28 julio, 2005

El miedo de los jurados ante el veredicto (buen artículo de un amigo)

EL MIEDO DE LOS JURADOS ANTE EL VEREDICTO.
Viejas obsesiones de andar por casa.

Avelino Fierro Gómez
Fiscal de menores. León
(Publicado en Locus Appellationis. Boletín del Colegio de Abogados de León. Nº 49, julio de 2005).

Algunas sentencias recientes del Tribunal Constitucional nos han venido a recordar que el Jurado sigue existiendo y que funciona mal. Creo que son sentencias inexcusables que reparan sólo en los aspectos más evidentes, más groseros del asunto. Tendría que haber muchas más que desmenuzaran esa maquinaria que chirría con molesto estrépito en la administración de justicia.
A mí, al menos, me sucede algo así: siento como un escalofrío, una especie de malestar epidérmico cada vez que me cuentan la última “anécdota” de un juicio con jurado. Vamos, que no me acostumbro a justificar con el consabido “el errar es humano” las habituales meteduras de pata de los ciudadanos jurados.
Cuando los compañeros fiscales dicen “tengo un jurado”, en su semblante se pinta una especie de fastidio o resignación ante la fatalidad: saben que el resultado va a estar determinado en gran medida por el hado o destino, no por la lógica.
Ya sé que los simples –de buen corazón, por supuesto- me desacreditarán de un plumazo, tildando estas ideas mías de conservadoras, propias de aquél que no cree en ese artículo de la Constitución que dice algo así como que “la justicia emana del pueblo”. Ese es el estúpido argumento preferido del político jacobino, que tiene fácil contestación. Aquí lo dejamos.
Uno confía también bien poco en el Tribunal Constitucional. En estos casos lo tenía fácil. En los dos, la motivación es inexistente. Las sentencias a que me refiero eran “de libro”: que hay que repetir el juicio contra Mikel Otegui y que hay que motivar el veredicto de inculpabilidad (aunque en ésta la cuestión no debía estar tan clara -había tres votos particulares- y en aquélla se hablaba del “diferente nivel de exigencia de motivación entre sentencias condenatorias y absolutorias”). En otros supuestos, tanto el Constitucional como el Supremo han rebajado las exigencias en este aspecto a unos mínimos inaceptables. Como si los tribunales y los demás operadores jurídicos (¡quién inventó esta expresión!) estuvieran juramentados para procurar que la maquinaria funcione. Como si no pudiera cuestionarse nada, como si todo fuera evidente y necesario.
Y es que ni siquiera era evidente –todo lo contrario- que el constituyente obligase a la creación del jurado. Eso no se desprende ni por asomo del art. 125 de la Constitución. Y ya, si leemos la exposición de motivos de la ley, no se entiende cómo un derecho de participación –como allí se le denomina- llega a imponerse coactivamente cuando eso no ocurre con el más representativo de esos derechos, como es el del sufragio del art. 23. Y de la objeción de conciencia, mejor no hablar: algo que se admitió sin discusión en el trámite parlamentario y que se entendía incluido en el art.12,7ª, a instancia del grupo parlamentario socialista siguiendo indicaciones de Jueces para la Democracia, se ha transmutado en esa especie de bicha éticamente inaceptable, propia de ciudadanos que quieren que la ciudadanía les salga gratis. O eres jurado, aunque sea a regañadientes -como lo son casi todos- o te conminamos con sanciones penales.
En fin, que todo vale porque, como podía leerse en la reseña de un congreso para acercar la justicia al ciudadano, no se puede seguir con esa imagen tradicional del Juez “sesudo, distante, que trata a la gente de usted y es muy riguroso a la hora de aplicar el derecho”.
A un servidor le cuesta ir “de colega” en estas cuestiones y, a la mínima de cambio, le explica a los bachilleres que es antijuradista porque la Justicia debe ser “rápida, barata y justa” y le parece que el Jurado no cumple ninguno de los requisitos: las interminables sesiones de los juicios con jurado, incluso en los asuntos más baladíes, -ésa es otra: leer el art. 1 de la ley que enumera los delitos competencia del Jurado, por innecesarios o por complejos, es un gran ejercicio de estupefacción-, se resolvían, con mucha más celeridad y sin merma de garantías, ante cualquier tribunal o juzgado técnico; lo del despilfarro –sin ningún beneficio a cambio- no necesita comentario (bueno, quizá que produzca cierta envidia ver que los jurados tienen dieta, restaurante y cama gratis y mueble-bar bien abastecido y lo de los fiscales, jueces y funcionarios va en la toga o en la suela de los zapatos). Lo de que el Jurado no produce resoluciones más justas –que a muchos nos puede parecer evidente- quizá merezca explicación para algún lector no profesional del derecho. A eso dedicamos la segunda parte de esta colaboración.

