Politólogos, opinadores y pescadores de todo tipo de ríos andan revueltos por causa de las andanzas poco edificantes del tal Urdangarín, el real yerno y, como tal, miembro de la Casa Real. La reflexión interesante debe versar también sobre si es posible pensar en tales asuntos con prescindencia del elemento mágico y mítico que se asocia con la monarquía, querámoslo o no.
Las Casas Reales han dado en las últimas décadas un paso que tiene muy mal encaje con la justificación tradicional de la monarquía: el que sus miembros, y en particular los que están en la línea sucesoria de la corona, se casen con plebeyos. La justificación latente del régimen monárquico presupone ver en los reyes y en los herederos de la corona una cualidad especial vinculada a la sangre, al linaje. Un sistema monárquico en el que al titular de la corona o a los llamados a sucederlo sean contemplados como ciudadanos comunes y corrientes, gente más o menos del montón sin características que los señalen como clase especial, resulta algo así como una república coronada, una contradicción en los términos. Si el rey y nosotros somos iguales, si nuestros caracteres no se diferencian y nuestras debilidades son idénticas, si el carisma o ciertos dones que determinan la aptitud para desempeñar la jefatura del Estado están aleatoriamente repartidos entre ellos y nosotros, decae toda base para no hacer electiva la titularidad de la Corona: escojamos para el puesto a los mejores o los que nos lo parezcan o más nos gusten. Eso, exactamente, eso, es la República.
Puesto que las familias reales deben su posición a la idea de que están tocados por alguna cualidad superior, marcados por algún designio, cuanto más se nos parecen, más se deslegitiman a nuestros ojos. Antes acababa reinando el que se imponía en el campo de batalla, el más capaz, hábil o arrojado al dirigir al pueblo en la guerra. Pero como el rey competente podía engendrar príncipes torpes o medrosos, hizo falta que la sucesión en el trono se justificase mediante un añadido mítico, y para ese fin lo más práctico resultaba echar mano del señalamiento divino. En el orden de la Creación, en su vertiente de orden social, Dios había puesto a ciertas familias en la cúspide y ahí debían mantenerse si no se quería incurrir en pecado y blasfemia. Acatar su autoridad era someterse a la de Dios.
En las sociedades modernas e ilustradas, cuyo orden político se funda en la idea del contrato social y de la titularidad popular de la soberanía, esas diferencias constitutivas se mantienen con suma dificultad y las contradicciones de fondo se acrecientan inevitablemente. La contradicción, más que nada, entre los fundamentos del orden político y la pervivencia de un tipo de jefatura de Estado sustraída al control social y el consenso del grupo. De ahí que las vías de autolegitimación de muchas casas reales hayan variado. Ahora ya no se trata de presuponer que el rey está, por naturaleza o por superior designio, por encima del pueblo, sino de mostrar que el monarca, el príncipe y los infantes e infantas son como nosotros y que porque nos identificamos con ellos podemos seguir queriéndolos y aceptándolos en su condición de cabeza, símbolo y representación del Estado.
Dos estrategias de legitimación popular de la monarquía se combinan con ese propósito. Una, la “popularización” de la las familias reales, de resultas de que sus miembros ya no se casan y se aparean (oficialmente) con los de su misma especie o los de sangre real, sino con las gentes del pueblo, con ciudadanos y ciudadanas comunes. Esto los hace más entrañables. Un príncipe Felipe que contrae nupcias con una periodista divorciada o una infanta Cristina casada con un jugador de balonmano de buena planta y apellido vasco son vistos como seres de carne y hueso y como sometidos a los mismos dilemas y avatares que cualquiera: se enamoran de quien se tercie, beben los vientos o se encaprichan con quien les entra por buen ojo, están a merced de las inclinaciones y las pasiones del común de los mortales. Se humanizan, en suma, y bregan, disfrutan o sufren como los demás. Tan humanos se vuelven, que deja la razón de Estado de ser su razón principal y socavan, por mor de sus afectos y sus pulsiones, los fundamentos mismos de su supuesta naturaleza diferente.
Esto aboca a la segunda estrategia de legitimación: puesto que respiran como todos y transpiran como los demás, su privilegio hereditario tiene que justificarse por nuevas razones, que ahora son razones funcionales: por su formación y preparación y por lo que aprendieron en casa, es mayor su competencia para el desempeño de su oficio, el de Jefe de Estado. Aun cuando en los sentimientos e inclinaciones no se distingan del ciudadano corriente, sus prácticas los diferenciarán y harán ver que, en su profesión, son los mejores. Tremendo salto con consecuencias incontrolables este de que el rey y el heredero pase de ser la persona indicada por los dioses o los hados a convertirse en un profesional supremamente cualificado. ¿Por qué? Porque, si ya han decaído las anteriores marcas, las de la sangre y la herencia, las de la naturaleza, el mal desempeño del oficio real los deslegitima sin vuelta de hoja.
La contradicción se torna insoportable y estalla hasta en las mentes más crédulas y más pacatas. Por un lado, la ciudadanía se solaza al sentir tan cercanos y parecidos a los reyes y príncipes. Por otro, nos sorprendemos al comprobar lo impepinable: que, si tanto se nos asemejan, robarán cuando tengan ocasión, se darán a los enchufes y los favoritismos, evadirán impuestos, negociarán con quien pueda ofrecerles ganancia, mentirán y se darán a todas las hipocresías, harán doble vida y será predecible que así procedan, pues han adquirido la condición de normales y corrientes.
