Pues como a fines de octubre
tengo ponencia sobre Dworkin en congreso de tronío, lo leo y lo releo como un
poseso o como un condenado a galeras. Hoy no quiero exagerar ni hacer frases en
exceso provocativas, pero me sincero al decir que o mi mente se ha estrechado
fatalmente, y por eso no entiendo ni tres cuartas partes de lo que don Ronald
dice, sea en inglés o bien traducido, o no lo entiende nadie y disimulan
muchos. Lo primero, no me lo digan. También estoy empezando a pensar que esto
de la teoría del derecho depende del mobiliario de cada cabeza y que no los hay
mejores o peores, sino diferentes y hasta inconmensurables. Será cuestión de
temperamentos, quizá; o de paciencia. Pero mira que le estoy echando paciencia…
Sea como sea, absténgase de esa
entrada la buena gente sana.
1.Hay en
Dworkin (véase por ejemplo “La justicia con toga”, pp. 207ss) una continua
confusión entre:
(i) El derecho
como un objeto externo con alguna función social de ordenación de las conductas
y las relaciones. En eso pone el positivismo jurídico su concepto de derecho.
Digo que es
externo ese “objeto” que llamamos Derecho porque es “percibido” o
“identificado” en ciertos elementos exteriores a nuestra conciencia:
documentos, procedimientos, declaraciones de voluntad, conductas… Así, si usted
pregunta hoy a un ciudadano español si considera que es derecho una ley emanada
del Parlamento con los requisitos puestos por la Constitución Española y los
reglamentos parlamentarios, le va a contestar normalmente que sí, que ese
“objeto” es derecho.
(ii) Las
normas de las que en su totalidad se nutren las decisiones jurídicas, y
particularmente judiciales.
Es de sobra
sabido que los términos en que se expresa el derecho positivo adolecen de
indeterminación y que al aplicar esas normas los jueces y operadores jurídicos
deben optar entre interpretaciones posibles de tales términos. Dichas opciones se
basan en consideraciones y preferencias morales, políticas, económicas,
religiosas, etc. Lo que autores como Dworkin vienen a decirnos es que, ya que
la moral de los operadores jurídicos cumple ese papel, la moral es parte de
todo sistema jurídico. Por las mismas, y en cuanto también sean razones
políticas o económicas, por ejemplo, las que así condicionen las decisiones
aplicativas del derecho positivo, tendríamos que concluir que la moral y la
economía también son parte el sistema jurídico y que no hay separación
conceptual entre derecho y política o entre derecho y economía; o entre derecho
y religión, si las creencias religiosas también influyen en la práctica
jurídica en algún caso o en muchos casos.
Hagamos alguna
comparación. Tomemos el concepto de “casa”. Lo aludido por el término “casa” es
también algo externo y hay unas convenciones semánticas, y un uso social común
y en ellas basado, en la base de nuestro acuerdo sobre lo que es una casa,
sobre lo que no es una casa y sobre lo que resulta dudoso si es una casa o no.
Por otro lado,
yo o cualquier persona tomamos numerosas decisiones sobre nuestras casas. Si yo
voy a construirme una casa, me planteo cosas tales como si hacerla de más o
menos habitaciones o cuartos de baño, si dispongo o no una habitación para
hijos o nietos, si la hago de varios pisos o sólo de uno, si pinto las paredes
de colores intensos o en tonos pastel, si instalo un sistema de calefacción
eléctrica, a gas, de leña o con algún combustible derivado del petróleo, si le
añado un trastero o una carbonera, si pongo una capilla o un gimnasio o una
sala de proyecciones en una de las alas, etc., etc., etc.
Todas esas
decisiones sobre mi casa están determinadas por consideraciones económicas,
morales, religiosas, estéticas, etc., pero ello no quiere decir, para nada, que
del concepto de casa, de las casas como objetos que identificamos y asociamos a
ese término, “casa”, formen constitutiva, esencial y definitoria elementos
económicos, morales, religiosos o estéticos. Por eso podemos perfectamente
identificar como casa una casa ruinosa, una casa muy fea, una casa muy cara o
muy barata, una casa con costes altos o bajos, una casa llena de santos o una
llena de figuras de deidades demoniacas, etc.