¿Qué pasa por la cabeza de los jurados?

De un veredicto sorpresivo, extravagante o claramente infundado no puede decirse que sea justo. Por desgracia, son habituales. Y aunque, al final, algunas veces se acierte (porque se declaró culpable al que efectivamente asesinó, o malversador al cartero que se quedaba con el dinero de los giros postales), si lo desgranamos o escudriñamos, en todo veredicto siempre hay ejemplos para la sorpresa: en mis dos experiencias con jurados, recuerdo que en uno de los supuestos no se daba por probada la agresión previa, pero se estaba a punto de admitir la legítima defensa. En el otro, los jurados hacían desaparecer el arma homicida ¡a pesar de reconocerlo el acusado y su defensor!. En la Sentencia del TSJ antecedente de la que hemos citado del Tribunal Constitucional sobre el veredicto de inculpabilidad, se dice que de los cuarenta y siete hechos propuestos como objeto del veredicto sólo se explicó la convicción alcanzada respecto de siete y que varias declaraciones a las que los jurados aluden “no coinciden en su literalidad ni en su sentido con lo declarado probado por los jurados” y otras no coinciden con las prestadas en el acto de la vista.
Si hablamos de cuestiones algo más técnicas, los problemas crecen. Como escribió Perfecto Andrés Ibáñez, el hecho y la norma se interpelan recíprocamente, hay imposibilidad de aislar el juicio de hecho del juicio de derecho en la experiencia jurisdiccional; la exigencia de prueba y de motivación se traduce en que juzgar no es un ingenuo ejercicio de sentido común.
Hemos visto, por ello, cómo en supuestos juzgados en esta Audiencia, los jurados traspusieron la acepción vulgar de “imprudencia” (“desde luego, es una imprudencia la de estos jóvenes que van dándose de navajazos”), a la estrictamente técnico-jurídica (la consecuencia pasa de 10-15 años a 1-4 años de prisión) o aceptaron la eximente de miedo insuperable en el homicida que había sido agredido por la víctima, pero se aleja del lugar para coger una escopeta y vuelve para dispararle. En la Memoria de la Fiscalía General del Estado de 1935 se puede leer que “el Jurado absuelve con sorpresa de los propios defensores”.
Y en esos supuestos, en que el resultado es tan sorprendente, carente de lógica y apartado de las reglas de la correcta valoración de las pruebas practicadas –que los jurados necesariamente vieron y oyeron- la motivación es tan mínima que puede tildarse de inexistente. Y que no se nos venga con la “sucinta explicación” del art.61.
Es inadmisible que, de forma reiterada, en todo tipo de veredictos, se haga constar que los jurados han atendido como elementos de convicción para hacer las precedentes declaraciones a “declaración del acusado y alguno de los testigos”, “en las pruebas practicadas: Declaración del acusado/Testifical/Pericial”; “Declaraciones: acusado, testigos/prueba pericial: fundamentalmente los medios forenses/Reportaje policial (fotográfico, declaraciones en comisaría y Juzgado)”. Eso es todo.
Es cierto que, a veces, nada se ayuda a los jurados en esta ceremonia de la confusión (por si ni fuera bastante con ese oscurísimo art.52) con actas de proposición con una incorrecta formulación del objeto o utilizando expresiones que generan cierta perplejidad y pueden llevar a veredictos poco congruentes. Admitamos que todos podemos tener parte de culpa. Pero si eso sucede, es excepcional que los jurados hagan uso del art.57 para ampliación de instrucciones o modificaciones en el texto de la votación -lo que permite el art.61.1.a)- y es habitual que se pase a la votación y redacción de un acta en la que no existirá, no ya una “motivación razonada”, sino justificaciones tan globales como las citadas, de una gratuidad rayana en la arbitrariedad. Y no encuentro razón alguna para afirmar que la motivación del jurado deba ser inferior o de menor calidad que la de un juez técnico.
No se les exigen tecnicismos ni extraordinarias argumentaciones, sólo que razonen por qué han declarado o rechazado declarar probados determinados hechos. Lamentablemente, el Tribunal Supremo ha venido consintiendo esa tremenda ligereza de las motivaciones en muchas resoluciones; vgr: Ss 21-12-2001, 28-01-2002.
