29 mayo, 2011

El reformismo que falta

Me pareció muy inspirado un titular de El Confidencial de hoy: “Strauss-Kahn como síntoma de la progresiva decadencia del viejo continente”. Luego leí el reportaje y no era lo que esperaba, aunque no esté del todo mal.

A mí también me parece ese señor un emblema de toda una manera de ser y hacer en Europa. Me parece la apoteosis de un fracaso, el fracaso de unos programas políticos y unas ideas tantas veces escritas que se van convirtiendo en arrugada caricatura. Pero no hagamos verano de una golondrina y elevemos la mira.

Hoy es uno de esos días en los que no me gustaría que se me maltinterpretara. La crítica que me propongo de cierta progresía no responde, creo, a rampante neoconservadurismo de un servidor, sino a cansancio de tanto engaño y tanta inconsecuencia. Pero lo primero que nos falta son las palabras. Algunas de las que había, como izquierda o progresismo, se nos han desgastado inexorablemente, sin fácil vuelta de hoja. Puede que haya que rescatar un término algo olvidado, quizá pasado de moda: reformismo. Porque quedan en esta sociedad nuestra muchas cosas que reformar, si no nos damos a… ¿a qué? ¿Al conservadurismo? Como opción política y planteamiento personal, el conservadurismo puede ser interlocutor en un buen debate y no hay por qué invalidarlo. El conservador es aquel que añora los modelos de antaño en lo que a moral social, acción política o formas de convivencia se refiere; o que, al menos, teme que lo que de ellos quede en el presente sea barrido, siempre pensando que los cambios resultan por definición temibles, pues serán cambios para peor.

Cuestión diferente es que los conservadores patrios tampoco se distingan con facilidad, pues no parece fácil aplicarle el calificativo al PP, debido a la indefinición de que ha hecho seña de identidad. Con partidos sumidos en el eslogan barato y la simple oposición a lo que se les oponga, en tanto que máquinas de poder sin otro designio que el de copar con los suyos cuanta institución tengan a tiro, las alternativas dejan de ser opciones propiamente políticas y los políticos se vuelven simples manipuladores del miedo y las sensaciones más primarias de los ciudadanos. Ciudadanos desposeídos de todo papel político serio, más allá de su mecánica función de votantes cada tanto. Si lo único que en el ciudadano se excita es la aversión al otro, al contrincante, la deliberación política se esfuma y el voto de cada cual equivale a un cheque en blanco a los míos, a los de cada uno, para que hagan lo que quieran mientras nos recreamos y nos consolamos con el espectáculo penoso de los que cada vez hayan mordido el polvo. ¿O acaso sabe alguien en qué asuntos sustanciales se van a diferenciar las políticas reales de Rajoy o de Rubalcaba si uno u otro gana las elecciones generales del año que viene? Dicho sea todo lo anterior al margen o por encima de que puedo comprender el hartazgo del personal ante Zapatero y el voto del cabreo hace una semana.

La tan solicitada reforma de nuestra democracia debería pasar por una reformulación seria de las aternativas políticas. Simplemente para que se trate de algo más que de alternativas meramente personales y grupales. Para que la legítima pugna política sea algo más que enfrentamiento entre rebaños de votantes. Entre votantes tratados como ovejas de rebaño. Para que la ciudadanía pueda establecer sus preferencias sobre cómo se debe gobernar y para qué, y no únicamente sobre quién se quiere que gobierne como a él se le antoje.

Respeto al conservador de ley, pero estoy convencido de que hacen falta muy serias reformas en el país, reformas radicales para convertirlo en país de ciudadanos libres, responsables, conscientes, ilustrados, honestos y con igualdad de oportunidades. Reformas de fondo, no de escaparate, reformas para tener una sociedad mucho más justa. Pero no voy a explayarme aquí en programas o propuestas, sino en el diagnóstico de algunas de las muchas razones de un fracaso. Porque, guste o disguste, un partido que se dice socialista lleva siete años gobernando aquí y los cambios de fondo y para bien han sido escasos. Mucha legislación simbólica y poca reforma real, muchas normas nuevas para la galería, y la casa sin barrer. Y empeorando: las desigualdades sociales aumentan, los derechos sociales principales se deterioran y los privilegios de los más favorecidos por la fortuna –en el doble sentido del término- se multiplican.

¿Por qué todos estos años ha tenido tanto apoyo electoral y de opinión pública una política tan poco comprometida con los cambios sociales más necesarios? ¿Por qué, ahora que se le da la patada merecida al zapaterismo, nos limitamos a votar a otros para que sean ellos los que hagan lo que les dé la gana? ¿Por qué ni antes ni ahora ha habido una demanda fuerte de reformas en condiciones? ¿Por qué no aprovechamos para un auténtico debate sobre cuestiones tales como la reforma de la enseñanza en todos sus niveles o sobre el sistema fiscal más eficiente y equitativo o sobre el funcionamiento debido de las administraciones públicas o sobre la calidad de los servicios públicos más básicos? Y tantas otras cosas de las que deberíamos estar hablando, en lugar de gastar tanto tiempo y tanta tinta en glosar hasta la náusea los atributos personales de Zapatero o Rajoy, de Rubalcaba o de Chacón, de Aguirre o de Gallardón?

