24 febrero, 2008

Llamo a las llamas. Por Francisco Sosa Wagner

Ahora que nos encontramos en plena campaña electoral, se impone huir de sus tópicos como gato escaldado y refugiarse en la lectura. Como hay centenares de editores y de escritores que están deseando colocarnos sus creaciones, lo bueno es dejarse llevar y acudir a su llamada.
Lo malo es que para comprar un libro es preciso recurrir a una librería o enredar por internet. ¿Qué es lo que se siente entonces, no bien iniciamos ese trance? Vértigo, una suerte de mareo ante la oferta desparramada que se amontona en los anaqueles. Me estoy refiriendo al amante de los libros, a quien piensa que en ellos se encuentra la parte de la vida que no podemos vivir, no por supuesto a quien vegeta de espaldas a la letra impresa engolfado en necedades.
Ahora bien, para el bibliófilo la entrada en una librería es tortura parecida a la que sufre la víctima del colesterol y el ácido úrico cuando entra en una charcutería: allí las ofrendas de los chorizos, los jamones, la sobrasada, ponen cerco a sus ojos glotones que vuelan desalentados de un producto a otro, imitando a esas oscuras voces que nos llaman desde lugares solitarios o a esos sueños que siempre se vuelven a soñar y que se confunden con el mismo despertar.
También recuerda al sufrimiento del rijoso a la puerta de un camerino de bailarinas por donde entran y salen las artistas como mariposas de papel que buscan su sitio bajo el sol alto de la danza.
El desconcierto del buscador de libros y su agitación se asemeja en fin a la del amante que tropieza en unos de esos ojos que se nos clavan como alfileres porque nos conducen a su encrucijada de misterios.
¿Qué hacer ante los disparos que proyectan sobre nosotros miles de libros y que nos pillan solos, cegados por los resplandores del fuego abierto, perdidos como un “sinpapeles” que pide la caridad de un salvavidas que nos auxilie en la batalla?
Una solución sería dotar a los libros de una orientación parecida a la de los productos que compramos en los supermercados que nos advierte el porcentaje de grasa de cerdo, de proteínas, de carbohidratos, etc. En los libros se debería informar de otros componentes y así pondríamos tanto de sexo, tanto de aventura, tanto de amoríos, tanto de imaginación, tanto de plagio. ¿No sería esta una buena aguja de marear, una brújula elemental pero eficaz?
Otro sistema sería volver al Índice de libros prohibidos. El más conocido es el de la Iglesia católica que llegó a contener miles de títulos pero las autoridades civiles no han andado a la zaga de las persecuciones papales y han organizado a lo largo de la historia sus propios índices para albergar en ellos sus fantasmas hasta llegar a las quemas de libros por los nazis en Berlín o por los comunistas en Moscú en los años treinta.
¿Quién duda de la virtud de este método para orientar al lector despistado? Si el “Elogio de la locura” de Erasmo de Rotterdam se vendió por toda Europa se debió a que fue objeto del dicterio de los padres conciliares de Trento. La verdad es que Erasmo tuvo mucha suerte porque en su auxilio para el negocio vinieron también los luteranos quienes se apuntaron al deporte de perseguir al holandés y a aquella ironía tan suya que él bruñía como a la plata.
En la actualidad, los versos satánicos de Rushdie han alcanzado en Occidente cifras mágicas de venta gracias a que en los países musulmanes fueron prohibidos y se quemaron en la plaza pública junto a la efigie del autor.
No veo pues más solución para hacer una caridad al lector ansioso que el índice o las llamas. Sueño ya con ver mis obras perseguidas por el Arzobispo o el Consejero de Cultura y ardiendo en una noche de botellón entre los gritos sin alma de las hordas.

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