La Ley es muy deficiente técnicamente. Desconoce principios procesales tradicionales que siguen vigentes en el proceso penal. Pero, además, es un canto a la complicación y a la oscuridad. Una propuesta razonable de cambios figuraba en el informe de la Fiscalía General del Estado de octubre de 1997. No es de extrañar que fuera cierta la anécdota que nos contaban de un compañero del magistrado al que se atribuye la autoría de la ley que ante las dificultades de interpretación se dirigiera a menudo a éste invocándolo: “Dime, ¡oh!, espíritu de la ley, qué quisiste decir en tal artículo”.
De los jurados no se puede esperar, lógicamente, que contribuyan a esclarecer nada, como ya decíamos. Además, tengo la impresión de que se produce en ellos una cierta transformación anímica: del temor y desagrado que suelen expresar en la selección, pasan a una cierta infatuación y un amor propio mal asentado en su evidente ignorancia, también alentado por las continuas admoniciones a la trascendencia de su misión y a su soberanía decisoria.
Y después de días o semanas de agotadoras sesiones (en las que yo no recuerdo que los jurados tomen notas de las incidencias de la prueba, ¡bendita memoria!), se suceden un cúmulo de trámites técnicos que si ya son arduos y complicados para los intervinientes técnicos, vienen a precipitar una conclusión trascendental que da la impresión de ser poco meditada. Y es que la rutina del mecanismo decisorio aboca a ello; casi no podría ser de otra manera.
Si los informes orales ya empiezan a sumirlos en el desconcierto –que para eso estamos los profesionales sesudos y distantes y algunos ya hemos renunciado a “bajar el listón” para hacernos entender-, si le da a algún letrado por organizarla haciendo el Demóstenes y retorcerle el cuello a las ideas (decía R.L.Frost que el Jurado está compuesto de doce personas para decidir quién tiene el mejor abogado), por si no tuvieran bastante, hace su aparición en escena el artículo 54.
Una anécdota y un inciso: Recuerdo a una ciudadana de más de 65 años que quería participar a toda costa: mi informe le gustó sobremanera, porque las muestras de aprobación eran evidentes; quedó encantada de la voz tronante y las maneras de la acusación particular; pero me dejó preocupado cuando sólo le faltó aplaudir a la defensa. Me pareció entonces que aquello era, más que nunca, el teatrillo del proceso.
Puede ocurrir también que, después de todo lo que han pasado los actores, no se sepa cómo acaba la obra, que la cosa se quede en nada y se produzcan las conformidades o, como una manifestación más de la insistencia de la ley en primar al acusado, se produzca la disolución anticipada o se dé el “erróneo tratamiento de la crisis decisoria “ que contemplan los arts. 63 y 65 y el asunto quede imprejuzgado.
Hablábamos del art.54. Hasta este momento el papel del Magistrado Presidente ha sido muy fácil. Ha sido una especie de Don Tancredo sin riesgos (lo seguirá siendo después, teniendo que redactar una sentencia que ya le viene “medio hecha” y puede que no comparta). Pero puede que quiera tener su monólogo, su momento de gloria y baje al ruedo y se arranque en una perorata bienintencionada y que él reputa tranquilizadora para los ciudadanos jurados. Y la experiencia es demoledora: por lo que yo he visto y me han contado, no se han encontrado guionistas ni actores que dibujen bien las puntiagudas aristas de ese personaje.
Todos sabemos qué es la presunción de inocencia, pero cómo nos cuesta explicarlo. En el informe de la Fiscalía General del Estado, se cuenta que ante la insistencia en ese extremo del magistrado, un jurado exclamó, “¡que Dios nos perdone!”. Y lo de la duda razonable es de nota. Los jurados se aferran –algo entendible, ante el papelón que les hace representar el legislador- a la errónea creencia de que la mínima duda sobre la prueba de un hecho, lleva automáticamente a entender que quedó probado el hecho contrario. Como bien escribe Juan Igartua Salaverría, comentando la STC 169/2004, “si no se logró probar que Juan mató a Pedro, de ahí no se sigue que se haya probado que Juan no mató a Pedro... el proceso penal no está para expedir títulos de inocencia; están para probar la culpabilidad del acusado y, en su defecto, para conservar la presunción de no-culpabilidad de aquél (y como tal presunción, no probada ni falta que hace)”.
