todo el taco de sus comentarios sobre un texto de Rodolfo Vázquez alusivo al multiculturalismo y la relación entre derechos individuales y culturales. Y me hizo pensar nuevamente. A eso vamos, aunque sólo sea para pasar el rato. Hablemos de las paradojas del multiculturalismo de raíz comunitarista.

Lo del multiculturalismo es un cajón de sastre, como corresponde a su condición de moda y de rótulo chic para ligar con progres. Como aquí estamos en un blog diletante y no en una sesuda monografía ni en una conferencia para durmientes, intentemos definiciones de andar por casa, aunque con el propósito de que no desmerezcan demasiado de lo debido.
El multiculturalismo es aquella doctrina filosófico-política que proclama la bondad y las ventajas de las sociedades multiculturales, es decir, de las sociedades en las que conviven pacífica y armónicamente culturas diversas. A estos efectos, por cultura podemos entender el conjunto de creencias y prácticas que corresponden a una visión del mundo y a una correspondiente idea del ser humano, creencias y prácticas que se asientan en una tradición o conjunto de tradiciones concatenadas. Su grado de amplitud o su extensión pueden ser muy diversos, razón por la cual se habla de una cultura cristiana occidental o una oriental, de una cultura islámica o de una cultura cristiana, o, en escala menor, de una cultura alemana, o francesa, o catalana o asturiana, o de los Picos de Europa.
Pocos, sólo fanáticos y fundamentalistas, serán los que hoy en día sostengan que las sociedades perfectamente homogéneas son mejores y más enriquecedoras que aquellas otras en las que convivan cosmovisiones y costumbres de distinta raigambre. En ese sentido la inmensa mayoría creo que somos multiculturalistas. El problema teórico se vuelve más acuciante cuando se trata de poner en relación cultura y Estado y de preguntarse si cabe, y cómo se debe organizar, un Estado multicultural. En términos superficialmente fácticos, los Estados multiculturales abundan. Pero la cuestión interesante se halla en si son preferibles o no a los monoculturales. Aquéllos que ligan esencialmente el Estado a la nación, entendida ésta de modo sustancialista, propenden al ideal de Estado monocultural, homogéneo, pues culturales son las definiciones de nación que este tipo de doctrinantes o políticos manejan. Así que, por la propia lógica de los conceptos y por pura coherencia, podemos sentar una primera hipótesis: cuanto más "nacionalista" sea una noción de Estado, más reacia será a la admisión de un Estado como mera estructura jurídico-política que dé abrigo y admita por igual cosmovisiones y prácticas culturales diversas. Un caso claro podemos verlo en la doctrina del Estado franquista. Otros casos transparentes los contemplamos ahora de continuo.
La hipótesis anterior se complementa con una segunda: es el liberalismo, en tanto que doctrina política -aquí no estoy hablando de neoliberalismos económicos y cosas por el estilo, lo uno no lleva a lo otro, conste- el que se halla en mejores condiciones para admitir un Estado abierto a las diversidades culturales de su ciudadanía. Y arribamos con esto a una gran paradoja. Muchos, no todos, de los que se proclaman multiculturalistas simpatizan grandemente con la filosofía política del comunitarismo. El comunitarismo es aquella doctrina que sostiene que el individuo aislado es mero átomo, hombre sin atributos, papel en blanco. Que es la respectiva cultura en la que nacemos y vivimos la que nos alimenta de nuestras ideas, nuestros ideales y nuestra noción del bien y del mal. Y que, por consiguiente, el imperativo moral primero de cada ciudadano es el amar, mantener y defender esa cultura de la que todo su ser bebe, sin la que no sería como es ni pensaría como piensa. El deber genérico de amor al prójimo se matiza en escala, pues no todo el prójimo merece el mismo amor y se debe más al prójimo próximo, es decir, a los miembros de los propios grupos, de las propias comunidades: familia, nación, cultura. El viejo imperativo kantiano que propugna valorar a todo individuo como supremo bien, al margen de cualesquiera características añadidas, todas aleatorias, se muta en obligación de tener por bien supremo al grupo de cada uno, con sus normas y sus tradiciones. Y esto se hace particularmente agudo en caso de conflicto entre el grupo propio e individuos o grupos ajenos a él: la prioridad la debe tener el grupo propio, mi comunidad cultural vale más y merece mayor respeto que cualquier ser individual foráneo. Entre nosotros y los otros las diferencias no son secundarias, son constitutivas y esenciales, determinantes, y bien está así. De ahí que uno de los más radicales comunitaristas, como es MacIntyre, haya escrito que es deber supremo de cada ciudadano defender, incluso con las armas, su comunidad frente a todo peligro externo o interno que amenace sus señas definitorias o su independencia. Estamos obligados a impedir que "los otros" contaminen, desfiguren, disuelvan la cultura comunitaria nuestra, la de "nosotros".
