Hoy, dentro de un rato, comienza el seminario que tenemos en León sobre “Libertad de expresión y sentimientos religiosos”. Hay buenos ponentes y el debate se promete interesante. Que sea lo que Dios quiera. Por asociación de ideas me he acordado de la historia de mi viejo amigo Ataúlfo. Creo que nunca se la he contado a los amigos del blog, así que allá va.
Ataúlfo era hombre de escrupulosa fe y precepto incorporado. No se perdía misa, procesión o novena, era un virtuoso del ayuno cuando tocaba y esmerado cultivador de la abstinencia. Y con cierta abstinencia empieza la historia. Estábamos un día hablando de las virtudes de la castidad. Concretamente, disertaba él y yo, por puro respeto y porque cada perrillo se lame su culillo, procuraba que no se me torciera el gesto en exceso y me libraba de explicarle mi opinión de cuán divinos me parecen los placeres de la carne cuando no se abusa de nadie y andan los cuerpos libres y juguetones. El bueno de Ataúlfo me insistía en las virtudes del rigor y en la conveniencia de mantener muy a raya la bestia lúbrica que, según sus propias palabras, todos llevamos dentro. Al parecer, somos más libres cuando no damos rienda suelta a la libertad corporal y el alma se muere de gusto cuando maltratamos el cuerpo. Llegó su pasión a tal extremo y con tanto esmero me narraba los pormenores de lo que no nos debíamos permitir con ciertas partes que Dios nos dio para uso restringido y reglamentario, que empezó a salirle como una espumilla por la boca y su rostro se volvió una pura congestión de variados rubores. Así que no pude contenerme más y le pregunté si no le resultaba en extremo difícil vivir con los apetitos sexuales así de reprimidos. En ese instante su gesto se alteró, me miró cariacontecido y me hizo una costosa confesión: a él no le suponía gran trabajo la continencia, pues una vieja dolencia lo tenía incapacitado para el disfrute carnal. Me quedé perplejo y, por no saber qué decir, solté lo más inconveniente: “Caramba, Ataúlfo, entonces poco mérito tiene tu sacrificio, pues no es opción libre, sino obligada servidumbre”. Maldita la hora.
A los pocos días volví a toparme con él e iba con un parche en el ojo. Me interesé de inmediato y, dispuesto a darle ánimos y desearle pronta recuperación, le pregunté qué mal había dañado su ojo izquierdo. “No es ninguna enfermedad, no te preocupes -me respondió-, simplemente he reflexionado sobre nuestra anterior conversación y me he dado cuenta de cuánta razón tenías al cuestionar mi mérito. He comprendido que disfruto mucho con los sentidos, mismamente contemplando una puesta de sol, un paisaje hermoso o una cara bonita. Así que he decidido sacrificar algo de ese placer sensorial y por eso me he tapado un ojo”. Así me dijo y se embarcó en detalles sobre las ventajas de la media oscuridad que había elegido para castigar su cuerpo y evitar en lo posible el descarrío de su alma. Debí guardar un comedido silencio, pues sabido resulta que mal se combate con razones el empecinamiento de quien ansía martirios. Pero otra vez no callé y le hice notar que con un ojo se puede ver casi lo mismo que con dos y que poca renuncia me parecía si la intención era liberarse de la perniciosa influencia de los sentidos.
El desenlace de la historia de Ataúlfo lo supe tiempo después por diversos testimonios de conocidos comunes. El pobre diablo se había tomado a pecho mi objeción y había optado por colocarse unos tapones de cera en los oídos. Contaba a quien quería escucharlo que de ese modo se aislaba de los placeres de la música y de las añagazas de los cantos de sirena. Supongo que, de paso, evitaba también el riesgo de oír nuevos cuestionamientos de su modo de luchar contra el imperio de los sentidos.
Ataúlfo tuvo un final inesperado y sorprendente. Un día, con su parche y sus tapones, cruzaba unas vías de tren. Imagino que miraría a los lados y que con su único ojo disponible no percibió el peligro que a toda velocidad se acercaba. Cuentan los que en el lugar se encontraban que cuando iba a poner su pie en las vías sonó una voz misteriosa, como venida del cielo o salida de ultratumba, que le decía: “¡So gilipollas, que viene el tren!”. Naturalmente Ataúlfo no oyó ese aviso y su cuerpo quedó para siempre destrozado entre las traviesas, con los ojos muy abiertos y sin el parche, que nunca apareció.
Son cosas que pasan, pues la vida es un misterio. Si non è vero...
Ataúlfo era hombre de escrupulosa fe y precepto incorporado. No se perdía misa, procesión o novena, era un virtuoso del ayuno cuando tocaba y esmerado cultivador de la abstinencia. Y con cierta abstinencia empieza la historia. Estábamos un día hablando de las virtudes de la castidad. Concretamente, disertaba él y yo, por puro respeto y porque cada perrillo se lame su culillo, procuraba que no se me torciera el gesto en exceso y me libraba de explicarle mi opinión de cuán divinos me parecen los placeres de la carne cuando no se abusa de nadie y andan los cuerpos libres y juguetones. El bueno de Ataúlfo me insistía en las virtudes del rigor y en la conveniencia de mantener muy a raya la bestia lúbrica que, según sus propias palabras, todos llevamos dentro. Al parecer, somos más libres cuando no damos rienda suelta a la libertad corporal y el alma se muere de gusto cuando maltratamos el cuerpo. Llegó su pasión a tal extremo y con tanto esmero me narraba los pormenores de lo que no nos debíamos permitir con ciertas partes que Dios nos dio para uso restringido y reglamentario, que empezó a salirle como una espumilla por la boca y su rostro se volvió una pura congestión de variados rubores. Así que no pude contenerme más y le pregunté si no le resultaba en extremo difícil vivir con los apetitos sexuales así de reprimidos. En ese instante su gesto se alteró, me miró cariacontecido y me hizo una costosa confesión: a él no le suponía gran trabajo la continencia, pues una vieja dolencia lo tenía incapacitado para el disfrute carnal. Me quedé perplejo y, por no saber qué decir, solté lo más inconveniente: “Caramba, Ataúlfo, entonces poco mérito tiene tu sacrificio, pues no es opción libre, sino obligada servidumbre”. Maldita la hora.
