El tema de hoy es procesal y poco dependiente de los pormenores fácticos del caso, que son poco más que pretexto para el asunto que me propongo tratar con ustedes, los que padecen insana inclinación a lo jurídico.
Aunque en los hechos, que les resumiré brevísimamente, hay un dato que me saltó a los ojos a la primera y me resultó gracioso. El homicidio o asesinato –al final, homicidio agravado, en virtud de una discusión sobre los pormenores de la alevosía que aquí no vamos a tocar- ocurrió en un pueblo asturiano llamado Porceyo y que es donde nació mi madre y vivió hasta que se casó con mi padre y se fue a Ruedes, que se encuentra a unos diez kilómetros. Cuando yo era pequeñito, allá por mis cuatro o cinco años, mi madre me llevaba de vez en cuando de Ruedes a Porceyo a visitar a la abuela, que estaba algo chocha por una desgracia de cuando la guerra y porque mi abuelo no sabía hacerle más que hijos, catorce. Íbamos andando por los caminos sin asfaltar o buscando atajos por montes y prados, y tardábamos unas tres horas para la ida y algo más para la vuelta, que era cuesta arriba lo más del tiempo. Hoy a una madre le quitarían la custodia y la sacarían en los periódicos por hacer caminar a su churumbel por rutas sin desinfectar y sin puestos de chuches. Por eso me alegro de haber nacido entonces, porque las únicas vacunas que hoy faltan son las que libran de la estulticia paterno-estatal.
Bueno, pues se trataba de Porceyo, cerca de Gijón, pero parecía Galicia, con perdón, ya que eran dos que tenían huertas colindantes y se llevaban a matar. Hasta que se mataron. Un día la víctima paró su coche ante la entrada de la finca del otro, bajó, dejando el motor en marcha, y fue a decirle cuatro frescas al que acabaría quitándole la vida. La narración de los hechos es muy confusa en la sentencia del Supremo, pero parece que llegaron a las manos, se aplacaron un rato y al cabo volvieron a buscarse. Esta vez uno tomó un cuchillo manufacturado por él –la gente fabrica de todo- y se lo clavó dos veces, la segunda cuando ya estaba el otro medio fuera de combate tras la puñalada primera. Por eso se discutía si había habido alevosía –y, con ello, asesinato- o sólo homicidio con agravante de abuso de superioridad. Quedó en esto último, pero lo dejamos de lado aquí.
Lo que nos interesa es un asunto procesal. El homicida declaró primero, durante la instrucción del sumario, que él había matado a la víctima, y dio todo tipo de detalles sobre el hecho y sus antecedentes, con pelos y señales. Pero en el juicio oral se desdijo de cada palabra y alegó que había sido presionado por la guardia civil y que todo era un montaje, pues él nada había tenido que ver con la muerte violenta de su enemigo. Da la impresión –y a esto tampoco hace falta ahora darle muchas vueltas- de que esa autoinculpación inicial del acusado es muy relevante como prueba, pues parece que el resto de las que se manejaron en el juicio no resultaban totalmente coincidentes o lo bastante contundentes. Y de por medio está nada menos que la presunción de inocencia, que no puede ser derribada con cualquier indicio o sospecha, sino que exige prueba bien clara y convicción rigurosa del juzgador que vaya a condenar. Como hasta los legos conocen bien –al menos los amigos de este blog-, la presunción de inocencia significa que uno ha de quedar penalmente como inocente a no ser que mediante las pruebas se certifique claramente su culpabilidad, pues más vale que cien culpables se libren que el que se culpe a un solo inocente. Por la cuenta que nos tiene a los que solemos ir de inocentes y pedir mano dura, dicho sea de paso.
Como jugamos con fuego, es decir, con garantías que son cortafuegos ante el riesgo de que un día el aparato del Estado –o un enemigo del portal- se ponga en marcha para arruinarnos la vida con falsas acusaciones o manipulación de hechos e interpretaciones arbitrarias de normas, tampoco se debe olvidar que, a la hora de interpretar tanto las normas penales sustantivas como las procesales que rigen todo el trámite de investigación, acusación, proceso y condena o absolución, conviene que imperen las interpretaciones favorables al reo y no las que suelen agradar a la masa de los eunucos sanguinarios que quieren extasiarse con sacrificios humanos porque ellos, pobres, no mojan después de aquella cirugía en el serrallo.
Aquí está la clave de nuestro tema. El juicio era con jurado y el apartado 5 del artículo 46 de la Ley Orgánica 5/1995, de 22 de mayo, del Tribunal del Jurado (en adelante LOTJ) dispone, dentro del rótulo “Especialidades probatorias”, lo que sigue:
“El Ministerio Fiscal, los letrados de la acusación y los de la defensa podrán interrogar al acusado, testigos y peritos sobre las contradicciones que estimen que existen entre lo que manifiesten en el juicio oral y lo dicho en la fase de instrucción. Sin embargo, no podrá darse lectura a dichas previas declaraciones, aunque se unirá al acta el testimonio que quien interroga debe presentar en el acto.
Las declaraciones efectuadas en la fase de instrucción, salvo las resultantes de prueba anticipada, no tendrán valor probatorio de los hechos en ellas afirmados”.
Para no enredarnos en demasía –y aun así ya veremos-, prescindo de toda comparación de esa norma con otras más o menos similares o relacionadas de la Ley de Enjuiciamiento Criminal, como sus arts. 714, 448 y 449. En lugar de eso, trataré de resultar didáctico con quien lea esto sin ser jurista o especialista en la materia. Y, de paso, me voy enterando yo también.
La primera impresión para el lego será muy chocante, pues lo que viene a decirnos la referida norma es que quien juzga (en este caso el jurado; pero en adelante hablaré simplificadamente de “el juzgador”) no ha de tomar en cuenta, como prueba, lo que el acusado haya declarado durante la instrucción del sumario y que luego contradice al ser interrogado en el juicio oral, durante la celebración de lo que vulgarmente llamaríamos “el juicio”. Y, aquí, lo mismo que decimos para el acusado vale igualmente para testigos o peritos, de manera que si un testigo ha declarado anteriormente ante el juez que sí vio perfectamente como A apuñalaba a B, pero luego en la vista oral, en el “juicio”, mantiene que no, que no lo vio, o que ya no está seguro de si se estaban matando o besándose con pasión cuando él los observó, el juzgador no debe tomar en consideración, a efectos de prueba, lo que ese testigo había afirmado anteriormente.
Es muy raro esto, qué duda cabe. Es como si uno se echa una novia (o novio, déjenme en paz con lo de los géneros y los generales) y le dicen que de todo lo que ella le diga durante no sé cuántos meses de relación e, incluso, el día de la boda, nada cuenta ni debe ser tomado en consideración, salvo únicamente lo que le manifieste durante la noche de bodas -¿existe aún esa institución?- entre medianoche y las ocho de la mañana. Caramba, pero es que antes me había jurado mil veces que me amaba y esa noche, tal vez obnubilada por el alcohol, desbordada por las emociones o influida por mi cuñada –su hermana, ay-, me confesó que le parezco feo, estúpido y que no me quiere nada. Ah, pues así lo establece la norma, que todo lo anterior no vale y que lo de esa velada particular es lo que va a misa.
¿Y no puedo hacer nada en tal situación? Sí, el precepto dice que se admite que interrogue usted a su novia y que le está permitido hacerle ver su contradicción, citándole inclusive sus expresiones de otros días y momentos. Tipo “pero si ayer delante de mi tía dijiste que me amabas, y hace dos meses, en el híper, me aseguraste que no podrías vivir sin mí”. Eso sí se puede, echarle en cara sus incongruencias. Y analizar sus respuestas buscando el titubeo o para ver si se lía, lo cual sería una pista para pensar, con buen criterio, que no es muy fiable eso que ahora me asegura, lo de que ya no me ama. Pero, ojo, tendríamos ahí una razón para no creer que no me ama, pero no una prueba de que sí me quiere. También si le pregunto al panadero que si me odia, me va a decir que no, que en modo alguno, y no por eso tengo base para concluir que está que bebe los vientos por mi cuerpo. Pues aquí igual. La norma que hemos visto –y a la que ahora volvemos con más rigor- da un instrumento para poner a prueba el testimonio prestado en el juicio oral y que contradice el anterior del mismo sujeto y, con ello, para valorar como verdadero o no lo que en esa declaración de ahora se afirme. Pero lo que, al menos en apariencia -a la hora de la verdad, ya veremos- veda esa norma es que se preste confianza a la declaración anterior que esta de ahora contradice, pues aquella declaración en fase sumarial –salvo en ciertos casos muy especiales que no importa ahora relatar- no sirve como prueba, no cuenta. Es decir - y para nuestra comparación-, usted puede considerar como no verdadero, no probado, lo que esta noche su mujer le dice, pero lo que no puede es entender que vale como prueba de amor lo que anteriormente le contaba. Se aplica la presunción de indiferencia a falta de que en esa noche haya quedado probado el amor.
