13 noviembre, 2007

Doctorados y excelencia.

Si es que lo de la investigación universitaria va a seguir teniendo algún sentido, cosa que dudo bastante -al menos en el campo de las llamadas ciencias sociales, jurídicas y humanas-, va a hacer falta inventar nuevos títulos, nuevos signos de distinción. Es necesario diferenciar el buen investigador del patán, el trabajador esforzado de la ciencia del puro arribista con habilidades para la escalada social.
Tal necesidad se desprende de al menos dos razones. Por un lado, es radicalmente desincentivador para el que se tome en serio su trabajo universitario, y especialmente la investigación, comprobar cómo los otros cobran lo mismo -salvo esa limosnita de los sexenios y en la medida en que su concesión haga algo de justicia, que ésa es otra-, cómo los otros viven como reyes sin dar palo al agua y poniendo cara de eruditos incomprendidos, cómo los otros acumulan cargos y puestos de gobierno universitario, pues les sobra para ello el tiempo y dominan el masaje lumbar de rectores y demás chusma, y cómo desde esos asideros a los que trepan van disponiendo paso a paso las cosas para que se acorrale y se amargue al que no le eche puro cuento al oficio universitario. Para colmo, con la complicidad de los pedagogos -que son casi todos de ese enjambre de zánganos con ínfulas- van convenciendo a todo el mundo de que lo realmente importante en la universidad es utilizar los nuevos medios electrónicos, enseñar a los estudiantes a mantener limpito y con colorines el portafolio y procurar que nadie suspenda, no vaya a ser que alguno sufra por no ser el genio que se creía y que pensaban en su casa. Eso sí, para disimular y que no se note que el rey está desnudo y que aquí no la clava ni el apuntador, se monta una gran parafernalia de controles de calidad, programaciones, cursos de actualización, informes, evaluaciones de las evaluaciones, etc., etc. Cosa con la que, de paso, ganan todavía más prestigio, poder y algo de pasta esos camándulas que no saben escribir un puto párrafo sin torturar la sintaxis, ni hablar en público o en el aula si no es limitándose a leer entrecortadamente los esquemas para idiotas que vomita la pantallita con el PowerPoint.
Necesario es poder diferenciar el grano de la paja -¡ay, cuanta paja con cargo el erario público!- también para que quienes reparten dineros destinados a financiar proyectos y equipos sepan a qué atenerse. Porque dime cómo inflas tu curriculum y te diré lo sinvergüenza que eres. Mientras todo vaya al peso, como va, ahí tendrá usted a los más pícaros gestionándose ponencias a golpe de movimiento de caderas y a los pedagogos -y no sólo- labrándose repertorios inmensos de comunicaciones de una páginita cada una, presentadas en congresos organizados por los de su propia camada por el bien del contubernio.
Formalmente el título más alto es el de doctor, pero da vértigo asomarse a ver dónde ha caído. Las culpas están repartidas, desde luego, y todos tenemos nuestra parte, incluido el que suscribe, que maldita la hora en que debió permitir algunas cosas bajo palabra de sí, ya lo corrijo y lo pulo más adelante, pero es que ahora se me acaba el plazo y además es que me quiero casar y tal. El caso es que, entre unos y otros, hemos logrado que muchas de las tesis doctorales de hoy sean sencillamente ridículas y una mixtura de piratería y dislexia. Un examen detallado de las causas que han llevado a semejante descrédito merecería una tesis doctoral de las serias. Venga, quién se anima a ponerle el cascabel al gato. Ahí os quiero ver, teóricos de la educación bobalicona, sociólogos de encuestita en casa, juristas de reconocido desprestigio, economistas de ábaco, filósofos de la posmodernidad con langostinos. Para orientar el personal, adelanto algunas hipótesis sobre motivos de la degradación del título de doctor.
Por una parte, desde hace tiempo el prestigio de los muchos cátedros no se mide por la calidad de su producción o la de sus discípulos, sino nada más que por el número de éstos. Mola hacer escuela. Es como el que tiene una ganadería, sólo cuenta el número de cabezas. Y en las cabezas, nada. “Mira, ¿ves todas esas reses? Pues son mías”. “Jo, cuántas tiene usted, don Ataúlfo, y cómo mugen”. “Efectivamente. Y mírales el lomo, todas con mi marca”. “¡Jesús!, lo que habrá tenido usted que esforzarse”. “Sí, lo mío me ha costado, pero también muchas satisfacciones”. No dice cuáles.
