22 febrero, 2008

Neoconstitucionalismo. III.a.

No ha habido tiempo para escribir nada nuevo ayer ni meterse con nadie. Así que a esta hora tempranera va post larguísimo para colegas de Derecho y masoquistas en general. Es un trocillo más del trabajo en curso sobre neoconstitucionalismo. Como ya habrán visto los lectores más osados y ociosos, me gusta poco dicha corriente, salida del complejo académico-judicial para ir haciendo de los jueces los jefes mientras sean de los nuestros, y para pararles los pies con nuestra personal lectura de la Constitución "axiológica" cuando sean de los otros.

Suelen los llamados neoconstitucionalistas repetir ideas y frases enteras de las que en 1958 y en Alemania expresaron Günter Dürig, en la teoría, y el Tribunal Constitucional Alemán en su sentencia del caso Lüth. Eso analizamos críticamente y para que conozcamos todos un poco mejor ese contexto originario y con quien nos las habemos.

Alguna servidumbre del servidor hace que no me entre aquí entero este capítulo. Así que lo parto en dos notas separadas, ésta y la de más arriba.

Más tarde hablamos de otros asuntos, de cosas normales para gentes como es debido.

Para el neoconstitucionalismo, la muy relevante presencia de ese tipo de normas, que conformarían la constitución material o axiológica, implica que las constituciones tienen su parte central o su pilar básico en un determinado orden de valores, en una determinada moral.

La idea de que la Constitución tiene su esencia o sustancia principal en un orden de valores, del que es plasmación y al que traduce a supremo Derecho, tiene ya cierta antigüedad, pues halló su más rotunda y clara expresión a fines de los años cincuenta del siglo XX en la doctrina y la jurisprudencia constitucional alemanas. A este respecto hay que mencionar muy destacadamente el comentario que en 1958, en el tratado de Maunz/Dürig, escribió Günter Dürig[1] al artículo 1 de la Ley Fundamental de Bonn, y la sentencia que en el mismo año pronuncia el Bundesverfassungsgericht en el caso Lüth. Resumamos brevemente ambas aportaciones[2]. Luego veremos también los antecedentes del neoconstitucionalismo en la Jurisprudencia de Valores, alemana igualmente.

El comentario de Dürig comienza con un párrafo ya bien significativo: “En la conciencia de que la vinculatoriedad y la fuerza obligatoria de una Constitución también y en última instancia sólo puede fundarse en valores objetivos, el legislador constitucional, una vez que la referencia a Dios como el origen de todo lo creado no pudo ser mantenida, ha hecho profesión de fe en el valor moral de la dignidad humana. Mediante tal asunción del valor moral de la dignidad humana en la Constitución positiva, este valor se ha hecho al mismo tiempo (precisamente desde el punto de vista del derecho positivo) valor jurídico, de manera que su consideración jurídica (reconocidamente difícil, pero no inusual) es mandato jurídico-positivo”[3].

Desde el principio insiste Dürig en que un valor así existe por sí mismo y atribuye, por sí y al margen de cualquier juicio o transacción, a los seres humanos una propiedad moral irrenunciable e ineliminable. El carácter absoluto de tal valor moral hace que, una vez que el derecho positivo constitucional lo ha recogido, rija como obligación absoluta para el Estado de evitar toda mácula de la dignidad humana, y de ahí que haya de protegerlo también en lo referido a las relaciones interpersonales en la sociedad y no sólo respecto de las actuaciones directas del propio Estado (M-D. Art. 1 Abs. I, nm. 3). De esta tesis nacerá la Drittwirkung o efecto horizontal de los derechos fundamentales, por obra de la sentencia del Bundesverfassungsgericht en el caso Lüth.

