Avanzamos un poco en el boceto del borrador del proyecto de manualillo. Pues no falta casi nada, que digamos. Volverá la pereza y quedará en agua de borrajas.
Mientras, aquí va otro fragmento. Es continuación de lo que presentaba aquí, hace unas semanas.
Breve repaso histórico de las corrientes metodológicas referidas a la decisión judicial (I)
Recordemos cuál es la pregunta decisiva, antes de enumerar y clasificar las respuestas que ha recibido: ¿existen pautas o criterios mínimamente objetivos que nos permitan diferenciar una sentencia correcta o racional de una que no lo sea? ¿Es posible analizar las sentencias judiciales graduando su corrección o racionalidad o no caben más que distintas opiniones totalmente subjetivas al respecto?
Nos estamos preguntando, pues, si hay pautas objetivas con las que medir la corrección objetiva o racionalidad de una decisión judicial o si, por el contrario, la única diferencia estará en que a unos tal o cual sentencia les gustará y a otros no, y de gustos no cabe discutir, pues los de cada cual dependen de sus intereses, su personal ideología, su temperamento o el ambiente en que se desenvuelve, y de tantos otros factores puramente subjetivos y aleatorios.
Pongamos una comparación sencilla para acabar de comprender lo que se dirime. Si dos sujetos debaten sobre cuánto pesa un objeto, pueden salir de dudas y averiguar quién está en lo cierto y quién yerra con sólo buscar una balanza que funcione bien y pesar en ella tal objeto. Si, en cambio, discuten sobre si es más rica la paella o lo es el cocido maragato, no existe balanza, metro ni manera ninguna de probar quién tiene razón, pues los gustos de cada uno son suyos y no hay vara objetiva para medirlos ni experimento que indique cuál es más acertado, en tanto que tal gusto personal. Cuando leemos una sentencia y opinamos sobre ella ¿esa opinión de cada uno se parece más a una discrepancia sobre peso o medida objetiva o a una cuestión de simples opiniones personales, puramente subjetivas?
De tales asuntos se ocupa una rama de la Teoría del Derecho tradicionalmente llamada Metodología de la Aplicación del Derecho. Si tomamos como periodo temporal de referencia el que va desde los orígenes del movimiento codificador, a fines del siglo XVIII y principios del XIX, hasta nuestros días, podemos clasificar las doctrinas metodológicas sobre este asunto en dos grandes corrientes, racionalismo e irracionalismo. Comencemos por este último.
Las corrientes irracionalistas son escépticas en cuanto a la posibilidad de que pueda haber algún método con el que medir con algo de objetividad la corrección o incorrección de las decisiones judiciales, algún método también que, si es seguido por el juez, conduzca a este a una decisión que exprese lo que es objetivamente debido para el caso, conforme a Derecho. Los irracionalistas mantienen que toda decisión judicial es plasmación de preferencias personales, subjetivas, del juez; que depende, en última instancia, de los gustos e inclinaciones del juez. Incluso algún autor norteamericano, englobado en el realismo jurídico, llegó a sostener que el que el juez decida un caso de una u otra manera dependerá de factores tan azarosos e incontrolables como que ese juez esté teniendo, en el momento de decidir el caso correspondiente, una buena o una mala digestión, de que esté contento o malhumorado.
Las diversas corrientes del irracionalismo reaccionan, desde fines del siglo XIX y principios del XX a la idealización del sistema jurídico que caracterizaba el pensamiento de la Codificación y el racionalismo logicista imperante durante el XIX y que luego veremos. Se dirá ahora que el Derecho tiene muchas más lagunas que normas, que las normas son muchas veces contradictorias y oscuras, que la realidad social cambia mucho más rápido de lo que puede el legislador adaptar la ley a las circunstancias nuevas, que el juez forma parte de una trama de poderes e intereses a los que no es inmune y que sin duda influyen en su actitud profesional, de igual manera que ésta se halla condicionada por su educación, el tipo de formación que ha recibido, la ideología dominante en su gremio o, incluso, la clase social de la que proviene. Lo mismo sucede a quienquiera que analice o critique una sentencia, todos estamos influidos por factores de ese calibre y no podemos librarnos de ellos para que se conviertan en objetivos e imparciales nuestros juicios sobre los casos en Derecho.