Por otra parte, ciertos servicios personales que antes realizaban mayordomos, camareros y mucamas y que se pagaban en vil metal, ahora se premian con título de doctor y titularidad, cátedra incluso. También los que antes prestaban las mujeres de la vida. Cualquier joven iletrado y con una licenciatura por los pelos se dedica a pasearle el perro al cátedro con pretensiones, o a pasarle a ordenador los dictámenes -¡ay, o a escribírselos!, que casos conocemos todos-, o a hacerle trabajitos finos, ya sean orales, manuales o retroprogresivos, y la tesis sale como sola, oiga, y luego misteriosamente ganamos también en ese concurso en cuyo sorteo hemos tenido la suerte de estar todos los de nuestra escuela, escuela de artes y oficios.
También la Administración ayuda, y las circunstancias. Antiguamente el doctorando tenía tiempo para comenzar por los idiomas y por alguna estancia larga en universidad extranjera, tiempo para pasarse una buena temporada leyendo y enterándose de por dónde van los tiros, antes de ponerse a perpetrar escritos tartamudos. Ahora no, plazo perentorio, mónteselo como quiera pero tiene usted tres años o cuatro y me importa un carajo si es capaz o no de consultar alguna bibliografía que no esté en leonés o que no se deba a la pluma exclusiva de su jefe y los de su panda. Y temitas sencillos, sin complicaciones, de los de resumencito y generosa tipografía. Por el tribunal que nadie se preocupe, que vienen los de la escuela y de paso los llevamos a cenar a ese restaurante tan bueno que han abierto.
Con todo y con eso, cuando éramos pocos llegaron los doctorandos latinoamericanos y, sobre todo, ese invento tan bueno de los convenios de nuestras universidades con los de allá. Nos conviene portarnos bien, para que nos sigan invitando. El otro día supe que una universidad de aquellas tierras acaba de hacer doctor honoris causa a uno de los mayores tarugos de mi gremio. Seguro que hasta se lo entregó una mulata. Se lo entregó enterito. Muchos de esos estudiantes latinoamericanos tienen un mérito enorme y algunas de las mejores tesis que yo he conocido se deben al genio y el esfuerzo tenaz de alguno. Pero lo más común, desgraciadísimamente, es que vengan a trajinarse el título por la brava y para hacerse de oro al volver a su país, dándose allá pote de doctores de universidad europea. Y nosotros aquí que bueno, que qué más nos da, que no se hace daño a nadie de este lado por levantar la mano con ellos y que además fíjate qué buenas personas, siempre tan atentos y tan dóciles. Jopé, y mira aquélla cómo está, se va a enterar de dónde le ponemos el cum laude.
Pues eso, que ser doctor hoy en una universidad española es como ser catedrático, da vergüenza decirlo, por lo de las comparaciones. De pronto te viene la asistenta del honoris causa y te dice que para doctor él y que tú eres un pringao que no haces nada más que leer y leer sin sacarle sustancia. Y qué le vas a contar a la pobre.
Así que o se inventan nuevos criterios de distinción investigadora, ligados a la valía real del trabajo y no a mamoneos y meneos variados, o aquí ya no va a esmerarse ni cascorro, puesto que todo vale igual, todo el mundo es bueno y tonto el último.
Por lo pronto, y asumiendo cada cual la responsabilidad que le concierne, hagámonos un elemental propósito: cuando aparezca un doctorando tan inútil como descarado, acaba con él de inmediato, ciérrale el paso, fulmínalo. Que, como te tiemble el pulso y lo dejes un ratito, se pone a engordar y a envanecerse y luego ya no hay quien lo pare. Acaba de rector o de ministra de cultura.
Dicho todo lo cual, de nuevo he de puntualizar expresamente, por las dudas, que sigue habiendo buenos maestros, buenos doctores, buenas escuelas y buenas tesis; pero con cuentagotas. Son especies en extinción y muy afectadas por el cambio climático: por el clima pestilente que en la universidad se respira.
Por cierto, no olvidemos nuestro lema: escupe a un pedagogo. Y a quien se tercie.

