27 abril, 2007

Formas y protocolos

El otro día me dio por pensar en asuntos de formas y protocolos. Me parece que en eso, como en tantas cosas, la llamada revolución del sesenta y ocho marcó la transición de un pasado oprobioso a un presente lamentable, supuso el paso de unas prácticas teñidas de un tradicionalismo rancio y de unas formas que iban perdiendo su anclaje en las mentalidades sociales, a un todo vale y tonto el último, que tampoco ha sido precisamente la panacea.
En el mundo político los vaivenes alcanzaron tintes grotescos. El bienintencionado igualitarismo y las ansias democratizadoras duraron exactamente hasta que los primeros representantes de aquella generación rupturista trincaron sillón y cargo. La evolución de la cazadora de pana y el tuteo general a los trajes de Hugo Boss, el chofer sumiso y la secretaria complaciente se produjo en un abrir y cerrar de ojos. Es muy significativo al respecto el resurgir del protocolo. Allá por los ochenta se apresuraron universidades e instituciones varias a organizar cursos de protocolo y a formar especialistas en la materia, con el propósito de que volviera a quedar claro en cada acto y ceremonia quién manda y dónde le toca estar a cada uno. Qué incidentes tan bonitos hubo en esos momentos en algunas universidades, por ejemplo, donde rector y presidente autonómico se disputaban presidencias de actos y hasta los centímetros que debía levantar el sillón de cada uno.
Las reglas de protocolo han variado su fundamento. Antes servían para la organización solemne de actos mediante los que las instituciones se legitimaban simbólicamente y se afirmaban en su especificidad y excelencia. Ahora el protocolo ya no sirve tanto a las tales instituciones como a sus ocasionales mandatarios, y lo que se quiere resaltar no es la valía de la institución como tal y el sentido de sus rangos y jerarquías, sino meramente la estatura crecida de los enanos que suelen gobernarlas. Por eso la participación en esos actos es menor y se da prioridad a la figura del espectador, al mirón que, aun siendo de la casa, contempla con ojos de espectador las galas que visten cuatro cantamañanas con ínfulas.
En resumen se podría decir que ha sido un bonito viaje que ha servido para que ya no manden los de siempre, pero gobiernen los nuevos cachorros con las mañas y las maneras de los de siempre; o peor, si se me apura, y conste que ninguna nostalgia cabe guardar de las tiranías sociales de antaño. Pero, hombre, al menos deberíamos haber conseguido que los mandarines de nueva hornada supieran las cuatro reglas, hablar con mínimo decoro y no creerse que sus cargos implican derecho de pernada. Es que, francamente, acaba uno haciéndose conservador por defecto, y eso ya es el colmo.
Tengo para mí que dentro de veinte años proliferarán los cursos y especialistas en cortesía y hábitos sociales, como ahora abundan los de protocolo, y todo lo que en las escuelas y las familias ya ni se usa ni se enseña –con las excepciones de rigor, por supuesto-, se echará de menos antes o después, y se descubrirá que las formas civilizadas no son una pesada imposición, sino una inteligente manera de relacionarse más gratamente y de disfrutar con mejor arte de los placeres de la vida.
Pero puede que ya sea tarde, no sé. Mi cabeza andaba en tales elucubraciones y resulta que ayer asistí a los actos que en mi universidad se celebraban con ocasión de la festividad del patrono. Definitivamente debe de ser un problema de mi edad –aunque tampoco es tanta, rediez- y tal vez sea un servidor el que necesita un reciclaje. Pero me chocaban bastantes cosas. Se entregaban insignias a los que se doctoraron el pasado curso y los premios fin de carrera. Y, bueno, no es que haya que ir de levita o de vestido largo ni que sea imprescindible la corbata tan siquiera. Pero, hombre, aparecer en el evento como si hubiera estado uno revolcándose en un pajar o conduciendo un rebaño trashumante tampoco es plan, creo. Fue muy enternecedor, y cito sólo un caso, ver a aquella muchacha subirse al estrado a recoger su insignia de doctora con su camisetita y ese pantalón informal que dejaba ver por detrás unas bragas rojas de tipo enterizo, que ni tanga eran, ya metidos en gastos.
Llegó el instante solemne del rito en el que cuatro doctores nuevos, que representaban a la nueva promoción de tales, reciben de sus padrinos con cierta formalidad la medalla correspondiente y un abrazo protocolario. ¿Y qué pasó? A buena parte del público le dio la risa. Y uno no puede evitar un pensamiento triste, el de que esa gente que se dice académica considera, también ella, que todos estos actos, reconocimientos y símbolos son payasadas y que lo realmente normal es lo que hacen los tarados de El Gran Hermano o lo que gritan los cabestros con tetas que salen en Aquí hay tomate y heces similares. Y puede que por ahí debieran ir los tiros. Voy a proponer que alguna cadena televisiva organice un Gran Rector o que otra emita en la sobremesa La isla de los catedráticos o un Aquí hay birrete en el que rectores y vicerrectores varios griten, se saquen trapos sucios y se acusen de andar metiéndose mano por los pasillos o de ser pichicortos. A lo mejor es esa la manera de que la sociedad vuelva a tomarse la universidad en serio. Y, de paso, algunos confirmaríamos unas cuantas sospechas.

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