Ahora mi padre vive en con mi madre en la residencia en la que ella ha pasado los últimos cuatro años. Vuelven a estar juntos. Él lo sobrelleva con pesadumbre, soporta mal su propia postración, añora las perdidas energías, idas ayer mismo, como quien dice. Ella lo contempla con irónica conmiseración, con la mirada superior del que arribó primero al purgatorio -¿lo suprimen al fin?- y se adaptó antes.
El caso es que hace un par de días pasé la jornada en Gijón, compartí con los dos unos buenos ratos y saqué a mi padre a dar una vuelta y tomar “un vasu”. Lo que me sorprende es que se niega a tomar vino, no se atreve. Él, ¡dioses!, en qué vamos a parar, qué traicioneros los años, qué imprevisibles las edades. ¿Me ocurrirá a mí un día lo mismo y me volveré abstemio porque la muerte me deslumbre con su fulgor en el horizonte?
A lo que vamos. Mi padre me aprovecha para hablar, me cuenta recuerdos, la mayoría repetidos, recurrentes. Pero en esta ocasión, mientras íbamos en el coche, me narró una historia nueva. Trata de un primo de su peluquero. Desde hace años a mi padre, que es muy coqueto, le corta el pelo un barbero jubilado, de la familia de “los del Pollu”, puntualiza mi padre para no dejar lugar a confusiones. Ese peluquero va una vez al mes a recogerlo con su coche renqueante y su conducción arriesgada, sección tercera edad. Lo lleva a su casa más allá de la ciudad, lo pela y luego le enseña sus vacas y su huerta y le regala patatas, berzas, repollos... Dice mi padre que jamás ha visto a nadie adorar con tal pasión a unas vacas, y conste que él mismo las quiso mucho y conoció a bastantes locos del amor bovino.
Bien. Pues este peluquero tenía un primo que era, al tiempo, pariente de un tío político mío, marido de mi tía Viges, al que en Porceyo llamaban Manolo Puente, bebedor histórico del concejo de Gijón y reputado juerguista. Eso para que se vea que todos estábamos emparentados y nos conocíamos cuando éramos nación histórica y todavía no Promiscuidad Autónoma.
Aquel hombre, el primo del peluquero, se enamoró perdidamente de una vecina, con ardores incontenibles. La seguía, la imploraba, intentaba cortejarla, le ofrecía matrimonio, hacienda y descendencia, bebía por ella los vientos y parte de la producción anual de sidra. Y todo por nada. Ella lo rechazaba una vez sí y otra también, con determinación de fémina con carácter; no era su hombre, no era su destino, no colmaba sus anhelos de hembra en flor y matrona temperamental.
Una noche, el hombre, despechado, llegó a la puerta de la casa de ella. Cuentan que tenía una gran voz y que entonaba con arte. Se puso a cantar cuan alto podía, mirando a la ventana de la moza esquiva. Al parecer, cantó entera esa canción de nuestra tierra que dice “yo quise a una polesina y ella no me quiso a mí”.
Entera la cantó, toda. Luego, tomó la escopeta que había llevado consigo, se la puso en el pecho y se pegó un tiro.
Mi padre me lo contó sin emoción, incidentalmente, como una de tantas historias nuestras de vida, ansias y muerte. Después me recordó que debo avisar a su barbero para que pase a buscarlo la semana próxima.
El caso es que hace un par de días pasé la jornada en Gijón, compartí con los dos unos buenos ratos y saqué a mi padre a dar una vuelta y tomar “un vasu”. Lo que me sorprende es que se niega a tomar vino, no se atreve. Él, ¡dioses!, en qué vamos a parar, qué traicioneros los años, qué imprevisibles las edades. ¿Me ocurrirá a mí un día lo mismo y me volveré abstemio porque la muerte me deslumbre con su fulgor en el horizonte?
A lo que vamos. Mi padre me aprovecha para hablar, me cuenta recuerdos, la mayoría repetidos, recurrentes. Pero en esta ocasión, mientras íbamos en el coche, me narró una historia nueva. Trata de un primo de su peluquero. Desde hace años a mi padre, que es muy coqueto, le corta el pelo un barbero jubilado, de la familia de “los del Pollu”, puntualiza mi padre para no dejar lugar a confusiones. Ese peluquero va una vez al mes a recogerlo con su coche renqueante y su conducción arriesgada, sección tercera edad. Lo lleva a su casa más allá de la ciudad, lo pela y luego le enseña sus vacas y su huerta y le regala patatas, berzas, repollos... Dice mi padre que jamás ha visto a nadie adorar con tal pasión a unas vacas, y conste que él mismo las quiso mucho y conoció a bastantes locos del amor bovino.
Bien. Pues este peluquero tenía un primo que era, al tiempo, pariente de un tío político mío, marido de mi tía Viges, al que en Porceyo llamaban Manolo Puente, bebedor histórico del concejo de Gijón y reputado juerguista. Eso para que se vea que todos estábamos emparentados y nos conocíamos cuando éramos nación histórica y todavía no Promiscuidad Autónoma.
Aquel hombre, el primo del peluquero, se enamoró perdidamente de una vecina, con ardores incontenibles. La seguía, la imploraba, intentaba cortejarla, le ofrecía matrimonio, hacienda y descendencia, bebía por ella los vientos y parte de la producción anual de sidra. Y todo por nada. Ella lo rechazaba una vez sí y otra también, con determinación de fémina con carácter; no era su hombre, no era su destino, no colmaba sus anhelos de hembra en flor y matrona temperamental.
Una noche, el hombre, despechado, llegó a la puerta de la casa de ella. Cuentan que tenía una gran voz y que entonaba con arte. Se puso a cantar cuan alto podía, mirando a la ventana de la moza esquiva. Al parecer, cantó entera esa canción de nuestra tierra que dice “yo quise a una polesina y ella no me quiso a mí”.
Entera la cantó, toda. Luego, tomó la escopeta que había llevado consigo, se la puso en el pecho y se pegó un tiro.
Mi padre me lo contó sin emoción, incidentalmente, como una de tantas historias nuestras de vida, ansias y muerte. Después me recordó que debo avisar a su barbero para que pase a buscarlo la semana próxima.
1 comentario:
Dos cosas, ese enamorado en exceso al menos tuvo la decencia de no ser maltratador, ni asesino de la mujer que a él no le amaba, ahora bien, hace falta ser primo para suicidarse porque no te haga caso una mujer. Benditos sean los puticlubs.
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