Insisto, raro ¿verdad? Es que el Derecho es cosa extraña, amigos míos. Por eso vive de él tanta gente, porque no se entiende así como así. Y que no falte esa oscuridad, con lo mal que están las cosas y el paro que se padece. En la vida ordinaria a nadie le es dado prescribirnos, así, norma en ristre, cómo, con qué o a qué hora podemos formarnos nuestras convicciones o cuáles indicios o pruebas cuentan y cuáles han de descartarse. Si a uno le preguntan si está convencido de que su hijo es listo, de que el vecino del sexto es honrado o de que el Sporting de Gijón es un equipo con maneras de campeón, uno dará su parecer, y si le piden que lo fundamente, aportará variopintos datos recopilados a lo largo del tiempo y en diversos contextos. Pero ahora imaginemos que a uno le indicaran que no, que así no vale, pues los únicos datos relevantes serán los referidos a las notas que el niño sacó en la última evaluación del colegio o al resultado y juego de ese equipo durante el partido del último domingo. Si resulta que esa vez el crío suspendió, ha de quedar probado que es torpe; si perdió el equipo por tres goles, acreditada estará su deficiencia futbolística. Y uno replicaría: a ver, yo sé lo que sé, y lo que yo sé no me lo va a quitar usted de la cabeza por muchas normas procesales que me miente. Y si usted es profesor pedante, agregará que sus convicciones son las que son porque tienen una base epistemológica firme y que, todo lo más, podemos examinar esa base y la aplicación de los correspondientes métodos de conocimiento, pero que el conocer no se recorta así, a lo tonto, poniendo en un papel que sólo computa lo que hayamos visto a la hora de la siesta.
Pues el Derecho es así, extraño, pero tiene sus razones. Las comparaciones anteriores encierran un poquito de trampa. El caso tenemos que concebirlo de esta otra forma. El señor B y la señora A han tenido una dura discusión y todo está en saber si en verdad se aman como parecía o si más bien se odian, como se pudo pensar al oír su último altercado dialéctico. Y ellos –o quien sea- le llaman a usted como árbitro y se someten al veredicto suyo sobre su amor o la falta de él. Usted no llega de nuevas al caso. Desde su propia casa escuchó los gritos que se soltaron. El portero del inmueble (de)puso lo habitual y le hizo saber su opinión de que se llevan a matar y de que él seguramente la engaña, a la pobre, con lo guapa que es y lo que se merecería. Y así. Pero con eso usted iría a su labor arbitral cargado de prejuicios. De modo que se dice que mejor empezar de cero y aclarar todo allí, en vivo y en directo, en conversación abierta con las dos partes del tinglado amoroso. Que lo que tengan que contarse se lo cuenten ante usted y que de lo que se sospecha que callan pueda usted preguntarles; y que entre ellos puedan corregirse o contradecirse. La norma que usted se ha dado –o que le han dado- simplemente prescribe que no ha de tomar en consideración aquello que le consta que ella dijo aquel día en pleno fragor doméstico o cuando la llamó su suegra. Porque vaya usted a saber si no estaba fuera de sí o no fue un malentendido o no le tendieron una encerrona. Eso sí, si lo que mantiene ahora es lo opuesto a lo que consta que entonces sostuvo, pídansele aclaraciones por su parte o por la contraparte ante usted.
Pues eso es lo que en materia de Derecho procesal probatorio suponen los principios de oralidad, publicidad, inmediación y contradicción. O sea, que todo se hable ante todos y principalmente ante quien juzga, y no por los rincones o vaya a saber en qué oscuros despachos; que cualquiera pueda oírlo para que nadie tenga base para opinar que la resolución se amañó a oscuras; que se hable a la cara, en directo, y no por intermediarios o con dimes y diretes; y que lo que una parte mantenga pueda contradecirlo la otra, pues sin debate no hay luz sino abuso, es la dialéctica la única fuente posible de la ecuanimidad. Si sólo uno habla o si sólo a uno se atiende, lo normal es que la balanza se incline del lado suyo aunque la razón no habite ahí.
Pues así se explica aquel apartado 5 del art. 46 de la referida Ley Orgánica del Tribunal del Jurado. Yo creo que ha quedado bonita la explicación, pero permanece, con todo, un regusto de extrañeza. Al menos a mí me lo parece.
Ahora supóngase usted juez –olvidemos lo del jurado, en aras de la sencillez mayor de las explicaciones-. Un señor está acusado de matar a otro. Ese señor reconoció en su momento, ante la policía y ante el juez y en presencia de su abogado, que él era el homicida, narró de manera completamente verosímil todos los detalles, todo encaja. Reiteró dos o tres veces ese testimonio autoinculpatorio. Pero en su declaración en el juicio dice que nones, sale por peteneras y lo niega todo. Que él no fue, que es todo una conspiración y que ese día se hallaba en la Conchincha. No hay prueba de esa coartada suya, pero de que él fuera el homicida tampoco tenemos prueba consistente que no sea aquella confesión de parte. Es más, le consta a usted que el sumario se llevó con absoluto rigor y con todas las garantías, que el juez que lo instruyó es celosísimo de los derechos de los reos y que las fuerzas de seguridad no cometen, desde tiempo inmemorial, tropelía ninguna cuando hacen sus investigaciones.
Ya tenemos la situación adecuada, la tormenta procesal perfecta. Añadamos únicamente que la norma, como sabemos, le permite a usted interrogar al acusado para ver si lo pilla en dudas, balbuceos o contradicciones que tornen poco fiable su declaración de hoy de que él no fue. Pero, y aquí está el intríngulis, la prueba de que él no fue importa muy poco en ese proceso, que es un proceso penal. ¿Por qué? Porque la prueba de que no fue lleva a los mismos resultados que la falta de prueba de que fue: la absolución, en virtud de la presunción de inocencia. El acusado no tiene que probar su inocencia, es el acusador quien ha de probar su culpabilidad. Y en este caso la acusación no cuenta con más prueba incriminatoria que aquella confesión en el trámite sumarial, confesión que ofrece tantas garantías como deliberadamente le hemos puesto en nuestro ejemplo, pero que la ley dice que no ha de valer como prueba. En resumen, y subrayemos esto: usted, juez, estará internamente convencido de que el acusado es culpable…, pero tendrá que absolverlo.
Estas cosas ponen de mal humor a los expertos que opinan que la finalidad principal o casi única del proceso, de cualquier proceso, es la averiguación de la verdad material, de la verdad verdadera, vaya. Por ejemplo y con los matices que vengan al caso, esto opinan mi buena amiga y respetada colega Marina Gascón, y así piensa también el gran Michelle Taruffo, para el que mi admiración se hizo mayor cuando un día, allá en las Américas, me lo encontré de vuelta, él, de hacerse una expedición por el Amazonas sin más compañía que un guía nativo y cazando y comiéndose caimanes con la soltura con que otros nos preparamos unas gambas a la plancha.
Algunos, aunque con menor sapiencia, pensamos un poco diferente. Sobre el asunto del proceso y la verdad, no sobre los caimanes y las amazonas, quiero decir. Porque a la hora de organizar la práctica jurídica y sus procesos, cuentan más cosas que la verdad verdadera y en ocasiones cuentan más fuertemente que ella. Por ejemplo, las garantías de ciertos derechos fundamentales o la minimización de los riesgos del error bienintencionado. Pues unas veces por averiguar la verdad se pueden traspasar cotos vedados que mejor no menear y otras veces la profunda convicción de estar en lo cierto es compatible con un error de mucho bulto que arruine la vida a quien no tenía ninguna culpa. Así que, por las dudas y por si las moscas, menos verdad –en ocasiones- y muchas garantías. Por eso existen pruebas ilícitas y por eso más de cuatro veces los jueces tienen que absolver a quien para sus adentros saben culpable. No por hacerle favor al acusado, sino a nosotros, para aminorar el riesgo de que un día nos emplumen por error o a base de acosarnos malamente.
El juez no juzga exactamente por lo que sabe, sino por lo que le está permitido saber. Y como lo que uno sabe no puede borrarlo de su mente con una goma mágica, lo que la ley en tales ocasiones prescribe es que eso que el juez sabe no pueda usarlo como prueba. Una rareza más. Porque tenemos que en el Derecho moderno rige el principio de libre apreciación de la prueba y lo que al juzgador se le solicita –si estamos en el campo de lo penal- es que llegue a una convicción firme y sólida de la culpabilidad y que, si no, absuelva. Pero, al mismo tiempo, se le dice que de su convicción de la culpabilidad prescinda, y por tanto decrete inocencia, si la prueba no sirve jurídicamente como tal. O sea, que él tiene por demostrada tal cosa, pero debe absolver por no hallarse tal cosa demostrada con arreglo a las pruebas jurídicamente válidas y admisibles. Parece de locos. Pero quizá no lo es tanto.