La doctrina más radical y representativa de esta orientación irracionalista es el realismo jurídico, en sus dos versiones, el realismo jurídico escandinavo y el realismo jurídico norteamericano. Tienen importantes coincidencias -al margen de otras diferencias que ahora no importan tanto- para el tema que nos importa. Por ejemplo, suelen diferenciar entre el “Derecho en los libros” y el Derecho real, auténtico. Derecho no sería lo que viene en los códigos o se recoge en las gacetas oficiales, tampoco lo que explican en los sesudos tratados de dogmática, sino que, igual que no hay más cera que la que arde, según el refrán, tampoco hay más Derecho que merezca tal nombre que aquellas reglas o pautas que los jueces aplican en sus decisiones de los casos que enjuician.
Ese auténtico Derecho no vive en la letra ni el espíritu de la ley, sino en la conciencia del juez. Una norma será Derecho solamente si los jueces se sienten psicológicamente vinculados a ella, obligados a decidir en conformidad con ella y, en consecuencia, la aplican. Puede ser una norma legislada o jurisprudencialmente sentada, pero también una norma social o moral, incluso. Derecho sería, para cada juez, lo que cada juez piensa que es Derecho y, por tanto, como Derecho aplica para dirimir los casos, venga de donde venga. Por eso muchas normas de las que en la legislación se contienen son puro papel mojado, Derecho nada más que nominal, aparente, mientras que si alguien quiere saber cuál es el Derecho de verdad tiene que ir a las sentencias y ver qué pautas aparecen en ellas como decisivas. En otras palabras, no existe propiamente más Derecho que el Derecho eficaz, el efectivamente aplicado, mientras que la idea de validez como definitoria de lo jurídico es una idea puramente metafísica, una fantasmagoría. De nada sirve decir que tal norma es válida, si los jueces no le hacen caso. Y tampoco nos lleva a ningún lado decir que es inválida la norma que de hecho los jueces están aplicando. Derecho es lo que los jueces aplican de hecho, no hay más Derecho que el Derecho eficaz y quien quiera en verdad saber Derecho deberá conocer la jurisprudencia, en lugar de distraerse con la lectura o memorización de recopilaciones legales o de precedentes jurisprudenciales abandonados.
Otra manera de expresar esa idea esencial de los realistas es mediante lo que alguno denominó la “perspectiva del hombre malo”. Si yo quiero robar a alguien, por ejemplo, o apropiarme de algo que no es mío aprovechando que soy concejal, no me preguntaré qué dice el Código Penal al respecto, sino qué me puede pasar realmente si hago tal cosa. Y no lo sabré mediante la lectura de dicho Código, sino averiguando qué les ocurrió a los que antes que yo incurrieron en esa misma conducta. Si, hechas esas averiguaciones empíricas, constato que no les pasó nada, pues o no fueron acusados o resultaron absueltos, podré concluir que, de hecho, el Derecho me permite ese robo o apropiación, diga la ley lo que diga en su letra o sea el que sea su propósito.
Saber Derecho es, en consecuencia, ser capaz de realizar profecías certeras o muy fiables sobre decisiones futuras de los jueces para casos concretos. Para estar en condiciones de acertar con alta probabilidad en tales profecías, es preciso conocer la jurisprudencia, es decir, cómo vienen decidiéndose últimamente los casos así, y no estará de más, tampoco, saber lo más posible de la persona del juez: sus ideas, preferencias, hábitos, intereses y opiniones, etc.; por dónde respira o de qué pie cojea, en suma.
Cuando hablamos de métodos jurídicos podemos hacerlo con un planteamiento descriptivo o uno normativo. Un método es normativo, aquí, cuando se propone con el fin de que sirva de regla o pauta para el juez, cuando decimos, por ejemplo, que para que el juez elija la interpretación más correcta de las que una norma permite, debe atenerse al fin de la norma (método de interpretación teleológico). En cambio, un método es descriptivo cuando no se propone para regir el razonamiento del juez, sino que se extrae del análisis de tal razonamiento. Así, si decimos que entre los jueces españoles actualmente el método o canon de interpretación dominante es el teleológico, no estamos prescribiendo, sino describiendo, no sostenemos que esté bien o mal que así sea para que las decisiones sean correctas, sino que así es de hecho, nos parezca bien o mal.
Una comparación con el fútbol puede acabar de aclarar la diferencia. Si decimos que tal equipo de fútbol juega siempre con un sistema 4-4-2, estamos describiendo el método táctico que el entrenador aplica en ese equipo; pero si decimos que el método mejor para conseguir los mejores resultados es el 4-3-3, estamos proponiendo un método, adoptamos un enfoque normativo.