Lo que en el artículo 1 se ha recogido es “el más alto principio constitutivo de todo derecho objetivo” (M-D. Art. 1 Abs. I, nm. 4). Lo que así se dispone es la “base para un completo sistema de valores” (M-D. Art. 1 Abs. I, nm. 5). Como es difícil fundar en la enunciación de ese solo valor todo un sistema de pretensiones, dicho valor se ha desplegado y subdividido en los derechos fundamentales particulares, por obra del apartado II del artículo 1[4]. Eso tiene dos consecuencias: esos derechos fundamentales poseen valor puramente declaratorio en el texto constitucional, pues son emanación de ese valor dignidad reconocido en el primer enunciado de la Constitución; y, porque surgen de la dignidad, y sólo por eso, tales derechos tienen un contenido necesario (M-D. Art. 1 Abs. I, nm. 6). El apartado III de ese artículo 1[5], “actualiza” dichos derechos humanos (Menschenrechte) como “derechos fundamentales” (Grundrechte), convirtiéndolos en “derechos públicos subjetivos”, pero “sin quitarles su contenido preconstitucional[6]” (M-D. Art. 1 Abs., I nm. 7). Cuando el art. 19 de la Constitución fija la obligación de respetar en todo caso el “contenido esencial[7]” (Wesensgehalt) de esos derechos, se está dando forma positiva a esa “decisión valorativa previa”: la de entender que esos derechos anteceden al Estado mismo y a todo derecho positivo y que, por ello, no pueden ser objeto de disposición previa por el Estado (M-D. Art. 1 Abs. I, nm. 7). Lo mismo significaría su protección frente a la reforma constitucional, a tenor del artículo 79 III: quedan protegidos frente a cualquier mayoría posible pues su radical indisponibilidad tiene que ver con su prepositividad.

Según Dürig, lo que los artículos 2 y siguientes hacen es desarrollar más precisamente ese contenido que ya está por entero presente en el art. 1.I, y tal desarrollo[8] se da dividido en derechos de libertad y derechos de igualdad. Y aquí otra vez esa relación de más a menos general. El supremo derecho de libertad, primera concreción de la libertad y núcleo desarrollado en las demás libertades, es el presente en el art. 2.I, el derecho al libre desarrollo de la personalidad (M-D. Art. 1 Abs. I, nm. 11).

En cuanto a los derechos de igualdad, son todos desarrollo o despliegue del “derecho principal de igualdad” contenido en el art. 3. I[9]. Ese derecho funciona como “lex generalis” respecto de los demás derechos de igualdad recogidos bajo la forma de concretas normas constitucionales positivas.

Tanto aquel derecho generalísimo de libertad del art. 2. I como este derecho generalísimo de igualdad del 3. I guardan en sí los contenidos tanto de esos otros concretos derechos que son meras concreciones de esos dos, como capacidad para rellenar cualquier laguna en el sistema de derechos, respectivamente, de libertad y de igualdad. A lo que se suma que han de guiar la interpretación de esos concretos derechos positivados de libertad y de igualdad, pues ninguna interpretación de éstos puede contradecir esos contenidos materiales objetivos de la libertad y de la igualdad en aquellos dos artículos recogidos (M-D. Art. 1 Abs. I, nm. 11). Pocas veces podremos ver mejor y más coherentemente reflejado ese planteamiento antipositivista de las normas constitucionales de derechos, planteamiento que luego se apropiará el neoconstitucionalismo. Por debajo de los enunciados constitucionales de derechos está un sistema completo de valores, con su jerarquía. Esa jerarquía tiene en su vértice la dignidad y en su escalón inmediatamente inferior, como primeras concreciones de ese valor omniabarcador y generalísimo, la libertad y la igualdad. El contenido de los sucesivos derechos constitucionales no puede ser otro que el dictado desde esos valores “objetivos”; más aún, también son contenidos constitucionales necesarios aquellos que sean despliegue ineludible de tales valores presentados en los arts. 1, 2. I y 3. I, de forma que: a) hay más derechos constitucionales que los plasmados en el resto de los enunciados de derechos o subsumibles bajo ellos desde un punto de vista semántico; c) en el sistema de derechos, por tanto, no hay lagunas y todo lo que sea desarrollo de la dignidad tendrá su conrrespondiente derecho fundamental, lo recoja expresamente o no la Constitución; c) el sentido que a esos enunciados puede darse, sea cual sea su grado de indeterminación o sean cuales sean los significados posibles de sus palabras, semántica usual en mano, viene limitado por la compatibilidad con el contenido objetivo de esos valores superiores.