Lo que nos engaña es el lenguaje, son algunos conceptos. Resulta muy pertinente diferenciar entre apreciación o valoración de la prueba y uso de la prueba. En el Derecho moderno impera el principio de libre apreciación de la prueba. Este principio es el opuesto al de prueba tasada, que gobernaba antiguamente y que daba a cada tipo de prueba un valor necesario. Por ejemplo, el testimonio coincidente de dos nobles iba a misa y el juez no podía oponerle su incredulidad, su opinión de que mentían. En cambio, ahora toda prueba –o casi, porque ante la fuerza de ciertas pruebas científicas, como la de ADN, va a haber que replantearse algunos principios doctrinales- pasa por el tamiz de la valoración que de ella haga el juez, pues como prueba definitiva contará nada más que la que subjetivamente a él lo convenza. Y en esto es como en todo, a unos se les convence más fácil que a otros. Lo que el Derecho penal y procesal penal ofrecen es una vía de salida a falta de convicción, en caso de duda: ante la duda, presunción de inocencia. En otras ramas del Derecho se aplican reglas funcionalmente similares para dirimir empates o defecto de prueba.
Pero libre apreciación de la prueba no quiere decir que pueda el juez hacer de su capa y sayo y que le baste con decir que él está convencido, y punto. Al leer muchas sentencias, así parece que se entiende aquel principio de libre valoración, pero no es correcta esa forma de concebirlo y quienes lo ven de ese modo no han hecho más que reemplazar un absolutismo por otro.
Es como en los exámenes. El profesor, al menos en los exámenes llamados tradicionalmente “de desarrollo” o de preguntas largas, es libre para apreciar cuál merece una nota u otra. Pero dentro de un orden y un respeto. Hay libre apreciación del examen y no calificación tasada (como sería esta: si escribe tres hojas, aprobado; si cuatro, notable, etc.), pero no todo vale. Porque en caso de reclamación hay que dar la razón de por qué se puntuó como se puntuó. También en la universidad hemos pasado del autoritarismo absolutista al garantismo, aunque se use poco y mal porque la gente va a lo que va. Pero la intención era buena al principio de ese cambio.
En los procesos judiciales ocurre otro tanto. El juez valora la prueba según su criterio, pero tiene que justificar su valoración según el nuestro, el común, el de todos. Un juez puede creerse muy en serio que su intuición es prodigiosa, pero alegando su mera intuición o su infalibilidad al echar las cartas o al interpretar el color de los higadillo de pollo no irá muy lejos a la hora de convencernos a nosotros de que está en sus cabales y no es un cretino y un arbitrario que no debería jugar con las cosas de comer ajenas. Que sean unos u otros los elementos que puedan influir en la convicción que sobre los hechos el juez se forma es cuestión que nadie puede controlar, o muy difícilmente. Si el juzgador tiene información de lo que el acusado declaró durante el sumario, es muy probable que eso influya su consideración sobre lo cierto o lo falso de los hechos que se enjuician. Decirle que en su fuero interno, en su valoración subjetiva, haga abstracción de esos datos es tan absurdo como pedirme a mí que al valorar si me gusta o no el pollo al ajillo me olvide de las últimas veces que lo comí y piense sólo si está bueno este que ahora cato. Cuando entre procesalistas o jueces se razona de esa forma nos perdemos en un mar de ficciones y malentendidos y acabamos por no saber de qué diantre estamos hablando.
¿Entonces de qué se trata? Se trata de regular qué argumentos se pueden emplear en la justificación de esa valoración. No es tan chocante, es igual que en la vida ordinaria. Si a usted su mujer (véase el paréntesis anterior sobre géneros y especies) le pregunta por qué ella le gusta, usted seguramente no podrá o no deberá argumentarle que porque sus curvas le recuerdan a una novia maravillosa que tuvo en su juventud. No, diablos, ese es un argumento excluido, vetado, no vale para la demostración que se propone. Pero seguramente tendrá otros bien sinceros que sí sirven. Use esos y olvídese de aquel. No es que lo de la novia primera no influya su juicio, tal vez lo determina grandemente; es que está prohibido decirlo, por una cuestión de garantías. Si, ante la ilicitud de ese, usted no da con otros, o con otros mínimamente convincentes, podrá su pareja concluir que ella no le gusta.
Mutatis mutandis, si ante la prohibición de argumentar como prueba aquellas declaraciones en el sumario, usted, juez, no da con otras pruebas convincentes practicadas o reproducidas en el juicio oral, tendrá que constar en Derecho y como resultado del proceso que no quedó probado el hecho en discusión; aunque para sus adentros sí lo esté más que de sobra. Porque no importa meramente lo que usted opina y valora, sino lo que se puede argumentar para una cosa o para otra, y lo que no. De manera que cuando se legisla qué pruebas caben y cuáles no, no se está organizando ni prescribiendo la formación del juicio personal del juez, se está regulando la argumentación sobre las pruebas. Y se hace en un contexto normativo en el que se dan soluciones para distintos resultados argumentativos, siempre en el sentido de que si no se aportan argumentos probatorios válidos y suficientes en pro de la acusación o de la demanda que sea, se deberá resolver con arreglo a esta o aquella regla procesalmente dirimente. En el caso del Derecho penal y procesal penal es la presunción de inocencia; en otras áreas jurídicas son otras reglas, si las hay.
Ahora vamos con la mencionada sentencia del Tribunal Supremo, en lo que a esto concierne. Encierra una fuerte discusión, pues concurren dos votos particulares, uno del magistrado Prego de Oliver y Tolivar (al que se adhieren los magistrados Colmenero Menéndez de Luarca, Maza Martín y Varela Castro) y otro del magistrado Agustín Jorge Barreiro. Versa el debate sobre la interpretación y correcta aplicación de aquel artículo que ya hemos citado en su tenor.
La sentencia sigue la doctrina que sobre este particular ya ha venido estableciendo el propio Tribunal, consistente en una interpretación relativizadora de la prohibición de aquel último párrafo del art. 46.5 TOTJ, cuando dice que “Las declaraciones efectuadas en la fase de instrucción, salvo las resultantes de prueba anticipada, no tendrán valor probatorio de los hechos en ellas afirmados”. De resultas, se admite que alcancen cierto valor probatorio dichas declaraciones. Esto les parece a los discrepantes, en los votos particulares, una flagrante vulneración del precepto y un atentado contra el propósito garantista que anima aquella norma. Veamos sucintamente los argumentos de unos y de otros.
La mayoría de la Sala recuerda en la sentencia que la razón de la mencionada regulación en el artículo 46 LOTJ se encuentra en la preservación de la oralidad, la inmediación y la publicidad de la práctica de la prueba. Pero hay un pero y de inmediato se matiza tal afirmación, ya que
“Cuando dicho texto legal afirma que las declaraciones efectuadas en fase de instrucción, salvo las resultantes de la prueba anticipada, no tendrán valor probatorio, lo que se quiere proclamar es que, por sí solas, son insuficientes para enervar la presunción de inocencia, de forma que la interpretación combinada de los artículos 46.5, 34.3 y 53.3 L.O.T.J. lo que pone de manifiesto es que el Legislador no ha propugnado un rechazo, siempre y en todo caso, de las declaraciones sumariales, permitiendo la incorporación de aquéllas al acervo probatorio cuando se detecten contradicciones y retractaciones entre lo dicho en el juicio oral y lo declarado en la instrucción de la causa. Esta línea jurisprudencial tiene sus antecedentes en la S.S.T.S. 1825/01, 791/02 u 86/04, que ya habían interpretado el artículo 46.5 L.O.T.J. resolviendo la aparente contradicción de este precepto, señalando igualmente que las declaraciones sumariales, por sí solas, carecen de eficacia probatoria, pero pueden ser valoradas cuando han existido contradicciones y retractaciones entre lo dicho en el juicio oral y lo declarado en la instrucción de la causa por el acusado, testigos o peritos, expresando literalmente "si la parte que formula el interrogatorio aporta el testimonio de la declaración sumarial, ésta se incorpora al acta del juicio y los jurados disponen de la misma para constatar, comprobar e interpretar los términos y alcance de las contradicciones, valorándolas a efectos probatorios, conforme a su recta conciencia. De manera que en estos supuestos la convicción del Jurado no se forma con las declaraciones sumariales, sino con las declaraciones en el juicio que retractan y explican las declaraciones del sumario, explicando la divergencia entre unas y otras, de tal suerte que las declaraciones sumariales fueron atraídas y reconducidas al juicio oral y sometidas en él a la debida contradicción. Desde entonces, constituyen prueba válida y eficaz del plenario. Esta interpretación supone la unificación en la actuación jurisdiccional con independencia del procedimiento en el que se actúe ". Naturalmente, como recuerda la misma sentencia, "esta potencialidad sólo es predicable, en nuestro derecho respecto a las declaraciones vertidas ante la autoridad judicial " (S.T.S. 86/04 )”.