Para los realistas, no tiene ninguna utilidad positiva que la doctrina se esfuerce en proponer a los jueces métodos normativos, pues, por definición, los jueces van a hacer siempre lo que les dé la real gana. Es más, cuantos más métodos de ese tipo la doctrina elabore y ofrezca, más posibilidades le da al juez para revestir su decisión personal con los ropajes de un método que es enteramente impostado. El juez elegirá el método que más le convenga, para este caso uno de interpretación teleológica, para el de mañana uno de interpretación sistemática, etc., a fin de disfrazar de muy objetiva operación metódica una decisión que no es más que expresión de sus personales opiniones.
El realismo jurídico escandinavo tenía una especie de lema, según el cual el juez primero decide y después motiva. Quiere decirse que la decisión del juez recae como consecuencia de sus personales ideas o prejuicios, de sus particulares inclinaciones, pero que, después y a la hora de redactar la sentencia, reviste esos móviles personales suyos, que fueron determinantes, con las galas de algún método que dé a su fallo la apariencia de gran profesionalidad y de encomiable objetividad. Mandan en el juez sus móviles, sus motivos individuales, por tanto, pero en la motivación de las sentencias estos se ocultan bajo una retórica metodológica, con el uso de esos métodos normativos -que si interpretación teleológica, que si interpretación sistemática, que si interpretación conforme con los derechos fundamentales...- que trata de presentar la decisión del juez como decisión del Derecho mismo. Pero, para los realistas, el Derecho es mudo; o muy tartamudo; o habla muy bajito y apenas se le entiende; es el juez el que le pone voz, a modo de ventrílocuo que, sin embargo, disimula y finge que la voz pertenece a la marioneta que con sus dedos mueve.
Tendrán que pasar bastantes décadas hasta que ese lema de los realistas encuentre una réplica que suene razonable. Desde las doctrinas o teorías llamadas de la argumentación jurídica, se insiste ahora en que poco importan los móviles, que, además, suelen ser incognoscibles, porque se mantienen ocultos, y que lo que hace aceptable o convincente una decisión son las razones que la sostienen, los argumentos que expresamente la respaldan.
Juguemos otra vez con alguna comparación casera, para aclararnos mejor. Pongamos que usted tiene pareja y está muy contento con ella, muy convencido de que se quieren mucho y viven en gran amor y armonía, al menos al principio. Un “realista amoroso” podría preguntarle a usted si está seguro de cuáles son los móviles de su pareja, de por qué le dice que lo quiere y lo trata tan bien. Quién sabe si no lo aguanta a usted por su dinero o porque le pone casa, o porque el atractivo que hacia usted siente está determinado por algún freudiano complejo de Edipo o de Electra; porque le recuerda a su gorda mamá o a su ácido papá, en suma. ¿Se preocuparía usted demasiado? Al fin y al cabo, tampoco la pareja suya conoce los móviles de usted; muchos de ellos serán, incluso, inconscientes, no los sabrá ni usted mismo, pues no tenemos conciencia de cuánto de causalmente determinadas tienen muchos de esas elecciones nuestras que nos parecen tan libres. ¿Y qué?
Si aplicáramos y nos aplicaran permanentemente ese pensamiento de la sospecha, esa reserva mental, ese por si acaso, no podríamos hacer casi nada y con tanta desconfianza poca convivencia cabría. Si nuestro oficio es el de psicoanalista o el de psicólogo clínico, a lo mejor andamos buscando los complejos y las pulsiones últimas de nuestros pacientes, pero en casa no podemos estar así, pasándoles tests y tendiendo emboscadas a nuestras parejas, salvo que padezcamos, precisamente, algún trastorno psíquico, como unos enfermizos celos, por ejemplo.