Perdidos en esos pantanos infestados de valores, el razonamiento se hace sumamente curioso, y así se aprecia en Dürig. En puridad, si el art. 1, con su derecho a la dignidad, acoge en sí ya todos los derechos, sus ulteriores concreciones son propiamente prescindibles, pues los derechos de la Constitución serían los mismos aunque fuera el art. 1 la única cláusula de derechos. Pero, una vez que existen aquel derecho principal de libertad del art. 2. I y el principal de igualdad del art. 3. I, es el art. 1 el que resultaría igualmente prescindible. Ha reaparecido el pensamiento genealógico que fuera propio de la más radical Jurisprudencia de Conceptos. Dice Dürig que no es pensable ningún caso en que un atentado estatal contra la dignidad no quede abarcado o por aquel derecho principal de libertad o por aquel otro de igualdad, sin que por ello sea necesaria la construcción del derecho de dignidad del artículo 1 como derecho público subjetivo (M-D. Art. 1 Abs. 1 nm. 13).

Ahora bien, ¿de dónde viene el contenido necesario de esos valores que son “objetivos” y cuyo papel no es meramente formal, como categorías a rellenar contingentemente, sino de determinación “material” de los contenidos posibles de la ley? Dürig no se oculta, aunque suela explayarse más bien a pie de página. Se trata de la ética cristiana, presente en el iusnaturalismo cristiano. Sus razonamientos a este respecto son bien curiosos. Mantiene que “no se debería debatir sobre los conceptos de esa impregnación valorativa” y que se puede afirmar que el art. 1 es la plasmación del iusnaturalismo moderno. En la Ley Fundamental no se apreciaría ninguna discrepancia entre iusnaturalismo cristiano y iusnaturalismo profano. Pero “nadie es mal jurista si para la interpetación del derecho prepositivo y preestablecido que en la Constitución es recibido utiliza específicamente la doctrina moral cristiana”. Además –y aquí lo más espectacular, casi esperpéntico del razonamiento- la idea cristiana del derecho natural está en sintonía con aquellos contenidos del derecho natural profano que sean validos, sin que por eso se quiera dar por bueno el derecho natural profano en su conjunto. En realidad, y según nuestro autor, apenas puede hallarse ninguna moderna idea laicista de los valores que no tenga su origen en el pensamiento valorativo del cristianismo. Y, por si nos quedan dudas de que los contenidos axiológicos del art. 1.I de la Ley Fundamental son los que son, y son los preestablecidos en la moral cristiana, pone Dürig un ejemplo: sin duda contrario a la idea de dignidad de toda persona es el aborto[10]. ¿Admitirían esto todos los neoconstitucionalistas? ¿O cada uno lo admitirá o no según el sistema de valores con que él “cargue” las claúsulas valorativas de la Constitución, si bien pretendiendo que esos valores no son los que a él le convencen más, sino los verdaderos, los mejores y los que objetivamente la Constitución, por tanto, está asumiendo? Dürig al menos tiene la honradez y la valentía de poner sus cartas morales sobre la mesa, aunque sea a pie de página.

