22 noviembre, 2007

Alérgicos. Por Igor Sosa Mayor

Subrepticia y silenciosamente el orden social está cambiando desde hace unos años a esta parte. Y está cambiando en una dirección que, voy a decirlo sin tapujos, no me gusta nada. Pensará el lector que tal vez me refiero a la llamada «cultura del pelotazo», o a la llegada masiva de inmigrantes a nuestras tierras, o quizá a los matrimonios homosexuales. Pues no, me refiero a un cambio más subterráneo y por ello más trascendente: las alergias.
Una atenta y sostenida mirada a la prensa de los últimos años revela una transformación que se oculta en la supuesta neutralidad de las páginas de salud y bajo la asepsia del vocabulario científico: el aumento de alérgicos y, lo que es peor, la proliferación de nuevos tipos de alergias. De buenas a primeras han ido apareciendo, como por arte de birlibirloque, individuos que padecen alergia a las frutas tropicales, a la lactosa, a los derechos históricos, a las pastas de dientes, al látex, al maíz transgénico, a los familiares políticos (e incluso a los sanguíneos), al gluten de trigo, a las fibras sintéticas y un largo etcétera de extravagancias a cual más estrambótica. Ante este enigmático escenario, han salido a la palestra médicos y biólogos, nutricionistas y sociólogos para aclararnos las causas de unos desajustes producto de una sociedad atiborrada de carburantes y pesticidas. Pero ¿y las consecuencias sociales? ¿Alguien ha oído algo acerca de lo que esto significa para nuestra convivencia?
Pues bien, yo aprovecho esta tribuna para denunciarlo nítidamente: los alérgicos de toda la vida, los alérgicos tradicionales, estamos de capa caída. Hasta no hace mucho el mundo disfrutaba únicamente de dos tipos de alérgicos: el alérgico al polvo (entre los que se encuentra un servidor) y el alérgico al polen. Mientras unos, los alérgicos al polvo, hemos cultivado nuestra imagen de dandis entre los alérgicos, de sibaritas de salón con nuestro punto de bohemios, otros, los alérgicos al polen, han ostentado siempre el aura del romántico, del luchador por las causas perdidas, del Garibaldi de las alergias.
No voy a negar que entre nosotros no haya habido tiranteces, no haya surgido aquí y acullá una envidia, una pulla lanzada desde algún recoveco del alma. Y, sin embargo, nuestra relación ha sido límpida en su competencia y caballerosa en sus formas. Éramos dos especies distinguidas y reconocidas. La sociedad nos mimaba, se nos admiraba abiertamente, éramos modelos para nuestros niños, y las muchachas incluso bebían secretamente los vientos por nosotros. Todo esto, sin embargo, ha llegado a su fin. La turbamulta de alérgicos advenedizos nos miran, en el mejor de los casos, por encima del hombro, y en el peor, se mofan abiertamente de nuestros estornudos y sarpullidos, otrora símbolos de nuestra distinción. Las jerarquías se han disuelto en el fragor de un «todo vale» alérgico, de un postmodernismo de la alergia, de un estéril multiculturalismo nivelador, donde se confunde forma y contenido, alergia y alergénico. Al igual que aquella Gran Guerra vio el final de los dandis y los románticos, hoy en día los alérgicos de otros tiempos estamos en peligro de extinción.

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