12 diciembre, 2009

Tribunal Constitucional, Constitución y política

El debate constitucional de esta época, azuzado por intereses partidistas, condicionado por planteamientos electoralistas cortos de miras y mediatizado por un lenguaje jurídico absolutamente engañoso, hace pensar que las alternativas posibles se mueven entre el ideal del un Tribunal Constitucional puramente técnico, capaz de calar en los más ignotos recovecos de la Constitución y de descubrir con plena objetividad en ella lo que el común de los mortales no consigue ver, y la sospecha de un Tribunal Constitucional viciado por la política y corroído por el sectarismo de los unos y los otros. La visión acertada va por otro camino y se necesita claridad sobre lo que el Tribunal es, para saber lo que razonablemente se le puede exigir.
Por un lado, en los llamados casos difíciles el Tribunal ejerce una inevitable y, en principio, no ilegítima discrecionalidad. Cuando en el lenguaje de la comunicación ordinaria decimos, por ejemplo, y como un ejemplo de tantísimos, que tal o cual artículo de Estatuto catalán “es” o “no es” constitucional, estamos objetivando lo que no es objetivo. Los casos que suelen llegar al Tribunal son difíciles y complejos precisamente porque para ellos la Constitución no brinda respuesta o no la brinda suficientemente clara y, por consiguiente, cabe justificadamente defender, y defender con buenas y admisibles razones, tanto una solución como su opuesta. Si, en consecuencia, las decisiones de tales casos tienen esa insoslayable dimensión de discrecionalidad, de libertad decisoria, pues en ellos el Tribunal ha de cerrar lo que conforme a la letra de la Constitución (y hasta según su espíritu, si hay tal) está aún abierto -bien con carácter general o para el concreto caso-, el TC está haciendo política con sus decisiones y no hay por qué negarse a aceptar que es así, pues no puede ser de otra manera. Hace política en el sentido de que añade nuevas reglas del juego constitucional o concreta algunas de las reglas constitucionales al optar por uno u otro de sus posibles sentidos. Pretender que, decida como decida o, sobre todo, si decide como más nos gusta a cada cual, se limita el Tribunal a aplicar la única respuesta correcta prefigurada en la Constitución es caer en una mezcla de ingenuo idealismo y/o de descarado cinismo.
Ahora bien, reconocer la vertiente política de la labor del TC es cosa distinta de admitir que tenga que estar sometido al juego partidista o que sus magistrados puedan legítimamente y sin sonrojo servir de simple correa de transmisión de los designios del partido que ayer los nombró o que hoy más les promete para su mañana. ¿Y cómo se marca esa nebulosa frontera entre la política en el buen sentido y el partidismo que puede llegar a ser rastrero, alicorto y mezquino? Mediante la combinación de tres cosas: la regulación del nombramiento de los magistrados constitucionales y la concretas praxis de su selección, la actitud profesional e institucional de los magistrados en ejercicio y la claridad doctrinal sobre su papel y su debido modo de proceder.
Cuando los mecanismos de selección están impunemente abiertos al partidismo, a pactos entre bambalinas y a la búsqueda por cada partido de la lealtad por encima de la competencia jurídica, se abre la más peligrosa vía para que la lógica partidista contamine el funcionamiento de la institución. De esos polvos vienen muchos de estos lodos que hoy están enterrando el prestigio del TC. Si, además, no se ha previsto un régimen de incompatibilidades que evite que los que un día son magistrados mantengan aspiraciones para disfrutar después de su mandato de nuevos cargos o prebendas, se juega con el riesgo de que las ambiciones personales conviertan a algún magistrado en fiel lacayo de quien mañana puede favorecerlo. No son buen ejemplo ni cabe esperar grandes logros de esos magistrados que ya se movían antes en coche oficial y que por nada del mundo quieren prescindir de chóferes y secretarias cuando les toque cesar en ese puesto. La mujer del César no sólo tiene que parecer honesta por su vida anterior, sino que debe estar salvaguardada de la tentación de prostituirse para asegurar su buena vida de mañana. Sí, he dicho prostituirse.