También precisa este autor, en el comentario que citamos y en su librito sobre el caso Marey, qué debe entenderse por duda razonable, algo que trasciende la esfera de lo individual para convertirse en asunto universalizable y la única manera de apreciar la universalizabilidad o racionalidad es exponer las razones que la sustentan. “Sólo una duda razonada –escribe- acredita ser una duda razonable”.
Para los jurados, inmersos en un mar de dudas, la mente, embotada y adormecida, no pondrá obstáculos al recurso fácil de expresar sus titubeos e inseguridades sobre una certeza total en los hechos desfavorables y trasladarlo a las votaciones y ni siquiera se les exigirá razonarlo, motivarlo. Eso con las bendiciones de la jurisprudencia.
Después de las instrucciones (anoto aquí un ruego: que alguien me explique lo del recurso por parcialidad, si no se documentan las instrucciones), los jurados recogen el objeto del veredicto y se retiran a deliberar. Intentarán comprender aquel galimatías de cuarenta, cincuenta o cien proposiciones y, si son de este mundo, sentirán primero perplejidad y, luego, miedo. El miedo escénico o un miedo como el del portero ante el penalty de la novela de Handke. Y ganas de irse a su casa. O lamentar que aquello se alargue y no lleguen al partido, como el personaje de “Doce hombres sin piedad”. Aunque, para mitigar sus temores, se les retira del escenario. Se va a dar el paso – como dicen los teóricos- del contexto del descubrimiento al de la justificación. ( ¡ Ah, qué ansias de “voyeur” le invaden a uno!). Ahora sí tienen algo que hacer. Hasta ese momento se les había pedido bien poco y se les había evitado lo desagradable: el muerto nunca estuvo presente -¡ni siquiera se les deben mostrar las fotos de la autopsia, no vayamos a herir su sensibilidad!- como no lo estaba el monte calcinado. Y el acusado, tambien con poca presencia, sin banquillo, difuminado entre los faldones de la toga de su abogado.
Habrá algunas preguntas sencillas, pero también se les exigirán pronunciamientos sobre la noción de intención o la condición de vencible del error, o el criterio de gravedad en un incendio forestal. Hasta se les pedirá opinión nada menos que por una predeterminación del fallo en la Sentencia: la aplicación de la remisión condicional y el indulto.
Después de pronunciarse sobre las causas de exención o modificación de la responsabilidad se les exige, de forma muy contundente y a la americana, el veredicto de culpabilidad. Algo innecesario, como bien y extensamente se argumentaba en el informe de la FGE. (La actual Vicepresidenta Primera se oponía a cualquier modificación y lo despachaba con un “se le excluye (al Jurado) de contenido”).
El resultado es que, como vimos, se “descubrirán” cosas inverosímiles que no irán acompañadas de razones. Al menos, los jueces nos han malacostumbrado con kilométricas argumentaciones, aunque en los órganos colegiados –como dice, con su proverbial mala uva, Alejandro Nieto- eso sea engañoso y sólo trabaje el ponente.
Deberíamos ir acabando, aunque no todo acaba aquí. Quedan importantísimos trámites que, según mi experiencia, se suelen ventilar de forma apresurada. Apuntamos uno: no se da un examen pausado y riguroso del acta, obligado, y que puede llevar a la devolución de la misma al Jurado por los varios motivos del art. 63. Ya que el omnipotente legislador nos ha puesto a todos en este brete debe exigírseles unas mínimas dosis de trabajo, de argumentación y razonabilidad a los Jurados. Eso es función del magistrado presidente. Y lo que suele suceder -otra vez la idea del estotienequefuncionaratodacosta- es que se eche una manita y se traten de corregir los defectos y completar la motivación del fallo por la vía del art.70. (De todo lo dicho hasta aquí, ¿no se infiere al menos la necesidad de los escabinos, con una competencia y objetos sencillos?).
Pero, para entonces, todos queremos irnos ya a casa, cansados e intranquilos, pensando que lo que no se arregló allí lo arreglarán los recursos y el Supremo y el Constitucional, como a veces puede que suceda y como, afortunadamente, sucedió en las Sentencias que dieron lugar a este comentario.

No hay comentarios: