Discúlpenme, pero hoy estoy por el texto íntimo y el desahogo. Otro día volveremos a hablar del Gobierno.
Creo que dejaré de beber alcohol cuando salgo por ahí. Últimamente, en cuanto me tomo dos o tres copazos me viene una depresión de órdago. Creo de verdad que es porque se me exacerba la sensibilidad y me crece la perspicacia. El licor me echa abajo ese tipo de explicaciones con que suelo conformarme para no desear andar por la vida armado con un par de lanzagranadas: que si todo el mundo es bueno, que si cada cual hace lo que puede, que si seamos tolerantes, que si quién es uno para juzgar, que si bastante tiene cada cual con arrastrar su cruz. Pamplinas, y como tal las percibo con la lucidez derivada del buen trago.
¿Y a qué conclusiones alternativas llego cuando voy más despierto y más atento a la selva en que vivimos? Pues más que nada, a que esta sociedad se está convirtiendo en una porquería. O quizá exagero y no es la sociedad, que qué sabe uno lo que será eso, sino el ambiente en que uno se mueve, lleno de profesores de medio pelo o de pelo completo, de burguesotes recién llegados que todavía no se lo creen y de funcionarios de colmillo retorcido y de nómina escondida debajo del colchón. Insufrible.
Afinemos el diagnóstico. Con las excepciones que haya que reconocer y refiriéndonos sólo a tendencias y promedios, ¿qué le pasa a la gente, o, al menos, a mucha de la gente que uno frecuenta? Pues que nos estamos convirtiendo en una tropa de mezquinos, descorteses, egoistones, desconsiderados, domesticados y cobardicas. Huy, ¿todo eso? Sí, queridos míos, no queda donde caerse muerto.
Enunciemos algunas tesis muy generales sobre la situación y luego ilustremos con un buen ejemplo para que resulte más divertido y morboso. Si tuviera que resumir en unas pocas notas más concretas lo que le pasa a la mayor parte de la gente que trato -a todos no, ojo; y seguro que lo que voy a decir se podría predicar de mí mismo en alguna o mucha proporción, eso no lo niego-, mencionaría muy destacadamente las que siguen:
1. Padecemos un ataque de avaricia. Avaricia grave. La gente lleva todo el día la mano en el bolsillo y no la saca ni a tiros. Mejor dicho, lleva las dos manos en los bolsillos, y, al menos cuando se trata de varones, con una se rasca los cataplines todo el rato y con la otra sujeta la billetera con el mismo celo con que los monos se agarran al plátano aunque les cueste no salir de la jaula en todo lo que les quede de mísera vida.
Me crié en un ambiente de bastante pobreza en el que el mayor descrédito de una persona era quedar por tacaño. Los paisanos se pegaban en el bar por pagar las rondas y las señoras agasajaban a las visitas caseras con los mejores manjares que tuvieran en sus despensas. Cuando alguien pasaba necesidad, acudía cada uno a ofrecerle lo que tuviera y cada préstamo o cada favor se devolvían aunque fuera la vida en ello. Como ahora, talmente. Conozco un buen puñado de personajes que presumen de tener en sus casas los aparatos electrónicos más sofisticados, las discotecas más al día, los libros nacionales y extranjeros recién salidos, todos. Se gastan, por consiguiente, un dineral cada mes. Pero, ay, vas un día con ellos a cenar o a tomar unas cervezas y siempre, siempre, el mismo cuento: mira, lo siento, no tengo más que cinco euros, si me invitas, otro día te correspondo yo, es que estoy que no llego a fin de mes y, para colmo, mi tarjeta de crédito se la comió el otro día un león en el circo, pues llevé a mi niño y... Y te cuenta lo del circo y sus hijos, mientras tu pagas las tres rondas anteriores y pides una ración de calamares, pues acaba de decirte tu amigo de la cofradía de la Virgen del Puño de Mono que huele muy rico y que tiene mucha hambre porque este mediodía se puso mala su abuela y no les dio tiempo a preparar la comida en casas. Mecachis en su abuela enferma y en todos sus muertos sanos.