Cuando yo
construyo o compro o alquilo una casa, cuando tomo decisiones sobre la casa en
la que voy a vivir o quiero vivir, no estoy determinado por el concepto de
casa, sino por esos otros factores tan diversos (económicos, morales,
estéticos…). Ahora bien, al mismo tiempo, cuando yo decido hacer o comprar o
alquilar una casa, el concepto de casa me determina el marco. Licencias
poéticas aparte, si estoy en mis cabales no se me ocurre coger o comprar un
perro o un jarrón o una margarita y decir esta es mi casa y que le voy a pintar
su estancia principal de azul y le voy a meter una cama de 1,50 para dormir más
cómodamente por las noches. El concepto de casa no me da resuelto nada de lo
referido a las decisiones particulares y concretas sobre mi casa, pero limita
lo que puedo tener por casa y, por tanto, el marco de esas decisiones.
Socialmente nadie me entenderá si digo que voy a pintar a mi suegra de blanco
porque mi suegra es mi casa y las casas me gustan así, blancas.
Pero, al mismo
tiempo, mis decisiones concretas sobre mi casa no cambian el concepto de casa
que socialmente comparto ni permiten sostener que no es una convención social y
semántica la que permite llamar “casa” a ese tipo de objetos que vemos como
casas y que en realidad hay que ver en cada casa concreta si, por ser hermosa o
barata o alta u orientada hacia el Sur o bendecida por el cura, es de verdad
una casa o solamente una apariencia engañosa de tal, edificio con pinta de casa
pero sin alma o esencia del tal.
Con el Derecho
es lo mismo. Los positivistas nada más que mantienen que en cada sociedad se
identifica como derecho y como derecho se vive lo que resulta de ciertas
convenciones sociales. Igual que todos vemos casas en ciertos tipos de
edificios aquí y ahora, todos vemos normas jurídicas en determinadas normas que
comparten algunos caracteres o apariencias: estar en ciertos documentos,
provenir de determinados órganos o prácticas, ser aplicadas por particulares
operadores…
En cambio, los
iusmoralistas, como Dworkin, sostienen que es Derecho todo lo que alimenta las
decisiones jurídicas, paradigmáticamente las decisiones judiciales. Cuando, por
ejemplo, dos abogados discuten, desde diferentes concepciones de lo moralmente
correcto, cuál es la mejor interpretación de una norma jurídica o cuando un
juez elige y fundamenta con razones morales su opción por una de las
interpretaciones posibles de una norma, se estaría mostrando que la moral es
parte del derecho, ya que el llamado derecho positivo, la norma
jurídico-positiva en cuestión, no ofrece todos los elementos en que se basa esa
opción de los abogados o del juez. Igual que la casa, ninguna casa, no decide
por mí de qué color es preferible pintar sus paredes, con lo que mi gusto
estético sería parte del concepto de casa, según ese punto de vista.
Se dirá que la
comparación con la noción de casa está mal traída, pues si hablamos de derecho,
hablamos de sistema normativo. Ante esa posible objeción, usemos otra analogía.
Pongamos que compro una motosierra y que la acompañan unas instrucciones sobre
su correcto uso: cómo se arranca, cómo se maneja, qué cuidados deben tenerse
para evitar averías, cómo tomarla para evitar lesiones o cortes del usuario,
etc. Pero esas instrucciones no me dicen si debo usar la motosierra para cortar
el pino del vecino o si debo o no talar el roble que ha crecido en mi jardín.
Tampoco me dicen nada sobre si debo emplear la motosierra al modo de Freddy
Krueger y emprenderla con ella contra mis conciudadanos. Todo uso que yo haga
del aparato en cuestión estará determinado por mis decisiones, dentro de lo que
el cacharro me permite materialmente hacer. ¿Deberé, pues, concluir que el
sistema moral que orienta mis decisiones de cortarla al vecino el árbol o la
cabeza es parte del conjunto de normas que conocemos como instrucciones de uso
de la motosierra?