Me importa el fracaso del reformismo español y mi modesta tesis es que ese fracaso obedece al conservadurismo o conformismo de fondo de muchos ciudadanos que se tienen por indómitos progresistas. Si hace treinta o cuarenta años se hubiese pedido a cualquier pensador medianamente crítico y capaz que dibujase los perfiles del conservador más tradicionalista y conforme, podría haber salido un boceto así: es aquel que vive feliz en las estructuras sociales heredadas, con fuerte apego a las tradiciones y los ritos grupales, escasamente cosmopolita y atado con fuerza al terruño y los usos antiguos, que considera la familia como la institución más importante y que del conocimiento y la cultura quiere hacer símbolos utilizables para reafirmar las jerarquías sociales.

1. Ahora concretemos y comparemos. Son legión los compatriotas nuestros que viven convencidos de que nacionalismo y tradiciones populares hacen buenas migas con la izquierda y el reformismo; de que las reformas mejores son las que miran hacia atrás y rescatan identidades nacionales y costumbres pretéritas, todo ello para reconstruir sujetos colectivos que se conviertan en actores políticos principales y en titulares de derechos culturales e identitarios, con el derecho de autodeterminación nacional como guía y como meta final. Se dan por buenos los costes en libertad e igualdad entre los individuos con tal de que las naciones o sus imitaciones se liberen y se igualen entre sí en derechos. Primera concesión absurda a los objetivos de la derecha más rancia y anticuada.

2. La vieja familia patriarcal, basada en el matrimonio y concebida con una función fundamentalmente reproductiva, ha sido atacada, es cierto; pero con el propósito consciente o inconsciente de multiplicar sus formas sin cuestionar sus esencias. Por ejemplo, que las parejas de hecho cuenten, a efectos de beneficios legales, como familias casadas; que las parejas homosexuales no sean discriminadas, en tanto que familias de nuevo cuño, frente a las parejas heterosexuales; que tampoco dejen de tener trato jurídico como familia en toda regla las familias monoparentales. Que la relación jurídica paterno-filial se extienda a muy distintos maneras de concebir o gestionar la “adquisición” de hijos. Y así sucesivamente. No está mal todo eso, en modo alguno, pero va siendo tiempo de que nos preguntemos si no habría que invertir la tendencia: dejar de hacer imitaciones de la familia de toda la vida y desjuridifcar en todo lo posible las relaciones familiares como tales, muy especialmente las matrimoniales y afines. Es decir, entender las relaciones de convivencia sexual y afectiva como meros acuerdos coyunturales entre individuos capaces de consentir y que asumen las consecuencias de sus actos y decisiones. Y punto.

Pues ya roza lo patético ver a tantas personas que se sienten muy alternativas porque no se casan, pero que con su modo de vivir la pareja y en pareja se mantienen perfectamente aferrados a los estereotipos y los prejuicios del viejo tradicionalismo familiar. Es mi mujer, la mía, la que cocina y la que hace las camas y la compra, pero fíjate que superprogresistas somos, no estamos casados; eso sí, estamos inscritos en el registro de parejas de hecho por lo de la subrogación en el alquiler y para que, si uno muere, el otro pueda cobrar pensión de viudedad.

En una sociedad de ciudadanos libres y responsables, casados o solteros, el Estado debe comprometerse con la satisfacción de las necesidades más básicas de quien no pueda pagar ciertos servicios, pero debe desentenderse de las familias como tales. Las familias no tienen necesidades, las necesidades son de las personas; los derechos, también. Vivir en familia o sin ella ni quita ni pone para lo que importa.

3. Algún día tendrán los sociólogos que estudiar de qué manera la universalización del derecho a la educación y la mayor facilidad de los ciudadanos para acceder a la información de todo tipo dio pie a que se introdujeran nuevas distinciones sociales que antes se basaban en las diferencias en el acceso a la educación y el saber. En otro tiempo se tenía por persona culta la que tenía una mejor formación escolar o más títulos académicos, y los cultos hacían valer su superioridad o reclamaban privilegios y trato de favor sobre esa base. En estos tiempos la llamada “cultura”, que es una especie de variopinta “cultureta” o culturilla de pega, ha pasado a desempeñar esa función. Los iniciados de ahora, los “superiores”, los que se distancian del vulgo, ya no iletrado y ya no alejado de la información sobre el mundo, son los que se manejan en un mundillo de presunta sofisticación cultural. Esos alardes sobre el último cine japonés o sobre los pormenores de la última performance en el museo local de arte contemporáneo sirven para distinguirse del común de los mortales y pretenderse casta especial. No es que no pueda alguien ser aficionado al cine japonés o a las instalaciones de cualquier artista belga, no es eso. Es la manera de exhibirlo y de hablarlo, es el propósito de poner distancias con el vecindario, es el afán por reintroducir jerarquías donde deberíamos poner en tela de juicio todas las jerarquías simbólicas y someter a muy serio examen las estratificación social basada en diferencias de riqueza o de poder.