Con el Derecho y los jueces seguramente ocurre algo parecido. Claro que habrá jueces que vayan nada más que a lo suyo, que prevariquen y oculten su delito o que inconscientemente estén determinados por sus particulares pulsiones, aunque no tengan conciencia de esas causas y se piensen libres y muy profesionales. Pero cuando nos relacionamos con nuestra pareja, nos hacemos idea de si nos quiere bien o mal por lo que nos cuenta y cómo se comporta, en lugar de atormentarnos cada rato con el pensamiento de si no será todo disimulo, aunque sepamos que hay de todo y sea un viejo hábito el matrimonio de conveniencia, mismamente. Con los jueces, igual. Lo que de bueno o malo tengan las sentencias lo juzgamos, nosotros, por las razones con que en la motivación se sustente el fallo. Si son tan aceptables o convincentes como para que nos hagan pensar que nosotros, o cualquier persona razonable con conocimientos bastantes, también podríamos haber fallado así por esas mismas razones, por tan notables argumentos, estamos reconociendo que son esas razones, eso que el juez nos dice, lo que cuenta y vale, al margen de toda disquisición sobre si ese juez en particular tenía complejo de Edipo o alguna disfunción fisiológica o le tomó manía al demandado porque le recordaba a un antiguo novio de su señora (o señor). Como pronto veremos, para las teorías de la argumentación las decisiones valen racionalmente más o menos no exactamente por lo que en ellas se decide, sino por la calidad de los argumentos con que son defendidas. Por eso también, como sabemos, rige la obligación de motivar las sentencias.
Para el realismo jurídico, en cambio, carece de sentido proponer métodos normativos o dictaminar sobre el modo más racional de argumentar, pues los móviles del juez no son domesticables ni con métodos ni con argumentos, jamás cederán ante ninguno y usará el juez esos métodos o argumentos a su entera conveniencia. El enfoque metodológico que les parece útil es el descriptivo; es decir, que quien quiera saber Derecho y profetizar con acierto los fallos judiciales futuros averigüe cuáles son los métodos, cánones o argumentos que los jueces, aquí y ahora, emplean con más frecuencia o por qué tipo de decisiones se suele inclinar tal o cual juez en según qué casos. Hay, pues, que estudiar la jurisprudencia con el mismo espíritu descriptivo con que cualquier científico analiza la realidad empírica, para conocerla y descubrir sus claves internas, no con la vana ensoñación de poder alterarla o encauzarla hacia formas mejores o más racionales. Las cosas son como son, no como nos gustaría que fuesen; el Derecho y los jueces, lo mismo.
Del irracionalismo participan también, en grado mayor o menor, otras escuelas de pensamiento jurídico y otros importantes autores. Así ocurre, por mencionar tres casos, con la Escuela de Derecho Libre, Kelsen o el movimiento llamado Critical Legal Studies. Digamos con brevedad algo de cada uno, en lo que tiene que ver con esta materia.
La Escuela de Derecho Libre floreció en Alemania durante el primer tercio del siglo XX. Critica agriamente los mitos de la Jurisprudencia de Conceptos, de la que más abajo hablaremos. En particular, achaca a dicha escuela la responsabilidad por un modelo de jurista muy alejado de la práctica, experto nada más que en disquisiciones abstractas sobre naturalezas jurídicas y conceptos evanescentes; un jurista “alienado”, pues su dedicación exclusiva al conceptualismo metafísico y al puro afán clasificatorio lo convierte en incapaz para evaluar la raíz práctica y social de los litigios que los jueces tienen que resolver y para ser conscientes de las implicaciones humanas y sociales de las sentencias. Ese jurista de cultura puramente libresca y ducho en latinajos y definiciones vive de espaldas a la realidad de los ciudadanos y llega a creerse que por su boca hablan las verdades eternas del Derecho y sus conceptos, sin asumir él, por tanto, la responsabilidad por lo mucho que de discrecional tienen sus propias decisiones.
Ese altísimo grado de discrecionalidad, resultante de las inevitables imperfecciones del Derecho legislado y que va siempre por detrás y a remolque de los cambios sociales, hace que la voz cantante la tenga siempre la conciencia del juez y no ese Derecho en los libros, plagado de oscuridad y a menudo anquilosado. A esa conciencia decisoria del juez, tan determinante, la denominaban “sentimiento jurídico” (Rechtsgefühl). Una buena sentencia, una sentencia útil y que no sea socialmente dañina sólo podemos esperarla de aquel juez que obre guiado por un sano sentimiento jurídico. Pero para ello habrá que educar adecuadamente esa sensibilidad judicial, educación que no brindan las facultades de Derecho al uso, empeñadas en una enseñanza memorística y nada práctica y convencidas de que sabrá resolver pleitos quien tenga en su cabeza todo el ordenamiento, aunque ninguna otra cosa conozca, ni economía, ni ética, ni política ni psicología ni nada de nada.
