La muerte del jefe del Estado de Corea del Norte hace unas semanas ha llenado de tristeza a sus súbditos como hemos podido apreciar por la televisión que nos ha ofrecido imágenes de seres desconsolados y llorosos, componiendo muecas de consternación definitiva. Pero, sin embargo, ha llenado de gozo a los embalsamadores que es oficio en franco declive. Obsérvese que, desde los faraones egipcios, los únicos seres que reciben el estimulante trato del embalsamamiento son esos líderes comunistas que tanta gloria y libertad han dado a la Humanidad y que se llaman Lenin, Mao, Ho-Chi-Minh. Poco más. Acaso Evita Perón, aquella señora que mentía más que un oriental borracho.
Parece que pasar la laguna Estigia embalsamado no está de moda.
Acaso porque la delicada operación de embalsamar cuesta una pasta con ese trasiego que conlleva de vísceras, tripas, entrañas, fajas, lavados, vendados, lavativas y demás, imprescindibles para dejar al muerto con la apariencia de quien se emperifolla para asistir a la ópera o a un banquete. Pero no acaba tan pronto el gasto, luego hay que conservar la momia con lozano aspecto y ahí viene otro capítulo que, en el caso de Corea del Norte, no ofrece problema pues su población cede con gusto su parte en cereales y otros nutrientes con tal de ver a su líder máximo bien guapetón y con las cruces y medallas cubriendo su pecho de general invicto. Poblaciones más roñosas se lo tienen que pensar dos veces por más que quieran disfrutar de sus guías espirituales toda la eternidad.
Si no se hace bien, es decir, si la momia no recibe el tratamiento adecuado de resinas y ungüentos, esto se acaba sabiendo. Así, por ejemplo, cuando se asaltó el Museo egipcio de El Cairo con motivo de la revolución que vive aquel país, se suscitó en la población la lógica preocupación por los efectos que los destrozos causados podían tener sobre las momias allí conservadas. Hubo en efecto pérdidas irreparables pero pronto los especialistas dictaminaron que la alarma era infundada porque las momias afectadas eran “de segunda clase”.
Un gran alivio para muchos. Para otros un motivo más de desasosiego e inquietud porque constatar que, incluso de momia, hay distinciones sociales es desesperante. Uno puede aguantar al rico terrateniente de por vida pero soportarlo como momia de superior jerarquía ya es inaceptable. En algún momento, decimos muchos, se deberían acabar los distingos y las clases sociales. Pero, a lo que se ve, no lo entendían así los egipcios.
Vemos pues que los embalsamadores están muertos, lo cual para quienes han hecho de la muerte su oficio no es nada extraño pues entre ellos se entienden. Lo malo es que no han sido embalsamados porque nadie se puede embalsamar a sí mismo como nadie puede salir de un pantano tirándose de los cabellos según nos trató de enseñar el baron Münchhausen.
Ahora bien, la pregunta es ¿deberíamos resucitar a los embalsamadores y darles una plaza en las plantillas municipales? Creo que sí y que, en una civilización de tantas prisas como la nuestra, hay que conservar embalsamados ciertos personajes sociales para que no se difumine su pista por el veloz galopar de la historia. Por ejemplo, desaparecieron los campanudos gobernadores civiles sustituidos por esa figura mustia que son los “subdelegados”. ¿No se debería haber embalsamado a un gobernador lucido, que los hubo, para recuerdo imperecedero de su función y de su época? ¿No debimos tomar la precaución de embalsamar a un sereno para sacarlo en las zarzuelas? El antiguo bañero ¿no procedía embalsamarlo antes de su conversión en el plebeyo socorrista? Y disponer de un sacristán embalsamado ¿no sería una bendición?
Hay pues mucho trabajo para los embalsamadores porque, además, muchos quisiéramos embalsamar el paisaje que nos calma, el silencio que nos mece, el otoño que nos cautiva, la música que nos lleva, el beso que nos mima...
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