Otro ejemplo
más. Dos católicos asumen como dogma normativo los Mandamientos de la Ley de
Dios. Si se les pregunta por qué los Mandamientos son ésos que dicen cosas
tales como “No consentirás actos y deseos impuros”, harán alusión a su origen
como verdad revelada y a cómo Yahveh se los dio a conocer a Moisés. Sin
embargo, esos dos católicos discrepan en su interpretación de aquel
mandamiento, el noveno, y para uno no hay vulneración del mismo si tiene
fantasías con su esposa vistiendo cueros y con un látigo y para otro, en
cambio, ese deseo es pecaminoso por contrario a dicho precepto. Cada cual lo
interpreta desde su moral, aun queriendo que sea una moral que no desentone del
dogma católico en su conjunto. ¿Podemos concluir, pues, que la moral forma
parte del sistema de los Mandamientos y que los Mandamientos no son solamente
los que son, sino que también es parte de los Mandamientos la moral? Cuidado,
entiéndase bien esto. No estamos hablando de que del conjunto de los
Mandamientos pueda extraerse una moral subyacente, sino de que la moral es
parte del sistema mismo de los Mandamientos y que cuando uno de esos sujetos
toma sus decisiones sobre la interpretación de un mandamiento que para sí va a
aplicar no está añadiendo al sistema de los Mandamientos algo, sino que está
aplicando los Mandamientos mismos porque cada una de esas normas morales que
cada uno aplica es parte de los Mandamientos mismos. En otras palabras, un
enfoque como el que Dworkin aplica al derecho nos tiene que llevar a sostener
que dado que toda decisión sobre la aplicación de los Mandamientos está
condicionada por opciones morales, el sistema de los Mandamientos tiene
naturaleza moral, no meramente religiosa, y que, por tanto, no podemos ver el
sistema de los Mandamientos como conceptualmente independiente de la moral. Que
no hay separación conceptual entre religión y moral.
Igualmente,
puesto que mis decisiones sobre mi casa están condicionadas por mis patrones
económicos y estéticos, no podemos entender el concepto de casa desvinculado de
la economía y la estética; y ya que mis decisiones sobre el uso que doy a la
motosierra que adquirí no acontecen sin un componente de opciones influidas por
la moral, la moral es conceptualmente parte inescindible o bien de la
motosierra misma o bien de sus instrucciones de uso. O sea, que las
instrucciones de uso de la motosierra son ciertamente las que vienen en el
correspondiente folleto, sí, pero sumándoles la moral que me lleva a mí usarla
para una cosa u otra. Así, si con la motosierra decido matar al vecino, estaría
yo no meramente tomando una decisión moralmente mala, en su caso, sino
contraria tanto a las instrucciones de uso (al folleto) como, quizá, a la
esencia misma de la motosierra.
Y uno, en su
despiste, se pregunta: ¿no sería posible hacer teoría del derecho con un poco
más de rigor analítico y sin confundir churras con merinas o la velocidad con
el tocino?
2. En “La Justicia con toga”, p. 215,
al hilo de su debate con Coleman, dice Dworkin: “Ésta es la consideración que
necesito para apoyar mi idea de que si los jueces discrepan de modo muy básico
en torno a los criterios para identificar el derecho válido, entonces no
comparten ninguna convención que estipule los criterios para identificar el
derecho válido”.
Todo depende
de dos cosas: qué entendamos por “convención para identificar le derecho
válido” y qué entendamos, en esa frase, por “derecho válido”.
Parece que
cuando Dworkin dice “derecho válido” está refiriéndose a los criterios al
completo en los que se basan los jueces para decidir sus casos, incluyendo
aquellos criterios con los que resuelven, por ejemplo, problemas
interpretativos originados en la indeterminación o las “zonas de penumbra” del
derecho positivo.
Ningún
positivista, en todo el siglo XX y hasta hoy, ha dicho que el derecho positivo,
ése que se “identifica” mediante la regla de reconocimiento hartiana o la norma
fundamental kelseniana, determine al cien por cien el contenido de la solución
para cada caso que los jueces tienen que dar y dan. Para los positivistas es
una convención social la que permite identificar lo que sea el derecho, pues
derecho es en cada sociedad lo que cada sociedad considera derecho, sobre la
base de esos mecanismos sociales convencionales de identificación. Pero los
positivistas no afirman que el derecho así identificado determine completamente
la solución de los casos a los que sus normas pueden ser aplicables.
