Las abuelas de mi pueblo decían a las muchachas aquello de “tú hazte valer, hija”. El significado de la expresión es más complejo de lo que a primera vista parece. No es sólo ni principalmente una invitación a la virtud moral que de las damas se pretendía frente a los varones, tenidos por acosadores y zafios, igual que ahora se nos sigue considerando por las nuevas abuelas refunfuñonas y sin nietos. No, también quería decir que las chicas no debían ser fáciles para el primero que pasara, que convenía que se mostraran al alcance sólo de quien por su esfuerzo y sus méritos realmente las mereciera. Nada de sucumbir al halago elemental o al ruego apresurado.
Bueno, pues no estaría de más que los profesores de universidad aplicáramos estrategias similares. Perdemos el culo (con perdón) porque nos llamen para cosas, nos mencionen en papeles, nos convoquen para los eventos más variopintos. Por muchos de esos asuntos no se nos paga ni cuentan como mérito para nada, sólo nuestra vanidad nos impulsa a decir que sí e irnos para allá moviendo la colita. Nos cuesta tiempo, viajes, conversaciones inútiles, papeles inverosímiles, pero no decimos que no. ¿Por qué? No sé cuál será la razón profunda, más allá de esa tonta vanidad, pero sí tengo claros los efectos que así provocamos: se nos toma por el pito de un sereno. Habría que ver qué pasaría si un día nos plantáramos.
Pensemos, a título de buen ejemplo, en los tribunales de tesis doctoral. Juzgar con seriedad una tesis da su trabajo y lleva su tiempo. Uno tiene que leerse el tocho, buscarle las vueltas, componer y fundar su juicio. Sí, ya sé, no es que acabe de caer de un guindo: la mayoría de los que integran tribunales de tesis no las leen, todo lo más echan un vistazo apresurado a la introducción, las conclusiones y la bibliografía. Estoy seguro de que cientos de veces habrá ocurrido que un doctorando se pase cinco o seis años elaborando con esmero su investigación para que, a fin de cuentas, no lea el resultado ni el propio director ni ninguno del tribunal. Y aquí rige otra ley con pocas excepciones: cuanto más prestigioso el integrante del tribunal, más probable que no mire una línea. Ser importantísimo sirve para eso, para que tu mera presencia te justifique, para que con tu body baste. "Es que en mi tesis estuvo Don Leoncio, fíjate tú". "Uy, qué envidia".
Pero pongamos que alguien se quiere tomar en serio dicha labor, pues casos hay. La compensación es mínima, pues es trabajo que propiamente no se remunera. Es un alto honor, se supone. O más correcto sería decir que lo era. En estos tiempos te convocan en ocasiones para juzgar tesis excelentes, pero otras veces es puro embolao y favor para hacer con la nariz tapada. “Que mira, que tengo aquí una tesis que hizo un chaval que es muy buena persona y muy trabajador, pero se le acaba la beca, quiere casarse con una australiana e irse a vivir a Sydney y, además, anda deprimido. La tesis no es gran cosa, pero yo creo que en este caso es justo levantar un poco la mano y te agradecería que vinieras al tribunal y que no fueras muy duro”. En esos términos te llama el director. Si dices que no, pierdes un amigo y aumentas tu fama de ogro pretencioso; si dices que sí, contribuyes al descrédito creciente del título de doctor y a la mengua de tu autoestima. Lo del honor que te hacen al nombrarte juzgador de menesteres doctorales habría que verlo caso por caso. Hoy en día y en muchas ocasiones, el mero honor no te compensa ni el trabajo ni el ejercicio de tragaderas. Y una cosa en voz bien alta y sincera, para que nadie se me moleste: YO TAMBIÉN HE PEDIDO ESOS FAVORES. Ahora me arrepiento, sí, pero los he pedido y me los han concedido buenos colegas y amigos. Así que el que esté libre de falta, que se acredite.
Pero hay más, ya para rizar el rizo. Te proponen para un tribunal y, de propina, te piden que rellenes unos papelajos donde has de justificar tu propia ideoneidad como juzgador. Al final es como su tú fueras el interesado, el que hace una petición y debe justificarla. Todo para que una misteriosa comisión de doctorado de alguna parte evalúe si eres apto o no. Siempre van a decir que sí, pero tú has perdido dos horas con el recorta y pega para el enésimo modelo de curriculum que te solicitan y buscando razones por las que se supone que sirves para calificar esa tesis. Es decir, encima de que vas de gratis, pones la cama y das las gracias al acabar la faena. Raro, raro, raro. Busconas bien desesperadas parecemos.
Bueno, pues no estaría de más que los profesores de universidad aplicáramos estrategias similares. Perdemos el culo (con perdón) porque nos llamen para cosas, nos mencionen en papeles, nos convoquen para los eventos más variopintos. Por muchos de esos asuntos no se nos paga ni cuentan como mérito para nada, sólo nuestra vanidad nos impulsa a decir que sí e irnos para allá moviendo la colita. Nos cuesta tiempo, viajes, conversaciones inútiles, papeles inverosímiles, pero no decimos que no. ¿Por qué? No sé cuál será la razón profunda, más allá de esa tonta vanidad, pero sí tengo claros los efectos que así provocamos: se nos toma por el pito de un sereno. Habría que ver qué pasaría si un día nos plantáramos.