Podemos resumirlo así: aquel testimonio en fase sumarial no cuenta por sí como prueba, salvo que haya sido contradicho en el juicio oral y haya habido cuestiones sobre tal contradicción, en cuyo caso el testimonio aquel sí cabe tenerlo en consideración. No olvidemos que, en asuntos como el de esta sentencia, cuenta incriminatoriamente, pues sin él seguramente procedería la absolución. Se está haciendo de la norma procesal una interpretación bien perjudicial para el reo, por tanto.
No perdamos de vista las alternativas que manejamos. Tenemos un testimonio (llamémoslo en adelante Ts) obtenido durante el sumario, ante el juez y antes del juicio oral, y la norma dice expresamente que por sí no vale como prueba, pero que si quien lo prestó lo contradice en el juicio oral (denominemos Tj este nuevo testimonio opuesto al anterior), es posible que se pida cuanta de esa incoherencia. Pero las interpretaciones posibles son dos, y aquí pace la madre del cordero:
Primera interpretación posible: Ts se puede usar como elemento de contraste para poner a prueba la fiabilidad de Tj, pero si ésta decae o es escasa, no significa que cuente como probado lo mantenido en Ts, simplemente queda el hecho en cuestión sin probar ni por uno ni por otro de tales testimonios. Si no existen otras pruebas o no convencen, deberá aplicarse la presunción de inocencia.
Segunda interpretación posible: Ts se puede usar como elemento de contraste para poner a prueba la fiabilidad de Tj, pero si ésta decae o es escasa, podrá valorarse como prueba plenamente válida y admisible la contenida en Ts. Por consiguiente, Ts servirá para remover la presunción de inocencia.
La solución que en la sentencia se prefiere es la primera, como hemos visto en el párrafo citado. Pero a la hora de resumir la postura, me parece que queda clara la confusión latente entre valoración de la prueba y argumentación probatoria, pues dice el Tribunal que
“En suma, nada impide que los jurados valoren aquellas manifestaciones sumariales que hayan sido introducidas en la vista del modo expuesto, con las debidas garantías procesales”.
Lo que aquí, en este análisis, seguramente habría que tocar también es el absurdo a que conduce el régimen de jurados. Un quiero y no puedo. No sé casi nada de esta materia, pero, si no me equivoco y no entiendo mal los artículos 55 y siguientes de la LOTJ, en relación con el 248 de la LOPJ, el jurado decide sobre hechos probados, sobre si sí o si no se considera probado cada hecho relevante, pero el que argumenta, el que motiva la sentencia, incluso sobre los hechos, es el juez, si bien atado a esa valoración del jurado. Un sinsentido. Insisto, a lo mejor lo capto yo mal y ruego, si así fuera, que alguien me ponga en mi sitio. Pero, si estoy en lo cierto, es tal cual como si usted tuviera que comer un plato, se lo eligieran sus vecinos de portal, votando si merluza o chuleta de cerdo y según lo que a ellos les parezca más rico o más sano, y usted no sólo tuviera que zampárselo, sino, además, que poner por escrito por qué efectivamente la elección fue la más acertada en términos de sabor y salud; tanto si le gustó como si no. No sé, la verdad, por qué cuando hablamos de reformas posibles de nuestra Constitución no nos proponemos en serio eliminar la mamarrachada esta del jurado a la penibética. Pero ese es otro tema, volvamos al nuestro.
Los jurados votan sobre los hechos –y sobre la culpabilidad- y su voto no tienen que fundarlo, no necesitan argumentar de puertas afuera. Y el juez no decide sobre los hechos, pero tiene que argumentar ese resultado de hechos probados. Así que aquello a lo que la ley fuerza es a la esquizofrenia, si se me permite la expresión, esa esquizofrenia que apreciamos en la sentencia referida. Pues cómo no va a tomar en consideración cada miembro del jurado lo que le dé la gana, si nadie le pide cuentas de por qué esto sí o aquello no; cómo no va a estar influido y no va a considerar como prueba buena o mala las declaraciones sumariales de acusado, testigos o peritos, cuando las conozca. Es vano referirse, como hace la sentencia en la citada síntesis final de esta parte, a si los jurados pueden o no valorar esas declaraciones en el sumario si de ellas han sabido. Cada uno en su fuero interno valora lo que quiere y forma su juicio como le dé la gana. Eso no se puede evitar.
Otra cosa es el juez, el que ha de motivar, de argumentar el juicio sobre los hechos. A él sí que tiene sentido prescribirle si puede o no puede hacer mención de aquella “prueba” sumarial como justificación del veredicto sobre los hechos que está fundamentando. Pero como ya estamos en el absurdo de que uno valora sin justificar y el otro justifica lo que él no valoró, en el absurdo seguiremos un trecho más. Pues como el veredicto sobre los hechos al juez le viene dado, tendrá que componérselas como pueda y con los argumentos que tenga a mano para justificar esa resolución probatoria que no es la suya. O sea, si el veredicto del jurado es que sí ocurrieron los hechos de la acusación, en caso de que al juez le esté permitido mencionar como prueba válida aquella declaración sumarial, lo hará si quiere; pero si no le está permitido, tendrá que decir que valió por sí bastante la prueba en juicio oral.
Es un callejón sin salida y el colmo de la irracionalidad argumentativa: por seguir con nuestras comparanzas: como si a usted le piden que valore expresamente como muy guapa la novia que para sí escogió su vecino. Pues vaya gracia; aunque le parezca feísima por entero, tendrá que argumentar que qué bonita la nariz o qué preciosas las manos; escogerá la parte que considere menos fea; y si le parece fea por completo y sin paliativos, tendrá que inventarse algo, porque el resultado del juicio estaba comprometido de antemano; dirá lo típico, que tiene una sonrisa muy agradable y es muy simpática. La quintaesencia de la irracionalidad en materia de teoría de la argumentación jurídica, repito. La mejor razón para dejarse de jurados y zarandajas. Tampoco somos gringos por andar jugando a eso, aunque queramos.
Los votos particulares a esta sentencia hacen hincapié en lo difícilmente justificable de la “interpretación correctora” que en ella se realiza de la dicción del art. 46.5 LOTJ, interpretación que, además, choca con la voluntad que claramente manifestó el autor de la Ley en su Exposición de Motivos. Tal interpretación alteradora del sentido más evidente y pretendido de la norma resulta particularmente discutible en este ámbito en este ámbito, en el que está en juego la presunción de inocencia y, con ello, las garantías para los penalmente imputados. Por tanto, se inclinan los discrepantes por la primera de las dos antes citadas interpretaciones posibles del precepto, y lo hacen, a mi juicio, con buenas razones; si bien, en su voto particular, el magistrado Agustín Jorge Barreiro critica de lege ferenda el excesivo rigor de la mencionada norma y estima que no se dañarían aquellas garantías para el acusado si no apareciese en el art. 46.5 ese último inciso que impide la virtualidad probatoria de las declaraciones en el sumario.
Aunque, también en mi opinión, la confusión de fondo no la resuelven los autores de los votos particulares, ya que tampoco ellos diferencian con nitidez entre valoración de la prueba, como evento que acaece en la psique del juzgador, y argumentación de esa valoración, como comunicación mediante razones que han de ser legalmente admisibles e intersubjetivamente convincentes, por ese orden.
Aunque en los hechos, que les resumiré brevísimamente, hay un dato que me saltó a los ojos a la primera y me resultó gracioso. El homicidio o asesinato –al final, homicidio agravado, en virtud de una discusión sobre los pormenores de la alevosía que aquí no vamos a tocar- ocurrió en un pueblo asturiano llamado Porceyo y que es donde nació mi madre y vivió hasta que se casó con mi padre y se fue a Ruedes, que se encuentra a unos diez kilómetros. Cuando yo era pequeñito, allá por mis cuatro o cinco años, mi madre me llevaba de vez en cuando de Ruedes a Porceyo a visitar a la abuela, que estaba algo chocha por una desgracia de cuando la guerra y porque mi abuelo no sabía hacerle más que hijos, catorce. Íbamos andando por los caminos sin asfaltar o buscando atajos por montes y prados, y tardábamos unas tres horas para la ida y algo más para la vuelta, que era cuesta arriba lo más del tiempo. Hoy a una madre le quitarían la custodia y la sacarían en los periódicos por hacer caminar a su churumbel por rutas sin desinfectar y sin puestos de chuches. Por eso me alegro de haber nacido entonces, porque las únicas vacunas que hoy faltan son las que libran de la estulticia paterno-estatal.
Bueno, pues se trataba de Porceyo, cerca de Gijón, pero parecía Galicia, con perdón, ya que eran dos que tenían huertas colindantes y se llevaban a matar. Hasta que se mataron. Un día la víctima paró su coche ante la entrada de la finca del otro, bajó, dejando el motor en marcha, y fue a decirle cuatro frescas al que acabaría quitándole la vida. La narración de los hechos es muy confusa en la sentencia del Supremo, pero parece que llegaron a las manos, se aplacaron un rato y al cabo volvieron a buscarse. Esta vez uno tomó un cuchillo manufacturado por él –la gente fabrica de todo- y se lo clavó dos veces, la segunda cuando ya estaba el otro medio fuera de combate tras la puñalada primera. Por eso se discutía si había habido alevosía –y, con ello, asesinato- o sólo homicidio con agravante de abuso de superioridad. Quedó en esto último, pero lo dejamos de lado aquí.
