Me parece que uno de los más claros indicios de la infantilización galopante de nuestra sociedad es el pavor de los ciudadanos al riesgo. Crece la predisposición al susto, la propensión al pánico. Por lo mismo, aumentan las posibilidades de ser manipulados por quienes manejan los resortes de las noticias y saben cuáles pueden llenarnos de terrores estúpidos. Que nadie se mueva. En función de esas noticias cambiamos de mes en mes lo que comemos, hoy vacas no porque están locas, mañana vacas ya sí –sin que conste que se hayan vuelto más cuerdas-, pero nada de peces porque tienen anisakis, al día siguiente peces de nuevo, pero no pollos, que están todos contaminados por un canario que vino de la China. Lo mismo a la hora de viajar, de frecuentar barrios o bares, de tomar el sol o ir a la nieve y de tantas y tantas cosas.
Los temores del ciudadano común se hacen esperpénticos a menudo. Hasta los actos más triviales se someten al test del miedo: esto que voy a hacer, ¿será malo para mi salud, para mi seguridad personal, para mi bolsillo, para mi equilibrio psicosomático, para mi rendimiento sexual, para la dosis precisa de yin y yan, para el ecosistema, para la paz entre los hombres de buena voluntad, para el PIB, para mis hijos, para mis padres, para mis tíos, para... Y de lo que se trata es de decidir si se baja la basura a las nueve o a las diez de la noche o si se toma uno una humilde cerveza y unas aceitunas en el bar de la esquina. Rediez, nos estamos convirtiendo en una síntesis de homo calculator y homo cagator.
Nos fuerzan a pasar a la más estricta clandestinidad. Comentas en familia o entre amigos que vas a visitar a un amigo en Vallecas y siempre va a haber alguien que salte con que mucho cuidado, que por allí atracaron a un asturiano el fin de semana pasado; presumes de que te vas de viaje a Berlín y te explican el terrorífico peligro de que te asalten unos neonazis, con esa pinta de moro que se te ha puesto en la playa; que, por cierto, no sé si sabes que corres inminente riesgo de cáncer de piel por esos veinte minutos que has pasado al sol sin ponerte protección del 45. Nuestra buena vida se vuelve una permanente congoja. Acongojados todo el día. Y si te quedas en casa, atención también, que mira lo que le ocurrió a aquel de Torrelodones que se olvidó de cerrar bien la llave del gas; o a aquella señora a la que se le hundió la terraza mientras regaba las macetas. El Caso en casa, todo el día. ¿Que suspiras fuerte por causa de tu desesperación? Ojo, no te vaya a reventar la aorta, que ya dijo el otro día en la tele el doctor Bacterio que debemos suspirar con mesura.
Va a ser verdad que vivimos en la sociedad del riesgo, pero no en el sentido en que lo explica el bueno de Ulrich Beck, que no existe mientras no salga en el programa de Ana Rosa Quintana, sino en plan de andar por casa. Hagas lo que hagas, miles de peligros te acechan y se trata de que no te relajes ni disfrutes en ningún momento. Lo que no mata engorda y cada gesto se convierte en una aventura vital del copón. Uy, ¿te estás tomando una copita de vino tinto? Fatal para el ácido úrico, mira lo que le dijo a Pepe su sádico de cabecera. El español sedentario le echa emoción a su vida a base de precauciones y encuentra disculpas más que sobradas para no mover el culo del sofá, que ya bastante peligrosos son estos sofás de espumas no ecológicas y de incierta trazabilidad. Y si encima nos ponen una ministra histérica a darnos lecciones y prohibirnos placeres, para qué queremos más.
Pero, ay, amigo, el miedo es un bien social. El miedoso no es feliz si no logra expandir sus terrores. Lo que, en el fondo, significa que no disfruta si no es viendo a todos en idéntica actitud a la suya: sin hacer nada, por si acaso. No bebas, no fumes un cigarrillo –de un porrete ya ni hablamos-, no practiques el sexo si no es una vez al mes y con siete condones de amianto, no viajes ni pasees, no te eches amigos que no sean de tu portal y bien rubios y blanquitos, no hagas deporte, no comas pipas, no juegues la partida con los amigotes. ¿Pero qué carajo podemos hacer sin que nos lean la lista de las siete mil plagas de Europa?
Los temores del ciudadano común se hacen esperpénticos a menudo. Hasta los actos más triviales se someten al test del miedo: esto que voy a hacer, ¿será malo para mi salud, para mi seguridad personal, para mi bolsillo, para mi equilibrio psicosomático, para mi rendimiento sexual, para la dosis precisa de yin y yan, para el ecosistema, para la paz entre los hombres de buena voluntad, para el PIB, para mis hijos, para mis padres, para mis tíos, para... Y de lo que se trata es de decidir si se baja la basura a las nueve o a las diez de la noche o si se toma uno una humilde cerveza y unas aceitunas en el bar de la esquina. Rediez, nos estamos convirtiendo en una síntesis de homo calculator y homo cagator.
