Si a este que suscribe le tocara hoy comenzar su carrera de profesor universitario, probablemente no la comenzaría. Dicho sea con todo el dolor de un vocacional. Pero, si no hubiera manera de ganarse la vida honradamente de otra forma o tuviera un pariente dentro con mando en plaza y que me metiera en el fregado con buenas perspectivas, diversificaría mi curriculum con cosas que vaya usted a saber si no puntúan un montón el día de mañana: petanca, crochet, punto de cruz, bordados regionales, jota, tiro al plato y caza en ojeo. No vaya a ser que después de Bolonia venga Torrelodones y tras la ANECA la CONCACA.
Aquella carta de inquietud por los nuevos baremos para la acreditación de titulares y catedráticos se envió a la Menestra con firma de 769 profesionales mosqueados, pero sin ánimo de crispar. La revista Science (volumen 319, número 5869 de 14 de marzo de 2008, página 1472. Un resumen en castellano se puede ver pinchando aquí) se hace eco de la civilizada protesta y de la opinión de los hacedores ministeriales, que dicen no hay para tanto y que verás qué contentos todos cuando se reparten acreditaciones a diestro y siniestro; sobre todo a siniestro. Francamente, me da igual. Soy uno de los firmantes de la carta, pero sé que en cuanto haya un puñado de acreditados se dirá que jamás de los jamases hubo sistema más ecuánime y objetivo. Luego se le hacen unos mimos al rector local y a vivir, que son dos días. Si yo fuera rector, me iría poniendo muda limpia y tomando Ciripolen, ante la avalancha de pretendientes de buen ver y dispuestos a todo que se avecina.
Al tiempo, un querido amigo me envía un artículo de El Periódico en el que Manuel Cruz, catedrático de Filosofía de la Universidad de Barcelona, se escandaliza ante las jubilaciones anticipadas de profesores de prestigio que hacen mutis sin que la santa institución se inquiete lo más mínimo. Hay que hacer sitio y lo importante es que se vayan unos para que se acomoden las nuevas hornadas de candidatos cargados de méritos pedagógicos y variadas frivilités. Lo que enfada al articulista es que catedráticos con el prestigio de Jordi LLovet o Felipe Martínez Marzoa tiren la toalla, sin que la Universidad lamente la pérdida ni dé las gracias por los servicios prestados. Se necesita hueco para la savia nueva y lo mejor es que se largue el sabio viejo.
Esto de las prejubilaciones del profesorado universitario, sobre lo que críticamente escribía también hace unas semanas nuestro amigo Sosa Wagner, tiene su miga. Los que están supuestamente en activo y no aparecen por su Facultad más que cinco o seis días al mes no se van a prejubilar, porque para qué. Sólo se cansan los que tratan de cumplir honradamente y se topan con que los tiempos no están para romanticismos. El que se esmera desespera.
El referido articulista osa afirmar que la culpa del encanallamiento universitario que soportamos la tienen aquellos penenes de antaño, que tanto lucharon por su estabilidad laboral. Delicado asunto, pero ahí sale una palabreja que se las trae: estabilidad. Hace tiempo que es dogma de fe que todo joven profesor contratado tiene un derecho natural a la estabilidad laboral. Ahí está la madre de todos los excesos. Ni estabilidad laboral ni leches. Al inútil, al zángano, al descarado, al ignorante, al plagiador, al jeta, al que no aprobaría ni el más elemental examen de culturilla general se le debería poner de patitas en la calle. Pero no, se le procura estabilidad, no vaya a ser que proteste y se le complique la vida a algún rector que aspira a culminar su carrera académica como concejal de turismo o director general de deportes regionales.
Como la consigna es estabilidad y aquí paz y después gloria, aunque no sea gloria académica, el sistema se desdobla y se procura que quien no se acredite para funcionario pille al menos contrato estable. Y, claro, falta sitio. Pues que se larguen los viejos a cultivar geranios en su casa. Sobran neuronas y faltan poltronas.
Puestos a renovar plantillas, sería más razonable controlar la producción científica de los catedráticos y titulares con canas y echar con viento fresco y jubilación forzosa a los que llevan diez años y un día sin dar palo al agua o torturando al prójimo en carguetes de chupatintas. Pero no, ésos se quedarán para dar ejemplo a las jóvenes generaciones. Los necios se conjuran para consolidar su monopolio. Y a los jóvenes bien capaces y esforzados, que son muchos, se les tiene hasta los cuarenta años en régimen de mileuristas bajo promesa de que un día tendrán estabilidad si van acumulando carguetes y cursitos pedagógicos. Y acaban agradecidos y en pleno síndrome de Estocolmo.
Pues que les den. A todos. Y el último que tire de la cadena.
