(Publicado ayer en El Mundo)
Las instituciones europeas se enredan y se enredan al discutir sobre su ser, su esencia y su circunstancia, alumbrando con este modo de proceder un ovillo, es decir, un lío o multitud de cosas que carecen de trabazón o arte. De ahí la dificultad que padece el ciudadano para seguir los asuntos europeos y de ahí su desapego a la construcción europea que, importa subrayarlo, es tarea de máxima relevancia y gravedad.
Un ejemplo lo estamos viviendo en estos momentos como consecuencia de los acuerdos adoptados en la cumbre de jefes de Estado y de Gobierno celebrada a principios del pasado mes de diciembre. Al entrar en ella, la preocupación de estas personalidades consistía -una vez más- en dotarse de poderes para aparejar los mimbres de un sólido gobierno económico de Europa, de una mayor disciplina presupuestaria y de un más enérgico combate contra el déficit público. El objeto es hacer de Europa (especialmente de la zona euro) un espacio regido por las mismas reglas evitando así la actuación descoordinada de los gobiernos, causa de tantos quebraderos de cabeza. Dicho en otros términos: acabar con las alegrías de los gobernantes a la hora de rellenar cheques contra la cuenta de un futuro impreciso y a costa de las generaciones venideras.
Si el objetivo estaba claro, los medios para alcanzarlo suscitaban discrepancias. Por las informaciones con que contamos se acopiaban sobre la mesa básicamente las propuestas del jefe del Estado francés y de la canciller alemana más las procedentes de las propias instituciones europeas, en concreto del presidente del Consejo europeo y de la Comisión -para entendernos, de los señores Van Rompuy y Barroso-. Si se analizan sus respectivas posiciones, se advierte que el busilis de la cuestión estribaba en la manera más eficaz de procrear un cuerpo adecuado para albergar el alma del necesario gobierno económico europeo (aunque ellos emplean el infame palabro gobernanza, cursilada entre las cursiladas).
Pues bien, ese cuerpo ha de ser necesariamente un instrumento jurídico. En una Europa que se rige por unos tratados, que vienen a ser lo que es la Constitución en los estados nacionales, la primera ocurrencia consiste en reformar esos tratados incorporando este o aquel precepto de nueva factura. Pero tal operación no es fácil porque exige la unanimidad de los socios y en el recuerdo de todos se hallan las dificultades que acompañaron a la última reforma que se hizo de ellos -y que lleva el nombre de la capital portuguesa-. Fueron necesarios años para arribar a puerto, años que, al estirarse y estirarse, bien parecían esa «lucha por lo infinito» que cantó el poeta Rubén Darío.
Por si fuera poco, el veto de Reino Unido obligó a descartar esta vía. Un veto explícitamente anunciado en aquella asamblea por el jefe de su Gobierno, preocupado más por los negocios financieros, que en Londres cuentan con privilegiado escenario, que por los intereses generales de la Europa en cuyos afanes participa -se supone- de forma voluntaria.
Al cabo, la opción elegida ha sido la de un acuerdo entre los gobiernos de 26 Estados (todos menos Reino Unido). Un acuerdo que podemos calificar como extravagante de los tratados existentes. Y precisamos: extravagante en el sentido con que se ha empleado esta palabra en el Derecho histórico, y que remite a las constituciones pontificias que han vivido fuera del cuerpo jurídico canónico (Decretales y Clementinas). O, si se prefiere, un tratado apócrifo, como se dice del libro que no está incluido en el canon de la Biblia.
Dicho en términos jurídicos actuales, un acuerdo que se rige no por el Derecho Comunitario europeo, sino por el clásico Derecho Internacional (Convenio de Viena sobre el Derecho de los Tratados de 1969).
¿Qué contiene este acuerdo? De momento no existe sino como proyecto pero sabemos, por los textos a los que hemos tenido acceso, que se ocupa de forma detallada de la disciplina presupuestaria y de la coordinación de las políticas económicas de los estados. A tal efecto se establecen reglas precisas para que los ingresos y gastos de los presupuestos sean equilibrados o arrojen superávit, así como las sanciones destinadas a amedrentar a los gobernantes que perpetren abusos o demasías.