Lo que nos interesa es un asunto procesal. El homicida declaró primero, durante la instrucción del sumario, que él había matado a la víctima, y dio todo tipo de detalles sobre el hecho y sus antecedentes, con pelos y señales. Pero en el juicio oral se desdijo de cada palabra y alegó que había sido presionado por la guardia civil y que todo era un montaje, pues él nada había tenido que ver con la muerte violenta de su enemigo. Da la impresión –y a esto tampoco hace falta ahora darle muchas vueltas- de que esa autoinculpación inicial del acusado es muy relevante como prueba, pues parece que el resto de las que se manejaron en el juicio no resultaban totalmente coincidentes o lo bastante contundentes. Y de por medio está nada menos que la presunción de inocencia, que no puede ser derribada con cualquier indicio o sospecha, sino que exige prueba bien clara y convicción rigurosa del juzgador que vaya a condenar. Como hasta los legos conocen bien –al menos los amigos de este blog-, la presunción de inocencia significa que uno ha de quedar penalmente como inocente a no ser que mediante las pruebas se certifique claramente su culpabilidad, pues más vale que cien culpables se libren que el que se culpe a un solo inocente. Por la cuenta que nos tiene a los que solemos ir de inocentes y pedir mano dura, dicho sea de paso.
Como jugamos con fuego, es decir, con garantías que son cortafuegos ante el riesgo de que un día el aparato del Estado –o un enemigo del portal- se ponga en marcha para arruinarnos la vida con falsas acusaciones o manipulación de hechos e interpretaciones arbitrarias de normas, tampoco se debe olvidar que, a la hora de interpretar tanto las normas penales sustantivas como las procesales que rigen todo el trámite de investigación, acusación, proceso y condena o absolución, conviene que imperen las interpretaciones favorables al reo y no las que suelen agradar a la masa de los eunucos sanguinarios que quieren extasiarse con sacrificios humanos porque ellos, pobres, no mojan después de aquella cirugía en el serrallo.
Aquí está la clave de nuestro tema. El juicio era con jurado y el apartado 5 del artículo 46 de la Ley Orgánica 5/1995, de 22 de mayo, del Tribunal del Jurado (en adelante LOTJ) dispone, dentro del rótulo “Especialidades probatorias”, lo que sigue:
“El Ministerio Fiscal, los letrados de la acusación y los de la defensa podrán interrogar al acusado, testigos y peritos sobre las contradicciones que estimen que existen entre lo que manifiesten en el juicio oral y lo dicho en la fase de instrucción. Sin embargo, no podrá darse lectura a dichas previas declaraciones, aunque se unirá al acta el testimonio que quien interroga debe presentar en el acto.
Las declaraciones efectuadas en la fase de instrucción, salvo las resultantes de prueba anticipada, no tendrán valor probatorio de los hechos en ellas afirmados”.
Para no enredarnos en demasía –y aun así ya veremos-, prescindo de toda comparación de esa norma con otras más o menos similares o relacionadas de la Ley de Enjuiciamiento Criminal, como sus arts. 714, 448 y 449. En lugar de eso, trataré de resultar didáctico con quien lea esto sin ser jurista o especialista en la materia. Y, de paso, me voy enterando yo también.
La primera impresión para el lego será muy chocante, pues lo que viene a decirnos la referida norma es que quien juzga (en este caso el jurado; pero en adelante hablaré simplificadamente de “el juzgador”) no ha de tomar en cuenta, como prueba, lo que el acusado haya declarado durante la instrucción del sumario y que luego contradice al ser interrogado en el juicio oral, durante la celebración de lo que vulgarmente llamaríamos “el juicio”. Y, aquí, lo mismo que decimos para el acusado vale igualmente para testigos o peritos, de manera que si un testigo ha declarado anteriormente ante el juez que sí vio perfectamente como A apuñalaba a B, pero luego en la vista oral, en el “juicio”, mantiene que no, que no lo vio, o que ya no está seguro de si se estaban matando o besándose con pasión cuando él los observó, el juzgador no debe tomar en consideración, a efectos de prueba, lo que ese testigo había afirmado anteriormente.
Es muy raro esto, qué duda cabe. Es como si uno se echa una novia (o novio, déjenme en paz con lo de los géneros y los generales) y le dicen que de todo lo que ella le diga durante no sé cuántos meses de relación e, incluso, el día de la boda, nada cuenta ni debe ser tomado en consideración, salvo únicamente lo que le manifieste durante la noche de bodas -¿existe aún esa institución?- entre medianoche y las ocho de la mañana. Caramba, pero es que antes me había jurado mil veces que me amaba y esa noche, tal vez obnubilada por el alcohol, desbordada por las emociones o influida por mi cuñada –su hermana, ay-, me confesó que le parezco feo, estúpido y que no me quiere nada. Ah, pues así lo establece la norma, que todo lo anterior no vale y que lo de esa velada particular es lo que va a misa.
¿Y no puedo hacer nada en tal situación? Sí, el precepto dice que se admite que interrogue usted a su novia y que le está permitido hacerle ver su contradicción, citándole inclusive sus expresiones de otros días y momentos. Tipo “pero si ayer delante de mi tía dijiste que me amabas, y hace dos meses, en el híper, me aseguraste que no podrías vivir sin mí”. Eso sí se puede, echarle en cara sus incongruencias. Y analizar sus respuestas buscando el titubeo o para ver si se lía, lo cual sería una pista para pensar, con buen criterio, que no es muy fiable eso que ahora me asegura, lo de que ya no me ama. Pero, ojo, tendríamos ahí una razón para no creer que no me ama, pero no una prueba de que sí me quiere. También si le pregunto al panadero que si me odia, me va a decir que no, que en modo alguno, y no por eso tengo base para concluir que está que bebe los vientos por mi cuerpo. Pues aquí igual. La norma que hemos visto –y a la que ahora volvemos con más rigor- da un instrumento para poner a prueba el testimonio prestado en el juicio oral y que contradice el anterior del mismo sujeto y, con ello, para valorar como verdadero o no lo que en esa declaración de ahora se afirme. Pero lo que, al menos en apariencia -a la hora de la verdad, ya veremos- veda esa norma es que se preste confianza a la declaración anterior que esta de ahora contradice, pues aquella declaración en fase sumarial –salvo en ciertos casos muy especiales que no importa ahora relatar- no sirve como prueba, no cuenta. Es decir - y para nuestra comparación-, usted puede considerar como no verdadero, no probado, lo que esta noche su mujer le dice, pero lo que no puede es entender que vale como prueba de amor lo que anteriormente le contaba. Se aplica la presunción de indiferencia a falta de que en esa noche haya quedado probado el amor.
Insisto, raro ¿verdad? Es que el Derecho es cosa extraña, amigos míos. Por eso vive de él tanta gente, porque no se entiende así como así. Y que no falte esa oscuridad, con lo mal que están las cosas y el paro que se padece. En la vida ordinaria a nadie le es dado prescribirnos, así, norma en ristre, cómo, con qué o a qué hora podemos formarnos nuestras convicciones o cuáles indicios o pruebas cuentan y cuáles han de descartarse. Si a uno le preguntan si está convencido de que su hijo es listo, de que el vecino del sexto es honrado o de que el Sporting de Gijón es un equipo con maneras de campeón, uno dará su parecer, y si le piden que lo fundamente, aportará variopintos datos recopilados a lo largo del tiempo y en diversos contextos. Pero ahora imaginemos que a uno le indicaran que no, que así no vale, pues los únicos datos relevantes serán los referidos a las notas que el niño sacó en la última evaluación del colegio o al resultado y juego de ese equipo durante el partido del último domingo. Si resulta que esa vez el crío suspendió, ha de quedar probado que es torpe; si perdió el equipo por tres goles, acreditada estará su deficiencia futbolística. Y uno replicaría: a ver, yo sé lo que sé, y lo que yo sé no me lo va a quitar usted de la cabeza por muchas normas procesales que me miente. Y si usted es profesor pedante, agregará que sus convicciones son las que son porque tienen una base epistemológica firme y que, todo lo más, podemos examinar esa base y la aplicación de los correspondientes métodos de conocimiento, pero que el conocer no se recorta así, a lo tonto, poniendo en un papel que sólo computa lo que hayamos visto a la hora de la siesta.