Pensemos, a título de buen ejemplo, en los tribunales de tesis doctoral. Juzgar con seriedad una tesis da su trabajo y lleva su tiempo. Uno tiene que leerse el tocho, buscarle las vueltas, componer y fundar su juicio. Sí, ya sé, no es que acabe de caer de un guindo: la mayoría de los que integran tribunales de tesis no las leen, todo lo más echan un vistazo apresurado a la introducción, las conclusiones y la bibliografía. Estoy seguro de que cientos de veces habrá ocurrido que un doctorando se pase cinco o seis años elaborando con esmero su investigación para que, a fin de cuentas, no lea el resultado ni el propio director ni ninguno del tribunal. Y aquí rige otra ley con pocas excepciones: cuanto más prestigioso el integrante del tribunal, más probable que no mire una línea. Ser importantísimo sirve para eso, para que tu mera presencia te justifique, para que con tu body baste. "Es que en mi tesis estuvo Don Leoncio, fíjate tú". "Uy, qué envidia".
Pero pongamos que alguien se quiere tomar en serio dicha labor, pues casos hay. La compensación es mínima, pues es trabajo que propiamente no se remunera. Es un alto honor, se supone. O más correcto sería decir que lo era. En estos tiempos te convocan en ocasiones para juzgar tesis excelentes, pero otras veces es puro embolao y favor para hacer con la nariz tapada. “Que mira, que tengo aquí una tesis que hizo un chaval que es muy buena persona y muy trabajador, pero se le acaba la beca, quiere casarse con una australiana e irse a vivir a Sydney y, además, anda deprimido. La tesis no es gran cosa, pero yo creo que en este caso es justo levantar un poco la mano y te agradecería que vinieras al tribunal y que no fueras muy duro”. En esos términos te llama el director. Si dices que no, pierdes un amigo y aumentas tu fama de ogro pretencioso; si dices que sí, contribuyes al descrédito creciente del título de doctor y a la mengua de tu autoestima. Lo del honor que te hacen al nombrarte juzgador de menesteres doctorales habría que verlo caso por caso. Hoy en día y en muchas ocasiones, el mero honor no te compensa ni el trabajo ni el ejercicio de tragaderas. Y una cosa en voz bien alta y sincera, para que nadie se me moleste: YO TAMBIÉN HE PEDIDO ESOS FAVORES. Ahora me arrepiento, sí, pero los he pedido y me los han concedido buenos colegas y amigos. Así que el que esté libre de falta, que se acredite.
Pero hay más, ya para rizar el rizo. Te proponen para un tribunal y, de propina, te piden que rellenes unos papelajos donde has de justificar tu propia ideoneidad como juzgador. Al final es como su tú fueras el interesado, el que hace una petición y debe justificarla. Todo para que una misteriosa comisión de doctorado de alguna parte evalúe si eres apto o no. Siempre van a decir que sí, pero tú has perdido dos horas con el recorta y pega para el enésimo modelo de curriculum que te solicitan y buscando razones por las que se supone que sirves para calificar esa tesis. Es decir, encima de que vas de gratis, pones la cama y das las gracias al acabar la faena. Raro, raro, raro. Busconas bien desesperadas parecemos.
¿Se imaginan el fontanero al que le dicen que ha sido propuesto para reparar una cañería gorda del edificio, pero que no le pagan más que la dieta del día? Él puede decir que sí por solidaridad o porque es generoso, pero le añaden: “Ah, pero háganos un informe con un abstract en inglés para convencernos de que es usted el fontanero idóneo para esa labor gratuita”. ¿Qué les diría? ¿Por qué no decimos nosotros eso mismo? Pues porque somos unos mataos y unos lelos, por qué va a ser. Porque no nos hacemos valer
1 comentario:
Los profesores hace tiempo que no nos hacemos valer y nos han tomado la medida. Los sindicatos sólo se preocupan de las masas y las élites, por definición, no pueden ser masa. ¿A quien le puede importar los mejores? A nadie porque no sirven para nada. Además está instalado en el subconsciente colectivo que "si aquí estás es porque no puedes estar en otro sitio". Si estás en este país y eres físico, químico, médico, biólogo, es porque no sirves para estar en otro sitio, porque la física, la química, la medicina y la biología de altura se hacen en los países de altura. Ese aquí se aplica también al contexto doméstico: si estás aquí es porque no puedes estar allí que es una universidad más grande y "más mejor" como dicen en Granada. Tenemos asumido un substrato de creencias que nos han hecho polvo en los dos últimos siglos y nos lo siguen haciendo.
La mayoría hace lo que dices porque "hoy por ti y mañana por mi" y hay que sacar las tesis de cada uno cuando toque y con los que toque. ¡Menuda bronca montaron los rectores cuando en 2003 el PP propuso una "evaluación externa" de las tesis antes de pasar al tribunal! Y quedó en lo que quedó. Simplemente no pasa nada porque las ventas están garantizadas. Nada más cómodo que una empresa que no puede quebrar. Y eso son las universidades: empresas que no pueden quebrar, hagan lo que hagan, fabriquen lo que fabriquen, vendan lo que vendan...
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