Todo eso está muy bien. Sucede, sin embargo, que reglas precisas sobre disciplina presupuestaria y coordinación de las políticas económicas han sido aprobadas por el Parlamento Europeo el pasado mes de septiembre, dentro de un paquete legislativo dedicado a modificar y ampliar el Pacto de Estabilidad y Crecimiento. Se trata de seis normas de Derecho derivado que con gran detalle definen las situaciones de déficit excesivo, el procedimiento de combatirlo a través de un sistema de alertas, las técnicas de supervisión y control que ejercen las instituciones comunitarias ...
Por eso a quien lee el proyecto de nuevo Tratado (extravagante o apócrifo) le suena tanto la música como la letra. Y si hay tales coincidencias, ¿a qué viene afanarse en algo que ya está en el Derecho derivado de la Unión a la espera tan solo de la mano que (como al arpa) le diga levántate y anda?
¿No existen de verdad -preguntará el lector- aportaciones originales en el nuevo proyecto? Sí, las hay. En concreto, destacamos el deber de incorporar la disciplina presupuestaria a «disposiciones vinculantes de la naturaleza constitucional o equivalente», algo que los españoles ya hemos hecho al modificar el verano pasado el artículo 135 de la Constitución. O el papel que se atribuiría al Tribunal de Luxemburgo a la hora de analizar las demandas de un Estado que denunciara incumplimientos por otro del Tratado. O la entrada en vigor que se producirá «el primer día del mes siguiente al depósito del noveno instrumento de ratificación por un Estado cuya moneda sea el euro». O la creación de la Cumbre del Euro, que se reunirá al menos dos veces al año y cuyo presidente será elegido por los jefes de Estado o de Gobierno de la zona euro.
Ahora bien, estas novedades ¿justifican el esfuerzo de crear un nuevo instrumento jurídico paralelo a los tratados actualmente existentes? El esfuerzo y, lo que es más inquietante, el peligro. En un magnífico artículo, publicado en esta misma página (A Europa siempre le falta un Tratado, 16-XII-2011), Araceli Mangas ha alertado ya de los problemas jurídicos que podrá suscitar la encomienda de gestión que hagan los 26 estados a las instituciones de la Unión Europea para controlar, supervisar y sancionar el cumplimiento de los nuevos compromisos. Por ejemplo, el que acabamos de ver referido a los pleitos ante el Tribunal de Justicia. Es uno de entre los muchos que sin duda se empezarán a acumular y enredar no bien unos juristas expertos echen su mirada escrutadora -y embrolladora- a los nuevos preceptos.
Ello sin contar con previsiones sencillamente disparatadas. Como la creación de un nuevo órgano -la Cumbre del Euro- cuyo presidente puede ser la misma persona que preside el Consejo Europeo, que actuaría así con dos uniformes. O una distinta, a añadir a las dos ya existentes, acaso para formar una Santísima Trinidad, como tal grávida de todos sus problemas teológicos.
¿Alguien piensa que agitando este trampantojo se van a resolver los problemas europeos? En verdad que, a veces, quien contempla este espectáculo se da en cavilar si el viaje de la construcción de Europa no será el imposible a Reims de la ópera rossiniana.
* Francisco Sosa Wagner es catedrático y eurodiputado por UPyD. Mercedes Fuertes es catedrática de Derecho Administrativo. Ambos son autores de Bancarrota del Estado y Europa como contexto (2011, Marcial Pons)
Las instituciones europeas se enredan y se enredan al discutir sobre su ser, su esencia y su circunstancia, alumbrando con este modo de proceder un ovillo, es decir, un lío o multitud de cosas que carecen de trabazón o arte. De ahí la dificultad que padece el ciudadano para seguir los asuntos europeos y de ahí su desapego a la construcción europea que, importa subrayarlo, es tarea de máxima relevancia y gravedad.