Pues el Derecho es así, extraño, pero tiene sus razones. Las comparaciones anteriores encierran un poquito de trampa. El caso tenemos que concebirlo de esta otra forma. El señor B y la señora A han tenido una dura discusión y todo está en saber si en verdad se aman como parecía o si más bien se odian, como se pudo pensar al oír su último altercado dialéctico. Y ellos –o quien sea- le llaman a usted como árbitro y se someten al veredicto suyo sobre su amor o la falta de él. Usted no llega de nuevas al caso. Desde su propia casa escuchó los gritos que se soltaron. El portero del inmueble (de)puso lo habitual y le hizo saber su opinión de que se llevan a matar y de que él seguramente la engaña, a la pobre, con lo guapa que es y lo que se merecería. Y así. Pero con eso usted iría a su labor arbitral cargado de prejuicios. De modo que se dice que mejor empezar de cero y aclarar todo allí, en vivo y en directo, en conversación abierta con las dos partes del tinglado amoroso. Que lo que tengan que contarse se lo cuenten ante usted y que de lo que se sospecha que callan pueda usted preguntarles; y que entre ellos puedan corregirse o contradecirse. La norma que usted se ha dado –o que le han dado- simplemente prescribe que no ha de tomar en consideración aquello que le consta que ella dijo aquel día en pleno fragor doméstico o cuando la llamó su suegra. Porque vaya usted a saber si no estaba fuera de sí o no fue un malentendido o no le tendieron una encerrona. Eso sí, si lo que mantiene ahora es lo opuesto a lo que consta que entonces sostuvo, pídansele aclaraciones por su parte o por la contraparte ante usted.
Pues eso es lo que en materia de Derecho procesal probatorio suponen los principios de oralidad, publicidad, inmediación y contradicción. O sea, que todo se hable ante todos y principalmente ante quien juzga, y no por los rincones o vaya a saber en qué oscuros despachos; que cualquiera pueda oírlo para que nadie tenga base para opinar que la resolución se amañó a oscuras; que se hable a la cara, en directo, y no por intermediarios o con dimes y diretes; y que lo que una parte mantenga pueda contradecirlo la otra, pues sin debate no hay luz sino abuso, es la dialéctica la única fuente posible de la ecuanimidad. Si sólo uno habla o si sólo a uno se atiende, lo normal es que la balanza se incline del lado suyo aunque la razón no habite ahí.
Pues así se explica aquel apartado 5 del art. 46 de la referida Ley Orgánica del Tribunal del Jurado. Yo creo que ha quedado bonita la explicación, pero permanece, con todo, un regusto de extrañeza. Al menos a mí me lo parece.
Ahora supóngase usted juez –olvidemos lo del jurado, en aras de la sencillez mayor de las explicaciones-. Un señor está acusado de matar a otro. Ese señor reconoció en su momento, ante la policía y ante el juez y en presencia de su abogado, que él era el homicida, narró de manera completamente verosímil todos los detalles, todo encaja. Reiteró dos o tres veces ese testimonio autoinculpatorio. Pero en su declaración en el juicio dice que nones, sale por peteneras y lo niega todo. Que él no fue, que es todo una conspiración y que ese día se hallaba en la Conchincha. No hay prueba de esa coartada suya, pero de que él fuera el homicida tampoco tenemos prueba consistente que no sea aquella confesión de parte. Es más, le consta a usted que el sumario se llevó con absoluto rigor y con todas las garantías, que el juez que lo instruyó es celosísimo de los derechos de los reos y que las fuerzas de seguridad no cometen, desde tiempo inmemorial, tropelía ninguna cuando hacen sus investigaciones.
Ya tenemos la situación adecuada, la tormenta procesal perfecta. Añadamos únicamente que la norma, como sabemos, le permite a usted interrogar al acusado para ver si lo pilla en dudas, balbuceos o contradicciones que tornen poco fiable su declaración de hoy de que él no fue. Pero, y aquí está el intríngulis, la prueba de que él no fue importa muy poco en ese proceso, que es un proceso penal. ¿Por qué? Porque la prueba de que no fue lleva a los mismos resultados que la falta de prueba de que fue: la absolución, en virtud de la presunción de inocencia. El acusado no tiene que probar su inocencia, es el acusador quien ha de probar su culpabilidad. Y en este caso la acusación no cuenta con más prueba incriminatoria que aquella confesión en el trámite sumarial, confesión que ofrece tantas garantías como deliberadamente le hemos puesto en nuestro ejemplo, pero que la ley dice que no ha de valer como prueba. En resumen, y subrayemos esto: usted, juez, estará internamente convencido de que el acusado es culpable…, pero tendrá que absolverlo.
Estas cosas ponen de mal humor a los expertos que opinan que la finalidad principal o casi única del proceso, de cualquier proceso, es la averiguación de la verdad material, de la verdad verdadera, vaya. Por ejemplo y con los matices que vengan al caso, esto opinan mi buena amiga y respetada colega Marina Gascón, y así piensa también el gran Michelle Taruffo, para el que mi admiración se hizo mayor cuando un día, allá en las Américas, me lo encontré de vuelta, él, de hacerse una expedición por el Amazonas sin más compañía que un guía nativo y cazando y comiéndose caimanes con la soltura con que otros nos preparamos unas gambas a la plancha.
Algunos, aunque con menor sapiencia, pensamos un poco diferente. Sobre el asunto del proceso y la verdad, no sobre los caimanes y las amazonas, quiero decir. Porque a la hora de organizar la práctica jurídica y sus procesos, cuentan más cosas que la verdad verdadera y en ocasiones cuentan más fuertemente que ella. Por ejemplo, las garantías de ciertos derechos fundamentales o la minimización de los riesgos del error bienintencionado. Pues unas veces por averiguar la verdad se pueden traspasar cotos vedados que mejor no menear y otras veces la profunda convicción de estar en lo cierto es compatible con un error de mucho bulto que arruine la vida a quien no tenía ninguna culpa. Así que, por las dudas y por si las moscas, menos verdad –en ocasiones- y muchas garantías. Por eso existen pruebas ilícitas y por eso más de cuatro veces los jueces tienen que absolver a quien para sus adentros saben culpable. No por hacerle favor al acusado, sino a nosotros, para aminorar el riesgo de que un día nos emplumen por error o a base de acosarnos malamente.
El juez no juzga exactamente por lo que sabe, sino por lo que le está permitido saber. Y como lo que uno sabe no puede borrarlo de su mente con una goma mágica, lo que la ley en tales ocasiones prescribe es que eso que el juez sabe no pueda usarlo como prueba. Una rareza más. Porque tenemos que en el Derecho moderno rige el principio de libre apreciación de la prueba y lo que al juzgador se le solicita –si estamos en el campo de lo penal- es que llegue a una convicción firme y sólida de la culpabilidad y que, si no, absuelva. Pero, al mismo tiempo, se le dice que de su convicción de la culpabilidad prescinda, y por tanto decrete inocencia, si la prueba no sirve jurídicamente como tal. O sea, que él tiene por demostrada tal cosa, pero debe absolver por no hallarse tal cosa demostrada con arreglo a las pruebas jurídicamente válidas y admisibles. Parece de locos. Pero quizá no lo es tanto.
Lo que nos engaña es el lenguaje, son algunos conceptos. Resulta muy pertinente diferenciar entre apreciación o valoración de la prueba y uso de la prueba. En el Derecho moderno impera el principio de libre apreciación de la prueba. Este principio es el opuesto al de prueba tasada, que gobernaba antiguamente y que daba a cada tipo de prueba un valor necesario. Por ejemplo, el testimonio coincidente de dos nobles iba a misa y el juez no podía oponerle su incredulidad, su opinión de que mentían. En cambio, ahora toda prueba –o casi, porque ante la fuerza de ciertas pruebas científicas, como la de ADN, va a haber que replantearse algunos principios doctrinales- pasa por el tamiz de la valoración que de ella haga el juez, pues como prueba definitiva contará nada más que la que subjetivamente a él lo convenza. Y en esto es como en todo, a unos se les convence más fácil que a otros. Lo que el Derecho penal y procesal penal ofrecen es una vía de salida a falta de convicción, en caso de duda: ante la duda, presunción de inocencia. En otras ramas del Derecho se aplican reglas funcionalmente similares para dirimir empates o defecto de prueba.
Pero libre apreciación de la prueba no quiere decir que pueda el juez hacer de su capa y sayo y que le baste con decir que él está convencido, y punto. Al leer muchas sentencias, así parece que se entiende aquel principio de libre valoración, pero no es correcta esa forma de concebirlo y quienes lo ven de ese modo no han hecho más que reemplazar un absolutismo por otro.
Es como en los exámenes. El profesor, al menos en los exámenes llamados tradicionalmente “de desarrollo” o de preguntas largas, es libre para apreciar cuál merece una nota u otra. Pero dentro de un orden y un respeto. Hay libre apreciación del examen y no calificación tasada (como sería esta: si escribe tres hojas, aprobado; si cuatro, notable, etc.), pero no todo vale. Porque en caso de reclamación hay que dar la razón de por qué se puntuó como se puntuó. También en la universidad hemos pasado del autoritarismo absolutista al garantismo, aunque se use poco y mal porque la gente va a lo que va. Pero la intención era buena al principio de ese cambio.
