14 octubre, 2009

Padres e hijos

En el avión de vuelta a casa iba leyendo el artículo del sábado en El Mundo titulado “¿Qué hacemos con la violencia juvenil?”. Me puse a pensar en conversaciones de los últimos días en Colombia. Cuando con un amigo de allá salió el tema de lo difícil que se pone hoy en día el trato con los pequeñajos, más o menos a partir del tercer día después del alumbramiento, se empeñó, del modo más solícito, en ponerme en contacto con un psiquiatra que, al parecer, es un mago. ¿Un psiquiatra para quién?, le pregunté. Bueno, en principio para los niños, pero sobre todo os irá muy bien a los padres, me contestó. La concurrencia ratificaba lo muy conveniente de que los progenitores estén adiestrados en terapias para no hundirse ante las primeras agresiones y los reiterados desplantes de los hijos.
Me acuerdo de mi infancia y de mi padre. Mi padre nunca me puso la mano encima. Confieso que de niño y adolescente lo odié, tanto como lo amé cuando fui adulto y él se hizo viejo. Lo detestaba cuando me mandaba a pastorear las vacas y yo no podía seguir jugando o viendo en la televisión la película del sábado por la tarde. Lo maldecía para mis adentros cuando me hacía subir por aquellos caminos con un saco de patatas al hombro, al lado de él, que cargaba uno mucho mayor; o cuando me ponía junto con dos o tres adultos a cargar a paladas estiércol en un carro. Yo tenía diez, doce, catorce años. Otras veces había que ordeñar a mano y terminaba con un intenso dolor en los tendones de mis antebrazos. Yo maldecía internamente mi suerte y lo culpaba a él de mis padecimientos. Yo era un perfecto idiota, más tarde me di cuenta.
Mi padre jamás me pegó, ni siquiera me gritó nunca. Tampoco intentaba ser amigo ni colega. Recuerdo que, de bien niño, me molestaba mucho hablarle y que no me contestara. Quién sabe qué le preguntaría con mi voz infantil, pero él no me oía, andaba en sus pensamientos mientras trabajaba, creo que estaba concentrado, unas veces en la labor que tuviera entre manos y quién sabe si otras en recuerdos o ensoñaciones. Entonces yo me ponía a jugar a mi aire con lo que hubiera a mano, el perro, un conejo o una gallina, un viejo frasco encontrado en un cajón, un montoncito de piedras. Creo que así, niño solitario, aprendí a concentrarme y a no aburrirme nunca. Aún mantengo esa ventaja.
Ni mi padre ni mi madre me preguntaron jamás por los deberes de la escuela o el colegio, ni por las asignaturas o los profesores. Mi padre era un voraz lector de periódicos, pero nunca lo vi escribir nada que no fuera su lenta firma, creo que no había llegado a aprender. Él se indignaba con mi abuelo porque no lo había dejado ir a la escuela. Al final de cada curso, desde la escuela hasta el final de la universidad, los dos, padre y madre, me preguntaban qué tal habían ido las cosas. Yo les decía que había aprobado todo y una sonrisa tímida se dibujaba en sus rostros de tierra helada. Ése era mi premio y yo sabía que seguirían padeciendo madrugadas, rompiendo terrones y agrietándose las manos para que yo continuara por mi camino y pudiera abandonarlos. Ellos eran plenamente conscientes de que mi desapego de la tierra implicaba su propio desarraigo, se sabían los últimos de generaciones y generaciones amarradas al terruño y a las tradiciones del campo, ponían su esfuerzo para que en su hijo se consumara lo inevitable sin que tuviera después que maldecirlos.
Y qué que no me ayudaran con los deberes. Por fortuna no sabían, no estaban en condiciones de hacerlo, por fortuna. Los deberes eran míos y al cumplir con ellos no sólo aprendí responsabilidad, también respiré ternura, esa ternura salobre de percibir que con cada raíz cuadrada, cada declinación del latín o cada mapa me alejaba de ellos y rompía con su mundo. Qué bendición para mi vida que me forzaran a conocer amaneceres de niebla y de rocío, la música de las guadañas, la ansiedad de las azadas, la paciencia de las yuntas, la sed de los ganados, la sangre de las bestias sacrificadas para el alimento o el asueto sencillo de los labradores con las cartas. Qué privilegio descubrir para siempre que no hay más paraíso que el del sudor y el trabajo. Hoy sé todo eso que cuando joven aún no veía. Estúpida juventud.
Sí, maldije entonces, me rebelé mil veces para mis adentros, odié. Pero ni una palabra contra mis viejos y cómo se me iba a ocurrir levantarles la mano, insultarlos, gritarles, reclamarles derechos o prebendas. No era miedo de ellos lo que me retenía, no, era la convicción cierta de que me tragaría la tierra si lo hiciera, de que me devorarían los dioses guardianes del orden cósmico, que era el orden de la aldea, de que caerían sobre mí las desgracias y me triturarían como rompe el pedrisco la flor de los frutales. Mucho más tarde, ahora, sé que no era superstición ni miedo, capto que era una poética manifestación del amor, del amor a ellos, que era el mismo amor a las raíces. Porque para aprender a amar hay que tener raíces.
Y qué raíces puedo yo en este instante mostrarle a la pequeña Elsa, acosada por juguetes sin cuento, sitiada por las teorías educativas de sus mayores, bañada en la abundancia, ahíta de exquisiteces, ahogada por miedos ajenos y cuidados desmedidos. Pienso en mi padre, pienso en mi madre y me viene la esperanza de que Elsa aprenda de mis ausencias y mis viajes, de mi enfrascarme en los libros, de mi aversión a la molicie, de mi interna resistencia a colmarla de actividades extraescolares y técnicas para que mate el tiempo, para que el tiempo la mate. Puede que vaya captando lentamente en mi gesto y mi mirada que busco en ella la campesina tenaz que fue mi madre y el soñador valiente que fue mi padre y que confío en que un día se vaya, convencida y firme, a buscar sus raíces propias en la distancia y el en el aire, como un día me marché yo, como se está marchando su hermano. Y nada espero fuera de eso, nada; si acaso, que dentro de años me lleven flores y sonrían, como hago yo cada tanto en el cementerio de Ruedes, donde mis viejos siguen, tranquilos ya para siempre con sus recuerdos y sus nostalgias, que son también los recuerdos míos y mis nostalgias.

6 comentarios:

un amigo dijo...

Formidable -y pulcramente vertical, desde el pasado y hacia el futuro- carta de amor.

Bien se entiende que no busca plácemes en modo alguno - pero precisamente por eso es de rigor ofrecerlos.

Enhorabuena, y salud.

HVN dijo...

El problema de que ahora sea tan difícil lidiar con los hijos, y que no tengan respeto a nada, es muy en parte debido a lo que yo llamo la sociedad de la información. De hecho, esta se podría llamar a la Edad en la que estamos, más que Contemporánea, la Edad de la Información.

Antes se respetaba a los padres y eso, como bien dices, estaba ahí y no se cuestionaba. Ahora no es así, en parte por los mensajes subversivos que lanzan los medios continuamente y en parte porque los chavales ya saben que la justicia les arropa a toda costa. Esta sociedad de la información ha traido cosas muy buenas e interesantes (como los blogs por ejemplo) y malas como esta que se trata.

Y la solución no está en controlar la información, sino que el informante sea responsable.

elquebusca dijo...

Muy bueno el relato. Yo no estoy muy seguro de haberlo hecho bien con mis hijos. Es difícil educar. Aún sigo en ello.

Chuki dijo...

ha sido emocionante
Gracias

ungancho dijo...

Preciosa reflexión. Felicidades

AnteTodoMuchaCalma dijo...

¡Gracias, Toño!