La actitud y la ética personal con la que cada uno vaya a desempeñarse en tan alto puesto no es algo que pueda ser objeto de control permanente, pero tiene sentido curarse en salud. ¿Cómo? Pues asegurando en lo posible que los que vayan a actuar como magistrados constitucionales tengan una trayectoria impoluta de independencia política, una solvencia intelectual acreditada y una experiencia profesional notable. Parece evidente, pero ¿recuerdan ustedes, amigos, cuál es el perfil de algunos de los candidatos que los partidos dominantes proponían la última vez que hablaron para intentar desbloquear la renovación del TC? Y, para ser justos, ¿se acuerdan de alguno de los que proponía el PP? Sí, exactamente: impresentable. Mejor dicho, impresentable candidato defendido por un partido que así se vuelve impresentable sin remisión.
En cuanto al asunto doctrinal, sobre el que debería primero haber un poco de claridad y sobre el que, luego, habría que hacer la adecuada pedagogía, tenemos que partir de la pregunta siguiente: ¿en qué tipo de razones y argumentos ha de basarse el TC si, como hemos admitido de mano, sus principales decisiones tienen una vertiente innegablemente política? La respuesta podría ser ésta: han de buscar la congruencia de las reglas del juego constitucional. Puesto que se trata de ir cerrando lo que en la Constitución está abierto o no suficientemente definido, tienen que partir de una claridad bastante sobre lo que representa la Constitución, y sobre el modelo de Estado que contiene y, sentado, eso, deben procurar ante todo que esa Constitución y ese Estado no se vuelvan inviables por incongruentes o porque los conflictos no se vayan cerrando con la creciente precisión de las reglas de juego, sino que, por contra, se agudicen hasta llegar al bloqueo mismo de la Constitución y, consiguientemente, del Estado.
Ahora apliquemos todo lo anterior al asunto del Estatut. ¿Hay solución? No, radicalmente no. No la hay porque el prestigio del Tribunal está dañado y, decida como decida, los “perdedores” le van a echar en cara su triste trayectoria de los últimos tiempos y el partidismo descarado con que la mayoría de los magistrados ha venido conduciéndose. El propio Tribunal se ha deslegitimado y su descrédito aumenta de año en año. No han sabido ni siquiera guardar las apariencias. Harán como que interpretan la Constitución, pero toda esta lamentable cadena de amagos, filtraciones y broncas nos tienen convencidos de que no los guía el celo técnico o el esfuerzo racionalizador de sus decisiones, sino una mecánica de fobias, filias y, sobre todo, intereses espurios y lealtades personales abominables. No será sólo a ella, ni muchísimo menos, pero a esta Presidenta la historia le habrá de ajustar cuentas.
Pero, aunque un milagro transformara en sesudos e independentísimos juristas a los magistrados actuales, tampoco habría salida a estas alturas. El Tribunal sólo puede cumplir adecuadamente su trabajo, con esa actitud de búsqueda del perfeccionamiento continuo de las reglas del juego constitucional y de realizar progresivamente y de la mejor manera el modelo de Estado que la Constitución dibuja, en un ambiente de lealtad constitucional generalizada, es decir, en un contexto en el cual el papel y significado de la Constitución esté claro y sea básicamente aceptado por los principales actores políticos y sociales. Es decir, los problemas constitucionales que el Tribunal resuelve han de ser la excepción, por considerarse el grueso de la Constitución aproblemática y por disfrutar de un nivel de aceptación y fidelidad suficiente. Y de eso en este país ya va quedando muy poco. Entre unos y otros la están acabando de matar y el sistema está irremisiblemente roto. Haga lo que haga el TC en el caso del Estatut, no se va a componer la situación, sino que va a descomponerse más. Las aguas han salido de su cauce por razones que merecerán algún día, y con el distanciamiento necesario, un análisis detenido, pero que hoy por hoy se pueden sintetizar en la ignorancia de los líderes de los partidos dominantes y la mala fe de esos mismos y de algunos partidos periféricos, especializados en la pesca en río revuelto y convencidos de que la política es un zoco y de que a la vaca se la ordeña hasta que mane sangre y luego se la sacrifica sin ninguna lástima.

2 comentarios:

roland freisler dijo...

uN GRAN POST, ME QUEDO CON LAS GANAS DE QUE EXPLICASE UN POCO MÁS LA AFIRMACIÓN "Haga lo que haga el TC... va a descomponerse más" porque tal vez explicando ese descomponerse más , daría ciertos alicientes al parto.

Tomás dijo...

¿Se puede ser Vicepresidente del Tribunal Constitucional, Vocal del CGPJ, de ahí pasar a una ¡Secretaría de Estado! y, de esta última, ... al Tribunal Europeo de Derechos Humanos? La respuesta es sí, se puede seguir esa aberrante trayectoria sin despeinarse, como ha hecho el profesor (al menos, lo fue una vez) López Guerra. No me extrañan las cosas que empiezan a llegar de Estrasburgo.