Nos fuerzan a pasar a la más estricta clandestinidad. Comentas en familia o entre amigos que vas a visitar a un amigo en Vallecas y siempre va a haber alguien que salte con que mucho cuidado, que por allí atracaron a un asturiano el fin de semana pasado; presumes de que te vas de viaje a Berlín y te explican el terrorífico peligro de que te asalten unos neonazis, con esa pinta de moro que se te ha puesto en la playa; que, por cierto, no sé si sabes que corres inminente riesgo de cáncer de piel por esos veinte minutos que has pasado al sol sin ponerte protección del 45. Nuestra buena vida se vuelve una permanente congoja. Acongojados todo el día. Y si te quedas en casa, atención también, que mira lo que le ocurrió a aquel de Torrelodones que se olvidó de cerrar bien la llave del gas; o a aquella señora a la que se le hundió la terraza mientras regaba las macetas. El Caso en casa, todo el día. ¿Que suspiras fuerte por causa de tu desesperación? Ojo, no te vaya a reventar la aorta, que ya dijo el otro día en la tele el doctor Bacterio que debemos suspirar con mesura.
Va a ser verdad que vivimos en la sociedad del riesgo, pero no en el sentido en que lo explica el bueno de Ulrich Beck, que no existe mientras no salga en el programa de Ana Rosa Quintana, sino en plan de andar por casa. Hagas lo que hagas, miles de peligros te acechan y se trata de que no te relajes ni disfrutes en ningún momento. Lo que no mata engorda y cada gesto se convierte en una aventura vital del copón. Uy, ¿te estás tomando una copita de vino tinto? Fatal para el ácido úrico, mira lo que le dijo a Pepe su sádico de cabecera. El español sedentario le echa emoción a su vida a base de precauciones y encuentra disculpas más que sobradas para no mover el culo del sofá, que ya bastante peligrosos son estos sofás de espumas no ecológicas y de incierta trazabilidad. Y si encima nos ponen una ministra histérica a darnos lecciones y prohibirnos placeres, para qué queremos más.
Pero, ay, amigo, el miedo es un bien social. El miedoso no es feliz si no logra expandir sus terrores. Lo que, en el fondo, significa que no disfruta si no es viendo a todos en idéntica actitud a la suya: sin hacer nada, por si acaso. No bebas, no fumes un cigarrillo –de un porrete ya ni hablamos-, no practiques el sexo si no es una vez al mes y con siete condones de amianto, no viajes ni pasees, no te eches amigos que no sean de tu portal y bien rubios y blanquitos, no hagas deporte, no comas pipas, no juegues la partida con los amigotes. ¿Pero qué carajo podemos hacer sin que nos lean la lista de las siete mil plagas de Europa?
Una secuela de ese miedo socializado es que este ciudadano infantiloide tampoco está dispuesto a asumir que el riesgo es componente ineludible de la vida. Ante la duda, no vive; pero, si hace algo y pintan bastos, la culpa siempre va a ser de los demás. Si me va mal, alguien tiene que pagar por mis desgracias. ¿Que me compro un parchís para estar tranquilito en casa jugando con la abuela y un día la pobre señora se traga una ficha azul porque la confundió con la pastilla para la tensión? Pues a reclamar al fabricante del parchís por pintar las fichas del color de las pastillas y no darnos un libro de instrucciones de ochocientas páginas que nos indique que son indigestas; o al fabricante de pastillas por no hacerlas helicoidales e incitar al error, o por no advertirnos de que se pueden confundir con las fichas y que debemos hacer que la abuela se las tome en la cocina y con buena iluminación. ¿Que te revienta una rueda de tu coche por atropellar un gato a ciento ochenta en una recta? Que pague el Ministerio de Fomento por no colocar en las carreteras sistemas antigato. ¿Que te has puesto hasta arriba de ducados y ahora toses que da pena verte? Exígele a las tabaqueras ocho mil millones de euros por haber fabricado los cigarrillos. Y, si no cuela, que responda el del estanco.
Mi mala potra o mis errores tienen que ser fallo y mala fe de alguien; yo, tan majo, no me equivoco ni asumo las consecuencias de mis acciones. Lo que sea con tal de hacer del miedo negocio, de la mala suerte culpa ajena y de la incapacidad personal virtud y martirio lucrativo. Todos inimputables y quietecitos. Qué peligro.
3 comentarios:
Mejor que Ulrich Beck... este otro Beck... o esta otra Beck's...
¡Qué tonta es la gente, de verdad!
Menos mal que les tenemos a ustedes para que nos cojan de la manita y nos lleven hasta la edad adulta.
(Por favor, ¡Señor Dios!, castiga a tus malvados infans con no poder pagar a estos inútiles el sueldo y que se puedan morir de hambre y que su divinidad se una a la Tuya; amén.)
La indigencia mental de este tumbaito empieza a ser verdaderamente molesta. A él parece que le gusta.
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