En los procesos judiciales ocurre otro tanto. El juez valora la prueba según su criterio, pero tiene que justificar su valoración según el nuestro, el común, el de todos. Un juez puede creerse muy en serio que su intuición es prodigiosa, pero alegando su mera intuición o su infalibilidad al echar las cartas o al interpretar el color de los higadillo de pollo no irá muy lejos a la hora de convencernos a nosotros de que está en sus cabales y no es un cretino y un arbitrario que no debería jugar con las cosas de comer ajenas. Que sean unos u otros los elementos que puedan influir en la convicción que sobre los hechos el juez se forma es cuestión que nadie puede controlar, o muy difícilmente. Si el juzgador tiene información de lo que el acusado declaró durante el sumario, es muy probable que eso influya su consideración sobre lo cierto o lo falso de los hechos que se enjuician. Decirle que en su fuero interno, en su valoración subjetiva, haga abstracción de esos datos es tan absurdo como pedirme a mí que al valorar si me gusta o no el pollo al ajillo me olvide de las últimas veces que lo comí y piense sólo si está bueno este que ahora cato. Cuando entre procesalistas o jueces se razona de esa forma nos perdemos en un mar de ficciones y malentendidos y acabamos por no saber de qué diantre estamos hablando.
¿Entonces de qué se trata? Se trata de regular qué argumentos se pueden emplear en la justificación de esa valoración. No es tan chocante, es igual que en la vida ordinaria. Si a usted su mujer (véase el paréntesis anterior sobre géneros y especies) le pregunta por qué ella le gusta, usted seguramente no podrá o no deberá argumentarle que porque sus curvas le recuerdan a una novia maravillosa que tuvo en su juventud. No, diablos, ese es un argumento excluido, vetado, no vale para la demostración que se propone. Pero seguramente tendrá otros bien sinceros que sí sirven. Use esos y olvídese de aquel. No es que lo de la novia primera no influya su juicio, tal vez lo determina grandemente; es que está prohibido decirlo, por una cuestión de garantías. Si, ante la ilicitud de ese, usted no da con otros, o con otros mínimamente convincentes, podrá su pareja concluir que ella no le gusta.
Mutatis mutandis, si ante la prohibición de argumentar como prueba aquellas declaraciones en el sumario, usted, juez, no da con otras pruebas convincentes practicadas o reproducidas en el juicio oral, tendrá que constar en Derecho y como resultado del proceso que no quedó probado el hecho en discusión; aunque para sus adentros sí lo esté más que de sobra. Porque no importa meramente lo que usted opina y valora, sino lo que se puede argumentar para una cosa o para otra, y lo que no. De manera que cuando se legisla qué pruebas caben y cuáles no, no se está organizando ni prescribiendo la formación del juicio personal del juez, se está regulando la argumentación sobre las pruebas. Y se hace en un contexto normativo en el que se dan soluciones para distintos resultados argumentativos, siempre en el sentido de que si no se aportan argumentos probatorios válidos y suficientes en pro de la acusación o de la demanda que sea, se deberá resolver con arreglo a esta o aquella regla procesalmente dirimente. En el caso del Derecho penal y procesal penal es la presunción de inocencia; en otras áreas jurídicas son otras reglas, si las hay.
Ahora vamos con la mencionada sentencia del Tribunal Supremo, en lo que a esto concierne. Encierra una fuerte discusión, pues concurren dos votos particulares, uno del magistrado Prego de Oliver y Tolivar (al que se adhieren los magistrados Colmenero Menéndez de Luarca, Maza Martín y Varela Castro) y otro del magistrado Agustín Jorge Barreiro. Versa el debate sobre la interpretación y correcta aplicación de aquel artículo que ya hemos citado en su tenor.
La sentencia sigue la doctrina que sobre este particular ya ha venido estableciendo el propio Tribunal, consistente en una interpretación relativizadora de la prohibición de aquel último párrafo del art. 46.5 TOTJ, cuando dice que “Las declaraciones efectuadas en la fase de instrucción, salvo las resultantes de prueba anticipada, no tendrán valor probatorio de los hechos en ellas afirmados”. De resultas, se admite que alcancen cierto valor probatorio dichas declaraciones. Esto les parece a los discrepantes, en los votos particulares, una flagrante vulneración del precepto y un atentado contra el propósito garantista que anima aquella norma. Veamos sucintamente los argumentos de unos y de otros.
La mayoría de la Sala recuerda en la sentencia que la razón de la mencionada regulación en el artículo 46 LOTJ se encuentra en la preservación de la oralidad, la inmediación y la publicidad de la práctica de la prueba. Pero hay un pero y de inmediato se matiza tal afirmación, ya que
“Cuando dicho texto legal afirma que las declaraciones efectuadas en fase de instrucción, salvo las resultantes de la prueba anticipada, no tendrán valor probatorio, lo que se quiere proclamar es que, por sí solas, son insuficientes para enervar la presunción de inocencia, de forma que la interpretación combinada de los artículos 46.5, 34.3 y 53.3 L.O.T.J. lo que pone de manifiesto es que el Legislador no ha propugnado un rechazo, siempre y en todo caso, de las declaraciones sumariales, permitiendo la incorporación de aquéllas al acervo probatorio cuando se detecten contradicciones y retractaciones entre lo dicho en el juicio oral y lo declarado en la instrucción de la causa. Esta línea jurisprudencial tiene sus antecedentes en la S.S.T.S. 1825/01, 791/02 u 86/04, que ya habían interpretado el artículo 46.5 L.O.T.J. resolviendo la aparente contradicción de este precepto, señalando igualmente que las declaraciones sumariales, por sí solas, carecen de eficacia probatoria, pero pueden ser valoradas cuando han existido contradicciones y retractaciones entre lo dicho en el juicio oral y lo declarado en la instrucción de la causa por el acusado, testigos o peritos, expresando literalmente "si la parte que formula el interrogatorio aporta el testimonio de la declaración sumarial, ésta se incorpora al acta del juicio y los jurados disponen de la misma para constatar, comprobar e interpretar los términos y alcance de las contradicciones, valorándolas a efectos probatorios, conforme a su recta conciencia. De manera que en estos supuestos la convicción del Jurado no se forma con las declaraciones sumariales, sino con las declaraciones en el juicio que retractan y explican las declaraciones del sumario, explicando la divergencia entre unas y otras, de tal suerte que las declaraciones sumariales fueron atraídas y reconducidas al juicio oral y sometidas en él a la debida contradicción. Desde entonces, constituyen prueba válida y eficaz del plenario. Esta interpretación supone la unificación en la actuación jurisdiccional con independencia del procedimiento en el que se actúe ". Naturalmente, como recuerda la misma sentencia, "esta potencialidad sólo es predicable, en nuestro derecho respecto a las declaraciones vertidas ante la autoridad judicial " (S.T.S. 86/04 )”.
Podemos resumirlo así: aquel testimonio en fase sumarial no cuenta por sí como prueba, salvo que haya sido contradicho en el juicio oral y haya habido cuestiones sobre tal contradicción, en cuyo caso el testimonio aquel sí cabe tenerlo en consideración. No olvidemos que, en asuntos como el de esta sentencia, cuenta incriminatoriamente, pues sin él seguramente procedería la absolución. Se está haciendo de la norma procesal una interpretación bien perjudicial para el reo, por tanto.
No perdamos de vista las alternativas que manejamos. Tenemos un testimonio (llamémoslo en adelante Ts) obtenido durante el sumario, ante el juez y antes del juicio oral, y la norma dice expresamente que por sí no vale como prueba, pero que si quien lo prestó lo contradice en el juicio oral (denominemos Tj este nuevo testimonio opuesto al anterior), es posible que se pida cuanta de esa incoherencia. Pero las interpretaciones posibles son dos, y aquí pace la madre del cordero:
Primera interpretación posible: Ts se puede usar como elemento de contraste para poner a prueba la fiabilidad de Tj, pero si ésta decae o es escasa, no significa que cuente como probado lo mantenido en Ts, simplemente queda el hecho en cuestión sin probar ni por uno ni por otro de tales testimonios. Si no existen otras pruebas o no convencen, deberá aplicarse la presunción de inocencia.
Segunda interpretación posible: Ts se puede usar como elemento de contraste para poner a prueba la fiabilidad de Tj, pero si ésta decae o es escasa, podrá valorarse como prueba plenamente válida y admisible la contenida en Ts. Por consiguiente, Ts servirá para remover la presunción de inocencia.
La solución que en la sentencia se prefiere es la primera, como hemos visto en el párrafo citado. Pero a la hora de resumir la postura, me parece que queda clara la confusión latente entre valoración de la prueba y argumentación probatoria, pues dice el Tribunal que
“En suma, nada impide que los jurados valoren aquellas manifestaciones sumariales que hayan sido introducidas en la vista del modo expuesto, con las debidas garantías procesales”.