Un día toca regalarle algo al compañero de trabajo o al vecino del quinto porque es su cumpleaños o porque se jubila o porque se va a Alaska a vivir con una foca. Primero todo el mundo está de acuerdo en que hay que regalar, pero nadie dice el regalo lo compro yo, adelantando el dinero. Bueno, pues tú o ese otro hermano tuyo que es igual de ingenuo o más dais un paso al frente y ponéis la pasta. Se celebra el evento, se entrega el presente, pasa una semana, pasan dos, y nadie, se acuerda de que te debe seis euros. Te tomas tres vinos y vas para allá y, hecho un valiente, se los reclamas a uno. Quien te para en seco con la siguiente parrafada: “Pues, chico, qué pena, es que hoy sólo salí de casa con los tres euros del bus, ya te lo doy mañana”. Y mañana es otro mes, hasta que te tomas otros vinos y esa vez el hijoputa salió hasta sin lo del bus, porque ahora hace el recorrido a pie para bajar esas grasas de cerdo que se le han puesto. Y yo tengo unas preguntas para las más sesudas mentes del país: ¿por qué la gente sale de casa sin dinero un día sí y otro también? ¿Por qué a tantos les dan calambres los cajeros automáticos? ¿Por qué, muy a menudo, los que se compran los coches más potentes, las cámaras de fotos con más pixeles y las casas con mayor jardín son los que más se resisten a invitar a un maldito vinillo o a poner el óbolo que les toca para los gastos comunes? ¿Hay entre esos dos datos una relación de causa a efecto o de estiércol a gusano?
Ah y otra más: ¿por qué la gente tiene en sus casas las neveras vacías? Mi madre, si hacía falta para hacerle los honores a una visita inesperada, mataba el gallo o sacaba las últimas chuletas del cerdo casero, conservadas en salazón. Ahora llegas a casa de alguien y te dicen: “Quieres una cerveza? Sólo queda una, pero podemos repartirla entre los cinco. Es que esta semana aún no hemos bajado al Alimerka”. ¿Y la comida? Para qué hablar. “Sólo nos quedan unos garbanzos estofados de anteayer, pero si queréis os los saco y hacemos unas tapas. Están buenísimos, aunque ya casi sólo es berza lo que hay. Es que, chica, si compras mucho de cada vez, luego te caduca en los armarios y es una pena. Otro día quedamos con tiempo y os preparo una fideuá que ya veréis qué rica, con gambas y todo”. ¿Gambas? ¿Gambas? Estás tú buena gamba, so zorra famélica.
2. Las malditas familias y los horribles matrimonios. Hijos se han tenido siempre, pero antes la gente hacía cosas. Ahora no, sólo hay hijos. Y algunos ni los tienen, pero se supone que los están fabricando con esmero y ya no cabe que diversifiquen su actividad, no vaya a despistarse el espermatozoide o a volverse tarumba el óvulo. En estos tiempos, la familia, y en particular los hijos, son el gran pretexto para que nos hagamos asociales. En todo lo que sea trabajar, echar una mano a alguien o gastarse diez euros para un homenaje a un amigo, el personal no puede por causa de los hijos. Por la mañana hay que llevarlos a fútbol, por la tarde a violín y por la noche es imprescindible rezarles el Jesusito de mi vida antes de que se duerman. Si lo que toca es cobrar algo o agenciarse un chollo, todo quisque puede dejar a los malditos vástagos en casa con la canguro o con los abuelos. Si no es para trincar un poco, la vida familiar se impone en medio de un aroma de amor rancio y abuso de menores.
En estos tiempos de igualdad feliz y variadas paridades, digo yo que sería viable que si, por ejemplo, la señora tiene una cena de los de su trabajo, el varón se quedara en casa con la descendencia; y que si es él el que ha de velar a un enfermo o yo qué sé qué, se podrá organizar el turno de la otra manera. Pues no. Con los niños tienen que estar siempre ambos, el papá y la mamá. Para que salga despierto y desenvuelto el chiquirrín, ya saben. Luego nos preguntamos por qué llegan a la adolescencia con esa pinta de gilipollas. Pues por los padres, por qué va a ser. Pero en el fondo son disculpas. Nos estamos haciendo autistas y perdiendo toda capacidad para la conversación tranquila o la fiesta compartida. Preferimos estar en casas cambiando pañales con un ojo puesto en alguna serie televisiva para retrasados. Así sea.
¿Y los matrimonios felices? Esas miradas de odio caducado, esos silencios, esas ganas de que se muera el consorte del que no te separas ni a tiros. Quien no se divorcia a cierta edad, ya no lo hace nunca. Y hace mal. Pero se acostumbran a vivir así, con una amargura que se les hace natural, de capa caída, resentidos, como si llevaran una herida abierta en las entretelas. Que cambien de pareja, rediez, que se larguen el uno y la otra y la otra y el uno, que recuperen otra vez el gusto por un revolcón guapo y por una conversación alegre a dos. Que el mundo no se acaba por cambiar de cajón y de casa los calzoncillos o las bragas, que hay vida después de esta muerte conyugal, que el cuerpo no merece este castigo y el alma no puede ser rehén eterno de este apocamiento.