¿Cómo explicamos esa simpatía de algunos multiculturalistas por el comunitarismo? Pues no lo sé, tal vez por desarreglos psicológicos o por el simple afán de acumular pegatinas de moda en la capa de uno. O, en unos pocos casos, por cinismo. Tal ocurre, por ejemplo, pero no sólo, con ciertos profesores latinoamericanos que en nombre del comunitarismo defienden los derechos grupales de los indígenas como superiores a los genéricos derechos fundamentales individuales, que dejarían de ser comunes a todos los nacionales y pasarían a pertenecer sólo en propiedad a los blancos y capitalinos. Eso sí, por respeto a la identidad cultural indígena. Y los indígenas, por tanto, a sus reservas, a sus resguardos, a disfrutar allí en paz y gloria de Dios de las normas tradicionales de su grupo, sin acceso a prácticas de otras culturas que desvirtuarían su identidad y los convertirían en desgraciados sin arraigo: minucias tales como la libertad de expresión, o de consentir el casamiento o de no sufrir tratos o penas crueles inhumanos o degradantes, o de tener igual oportunidad que los de las otras culturas estatales, en particular la capitalina, para acceder a los supremos puestos de la gobernación o las finanzas. Pero se hace por su bien, eso sí, porque son más felices con sus tradiciones que con las nuestras. Así que ellos con las suyas y nosotros con las nuestras. Y Dios en la casa de todos. Qué bien.
En suma, que no veo cómo se puede ser coherentemente y al tiempo, y sin doblez, multiculturalista y comunitarista. En cambio, considerándome, como me considero, multiculturalista, creo que la filosofía que permite la defensa más consecuente de este planteamiento es la filosofía liberal, una cierta filosofía liberal, la clásica. ¿Por qué? Porque la admisión de distintas culturas conviviendo bajo un mismo ordenamiento jurídico-político requiere las siguientes condiciones:
a) Dar más valor a los individuos, a cada individuo, que a cualesquiera grupos o comunidades.
b) Estimar que el supremo bien de cada individuo es su autonomía, la cual supone, ante todo, libertad de elección, libertad para escoger su fe, su filiación política y su prácticas vitales tanto públicas (profesión, v.gr.) como privadas (opción sexual, matrimonio...).
c) Considerar que cuantas más culturas y cosmovisiones cohabiten en un mismo territorio, tanto más amplia es la "carta" de la que cada ciudadano puede escoger el "menú" de su vida.
Por estas tres razones, que podrían ampliarse, la filosofía política liberal acoge como ventaja enriquecedora para cada sujeto lo que para los comunitaristas no es más que riesgo de corrupción y contagio de las señas de identidad de los grupos.
Ahora, bien, se podría objetar a todo esto, como ha venido haciendo el propio MacIntyre, que las anteriores no son más que las señales definitorias de una determinada cultura, la occidental-liberal, y de unas determinadas comunidades nacionales en ellas insertas. Y es cierto. Pero se podría replicar lo siguiente. Por un lado, si es verdadque la existencia de culturas alternativas es un bien, esta cultura liberal es la que mejor admite el pluralismo cultural, eso parece histórica y políticamente innegable.
Para el comunitarista no es un bien la pluralidad cultural, sólo es un bien la propia cultura comunitaria. A las otras meramente se las tolera mientras estén en su casa y se las anima a seguir en ella y sin invadir la nuestra. Por otro lado, nos tropezamos con el gran problema de ver bajo qué reglas convivimos en un Estado multicultural. Cualquier comunitarismo dirá que o bajo las reglas únicas de la cultura dominante, en su plenitud, o bajo reglas diferentes, pero enviando a las culturas alternativas a la mayoritaria o dominante a sus "reservas". En cambio, el liberal responderá que para que la convivencia quepa hacen falta unas mínimas, tal vez minimísimas, reglas de juego comunes, marcadas esencialmente por el respeto a los derechos individuales fundamentales, a las libertades primeras y más básicas de cada individuo, unidas a los derechos políticos que garanticen idénticas oportunidades participativas y a una mínima igualdad de oportunidades que se siga de la garantía de satisfacción de las necesidades materiales básicas.
¿Quiénes rechazan por "imperialistas" esas reglas mínimas de la acción común? Los comunitaristas. ¿Quiénes las aceptan? La gran mayoría de los mejores teóricos del multiculturalismo, comenzando por Kymlicka y siguiendo, por ejemplo, por Raz. La lógica inmanente al comunitarismo es, paradójicamente, una lógica antipluralista y exterminadora de culturas. La lógica inmanente al mejor liberalismo político es una lógica de la tolerancia leal de la diversidad.
Cuando un Estado decide examinar el grado de integración de los inmigrantes antes de darles papeles o ciudadanía, hace algo que un comunitarista coherente jamás podrá criticar, sino es al precio, precisamente, de dicha coherencia. En cambio, un liberal propugnará, en su caso, que tales acreditaciones se limiten al conocimiento de las reglas de juego más elementales, que son reglas de pleno respeto de todos y cada uno de los individuos.
Ah, y por si acaso: Bush no es liberal. Es un fanático muy al gusto comunitarista. Que conste.