Un sencillo
ejemplo. En España, la Ley de Carreteras prohíbe la instalación de “publicidad”
en las zonas visibles desde las carreteras nacionales, fuera de los tramos
urbanos, y prevé sanciones económicas para las empresas o entidades que
vulneren esa prohibición. Las preguntas que podemos plantearnos son dos: si ese
precepto de la Ley de Carreteras es normas jurídica, es derecho, y si con ese
precepto en mano podemos saber en cualquier pleito sobre el asunto si estamos
ante publicidad sancionable o no.
Nadie en España
hoy, ni funcionarios ni ciudadanos comunes, pondría en duda que tal norma de la
Ley de Carreteras es norma jurídica. Lo es porque está en una Ley y esa Ley es
derecho porque proviene de ciertas fuentes y ha sido adoptada mediante ciertos
procesos. Eso no tiene mucha discusión. Lo que afirman los positivistas es que
lo que aquí y ahora hace que una Ley sea derecho y no otra cosa cualquiera es
ese reconocimiento social de que las leyes son derecho. Una ley, aquí y ahora,
es derecho porque de hecho se reconoce socialmente que las leyes son derecho.
Otra forma de explicar ese fenómeno es que rige una convención social
identificadora de lo que sea derecho y lo que no. Si aquí y ahora las leyes son
derecho y las decisiones de los ancianos de cada barrio, reunidos en asamblea,
no lo sean es ese dato social de carácter convencional.
Y los jueces,
por supuesto, son parte de esas convenciones y las respetan. Por eso cualquier
juez, aquí y ahora, al resolver un pleito sobre publicidad en las carreteras va
a ver lo que dice esa Ley de Carreteras y cualesquiera otras leyes o
reglamentos o jurisprudencia vinculante que puedan venir al caso, pero no acude
para buscar esa solución ni a los Mandamientos de la Santa Madre Iglesia ni al
derecho natural ni al derecho visigótico ni al Corán ni a su conciencia moral
pura y dura. Los jueces, por tanto, y contrariamente a lo que dice Dworkin, no
discrepan a la hora de identificar el derecho válido, puesto que coinciden en
su respeto a la convención sobre dónde está y en qué consiste. Si, aquí y ahora
y bajo la vigente regla de reconocimiento o la correspondiente convención, un
juez resolviera un pleito de publicidad en las carreteras desconociendo lo que
dice la Ley de Carreteras y sin tomarse la molestia siquiera de mencionarla, seguramente
se consideraría prevaricador, si lo hizo con dolo, o, al menos, se expondría a
una sanción disciplinaria y, desde luego, al descrédito en la doctrina y entre
sus colegas.
Sin embargo,
el derecho así identificado no resuelve plenamente todos y cada uno de los
casos que se le someten. En nuestro ejemplo, eso sucedió en el famoso caso del
Toro de Osborne. Al entrar en vigor la Ley de Carreteras y su prohibición de
publicidad, la empresa Osborne mantuvo el toro con el que anunciaba su brandy
Veterano, pero borró de él la inscripción que decía “Veterano”. Eso dio lugar a
un problema interpretativo, pues según se interprete el término publicidad en
aquella norma de la Ley de Carreteras, el toro, así, sin inscripción ninguna,
será publicidad o no lo será y, correspondientemente, la empresa Osborne
podrá ser sancionada o no. La Ley de
Carreteras dice “publicidad” pero no define lo que sea publicidad a sus efectos
ni da mayores pistas sobre el asunto. Así que el Tribunal Supremo acabó
interpretando que el Toro de Osborne no era publicidad y tal interpretación,
obviamente, no es de la cosecha de la Ley, sino de la cosecha del Tribunal, y
el Tribunal la justifica mediante argumentos estéticos, medioambientales y
consecuencialistas, estos últimos relativos a si la presencia del Toro puede o
no dar lugar a accidentes de tráfico por distracción de los conductores.
