16 septiembre, 2008

Mirar y ver

Mi padre no sabía ver películas. Me refiero a verlas en la tele. Al cine nunca fue, al menos que yo sepa. Cuando yo era niño me enojaba la desazón de mi padre ante las películas o las series de televisión. Él sentía que le estaban tomando el pelo, pues en la realidad de las cosas el tiempo no va atrás y adelante a discreción, no hay esos saltos de un momento a otro ni ocurren esos milagros de que en un tiroteo bestial no haya ni un herido o de que con una sola bala el protagonista mate a veinticinco. Además, le parecía deshonesto eso de andar representando vidas ajenas e historias fingidas y tenía a los actores en el peor de los conceptos, por esa razón. Y más aún, sabía o sospechaba que existía el doblaje y eso acababa de sacarlo de quicio, pues ni la voz que oíamos era auténtica y no se correspondía con la cara que veíamos.
Era una de tantas cosas que no entendía de mi progenitor. Otra era su manía con el fútbol. Le gustaba bastante, pero siempre que contemplábamos en la televisión un partido de la selección nacional deseaba que perdieran los españoles. Me resultaba antipatriótico, excéntrico y antipático. Quien sabe si un niño no puede llegar a denunciar a un padre por ese tipo de desafecciones, cuando el régimen político lo fomenta o lo permite. Su razón, que siempre explicaba, la comprendí mucho más tarde. Decía que el fútbol, y sobre todo el de la selección, servía para adormecer al pueblo y para que el régimen de Franco se legitimara a base de goles y de la tan traída y llevada furia española, que aplacaba en realidad cualquier furia de los españoles. También me sorprendía su fobia al Real Madrid o al Barcelona, a los que invariablemente quería ver derrotados, con el argumento de que resultaba mucho más justo y meritorio que venciesen equipos más pobres, débiles y menos comprometidos con todo tipo de poderes fácticos y de los otros. Eso se lo he heredado al pie de la letra. Y casi todo, a la postre.
Pero volvamos a lo que hoy me interesa, aquella incapacidad de mi padre para entender y admitir cualquier representación de la realidad. Ni la más fiel recreación cinematográfica de hechos reales le merecía confianza ni le parecía suficientemente honesta. Estaba absolutamente convencido de que en todo momento acechaba la manipulación, la ficción y la trampa. Las cosas son lo que son y como son, y lo demás es cuento, engañifa, vil manipulación con algún fin torticero y, sobre todo, engañabobos. Sospecho que a esa mentalidad desconfiada y férreamente apegada a los hechos no eran ajenos muchos de sus contemporáneos en su medio popular y campesino. Y conste que tengo a mi padre por una de las personas inteligentes que he conocido. Me fui dando cuenta con el tiempo, demasiado tarde.
Hoy lo recuerdo a menudo en esa obsesión suya, cuando veo tanta gente que padece la incapacidad opuesta, tantas personas que son incapaces de discernir entre representación y vida real y que toman por hechos ciertos los puros simulacros, por autenticidad la impostura y por sinceridad hasta el disimulo más rastrero. Son los que se creen al pie de la letra los dramas de pega que, por precio, representan ante las cámaras de televisión y en los programas del corazón y la víscera ésos que relatan supuestas vivencias sentimentales y de camastro. Son los que se piensan que la prosa vacía de los políticos más descarados expresa ideas sinceras y propósitos sin tacha. Son los que viven convencidos de que esos gestos para la galería, para fotógrafos y camarógrafos, dan cuenta del verdadero ser de sus pícaros protagonistas. Los que comentan, por ejemplo, cuán llano y natural es el Rey, o la Familia Real por entero, gentes como nosotros, dicen, igualitos.
Impera por doquier la convicción de que a través de la televisión contemplamos las cosas exactamente como son. Se olvida que ante las cámaras se actúa, se representa el papel que mejor conviene y se busca precisamente ese efecto de realidad a base de inventarse caracteres y sucesos. La realidad se confunde con la representación, la teatralidad pasa por autenticidad, el papel del actor se toma como su persona sin aditamentos. No nos extrañe que tantos se refieran a las peripecias de El Gran Hermano con la misma convicción y rotundidad con que narran los sucesos de su propia vida o las de sus hijos.
Hace unos días, personas muy queridas me hablaban del programa de La Cuatro en el que se veía a Zapatero caminando por las montañas de León. Se admiraban ante su magnífico estado de forma, ante sus habilidades de caminante, y ensalzaban la tremenda naturalidad con que conversaba con los lugareños. Como si no hubiera cámaras delante, como si realmente lo conocieran en su caminata, como si las cosas fueran en verdad tal como en la televisión aparecieron. Como si resultara puro azar el que las cámaras lo hubieran grabado en esos momentos, como si él no supiera que estaban las cámaras allí, como si no hubiera previamente un guión y no fuera él el actor principal de una obra destinada precisamente a que lo creamos así.
Cuánta razón tenía mi viejo.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Cuanta razón tiene su post, por eso yo en alguna ocasión he reflexionado que tanto de "culpa" tuvo Leni de que mi partido celebrase su día en Nuremberg tal y como lo grabaron. ¿Fue la mente de aquella genial directora la que hizo que el Fürher actuase como actuó de cara al público?

Anónimo dijo...

Está bien, y es sano a tope, lo de entregarse a la nostalgia de cuando en cuando :)

Tengo recuerdos muy parecidos (lógico, siendo, supongo, más o menos coetáneos -mi padre era de 1921, nacido y crecido en el campo andalú-). Cada vez que se sentaba a ver una película (o un documental, no se crean), érase un rosario sin fin de "¡esto no es así!, "¡mentira!", "¡no puede ser!" ... y expresiones parecidas.

Y gozaba la experiencia, no se vaya a pensar lo contrario. Pero sí, llamaba la atención esta resistencia a dejarse envolver por la ficción, este ahínco en leer la realidad lo más descarnadamente posible.

Salud a todos,

Fernando

Anónimo dijo...

La ficción es necesaria porque la realidad no colma nuestras expectativas.De ahí el gran valor de creación y arte.El problema es que casi nada es arte. La ficción de la que tú hablas, esa que todos vemos día tras día, hace más daño al espíritu humano que la tragedia más trágica, que la más cruda de las realidades.Personas, supuestamente con cerebro,ven esa ficción como algo más real que el suelo que pisan y el aire que respiran.Personas así se convierten en loritos que repiten lo que quieren que se diga, en monos que hacen lo que quieren que se haga.Viven una ficción que ni tan siquiera está basada en hechos reales-

Brillante post el tuyo.

Saludos