¿Qué se podía esperar? La monarquía tradicional hacía de la doblez su virtud, pues por lo común el rey llevaba una vida oficial y una vida oculta. Su humanidad corriente le llevaba a mantener escondidos sus negocios privados o a sus amantes, ocultos sus hijos extramatrimoniales, disfrazadas sus venganzas, camufladas sus prosaicas miserias. Pero formalmente y hacia el exterior se atenía a reglas estrictas, se sometía al rigor y el protocolo, acataba las formas oficiales y los imperativos del Estado. No es novedad ninguna, en absoluto, que reyes y demás elementos de cualquier familia real roben o se apliquen concienzudamente a los placeres de la carne, que se encamen con tonadilleras o sirvientas, que se vayan de putas o se emborrachen hasta perder el sentido. Pero de puertas hacia afuera mantenían las apariencias, no se divorciaban, se conservaban lejanos e inasibles, extraños, insondables en su mítica presencia. Los resguardaban, además, tanto la complicidad de la Corte como la censura de las informaciones.
Ahora sabemos de ellos, se han puesto a tiro, los diques del silencio se rompen y se esfuma el temor ante lo intocable, pues si su mujer o su marido son de nuestro barrio o fueron a nuestra escuela, ya podemos “tocarlos” (o los hemos tocado antes), se acabó el privilegio. Si, además, se justifican ante nosotros, por ejemplo explicándonos cuál es su sueldo o cómo invierten sus ganancias, alimentan nuestro poder y alientan las comparaciones. A cuento de qué y nada más que por razón de matrimonio vamos a dejar de ver en Urdangarín un jugador de balonmano o en Letizia Ortiz una presentadora de telediarios. Usted mismo, o yo, podríamos estar en su lugar si los ligues hubieran resultado de otra manera. Y seguiríamos siendo los mismos que somos, aunque con más postín y mayor presencia en el Hola.
Se aprecia mejor ese tránsito de las monarquías si comparamos con el Papado. La Iglesia sí ha sabido mantener a buen recaudo la faceta humana de los Papas y hasta de los cardenales y obispos, para que nada más que trascienda su dimensión de agentes de la divinidad. No nos enteramos, salvo en lo que a la Iglesia convenga, de si a tal o cual Papa le gustan más las ostras o los erizos de mar; menos aun de lo que suceda en las alcobas privadas o de los tratos con familiares o amigos. Cuando el escándalo amenaza o la debilidad personal del Supremo Pontífice se hace patente, como pudo ocurrir con los tratos y favores entre Juan Pablo II y aquel demonio de Marcial Maciel, se acelera la beatificación o canonización del Papa para que lo místico gane rápidamente a lo más prosaico y que el mito no se empañe con lo humano.
Las monarquías han querido o han tenido que adaptarse a los tiempos y se han puesto a jugar con una baraja que no era la suya. Las iglesias se quedaron con los esoterismos y la realeza ha tiendo que pasar de lo esotérico a lo exotérico. La desmitificación de su poder político o simbólico la deja sin su único fundamento posible. Es solo cuestión de tiempo. En el caso de la Monarquía nuestra hay que agregar, seguramente, algunos errores de cálculo. Por un lado, se creyó que el hábil desempeño de la profesión del Rey podía fundar, sin más, la transmisión hereditaria de la corona. Por otro, se confió en que el densísimo silencio de los periodistas, políticos cercanos a la Corte y medios de comunicación en general se mantendría contra viento y marea, olvidando que cualquier crisis, política o económica, puede convertir en rivales a los que eran aliados, o que de vez en cuando hace falta poner en la palestra determinados escándalos para desviar la atención de otros quizá más graves. Además, el Rey debió de pensar que el sistema era inmutable en su configuración reciente y que bastaría estar a bien con la casta política establecida y los partidos dominantes para que no se tambaleara la superestructura política compuesta de manejos y favores. Hoy, ante Cánovas y Sagasta, muchos decimos basta. Miren que lema tan mono.
Todo eso se está viniendo abajo. El sistema político necesita una refundación y se van haciendo muy audibles las voces que así lo demandan, con lo que, más pronto que tarde, habrá que renovar los consensos básicos y las claves del orden constitucional. Los dos grandes partidos están sumidos en un proceso de autodestrucción y de deslegitimación que lleva a muchos de sus más destacados personajes a morir matando y a saltar cualquier barrera ideológica o de lealtad para asegurarse la supervivencia. Los medios de comunicación andan metidos en una crisis económica de tal calibre que los impele a alentar el morbo de sus lectores, oyentes o espectadores. El pueblo llano, que antes contemplaba extasiado ciertas ceremonias, ahora se pregunta cuánto cuestan y de dónde salen los cuartos para pagarlas.
Urdangarín no tiene nada de particular. Las reacciones de su suegro, su suegra y sus cuñados, tampoco. Se han caído todos los velos y ahora sabemos que la realeza está desnuda. En cuanto nos cabreemos un poco más, serán el perfecto chivo expiatorio. No digo que no lo merezcan, por zafios. Simplemente me sorprende que no lo vieran venir. Señal de que no son tan competentes en su profesión. Ladinos sí, como corresponde, pero torpones y un pelín ingenuos. En sazón, a punto de caramelo.
1 comentario:
Todo un descubrimiento su blog, ojeando otro encontré el suyo. La monarquía es una prolongación de la factoría Disney con el inconveniente de que afecta de manera real a los países que se alimentan de los cuentos. No soy monárquico en absoluto, lo reconozco, cada vez estoy mas convencido que el lugar donde deberían reinar es en el museo de Madame Tussauds.
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