23 septiembre, 2013

Trabajo y carácter



                Comienzo mis clases, estudiantes de primer semestre (o como se llamen ahora estos extraños periodos temporales) del primer curso. Trataré por todos los medios de reprimir mis rancias peroratas. Ganas de me dan de contarles a los jovenzuelos que hay que trabajar fuerte, en la carrera y siempre, que el esfuerzo puede ser gratificante en muchos sentidos y que, hasta en las malas, siempre se queda uno más a gusto si puede decir que lo intentó. Pero no sé, para qué. Es como explicar el sabor de una fruta o el aroma de un buen brandy, o se prueba y se prueba, o no hay nada que hacer.
        También influye, creo, el origen campesino de uno. Sí, no lo digo en broma. No sé cuánto determina el azar genético en los temperamentos y los talantes, pero algo ha de quedar para el ejemplo y los aprendizajes. A lo mejor lo que perdura son condenas, según como se mire. Quizá algunos llevamos una condena. Lo digo porque no sé estarme quieto y eso tal vez es una carga, aunque uno lo vive como ventura.
            Donde me crié, el trabajo constante era la regla, el trabajo duro, repetido. Mis padres no supieron lo que era tomarse una semana de descanso fuera del pueblo hasta que tenían alrededor de sesenta años, y eso porque yo me quedé a cargo de las vacas entonces, y las vacas ya eran pocas. En el campo trabajaban todos y todas, sí, todos y todas, sin parar, día tras día, de sol a sol, sin horarios ni más pausa que, si acaso, una horita de siesta. El éxito, siempre escaso, dependía de dos factores, el esfuerzo y el buen dominio de lo que se hacía, el entender de lo que se traía entre manos. Mi padre entendía de ganado, mi madre entendía de la tierra y sus frutos. Lo de ambos era un no parar. En mi pueblo unos eran más hábiles y otros menos, todos laboraban sin cuento. Hasta donde recuerdo, nadie vivía el trabajo como una condena, era un destino asumido con naturalidad, no una cruz, sino la normalidad del vivir.
                Yo los veía, pero no solo eso. Al volver de la escuela había que ayudar. Y conste que fui uno de los niños más protegidos de mi zona, pues querían que estudiara y me reservaban todo lo que podían. Pero había que echar una mano. El primer verano que pasé sin trabajar duro en el campo fue después de acabar la carrera y cuando me estaba haciendo profesor ayudante, en aquel verano en que me marché a Viena a estudiar alemán. No eran exactamente unas vacaciones, sólo cambió fuertemente la dedicación y el tipo de esfuerzo.
                Creo que, de crío, odié a mi padre muchas veces. Tal vez me apetecía dormir un poco más por la mañana o ver una película de media tarde en la televisión. Pero no, mi padre me llamaba para decirme que había que hacer esto o lo otro. Poco a poco, aun con la rabia infantil y juvenil, fui asimilando una idea muy profunda, que llevo grabada a fuego: es indecente que uno se esté quieto y felizmente descansado mientras otros, los suyos, se parten el alma para ganarse la vida y para que uno mismo coma y estudie o tenga cuatro perras para ir alguna tarde al cine, si se puede. Es una de las más radicales indecencias ésa de aprovecharse de los otros, sean esos otros los padres, la pareja, los compañeros, los amigos… Tal vez se me fijó más de la cuenta y se convirtió en obsesión. Por eso apenas puedo aguantar sentado a la mesa cuando alguien se levanta para recoger los platos, por poner un ejemplo bien simple. Puede que del campo y de aquellos hábitos de antaño venga otra manía elevada a patrón vital, la de que no admito que nadie en mi entorno sepa hacer lo que yo no sé porque no quiero. Si mi pareja sabe cocinar y cocina, cómo no voy a ser yo capaz de cocinar; si mi pareja sabe cambiarle un pañal a un bebé o prepararle un biberón, dónde queda mi autoestima si yo hago como que no  tengo ese don. En Ruedes había división del trabajo al modo tradicional, sí, mi padre no cocinaba ni hacía las camas. Pero hacía otras cosas todo el tiempo, no se trataba de que él holgara mientras mi madre tenía tarea.
                Lo que a mí me tocó vivir en la aldea otros muchos lo vieron en sus casas con padres obreros o con padres que atendían un bar, por ejemplo. Hay otras lecciones que se aprenden así. Una, bien importante, fue la que a mí me hicieron ver: que mi destino era trabajar como ellos y en lo de ellos si no era capaz de labrarme por mis medios un futuro distinto. La tercera opción estaba excluida por definición, la opción de vivir del cuento o vegetar cual bonsai en ventanal.