Un ejemplo lo estamos viviendo en estos momentos como consecuencia de los acuerdos adoptados en la cumbre de jefes de Estado y de Gobierno celebrada a principios del pasado mes de diciembre. Al entrar en ella, la preocupación de estas personalidades consistía -una vez más- en dotarse de poderes para aparejar los mimbres de un sólido gobierno económico de Europa, de una mayor disciplina presupuestaria y de un más enérgico combate contra el déficit público. El objeto es hacer de Europa (especialmente de la zona euro) un espacio regido por las mismas reglas evitando así la actuación descoordinada de los gobiernos, causa de tantos quebraderos de cabeza. Dicho en otros términos: acabar con las alegrías de los gobernantes a la hora de rellenar cheques contra la cuenta de un futuro impreciso y a costa de las generaciones venideras.
Si el objetivo estaba claro, los medios para alcanzarlo suscitaban discrepancias. Por las informaciones con que contamos se acopiaban sobre la mesa básicamente las propuestas del jefe del Estado francés y de la canciller alemana más las procedentes de las propias instituciones europeas, en concreto del presidente del Consejo europeo y de la Comisión -para entendernos, de los señores Van Rompuy y Barroso-. Si se analizan sus respectivas posiciones, se advierte que el busilis de la cuestión estribaba en la manera más eficaz de procrear un cuerpo adecuado para albergar el alma del necesario gobierno económico europeo (aunque ellos emplean el infame palabro gobernanza, cursilada entre las cursiladas).
Pues bien, ese cuerpo ha de ser necesariamente un instrumento jurídico. En una Europa que se rige por unos tratados, que vienen a ser lo que es la Constitución en los estados nacionales, la primera ocurrencia consiste en reformar esos tratados incorporando este o aquel precepto de nueva factura. Pero tal operación no es fácil porque exige la unanimidad de los socios y en el recuerdo de todos se hallan las dificultades que acompañaron a la última reforma que se hizo de ellos -y que lleva el nombre de la capital portuguesa-. Fueron necesarios años para arribar a puerto, años que, al estirarse y estirarse, bien parecían esa «lucha por lo infinito» que cantó el poeta Rubén Darío.
Por si fuera poco, el veto de Reino Unido obligó a descartar esta vía. Un veto explícitamente anunciado en aquella asamblea por el jefe de su Gobierno, preocupado más por los negocios financieros, que en Londres cuentan con privilegiado escenario, que por los intereses generales de la Europa en cuyos afanes participa -se supone- de forma voluntaria.
Al cabo, la opción elegida ha sido la de un acuerdo entre los gobiernos de 26 Estados (todos menos Reino Unido). Un acuerdo que podemos calificar como extravagante de los tratados existentes. Y precisamos: extravagante en el sentido con que se ha empleado esta palabra en el Derecho histórico, y que remite a las constituciones pontificias que han vivido fuera del cuerpo jurídico canónico (Decretales y Clementinas). O, si se prefiere, un tratado apócrifo, como se dice del libro que no está incluido en el canon de la Biblia.
Dicho en términos jurídicos actuales, un acuerdo que se rige no por el Derecho Comunitario europeo, sino por el clásico Derecho Internacional (Convenio de Viena sobre el Derecho de los Tratados de 1969).
¿Qué contiene este acuerdo? De momento no existe sino como proyecto pero sabemos, por los textos a los que hemos tenido acceso, que se ocupa de forma detallada de la disciplina presupuestaria y de la coordinación de las políticas económicas de los estados. A tal efecto se establecen reglas precisas para que los ingresos y gastos de los presupuestos sean equilibrados o arrojen superávit, así como las sanciones destinadas a amedrentar a los gobernantes que perpetren abusos o demasías.