4 comentarios:

Lopera in the nest dijo...

Estimado Profesor: ¿Se ha leído Vd. el Decreto sobre Titulaciones del pasado 30 de Octubre?. Me da la impresión de que no lo ha hecho. Esto va todavía a peor!

Anónimo dijo...

Admirado García Amado:
Comparto plenamente el diagnóstico, pero creo que hay más síntomas de esa pandemia que deben tenerse en cuenta y ponerse sobre la mesa.
¿Qué incentivos se te ocurren para que personas con capacidad y ganas de dedicarse a la investigación jurídica puedan hacerlo? Convendrás conmigo en que tras un periodo de “ochocientoseurismo” y trabajo duro, el premio será en el mejor de los casos ponerse a preparar unas oposiciones de auxiliar administrativo con el título de doctor debajo del brazo. Además, teniendo en cuenta que ese periodo de mísera beca autonómica será de cuatro años improrrogables, eso de aprender idiomas y pasar por universidades extranjeras que parece tan lógico, sería un verdadero lastre: iría en detrimento del tiempo necesario para ponerse al día con lo más perentorio del tema que has elegido.
El resultado que produce un sistema tan cruel para los investigadores (en materias jurídicas) se revela en toda su patética dimensión: la más profunda y concienzuda investigación aunque sea llena de imperfecciones y pecados de novato, la realizada en las verdaderas tesis doctorales, quedará reservada a voluntariosos héroes de la causa. Y ya vemos que de eso no hay mucho.
De lo que sí hay mucho es de quienes se aprovechan de la “marca doctor” o incluso del mero hecho de haber emprendido el camino para conseguirlo. O que se sirven del “icono Universidad” y de la prostitución del alma mater de la que tantas noticias nos das en tu blog. Doctorandos (y dólares) que vienen del otro lado del charco son así la excusa perfecta para mantenernos en castillos de aire hinchados de parafernalia. Pero eso nos aparta del tema.
Alguien, dentro de algunos años se dará cuenta de la tremenda grieta en la calidad en la investigación jurídica de estos tiempos que nos ha tocado vivir y en ese momento algún pedagogo (acreditado por la agencia correspondiente) escribirá una tesis doctoral con el título “Cortando las raíces: el doctorado en derecho en los primeros años del siglo XXI”.
Un abrazo y ánimo con el blog. Lo necesitamos.

Julio Pérez Gil. Universidad de Burgos

Anónimo dijo...

Semi-Off Topic.

Reunión ayer en un órgano de gobierno una universidad española.

Se discute "el nuevo modelo de universidad" atendiendo a las perspectivas de crecimiento (= a que no hay un leuro, y si alguien se muere, se le amortiza la plaza).

Insigne dice: el nuevo becario debe ser en plan yanqui, alguien que acude a la universidad a continuar su formación durante cuatro o cinco años, pero para luego ir al mercado laboral. Es un modelo nuevo; luego, podrán ir mejor preparados a despachos, etc. (subtítulos explicativos= "echen a estos ochocientoseuristas que llevan aquí ya 6 años formándose como profesores e investigadores y contraten otros nuevos, que alguien tiene que hacerme las sustituciones, buscar bibliografías y fotocopiarlas, y no es plan de que tenga canas y tres hijos").

Olé.

Insigne debe conocer el mercado de trabajo mejor que nadie. Porque a NADIE se le ocurre hacer hoy en España cinco años de tesis doctoral, formación docente, trabajo de becario, etc., para luego ir a un despacho. ¿Por qué? Porque hasta el Tato (ejem, yatusabes) sabe que los despachos prefieren a un buen expediente de 23 que un buen expediente de 30. Y aún mejor se coloca un buen expediente de 25-26 con un MBA o similar. En los USA sí tienes un salto bonito después de un período en la uni; aquí tienes un despeñarte cojonudo.

Lo único que se me ocurre para interpretar a Insigne es que sus palabras sean un eufemismo para decir "mentirles a los candidatos a becarios. Decirles venid, venid a hacer unos cursos en dos años y una tesisita pequeñita en otros dos o tres, haced formación docente, etc.; luego os iréis a la puta c... a un despacho bueníiiisimo".

Lo que pasa es que no cuela. Para eso, mejor la mentira de los últimos años: "haz todo eso, cúrratelo en serio, idiomas, universidades extranjeras, tesis seria... y tendrás un futuro como profesor universitario". Pese a ser mentira, eso ha estado funcionando en los últimos años, y la gente se lo traga como gilipollas. ¿Para qué cambiar algo que funciona?

Otra opción es basar ese "nuevo modelo de universidad" en becarios con los que cuelen estas cositas. Tener una Universidad con profesores en formación tan mermados que se creen lo del Gran Despacho. También puede entrar en el cómputo el diletantillo ocioso, el desorientao, el incapaz social... el residuo que no tiene huevos o coco para saltar a ganarse el pan fuera.

Sí, algo de eso siempre ha habido. El asunto es si queremos que sólo haya eso.

Anónimo dijo...

Un Profesor Asociado dice:

¿Y qué me dice Vd., Ilmo. Sr. Catedrático, de los jueces, notarios y fiscales que vienen con 130 paginitas mediocres y hay que aprobarles la Tesis por la cara (o por cojones)?.