                De ahí viene una de las razones por las que me asusta un poco la paternidad, para mí reeditada. Casi nunca prohíbo a la pequeña Elsa mirar televisión todo el tiempo que quiere, pero sé que nos está viendo hacer cosas sin parar a su madre y a mí. Prohibir ciertas cosas, como ver televisión o jugar con aparetejos de los de ahora, equivale a convertir esos pasatiempos en placeres valiosos. No son placeres, son pasatiempos para combatir el aburrimiento. La gente mejor no se aburre y necesita pocos pasatiempos. La gente más feliz tiene muchas cosas que hacer y halla placer en hacerlas. Eso es educar, en mi modesta opinión, enseñar, haciendo, a hacer. Y nada de un rato más de televisión si haces bien los deberes. Si haces bien los deberes, en la labor bien cumplida tienes el placer, no en la televisión. Elsa ya comienza a traer deberes a casa, pero, hoy por hoy, ni a su madre ni a mí se nos pasa por la cabeza sentarnos con ella para ayudarla. Esos deberes son suyos y el premio o el castigo le pertenecen a ella en exclusiva. También se llama responsabilidad. Además, nosotros no tenemos tiempo para eso, y ella lo sabe y lo ve. A cada uno lo suyo, es lo justo.
                La regla no es el ocio, ni el trabajo el castigo. El gusto está en el buen trabajo y en el tener qué hacer, y el ocio es el tiempo en que se reponen las energías que se requieren para volver a lo de uno. Pues ser uno es hacer lo suyo de uno, no el no hacer nada, como tantos. Además de que el único ocio propio de personas es el activo, el que te ayuda a pensar y conocer.
                Creo que ha habido en nuestro país una transformación cultural considerablemente perversa. Muchos de los que huyeron del arado o de la fábrica o del agotador trabajo doméstico, del modo en que sus padres se ganaron la vida y les pagaron, con esmero grande, sus estudios y su futuro, se alejaron de algo más que de esos oficios, escaparon también de unos hábitos y una mentalidad. Hemos mitificado el descanso por el descanso y el ocio más estéril, hemos forjado un tipo de personalidad que se define por el gusto por el no hacer y la pasividad, la comodidad anodina, el cansancio vital estructural, la fatiga vital anticipada del que suda sólo con pensar que ha de mover su culo del sillón. Los padres han tenido buena parte de culpa, pues, queriendo librar a sus vástagos de los sudores cotidianos, les han hurtado el placer de hacerse a uno mismo, el orgullo de una personalidad que se nutre de superación.
                Si se me permite trabajar con modelos teóricos y que hay que tomar como simples modelos teóricos, frente al modelo aquel del labriego o de los dueños del bar está el modelo funcionario. Entiéndaseme, soy funcionario y no pretendo decir que todos los funcionarios sean unos maulas. Pero llamo modelo funcionario al de aquel que deja ver a sus hijos que no quiere trabajar, el que no tiene dónde caerse vitalmente muerto y debe inventarse cada mes alguna nueva pendejada para pasar malamente el rato, que hace trampas en su trabajo y un día se finge enfermo y otro día se inventa un pretexto para el escaqueo, que, si es profesor de universidad, por ejemplo, tiene unas clasecitas al año y cobra un buen sueldo, pero se lamenta de terrible explotación y de insufrible estrés. Ese mismo dice a sus críos que tienen que estudiar duro y que deben portarse sanamente en el colegio. Si ellos son avispados, harán lo que ven, harán el zángano y aprenderán de los de casa mil y un pretextos. Son los que explican luego que es que el profesor les tiene manía. De tal palo…

3 comentarios:

EAM dijo...

Tiene usted mucha razón.

mictter dijo...

Me ha encantado este artículo. El mayor regalo que los padres pueden hacer a sus hijos es ése, valorar el esfuerzo, ver que si uno está haciendo algo todos los demás ayudan, o van haciendo otra cosa -la imagen de la madre trajinando por casa mientras el patriarca lee el periódico es de lo más dañina.

A mí también me costó aceptar que había que hacer cosas, mientras oía a mis vecinos jugar en la calle, pero si no hubiese sido por la presión constante de los padres y el buen ejemplo, no sé cómo habría acabado.

Anónimo dijo...

Buen comentario profesor ..., en mi infancia viviendo con mis padres en el campo y del campo; también he estudiado derecho a lo que me dedico profesionalmente ; reconozco las grandes virtudes de ese tipo de vida y me alegro que Ud lo exponga en forma tan interesante