Todo eso está muy bien. Sucede, sin embargo, que reglas precisas sobre disciplina presupuestaria y coordinación de las políticas económicas han sido aprobadas por el Parlamento Europeo el pasado mes de septiembre, dentro de un paquete legislativo dedicado a modificar y ampliar el Pacto de Estabilidad y Crecimiento. Se trata de seis normas de Derecho derivado que con gran detalle definen las situaciones de déficit excesivo, el procedimiento de combatirlo a través de un sistema de alertas, las técnicas de supervisión y control que ejercen las instituciones comunitarias ...
Por eso a quien lee el proyecto de nuevo Tratado (extravagante o apócrifo) le suena tanto la música como la letra. Y si hay tales coincidencias, ¿a qué viene afanarse en algo que ya está en el Derecho derivado de la Unión a la espera tan solo de la mano que (como al arpa) le diga levántate y anda?
¿No existen de verdad -preguntará el lector- aportaciones originales en el nuevo proyecto? Sí, las hay. En concreto, destacamos el deber de incorporar la disciplina presupuestaria a «disposiciones vinculantes de la naturaleza constitucional o equivalente», algo que los españoles ya hemos hecho al modificar el verano pasado el artículo 135 de la Constitución. O el papel que se atribuiría al Tribunal de Luxemburgo a la hora de analizar las demandas de un Estado que denunciara incumplimientos por otro del Tratado. O la entrada en vigor que se producirá «el primer día del mes siguiente al depósito del noveno instrumento de ratificación por un Estado cuya moneda sea el euro». O la creación de la Cumbre del Euro, que se reunirá al menos dos veces al año y cuyo presidente será elegido por los jefes de Estado o de Gobierno de la zona euro.
Ahora bien, estas novedades ¿justifican el esfuerzo de crear un nuevo instrumento jurídico paralelo a los tratados actualmente existentes? El esfuerzo y, lo que es más inquietante, el peligro. En un magnífico artículo, publicado en esta misma página (A Europa siempre le falta un Tratado, 16-XII-2011), Araceli Mangas ha alertado ya de los problemas jurídicos que podrá suscitar la encomienda de gestión que hagan los 26 estados a las instituciones de la Unión Europea para controlar, supervisar y sancionar el cumplimiento de los nuevos compromisos. Por ejemplo, el que acabamos de ver referido a los pleitos ante el Tribunal de Justicia. Es uno de entre los muchos que sin duda se empezarán a acumular y enredar no bien unos juristas expertos echen su mirada escrutadora -y embrolladora- a los nuevos preceptos.
Ello sin contar con previsiones sencillamente disparatadas. Como la creación de un nuevo órgano -la Cumbre del Euro- cuyo presidente puede ser la misma persona que preside el Consejo Europeo, que actuaría así con dos uniformes. O una distinta, a añadir a las dos ya existentes, acaso para formar una Santísima Trinidad, como tal grávida de todos sus problemas teológicos.
¿Alguien piensa que agitando este trampantojo se van a resolver los problemas europeos? En verdad que, a veces, quien contempla este espectáculo se da en cavilar si el viaje de la construcción de Europa no será el imposible a Reims de la ópera rossiniana.
* Francisco Sosa Wagner es catedrático y eurodiputado por UPyD. Mercedes Fuertes es catedrática de Derecho Administrativo. Ambos son autores de Bancarrota del Estado y Europa como contexto (2011, Marcial Pons)
1 comentario:
Yo lo pondré en un paralelo sencillo.
Me acuerdo de un día de Marzo 2004 donde nada menos que un presidente del gobierno español se puso él solito a sí mismo en una posición donde un tal Arnaldo Otegi (¡nada menos!) lo dejó en evidencia ante los ojos del universo mundo...
Pues nada, que se le ha añadido a este recuerdo el de un día donde los jefes de gobierno de 26 países europeos se pusieron ellos solitos a sí mismos en una posición donde un tal David Cameron (¡nada menos!) los dejó en evidencia ante los ojos de universo mundo...
Hay que joderse...
Salud,
Publicar un comentario