A los pocos días volví a toparme con él e iba con un parche en el ojo. Me interesé de inmediato y, dispuesto a darle ánimos y desearle pronta recuperación, le pregunté qué mal había dañado su ojo izquierdo. “No es ninguna enfermedad, no te preocupes -me respondió-, simplemente he reflexionado sobre nuestra anterior conversación y me he dado cuenta de cuánta razón tenías al cuestionar mi mérito. He comprendido que disfruto mucho con los sentidos, mismamente contemplando una puesta de sol, un paisaje hermoso o una cara bonita. Así que he decidido sacrificar algo de ese placer sensorial y por eso me he tapado un ojo”. Así me dijo y se embarcó en detalles sobre las ventajas de la media oscuridad que había elegido para castigar su cuerpo y evitar en lo posible el descarrío de su alma. Debí guardar un comedido silencio, pues sabido resulta que mal se combate con razones el empecinamiento de quien ansía martirios. Pero otra vez no callé y le hice notar que con un ojo se puede ver casi lo mismo que con dos y que poca renuncia me parecía si la intención era liberarse de la perniciosa influencia de los sentidos.
El desenlace de la historia de Ataúlfo lo supe tiempo después por diversos testimonios de conocidos comunes. El pobre diablo se había tomado a pecho mi objeción y había optado por colocarse unos tapones de cera en los oídos. Contaba a quien quería escucharlo que de ese modo se aislaba de los placeres de la música y de las añagazas de los cantos de sirena. Supongo que, de paso, evitaba también el riesgo de oír nuevos cuestionamientos de su modo de luchar contra el imperio de los sentidos.
Ataúlfo tuvo un final inesperado y sorprendente. Un día, con su parche y sus tapones, cruzaba unas vías de tren. Imagino que miraría a los lados y que con su único ojo disponible no percibió el peligro que a toda velocidad se acercaba. Cuentan los que en el lugar se encontraban que cuando iba a poner su pie en las vías sonó una voz misteriosa, como venida del cielo o salida de ultratumba, que le decía: “¡So gilipollas, que viene el tren!”. Naturalmente Ataúlfo no oyó ese aviso y su cuerpo quedó para siempre destrozado entre las traviesas, con los ojos muy abiertos y sin el parche, que nunca apareció.
Son cosas que pasan, pues la vida es un misterio. Si non è vero...
Ilustración: Camilo Uribe, "Zeus".
3 comentarios:
Me gustaría haber asistido a ese seminario, pero no he encontrado información alguna en la web de la Universidad de León. Lo mismo me pasó con el seminario de Derecho Penal y Filosofía del Derecho. ¿Dónde puedo enterarme de estas actividades? Gracias.
"Estoy cerca del dolor como una herida"
T-4 que torpe me sentía atropellándome con todo , buscando mostradores , preguntando a los uniformados donde tenía mi amor que facturar las maletas.
En ese momento ya me enteré que en una hora ella sería una más de las que lleva el aire saltándose en un vuelo el amor que la envolvía, viajando tal vez al lado de un egregio turista que se mide por lo que gana o de un conferenciante que amamanta ruinas con su estómago amable.
Casi no la hablé , preferí mirar por millonésima vez la línea amarilla que serpenteaba como un latido en sus azules ojos. La hable desde mi congoja con la cerrazón del más testimonial romántico : Yo te amo , ¿por qué te vas oh blanquísima rosa que caíste en mis besos como yo en tus labios trémulo y necesitado?
Amada , mi cuerpo ha sido sujetado por tus manos y tu cuerpo ha sentido mis abrazos , mis escalofríos.
En tu vida he sonado como un rayo y tú con tus ojos vestidos de cielo hiciste resplandecer cada instante que estuve a tu lado.
Espera solo un instante , déja que te acaricie , no debo besarte aquí como en la cama y menos cuando al final del beso no me espera tu sonrisa enmarcada en la carnosidad rosada de tus labios , ni el lunar justo debajo de tu azul izquierdo sino que me espera perecer mi amor.
Mi boca sólo sabía hablar después de besarte y era para alabar tus ojos ¿recordarás que nunca te dejaba ponerte gafas de sol porque quería tu azul siempre a mi disposición?
Para que seguir contándole mi extremada tristeza profesor , como detalle decirle que cuando fuí a comprar un billete del metro dije deme uno para y no sabía dónde decirla , en esos momentos me di cuenta que el Metro no es la Renfe y apresuradamente corregí -deme uno sencillo- la cajera al ver mi careto y el despiste me dijo sonriendo ¿sabes adónde vas? , recompuse inmediatamente mi cara y respondí como con dos cojones ¡por supuesto!
Enhorabuena, RF, es buena prosa. Y ánimo con los amores que se marchan lejos.
Anónimo: yo mismo le informaré cuando quiera y sea el caso, sólo tiene que escribirme aquí o a mí correo electrónico de la universidad.
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