Aquella carta de inquietud por los nuevos baremos para la acreditación de titulares y catedráticos se envió a la Menestra con firma de 769 profesionales mosqueados, pero sin ánimo de crispar. La revista Science (volumen 319, número 5869 de 14 de marzo de 2008, página 1472. Un resumen en castellano se puede ver pinchando aquí) se hace eco de la civilizada protesta y de la opinión de los hacedores ministeriales, que dicen no hay para tanto y que verás qué contentos todos cuando se reparten acreditaciones a diestro y siniestro; sobre todo a siniestro. Francamente, me da igual. Soy uno de los firmantes de la carta, pero sé que en cuanto haya un puñado de acreditados se dirá que jamás de los jamases hubo sistema más ecuánime y objetivo. Luego se le hacen unos mimos al rector local y a vivir, que son dos días. Si yo fuera rector, me iría poniendo muda limpia y tomando Ciripolen, ante la avalancha de pretendientes de buen ver y dispuestos a todo que se avecina.
Al tiempo, un querido amigo me envía un artículo de El Periódico en el que Manuel Cruz, catedrático de Filosofía de la Universidad de Barcelona, se escandaliza ante las jubilaciones anticipadas de profesores de prestigio que hacen mutis sin que la santa institución se inquiete lo más mínimo. Hay que hacer sitio y lo importante es que se vayan unos para que se acomoden las nuevas hornadas de candidatos cargados de méritos pedagógicos y variadas frivilités. Lo que enfada al articulista es que catedráticos con el prestigio de Jordi LLovet o Felipe Martínez Marzoa tiren la toalla, sin que la Universidad lamente la pérdida ni dé las gracias por los servicios prestados. Se necesita hueco para la savia nueva y lo mejor es que se largue el sabio viejo.
Esto de las prejubilaciones del profesorado universitario, sobre lo que críticamente escribía también hace unas semanas nuestro amigo Sosa Wagner, tiene su miga. Los que están supuestamente en activo y no aparecen por su Facultad más que cinco o seis días al mes no se van a prejubilar, porque para qué. Sólo se cansan los que tratan de cumplir honradamente y se topan con que los tiempos no están para romanticismos. El que se esmera desespera.
El referido articulista osa afirmar que la culpa del encanallamiento universitario que soportamos la tienen aquellos penenes de antaño, que tanto lucharon por su estabilidad laboral. Delicado asunto, pero ahí sale una palabreja que se las trae: estabilidad. Hace tiempo que es dogma de fe que todo joven profesor contratado tiene un derecho natural a la estabilidad laboral. Ahí está la madre de todos los excesos. Ni estabilidad laboral ni leches. Al inútil, al zángano, al descarado, al ignorante, al plagiador, al jeta, al que no aprobaría ni el más elemental examen de culturilla general se le debería poner de patitas en la calle. Pero no, se le procura estabilidad, no vaya a ser que proteste y se le complique la vida a algún rector que aspira a culminar su carrera académica como concejal de turismo o director general de deportes regionales.
Como la consigna es estabilidad y aquí paz y después gloria, aunque no sea gloria académica, el sistema se desdobla y se procura que quien no se acredite para funcionario pille al menos contrato estable. Y, claro, falta sitio. Pues que se larguen los viejos a cultivar geranios en su casa. Sobran neuronas y faltan poltronas.
Puestos a renovar plantillas, sería más razonable controlar la producción científica de los catedráticos y titulares con canas y echar con viento fresco y jubilación forzosa a los que llevan diez años y un día sin dar palo al agua o torturando al prójimo en carguetes de chupatintas. Pero no, ésos se quedarán para dar ejemplo a las jóvenes generaciones. Los necios se conjuran para consolidar su monopolio. Y a los jóvenes bien capaces y esforzados, que son muchos, se les tiene hasta los cuarenta años en régimen de mileuristas bajo promesa de que un día tendrán estabilidad si van acumulando carguetes y cursitos pedagógicos. Y acaban agradecidos y en pleno síndrome de Estocolmo.
Pues que les den. A todos. Y el último que tire de la cadena.
1 comentario:
Estimado Sr. Garciamado: perdoneme, pero me extraño de su extrañeza. Lleva Vd. siglos protestando de la situación de la Universidad: de los Rectores maquiavélicos, de la burocracia que obliga a rellenar cinco cuestionarios para pedir un bolígrafo, del desinterés de los estudiantes, de las guerras fraticidas entre escuelas, etc. Lo raro sería que una persona seria no quisiera jubilarse cuanto antes. Y más si la Bolonia que nos viene encima es la mitad de mala de lo que Vd. cuenta. En serio ¿Hay alguna razón para continuar?
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