Lo que aquí, en este análisis, seguramente habría que tocar también es el absurdo a que conduce el régimen de jurados. Un quiero y no puedo. No sé casi nada de esta materia, pero, si no me equivoco y no entiendo mal los artículos 55 y siguientes de la LOTJ, en relación con el 248 de la LOPJ, el jurado decide sobre hechos probados, sobre si sí o si no se considera probado cada hecho relevante, pero el que argumenta, el que motiva la sentencia, incluso sobre los hechos, es el juez, si bien atado a esa valoración del jurado. Un sinsentido. Insisto, a lo mejor lo capto yo mal y ruego, si así fuera, que alguien me ponga en mi sitio. Pero, si estoy en lo cierto, es tal cual como si usted tuviera que comer un plato, se lo eligieran sus vecinos de portal, votando si merluza o chuleta de cerdo y según lo que a ellos les parezca más rico o más sano, y usted no sólo tuviera que zampárselo, sino, además, que poner por escrito por qué efectivamente la elección fue la más acertada en términos de sabor y salud; tanto si le gustó como si no. No sé, la verdad, por qué cuando hablamos de reformas posibles de nuestra Constitución no nos proponemos en serio eliminar la mamarrachada esta del jurado a la penibética. Pero ese es otro tema, volvamos al nuestro.
Los jurados votan sobre los hechos –y sobre la culpabilidad- y su voto no tienen que fundarlo, no necesitan argumentar de puertas afuera. Y el juez no decide sobre los hechos, pero tiene que argumentar ese resultado de hechos probados. Así que aquello a lo que la ley fuerza es a la esquizofrenia, si se me permite la expresión, esa esquizofrenia que apreciamos en la sentencia referida. Pues cómo no va a tomar en consideración cada miembro del jurado lo que le dé la gana, si nadie le pide cuentas de por qué esto sí o aquello no; cómo no va a estar influido y no va a considerar como prueba buena o mala las declaraciones sumariales de acusado, testigos o peritos, cuando las conozca. Es vano referirse, como hace la sentencia en la citada síntesis final de esta parte, a si los jurados pueden o no valorar esas declaraciones en el sumario si de ellas han sabido. Cada uno en su fuero interno valora lo que quiere y forma su juicio como le dé la gana. Eso no se puede evitar.
Otra cosa es el juez, el que ha de motivar, de argumentar el juicio sobre los hechos. A él sí que tiene sentido prescribirle si puede o no puede hacer mención de aquella “prueba” sumarial como justificación del veredicto sobre los hechos que está fundamentando. Pero como ya estamos en el absurdo de que uno valora sin justificar y el otro justifica lo que él no valoró, en el absurdo seguiremos un trecho más. Pues como el veredicto sobre los hechos al juez le viene dado, tendrá que componérselas como pueda y con los argumentos que tenga a mano para justificar esa resolución probatoria que no es la suya. O sea, si el veredicto del jurado es que sí ocurrieron los hechos de la acusación, en caso de que al juez le esté permitido mencionar como prueba válida aquella declaración sumarial, lo hará si quiere; pero si no le está permitido, tendrá que decir que valió por sí bastante la prueba en juicio oral.
Es un callejón sin salida y el colmo de la irracionalidad argumentativa: por seguir con nuestras comparanzas: como si a usted le piden que valore expresamente como muy guapa la novia que para sí escogió su vecino. Pues vaya gracia; aunque le parezca feísima por entero, tendrá que argumentar que qué bonita la nariz o qué preciosas las manos; escogerá la parte que considere menos fea; y si le parece fea por completo y sin paliativos, tendrá que inventarse algo, porque el resultado del juicio estaba comprometido de antemano; dirá lo típico, que tiene una sonrisa muy agradable y es muy simpática. La quintaesencia de la irracionalidad en materia de teoría de la argumentación jurídica, repito. La mejor razón para dejarse de jurados y zarandajas. Tampoco somos gringos por andar jugando a eso, aunque queramos.
Los votos particulares a esta sentencia hacen hincapié en lo difícilmente justificable de la “interpretación correctora” que en ella se realiza de la dicción del art. 46.5 LOTJ, interpretación que, además, choca con la voluntad que claramente manifestó el autor de la Ley en su Exposición de Motivos. Tal interpretación alteradora del sentido más evidente y pretendido de la norma resulta particularmente discutible en este ámbito en este ámbito, en el que está en juego la presunción de inocencia y, con ello, las garantías para los penalmente imputados. Por tanto, se inclinan los discrepantes por la primera de las dos antes citadas interpretaciones posibles del precepto, y lo hacen, a mi juicio, con buenas razones; si bien, en su voto particular, el magistrado Agustín Jorge Barreiro critica de lege ferenda el excesivo rigor de la mencionada norma y estima que no se dañarían aquellas garantías para el acusado si no apareciese en el art. 46.5 ese último inciso que impide la virtualidad probatoria de las declaraciones en el sumario.
Aunque, también en mi opinión, la confusión de fondo no la resuelven los autores de los votos particulares, ya que tampoco ellos diferencian con nitidez entre valoración de la prueba, como evento que acaece en la psique del juzgador, y argumentación de esa valoración, como comunicación mediante razones que han de ser legalmente admisibles e intersubjetivamente convincentes, por ese orden.
6 comentarios:
Imperdonable lo de, con perdón Galicia. En relación con lo demás alguien como usted amante de la justicia y el derecho no debería obviar las cuestiones de género, reino en el que el derecho del que usted habla tiene muy poca aplicación, especialmente todo lo relativo a la presunción de inocencia y demás garantías jurídicas.
Vero, è ben trovato. No obstante, algún matiz, y alguna aportación. Respecto a la interpretación "correctora"; pues que es fácil "burlarla", bastando que el acusado se acoga a su derecho a guardar silencio, así no generando contradicciones o retractaciones "valorables" en relación a las declaraciones sumariales. Ahora bien, hay jurisprudencia sobre este supuesto, que no es menos sorprendente que la que has manejado.
Por lo demás, como buen sabes, soy del parecer adverso al de Marina y Ferrajoli, desde hace mucho; estoy convencido de que la verdad es intraprocessum. Y es más, creo que en no pocas ocasiones lo que convence de la verdad extraprocessum de un hecho no es tanto la prueba practicada, sea el que sea el resultado y su justificación en términos de rendimiento valorativo, como más bien lo que da por resultado "alguna prueba no practicada". Es a través de ella (de no-ella en realidad) como se alcanza la convicción acerca de la ocurencia fáctica, aunque luego no quepa, lógica y garantistamente, hacer uso de ella (de no-ella) para relatar los hechos, con lo que los hechos "probados" (o no probados) ni siquiera intrepriocesalmente serían "verdad".
Por otra parte, y finalmente, la aportación. Al comienzo de la experiencia juradiscista hubo en mi ciudad, tu ya sabes cual, algún caso curioso. El acusado rechazaba el derecho a declarar (ante el juez, las acusaciones, y su propia defensa), pero al término del juicio, ofrecido el derecho a "la última palabra", hacía uso de él. Y ofrecía al jurado, de un modo escénico tan directo y sigificativo como incluso dando la espalda a todo el theatro judicial, su versión. Esta versión quedaba en el "ánimo" del jurado como una decantación específica y finalísisma. En realidad, se había eludido el principio de contraducción. Ya hay jurisprudencia acerca de esta "per-versión". Curioso, no te parece.
El abrazo de siempre.
Gracias por el cumplido trabajo explicativo, que efectivamente entiende un lego.
Un paralelo. Su desarrollo me evoca en cierta medida, no sé bien por qué, el viejo adagio lógico de que "dada una proposición cualquiera, existe un sistema internamente coherente de axiomas que la hace verdadera".
Otro paralelo. En cuanto a la escapatoria que señala Iurisdictio, que efectivamente es la primera que se viene al magín al leer la entrada -efectivamente, con esos antecedentes, un tío que se esté callado y basta tiene mejores posibilidades de capear la tormenta que uno que afirme vehemente su inocencia-, me evoca el fragmento de sabiduría popular "en boca cerrada no entran contradicciones".
Aunque estando como está el patio, ya vendrá quien construya interpretativamente una contradicción simbólica entre la actitud declarativa del antes y la actitud silenciosa del después, independientemente de los contenidos.
Salud y gracias de nuevo,
Perdón, que me ha salido más oscuro de lo ya habitual. Lo que quiero expresar con el paralelo lógico es mi asentimiento: la 'verdad' procesal es una verdad relativa, local, con 'v' minúscula, y no aspira de ninguna manera a ser verdad absoluta. Añadiría que precisamente de esa suma de debilidades viene su fuerza, cuando se hacen las cosas como dios manda.
Salud de nuevo, y buenas noches,
¿Presunción de inocencia o presunción de culpabilidad?
¿Presunción de inocencia o presunción de culpabilidad? http://www.elpais.com/articulo/sociedad/Gobierno/baraja/acusados/discriminacion/tengan/probar/inocencia/elpepusoc/20110107elpepusoc_2/Tes
Publicar un comentario