Si queremos buenos jueces, nos dicen los de esta escuela, tendremos que formarlos de otra manera. Para empezar, las facultades de Derecho deben tener anejas las “clínicas jurídicas”, de la misma forma que junto a las facultades de Medicina están los hospitales universitarios. Que el estudiante de Derecho aprenda desde el comienzo de su carrera a conocer y manejar los conflictos sociales, con todas sus variadas implicaciones. Que la carrera empiece con las disciplinas más prácticas y que desde ahí, desde la práctica, se vayan inculcando al estudiante los más importantes conceptos teóricos y que desde ahí pueda el estudiante entender y ponderar las diversas teorías sobre cada institución o cada sector normativo. También la Historia del Derecho debe asimilarse desde la práctica del presente y no anteponerse a ella, pues mal puede entender la historia jurídica quien todavía no domina las claves de las que se está hablando, las claves del Derecho mismo.
¿Y cómo habría que seleccionar a esos jueces dotados de un apropiado sentimiento jurídico? No bastará su título universitario, lo ideal será que, además de haber recibido esa buena enseñanza con un pie a tierra, hayan adquirido también experiencia en el foro, para que hayan podido captar cuánto se juegan las partes cuando pleitean por asuntos esenciales de su vida. Eso lo habrá comprobado un buen abogado, y entre abogados expertos deberán reclutarse los jueces, esos jueces que, entonces, ya no estarán alienados y desconectados de la realidad, prisioneros de una torre de marfil de conceptos vacíos y códigos memorizados, sino que sabrán valorar en su justa medida los alcances de cada caso.
Es matizado el irracionalismo de la Escuela de Derecho Libre, pues ni creen que el Derecho es, por sí, perfecto ni piensan que algún simple método pueda dirigir la decisión judicial hacia la corrección. Pero opinan que, dado que a la conciencia del juez hemos de fiar cualquier esperanza de una buena jurisprudencia, serán tanto mejores las sentencias cuanto mejores sean humanamente los jueces, mejor formados y con una ética personal más escrupulosa y mejor pertrechada de experiencias y reflexiones.
A alguno le puede sorprender que incluyamos a Kelsen en este repertorio de irracionalismos. Kelsen estaba muy preocupado por la racionalidad jurídica, ciertamente, pero creía que únicamente podría alcanzarse en la ciencia jurídica, en el conocimiento puramente teórico y descriptivo del Derecho. Sólo hay ciencia allí donde existe un objeto diferenciado que puede ser descrito con objetividad por la correspondiente disciplina científica que de él se ocupa. Y, para Kelsen, el Derecho puede ser así descrito con objetividad, científicamente, por una verdadera ciencia jurídica. La ciencia jurídica será ciencia normativa y no ciencia natural, pues su objeto lo conforman normas de cierto tipo particular, normas jurídicas, y no fenómenos naturales como las rocas, las aguas, los cuerpos vivos o los vientos. Pero el método científico puede mantenerlo esa ciencia jurídica siempre y cuando, como tal ciencia, se limite a describir y presentar sistematizada esa su materia prima, las normas jurídicas válidas y, todo lo más, a enumerar las interpretaciones posibles de cada una.
Mas, en Kelsen, decir ciencia es decir descripción sin valoración. Si usted lleva una roca al laboratorio de un geólogo y le pide que le diga cuál es su composición mineral, espera que, con el método y los aparatos de la Geología, le expliquen cuánto hay en esa roca de pirita o de talco, pero nada le importará, para lo que usted buscaba, que el geólogo de turno le diga si esa roca le parece bonita o fea. Cuando juzga de su belleza ya no describe como científico, sino que valora como un individuo más, uno del montón. Idénticamente, del científico del Derecho esperamos que nos explique qué normas son Derecho aquí y ahora y qué relaciones guardan entre ellas, pero su juicio sobre si tales normas le parecen justas o injustas no vale más que el nuestro ni que el de ningún otro ciudadano, pues no será ya un juicio científico, sino un juicio personal, particular suyo, igual que puede ser el nuestro. La autoridad de los científicos termina donde acaba su ciencia.