4 comentarios:

Anónimo dijo...

En su análisis del comunitarismo siempre hay un cierto regusto a tribu primitiva y no entra nunca a analizar que para un comunitarista es más importante la tierra sobre la que se asientan y en la que moran los restos transformados en energía de sus muertos que el individuo en sí.
En el tema de los inmigrantes, los comunitaristas estamos divididos en tantas opiniones como personas, en mi caso yo diferencio entre : negrata y negrita; moro y agarena; chino y oriental; judío y hebrea y sí ,respeto para todos los que acepten que esta tierra es muy importante para nosotros, pero eso respeto, nadie me puede obligar a intimar con los extranjeros cuando hay tanta extranjera con quien intimar.

Anónimo dijo...

En su análisis del comunitarismo siempre hay un cierto regusto a tribu primitiva y no entra nunca a analizar que para un comunitarista es más importante la tierra sobre la que se asientan y en la que moran los restos transformados en energía de sus muertos que el individuo en sí.
En el tema de los inmigrantes, los comunitaristas estamos divididos en tantas opiniones como personas, en mi caso yo diferencio entre : negrata y negrita; moro y agarena; chino y oriental; judío y hebrea y sí ,respeto para todos los que acepten que esta tierra es muy importante para nosotros, pero eso respeto, nadie me puede obligar a intimar con los extranjeros cuando hay tanta extranjera con quien intimar.

Anónimo dijo...

Excelente; sin mas.
Un abrazo.

Edmundo V dijo...

Interesante reflexión.

No obstante, lo paradójico reside, según mi modo de ver, en que el comunitarista sostiene el respeto a las culturas otorgando prioridad a la comunidad antes que al individuo, mientras que el liberal justo al contrario. Estando de acuerdo contigo en relación a los problemas que se encuentraría un comunitarista al ver disolverse su comunidad en el multiculturaismo, no veo tan poco falto de fundamento como la crítica comunitarista al liberalismo que sitúa la ideología liberal y su visión del individuo como sancta santorum como un disolvente de las culturas que a la postre tan poco permitirían multiculturalismo alguno.

Saludos.