Sobre esa
interpretación puede haber y hubo discrepancia entre los tribunales. De hecho,
el Tribunal Supremo casa, con su sentencia, la sentencia de la instancia
anterior. Pero tal discrepancia no es
señal de que no existe una convención identificadora de lo que sea el derecho,
sino que solamente muestra que no hay una convención establecida sobre cómo se
debe elegir entre las interpretaciones posibles de una norma jurídica, de
una norma que es jurídica porque hay una convención que perfectamente la
identifica así, como jurídica[1].
Por eso
depende de cómo entendamos aquella expresión dworkiniana, “criterios para
identificar el derecho válido”. Los positivistas dicen que rigen convenciones
sociales para identificar qué normas son jurídicas (y, por extensión, cuáles
no), no para identificar, al menos con exactitud, qué solución merecen todos los
casos a tenor de esas normas identificadas como jurídicas.
Otra comparación
que quiere ser aclaratoria. Si buscamos un campo de normas cuya base y origen
es claramente convencional, lo hallamos en los usos sociales, como los usos de
cortesía. Si no hay convenciones ahí, no las hay en ningún lado, seguramente.
En convenciones y no en actos legislativos formales ni en esencias axiológicas
o contenidos inmanentemente racionales se basan reglas como la de darse la mano
entre varones cuando son presentados o se reencuentran, la de evitar en público
los eruptos, especialmente los sonoros, la de comer la carne con cuchillo y
tenedor, tomando el cuchillo con la derecha y el tenedor con la izquierda, la
de masticar con la boca cerrada, la de saludar a los vecinos o conocidos con
los que uno se cruza, la de brindar diciendo “salud” o algo similar cuando
amigos beben juntos bebidas alcohólicas, la de ceder el paso a quienes nos
acompañan, etc.
Yo sé que
cuando me cruzo en la calle o en el portal de mi casa con un vecino o un
compañero de trabajo debo al menos saludarlo con un “buenos días” o un “buenas
tardes” o alguna fórmula estandarizada que cumpla esa función de saludo. Si se
me pregunta por qué hacerlo así y con tales fórmulas precisamente, no
contestaré que porque tal impone Dios o eso manda el legislador legítimo o
porque el saludo, y el saludo en esos términos, es imperativo de la pura
racionalidad o pauta ontológicamente ligada al ser humano, sino que diré que
así se entiende debido porque así suele hacerse, que hay una regla social
basada en el uso, de naturaleza clarísimamente convencional. A nada que haya
viajado un poco o que tenga una elemental cultura, sabré también que esas
reglas sociales de cortesía y buena educación cambian de tiempo en tiempo y de
sociedad en sociedad y que, por ejemplo, mientras en unos lugares el erupto en
la mesa se considera descortesía supina, en otras se tiene por educada
expresión de satisfacción con la comida recibida.
Todo eso
parece muy claro y muy difícilmente discutible. No conozco autores que hayan
pretendido que no es convencional la naturaleza de los usos sociales,
precisamente porque son usos y son sociales. Pero puede ocurrir que mi amigo
Miguel y yo nos encontremos en un bar a un compañero, Perico, que nos cae
bastante mal. Pese a tal circunstancia, Miguel decide saludarlo con un “buenos
días, cómo estás”, acompañado de una amable sonrisa. Como además Miguel y yo
estábamos tomando unas cervezas acompañadas de unas suculentas tapas, Miguel,
siguiendo otra regla de cortesía que rige (o regía) en muchos lugares de España
(sospecho que no en todos), le pregunta a Perico si quiere acompañarnos y tomar
alguna cosa, invitado. Recuerdo, por ejemplo, que en mi tierra y en tiempos de
mi padre, todo varón que estuviera en la barra de un bar cuando un conocido
entraba invitaba a este de inmediato a la primera consumición, y no hacerlo así
se tenía por gran desprecio y poco menos que por declaración de enemistad. Ante
tan generosa actitud de mi amigo, yo discrepo y se la reprocho, pues a mí me
parece más que suficiente darle a Perico un seco “buenos días”, el puro
cumplimiento a secas de la esencia de la regla social, sin más concesiones ni
cortesías. Debatimos Miguel y yo y le recuerdo que Perico no es muy leal con
sus compañeros en el trabajo, que una vez dijo cosas desagradables de nosotros
y que, además, él casi nunca invita en los bares cuando la situación se da a la
inversa, faltando, pues la reciprocidad o la justicia. Y si digo reciprocidad y
justicia ya están entrando en juego argumentos morales, igual que moral en el
fondo es mi argumentación sobre la maldad de Perico y la conveniencia de no
hacerle una aplicación generosa de las reglas de cortesía en el saludo y en los
bares. Es más, puedo plantearle a Miguel si no estaría justificado que le
negáramos el saludo incluso, precisamente por lo mala persona que es y lo mal
que se porta con nosotros. Daría yo así, quizá, argumentos morales para
justificar la excepción en la aplicación en la regla del saludo; o, si en la
propia regla se puede entender contenida la excepción, algunos dirían que se
trata de una concesión de la regla a la moral, al admitir la regla misma
razones de índole moral como fundamento de la inaplicación de la regla a
ciertos casos.