Permítanme que acabe explicándome mejor, aunque sea a costa de una caricatura más. Por mucho que me quiera sinceramente reformista, me repatean hasta el vómito muchos progres de vitrina. Precisamente porque su reformismo es falaz. No puedo soportarlo, es superior a mis fuerzas. Les pondré un ejemplo, aunque sea forzando un poco: así me siento cada vez que me topo con un sujeto que, a la mínima, hace ostentación de que es nacionalista (periférico, claro, pues los otros nacionalismos no son liberadores, según el estereotipo), de que vive en pareja de hecho con uno de su mismo sexo (o del otro, tanto da) y de que viene de un certamen sobre la lírica iraní contemporánea. Nada tengo, de verdad, contra nacionalistas (bueno, más o menos), homos o héteros o aficionados al cine de la Conchinchina o a la literatura de la negritud (?), pero las tres cosas juntas, exhibidas con fruición, en el tono usual de los pijos de ahora y con la indumentaria requerida por las convenciones de los que se creen no convencionales, me revuelven el estómago. Porque ese personal se considera vanguardia del progresismo y no son más que unos paletos reaccionarios y soberbios. No se diferencian en nada de los que hace cien años iban muy peripuestos y orgullosos al casino del pueblo, al que no podían entrar los menesterosos.

El reformismo social y político deberá, si es que alguna vez retorna en serio, barrer mucha impostura. El movimiento se demuestra andando, no con posturitas ni ritos infantiles. Porque el reformismo serio piensa en la gente, no trata de diferenciarse de ella ni de conseguir privilegios ni distinciones a su costa. El reformista piensa y actúa para la gente, no para verse guapo e interesante y pillar subvención por ser él quien es.

1 comentario:

un amigo dijo...

Sobre el conservadurismo, cito de forma repetitiva y machacona (pero qué quieren - cuando el argumento de la conversación recae sobre la relación entre catetos e hipotenusa de un triángulo rectángulo, me parece que la respuesta ha de ser repetitiva y machacona): "El poder siempre es de derechas" - P.P. Pasolini.

La ideología del poder es una supraideología rigidizante que cancela todas las posiciones y preferencias previamente expresadas. Por ejemplo, hace que agrupaciones teóricamente 'de izquierdas' hagan todo lo que el PSOE ha hecho estos años, relación de infamias con las que no los vuelvo a aburrir. Pero ha hecho también que las 'derechas' del mundo entero, por poner ejemplo, apoyen las subvenciones públicas a los bancos, o se opongan a algo tan extremadamente conservador como el matrimonio entre personas del mismo sexo.

Añado una observación complementaria: los ciudadanos que no piensen autónomamente se autorrelegan a ciudadanos de segunda clase. Los ciudadanos de segunda clase tienden a perpetuar el poder, a apoyarlo, a excusarlo, a cerrar los ojos ante sus evidentes barrabasadas. Votan a un 'líder', van a sus mitines, difunden su propaganda.

La única posibilidad de evitar la deriva autoritaria es controlar, controlar, controlar a nuestros empleados presidentes, ministros, diputados, senadores, magistrados. Recordarles continuamente que están a nuestro servicio. Pedirles cuentas. Obligarlos a dejar el cargo -rápidamente- cuando no respondan a nuestras expectativas. Limitar su poder decisional a la pura gestión cotidiana, obligándolos a pedir el consenso explícito de sus jefes para toda decisión de especial importancia.

El hecho flagrante es que la estructuras de control están por los suelos, como combinación de muchos años de mentiras interesadas, por una parte, y de credulidades otro tanto interesadas, por la otra.

Si no se reconstruyen las estructuras de control, no hay futuro democrático, y probablemente no hay tampoco del otro, ya que estamos llegando a límites (de superpoblación, de uso de energía y de materias primas, de contaminación) que van a comprometer la supervivencia.

Dicho con palabras más o menos bonitas, con más o menos lucidez, ése es el mensaje de los indignados. "No los votes", porque no se van a dejar controlar, porque van a hacer el panipé de los contenidos, y van a dejar todo intacto, y se van a seguir aferrando al poder, porque van a seguir perseverando en la devaluación de la ciudadanía.

Hay que intentar volver a una "democracia real", o sea a una democracia controlada por los ciudadanos, donde la intensidad y la frecuencia del control obliguen y limiten de veras a nuestros empleados (basta con payasadas hipócritas de votos cuatrienales: ¿es que algunos de Vds. se controla el colesterol y los triglicéridos, o va al dentista a hacerse una revisioncilla, cada cuatro años?).

Hace falta algo más que reformas. La palabra 'reformismo' es abiertamente insuficiente. Presupone que se puede volver a un estado donde este control real haya existido. Falso. Da a entender que con retoquitos aquí y allá, cambiando esa bañera, pintando la cocina, acuchillando el parqué, quede todo bien. Igualmente falso.

Hace falta buscar con decisión, colectivamente, un nuevo estado. Es decir, un nuevo Estado.

Salud,