12 octubre, 2009

La mosca

Herminia cabalgaba sobre mí, sus senos se movían arriba y abajo y sus muslos eran compactos. En esto vi la mosca en el techo, justo encima de nosotros. No se movía. No estaba seguro de si sería en verdad una mosca y estiré la mano hacia la mesilla y cogí las gafas. Herminia, que se aceleraba con los ojos cerrados, los abrió de pronto y me miró. Yo me puse a contemplar su pecho un rato y ella, después de sonreír, volvió a evadirse hasta lo más remoto de su placer. Entonces pude fijarme tranquilamente y, en efecto, se trataba de una mosca negra y grande, quieta.
No volví a perderla de vista y cuando Herminia terminó su ajetreado orgasmo fingí cansancio y un compromiso urgente muy temprano al siguiente día. Se marchó un tanto sorprendida, pero no disconforme. Estaba alegre.
De inmediato tomé lo primero que encontré, una escoba. Mi casa tiene altos techos y tuve que subirme sobre la cama. Al fin la mosca cayó sobre la sábana tibia. Seguramente estaba muerta. Allí la dejé, sin tocarla. Me vestí y salí apresuradamente. Imagino que seguirá en el mismo lugar, quién sabe hasta cuándo.
(Ilustraciones: Camilo Uribe).

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