Perfecto,
ningún problema, admitamos todo ese largo juego de la moral. Pero ello ni quita
su carácter convencional a las reglas del trato social, como las del ejemplo,
ni nos valdrá para decir que la naturaleza de la reglas del trato social es
moral y que no se trata de reglas positivas con base puramente social y
convencional. Cada cosa es lo que es y cada asunto es cada asunto. Una cosa son
las reglas y el sistema que forman y la cuestión de qué origen tienen y cómo se
identifican, y otra cosa es el modo en que esas reglas se apliquen y los
factores adicionales que influyan en las decisiones aplicativas. Si yo digo que
a Perico no lo saludo porque me arrebató la novia o porque tiene tratos
carnales con mi novia y yo me muero de celos, a nadie se le ocurrirá afirmar
que la naturaleza última de la regla social del saludo es, por tanto, amorosa o
hasta sexual. Pues, igualmente, si yo digo que no lo saludo porque es un
inmoral, nadie debería sostener que la naturaleza de la regla del saludo es
moral. Por lo mismo, si yo, juez, inaplico la norma jurídica que viene al caso
porque me parece injustísima, ello no quita a esa norma jurídica su carácter
jurídico ni al derecho su naturaleza convencional ni convierte a la justicia
objetiva o no convencional en elemento constitutivo de lo jurídico y
demostrativo de que lo jurídico no es convencional. Cada cosa es cada cosa y
cada ámbito es cada ámbito. No hay juez que no sepa identificar el derecho
válido, aunque discrepen sobre cómo interpretara y aplicar las normas jurídicas
así identificadas sin dudas.
3. En su polémica con Raz en “La
justicia con toga”, dice Dworkin (p. 224) que, al menos en las “democracias
modernas”, “[N]i siquiera asumimos que aquellas leyes que nos parecen
perfectamente válidas y legítimas excluyen y reemplazan las razones subyacentes
que los creadores de esas leyes consideraron de modo apropiado al adoptarlas.
Más bien creemos que esas leyes establecen derechos y deberes que normalmente
triunfan ante esas otras razones. Las razones permanecen y, en algunas
ocasiones, necesitamos consultarlas para decidir si en circunstancias
particulares esas razones son tan extraordinariamente poderosas e importantes
que esa ley ya no debería triunfar. La Constitución de Estados Unidos (al menos
en la opinión de la mayoría de académicos) sólo permite al Congreso y no al
presidente actuando en solitario suspender la orden de habeas corpus, y los redactores de esta cláusula tuvieron
completamente en cuenta las razones que un presidente podía poseer para
suspender la orden por sí mismo. La mayoría de nosotros consideramos que la
Constitución es a la vez legítima y autoritativa. Pero muchos autores, sin embargo,
piensan tanto que Abraham Lincoln acertó moralmente al suspender el habeas corpus durante la Guerra Civil
como que éste actuó ilegalmente (…) Lincoln no negó la autoridad de la
Constitución al tomar su decisión: simplemente sopesó esa autoridad frente a
las razones contrapuestas del tipo que los redactores también tuvieron en
cuenta, razones que retuvieron su vitalidad. Lincoln juzgó que atendiendo a las
circunstancias estas últimas eran suficientemente fuertes como para vencer a
las anteriores”.