En materia de opinión sobre asuntos valorativos ninguna opinión vale más que otra y no hay manera de saber quién está en posesión de la verdad, pues en esas materias valorativas y meramente opinables no tenemos con qué medir dicha verdad o falsedad. Por eso a Kelsen le parece que el científico del Derecho que, so pretexto de la cientificidad la disciplina que cultiva, pretende hacer pasar por Derecho válido nada más que el que a él le parezca justo, por Derecho inválido el que a él le repugne y por interpretación debida la que le sea más grata según su personal ideología, es un simple impostor y alguien que trata de suplantar la creación de normas, creación que legítimamente pertenece al legislador que el mismo sistema jurídico habilite y no a los científicos o los profesores. Que nos da gato por liebre, vaya. Y más si estamos en un sistema democrático, donde legalidad y legitimidad del legislador se dan la mano, para Kelsen y para muchos.
Esa ciencia del Derecho de la que venimos hablando es, ante todo, la dogmática jurídica. Es decir, está constituida por aquellas disciplinas que tradicionalmente llamamos disciplinas o ciencias dogmáticas del Derecho, como el Derecho civil, el Derecho penal, el Derecho mercantil, el Derecho administrativo, el Derecho constitucional, el Derecho laboral, etc., etc. El civilista, por ejemplo, cultivador de la ciencia del Derecho civil, deberá describir y analizar las relaciones de las normas de ese sector del ordenamiento llamado Derecho civil, examinar los problemas interpretativos a que puedan dar lugar, ver la jurisprudencia que se viene aplicando, estudiar las cadenas históricas de esa normatividad, etc., y todo ello puede hacerlo con un verdadero método científico, nada más que describiendo su objeto así, desde esas diversas perspectivas de análisis; pero en cuanto diga que tal norma es justa o injusta o que debe ser interpretada de esta manera o de la otra o que ha de ser aplicada o inaplicada por los jueces, habrá abandonado el resguardo de la ciencia y se habrá lanzado a hacer política jurídica, labor para la que no cuenta con mayor legitimidad que la de un ciudadano cualquiera, y menor, desde luego que la de los representantes democráticos de la ciudadanía. No es que el civilista –o el penalista o el administrativista…- no pueda dar su opinión sobre la normas que estudia y decir si le gustan o no; es que, cuando lo hace, ya no lo hace como científico y no puede pretender disfrazarse de tal para que esa su creencia común aparezca dotada de una autoridad mayor que la de cualquier ciudadano simple. Esa es a impostura que Kelsen combate y aquel es el tipo de ciencia jurídica objetiva y racional que propone en su Teoría Pura del Derecho, nombre de su doctrina y título de su obra principal y más sistemática.
¿Y los jueces? Para Kelsen la decisión judicial no puede presentarse como científica, ya que los jueces no pueden quedarse en meras descripciones de cuáles son las normas que hay y qué interpretaciones admiten. El juez tiene que seleccionar la norma, de entre las que puedan ser aplicables, y tiene que escoger la interpretación preferible, de entre las que sean admisibles. Igual que tiene a veces que colmar lagunas o resolver antinomias de segundo grado; o que tiene, en otro orden de cosas, que valorar las pruebas de los hechos. Todo ello se hace desde valoraciones, que serán valoraciones insoslayablemente personales del juez respectivo. En eso, para los juicios de valor personales, la ciencia poco o nada ayuda.
Cuando usted le lleva dos rocas al geólogo para que las analice en su laboratorio, le está pidiendo descripciones de su composición, como sabemos. Si, una vez que tiene usted esa descripción, resulta que la más bonita de esas piedras se la quiere regalar a un amigo y si, dubitativo, le pregunta al geólogo cuál le parece más bella, lo que el geólogo podrá darle será una opinión más, la suya, pero en ese instante ya no está haciendo ciencia ni siendo objetivo como la ciencia lo es –o debe serlo-, sino que manifiesta su preferencia individual, valora desde sus particulares gustos. En las mismas está el juez, pues, a diferencia del científico, a él no le basta decir con qué normas se cuenta y cómo se interpretan, y con enumerar las pruebas y explicar el sistema vigente de apreciación de la prueba. El juez tiene, a la postre, que optar; optar entre alternativas interpretativas, probatorias y de otros tipos. Y toda opción entre tales alternativas prácticas es para Kelsen expresión de subjetividad y campo en que no cabe racionalidad científica ni, por tanto, verdad objetiva. El juez escogerá desde sus personales valores, desde sus preferencias individuales. Lo hará seguramente con la mayor honestidad y el más sincero propósito de hacer justicia, pero serán subjetivas y no racionalmente controlables esas valoraciones determinantes del fallo. Eso, para Kelsen, no tiene vuelta de hoja, pues Kelsen es escéptico en materia de razón práctica y relativista en tema de ética.
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