Mención aparte merece la idea de Dürig, que maneja también el Bundesverfassungsgericht en su Lüth-Urteil, de que el mandato de respeto a la dignidad humana no se plantea sólo frente a los posibles atentados del Estado contra la misma, sino que también rige en las relaciones entre particulares, debiendo los órganos del Estado velar porque en las relaciones jurídico-privadas la dignidad no se vea dañada. Obviamente, serán los jueces los que, en nombre de la dignidad, tendrán que excepcionar la aplicación del principio de autonomía de la voluntad o cualquier otra regla de derecho privado que se use con esos fines o esos resultados de menoscabar la dignidad. Estamos hablando, obviamente, del llamado Drittwirkung o efecto frente a terceros de los derechos fundamentales. Pero aquí hay que distinguir dos cosas que a menudo se entremezclan. Una, si los derechos fundamentales también ponen límite a los contenidos posibles de las relaciones jurídicas entre particulares; hoy es prácticamente unánime la respuesta afirmativa a esta cuestión. Otra, distinta, es la de con qué grado de precisión pueden los jueces controlar el respeto a los derechos fundamentales en las relaciones entre particulares. Bajo una perspectiva positivista, se podría decir que en lo que los enunciados constitucionales de derechos no determinen funcionaría una especie de principio pro autonomía de los particulares, pues aquello que en la Constitución no queda precisado como límite no puede oponerse, como tal límite, por los jueces frente a la libertad de los individuos. Igual que en la dimensión vertical y en el control de constitucionalidad de la ley obraría el principio in dubio pro legislatore, en las relaciones jurídico-privadas operaría el de in dubio pro libertate. Esto, naturalmente, siempre que se crea, como suele creer el positivismo, que los jueces no tienen mejor manera que el propio legislador o que los propios particulares para saber cuál es la mejor concreción posible de un mandato constitucional de entre aquellos candidatos que no vulneran su tenor literal, visto en su contexto normativo, etc. Pero cuando se parte de que la Constitución es ante todo orden de valores, que el contenido de esos valores está plenamente presente, aunque sea comprimido, en alguna noción axiológica central, como la de dignidad, y que, en consecuencia, esa Constitución axiológica configura el contenido necesario o los límites axiológicos plenamente objetivos de cualquier relación jurídica, ya sea jurídico-pública o jurídico-privada, se estará propugnando, por pura coherencia, que el juez limite la autonomía del Estado o la de los particulares desde algo distinto y más profundo que la semántica, la sintaxis y la pragmática del texto constitucional: desde esos valores “objetivos” que son la esencia de la Constitución[11]. Así pues, no conviene confundir la admisibilidad de la Drittwirkung de los derechos fundamentales con el pretexto para dar, en nombre de los derechos fundamentales, cualquier contenido que el juez quiera a las relaciones jurídico-privadas. Porque, además, y para mayor complicación, la libertad también es un valor constitucional o un derecho fundamental o fundamentalísimo.

Seamos justos con las tesis de Dürig y, de paso, clasifiquemos el grado y la forma en que las cláusulas de derechos determinan las decisiones de los operadores jurídicos y hasta las decisiones admisibles de los particulares. Distingamos tres posturas. La primera sería la de la plena determinación y se podría adscribir, al menos en principio, a aquellos autores que sostienen la teoría de una única respuesta correcta para los asuntos jurídicos en que está implicada la moral de los derechos. La segunda sería la de quienes sostienen que la vinculación de los derechos a valores objetivos que forman el cimiento de la Constitución marca unos contenidos irrebasables, pues atentan contra tales valores, pero dejan ámbitos de disposición, aquellos que son indiferentes para el contenido esencial de tales valores. Dürig escajaría en esta postura: “para cada derecho fundamental en particular hay un límite valorativo absoluto, ante el que se detiene toda posibilidad de disposición por el Estado”. Ese límite está allí donde el valor jurídico de la dignidad humana resulta tocado. Desde ese valor de la dignidad se constituyen los contenidos intocables de los particulares derechos[12] (M-D. Art. 1 Abs. I, nm. 80). La tercera postura, a la que propenderán las teorías positivistas, entiende que, por mucho que sea indudable que a las constituciones y sus repertorios de derechos subyace una determinada moral histórica e históricamente tenida por verdadera o preferible, los límites de la disposición posible de los derechos vienen marcados por los límites del significado posible de los enunciados constitucionales y, todo lo más, esa moral que históricamente inspira puede ser uno más de los criterios de interpretación al optar entre interpretaciones posibles, pero no el determinante “objetivo” ni de la única solución correcta ni de un repertorio completo de soluciones descartables por materialmente incorrectas con independencia de que choquen o no con los enunciados constitucionales.

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