Lo que con
este ejemplo una vez más quiere Dworkin mostrar es que:
a) Las razones
morales de las normas forman parte del Derecho mismo, del sistema jurídico. Por
tanto, el sistema jurídico no está integrado solamente por las normas que
llamamos jurídico-positivas, ésas que aparecen escritas en la Constitución o en
tal o cual ley o reglamento, sino también por esas otras razones que son
razones morales.
b) Que cuando
esas razones morales de fondo del sistema jurídico pesan en un caso más que la
norma misma (véase el ejemplo de Lincoln que se acaba de citar) y, por eso, se
decide contra la norma, pero con base en tales razones morales, no se decide
contra derecho, sino en plena y congruente aplicación del derecho, del sistema
jurídico. Ello podrá ocurrir tanto cuando se decide contra “la letra” de una
norma, pero desde la razón moral subyacente a esa misma norma, como cuando se
decide contra “la letra” y la razón moral de una norma con base en las razones
morales de un conjunto normativo.
Con lo
anterior se apoya un tercer argumento, el esencial:
c) Que, por
tanto, la moral forma parte del sistema jurídico y, consecuentemente, no tiene
asidero la tesis positivista de la separación conceptual entre derecho y moral.
Como también ataca Dworkin la otra tesis esencial al positivismo, la del
carácter convencional del derecho, deberemos entender que esa moral que es
parte del sistema jurídico es una moral que no tiene carácter o naturaleza
convencional, sino que deberá estar anclada en algo distinto y más firme que
las convenciones sociales.
Retomemos la
comparación con los usos sociales y volvamos a aquellas dudas entre mi amigo
Miguel y yo sobre si debíamos saludar mejor o peor a nuestro colega Perico y si
debíamos o no invitarlo en el bar. Vaya usted a saber qué causas pueden
explicar el origen y las modalidades de los rituales de saludo o de las reglas
relativas a invitaciones, sobre eso hablarán y discutirán antropólogos,
historiadores, psicólogos sociales y otros de disciplinas de tal calibre. El
caso es que aquí y ahora está vigente aquella regla del saludo y aquella otra
de la invitación en el bar. Si yo quiero vulnerar esas reglas y justificar mi
actitud, buscaré razones que relacionaré con el fundamento o justificación
moral que las reglas en cuestión pueden tener o que para ellas podemos
reconstruir. Diré, por ejemplo, que la
razón de ser de que debamos saludarnos es que así se fomenta la cordialidad y
la simpatía entre los miembros del grupo, y con ello la disposición a cooperar
y ser solidarios, pero que con el que ya se sabe que es insolidario y
antipático no hay por qué saludarse, pues el saludo no tendría ahí razón de
ser, vista la regla desde tal fundamento. O defenderé que las invitaciones en
los bares constituyen una manera de compartir el dinero que uno tiene,
especialmente con los que no tienen o tienen menos, y de mostrar que todos
somos iguales y merecedores de respeto, pero que tan absurdo es compartir,
invitando, con el que jamás comparte, aunque tenga dinero, como pedir que
invite y comparta el que nada tiene.
A unas
prácticas (el saludo y la invitación) que socialmente rigen y que están
indudablemente basadas en usos y convenciones y cuya validez o vigencia no se
liga con razones ni morales ni de otro tipo (nadie dirá que la obligación
social del saludo estará vigente sólo mientras seamos capaces de fundamentarla
en algún tipo de razones justificatorias de su fondo o contenido), le he puesto
yo razones morales que parecen bien razonables, a fin de justificar mi
incumplimiento de las reglas en cuestión. Pero ¿quiere esto decir que la moral
es parte constitutiva y esencial, determinante, del sistema de reglas sociales
que conocemos como usos sociales o reglas del trato social, por lo que la
naturaleza última de tales reglas no sería ni la de reglas “positivas” ni la de
convenciones sociales, sino naturaleza moral, con el añadido de que no podemos
identificarlas como parte de tal sistema si no es con razonamientos morales? En
mi opinión lo que sucede es más bien que se usan razones morales para justificar
socialmente la vulneración o excepción individual y en casos concretos de las
reglas sociales, provocando así una especie de antinomia entre normas de
distintos sistemas normativos y justificando que nuestra conducta, aunque
violente la norma de un sistema normativo es acorde con la norma de otro y que,
además, es más meritorio personalmente dar preferencia a este otro, el sistema
moral. Pero que las razones morales sirvan para justificar (moralmente, claro)
la excepción a una norma del sistema jurídico o del sistema de usos sociales no
tiene por qué implicar que las razones morales sean parte constitutiva y
elemento identificador ineludible de los sistemas jurídicos o de usos sociales
y de sus concretas normas. Por las mismas, que estemos de acuerdo en que Lincoln
hizo moralmente bien al suspender la orden de habeas corpus o que se esté muy de acuerdo conmigo en que hago muy
bien en no saludar afablemente a Perico o al no invitarlo en el bar no equivale
a que se pueda afirmar que yo cumplo con el sistema de reglas del trato social
porque va de suyo que una regla del trato social no tiene validez dentro de ese
sistema si es inmoral ni, aun no siéndolo, no debe aplicarse en casos en que
conduzca a resultados injustos, tan injustos como que yo invite a Perico que es
más rico que yo y, además, un egoísta de tomo y lomo.
Si las razones
morales que podemos creer, aun muy razonablemente, que subyacen a una norma,
sea jurídica o sea de trato social, se consideran parte de la norma misma y
aptas para excepcionar la aplicación ya sea de esa norma o de otras del
sistema, en realidad los sistemas no tienen normas o éstas valen sólo
provisionalmente o superficialmente. Las únicas normas verdaderas y eficientes
y que deben ser consideradas son las razones de las normas. Pero como las
razones de las normas jurídicas o de trato social serían razones vinculadas a
normas morales, las únicas normas verdaderas y efectivamente reguladoras y
vigentes serían las normas morales. No hay más derecho que la moral cuando no
se consideran jurídicas más normas que las no inmorales y cuando se entiende
que la norma jurídica solo debe aplicarse si no es inmoral. En una tesitura
así, hagamos el experimento mental de suprimir de un plumazo la legislación y
nos encontraremos con que en ese sistema jurídico sin normas jurídico-positivas
las soluciones para los casos serían las mismas: las dictadas por la normas
morales. La única ventaja, si acaso, de legislar, es práctico-instrumental,
pues las leyes para los casos ordinarios fijan y resumen las soluciones que
dicta (con leyes o sin ellas) la moral, de modo que esas soluciones dictadas
por la moral pero que son jurídicas se tendrían que aplicar igualmente a ese
caso aun en defecto de ley.
[1]
Lo que no quita para que también podamos sostener que sí rigen ciertas
convenciones sobre cómo interpretar las normas jurídicas, convenciones que, por
ejemplo, determinan qué tipo de argumentos son admisibles al efecto y cuáles
no.
3 comentarios:
Por empezar por algún sitio:
- Eso de que las normas morales lo son por convención... un ejemplo: La ablación es una ley moral que se aplica en ciertas sociedades. No entiendo como pueden dar su conformidad las mujeres a que se les mutile de esa manera, ni tampoco creo que nadie les preguntara lo que les parecía el primer día que se pusieron a hacerlo...Esta norma moral, como todas, es fruto de la imposición, más o menos coercitiva, del poder. Olvidarse del poder cuando hablamos de sociedad es como olvidar la leche que hay antes del yogur.
Si la moral fuera natural, no habría más que una moral. Como si la religión fuera verdadera habría una y no dos mil. Por tanto, podemos decir que hay un sentimiento religioso, fruto de nuestro diálogo interior, pero muchas religiones y hay un sentimiento moral, fruto de la alteridad y del conflicto (somos animales políticos, gregarios) y muchas morales, pero en ningún caso son espontáneas o casuales y junto a ellas se presenta siempre el poder invadiendo la vida.
O algo así quería decir (es por no callar) Un saludo.
Donen sangre, por favor.
Gracias, profesor.
David.
Donen sangre, por favor, por favor.
Gracias, profesor, y perdone que aproveche su blog desde Madrid para hacer esta súplica.
Un abrazo.
David.
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