Funcionan siempre igual esas parejas felices. Si uno de ellos se está divirtiendo, al otro empiezan a dolerle los juanetes o se le viene el recuerdo de que pasado mañana tienen que ir a ver a la tía del pueblo que anda un poco mala y que ya no pueden quedarse más y vamos, churri, que es muy tarde. Y otro de los síntomas de esa entrega sin remisión es que churri nunca responde pues vete tú y ya nos veremos en el infierno o pasado mañana donde la tía, sino que churri apura su vaso y se va con mansedumbre y un juramento de venganza en los ojos. El matrimonio, oh maravilla, la más antinatural de las instituciones, la menos equitativa, esa feliz desdicha, ese dolor que no se acaba.
3. La descortesía. A uno, que es más viejo de lo que se pensaba, por lo que se ve, le enseñaron en casa y en la escuela que no está bien mentar la soga en casa del ahorcado, ni mofarse del manco, al menos en su cara, ni ensañarse con la mala suerte del desgraciado. Y así. Y que hay que saber conversar, y que cuando alguien te cuenta algo que a él le parece importante se debe prestar algo de atención, y que no se interrumpe a los demás, y que no se habla a voces y que no hay que ponerse pesado haciendo que toda una mesa, por ejemplo, tenga que tragarse durante cinco horas ese maldito tema que es el único del mundo que a uno le interesa. Carajo, y ya puestos a pasar revista, otra cosa más, bien importante: conviene ponerse desodorante, que está barato y hace mucho apaño para que los demás puedan comer cerca de uno sin ciscarse en sus muertos ni preguntarse qué granja de cerdos caerá por las inmediaciones del bar.
Dejen que les confiese algo más, manías propias. En ocasiones, presa de la desesperación, me dedico a contar cuántas veces intento decir algo y cuántas me interrumpen mis interlocutores a grito pelado. He llegado a cifras altísimas y a pasarme horas sin poder colocar esa sencillita frase con la que quería resumir mi opinión sobre lo que se debatía. No hay manera, nadie escucha a nadie y todo el mundo da conferencias en las reuniones sociales. ¿Diálogo? Imposible, sólo ruido de besugos incontinentes y de narcisistas gritones. Insoportable.
Dejemos aquí esta enumeración de virtudes habermasianas y vamos con el ejemplo. Es real, les doy mi palabra. Me arriesgo a perder algún amigo, pero, ¿acaso importa, con la que está cayendo? Les cuento.
Hace cosa de unos meses, unos cuantos compañeros de antaño organizamos una comida de despedida para una profesora que cambiaba de universidad. Era en una universidad que no es la mía y en la que tenía yo buenas amistades por razones que ahora no importan. Fuimos pocos los comensales, pues, como ya sabemos, todo el mundo tiene niños que atender o abuelas que cuidar cuando no le hacen el homenaje a él o no le pagan un poco por asistir a lo que sea. Me tocó al lado el novio que ahora acompañaba a la homenajeada, el cual se pasó media comida castigándome la oreja con la siguiente frase afortunada: Fulanita (la fulanita era su pareja, para la que se había organizado el evento) sufre con este tipo de actos, no le gustan nada y ha venido a rastras. Mecagoenlosmuertos de la fulana y el fulano y en toda su puñetera tribu. Enfrente, una esposa castigadora le insistía al marido para que no se comiera la grasa del chuletón, y se lo decía con una saña que ha de hacer más mal que todo el colesterol del mundo, al tiempo que él, por lo bajinis, se acordaba de la mamá de ella y le lanzaba miradas de asco eterno. Reconfortante. A mi otro lado, todo un adulto, viejo conocido, la tomó con el póker por internet y se pasó la comida entera describiendo a voces sus partidas de la última semana. Creo que, de toda la mesa, era el único que sabía jugar al póker y, desde luego, el único al que le interesaban sus estúpidas partidas.
Después de la comida y de los presentes, desenvueltos con gesto de hastío y desgana por la destinataria de nuestras atenciones, nos fuimos unos pocos a tomarnos unas copillas. También estaban esa señora y su acompañante. Llegó la hora de pagar esa ronda. Todos quietos, rígidos, ausentes, estatuas. Era lógico que invitase ella, eso es bien cierto. Los habíamos invitado a los dos, a ella y a su maromo gagá, y le habíamos entregado a la dama un regalo hermoso. Y suena su voz, tenue, dulce: “Ay, no me he traído más que estos diez euros”. Y los lanza sobre la mesa. Añade: “Pepe, ¿tú tienes algo?” Y Pepe: “Vaya, pues no, ni un euro, lo gasté todo en la gasolinera al venir”. Después, y hasta que me largué a vomitar en casa, toda la conversación versó sobre los personajes de no sé qué programas de la víscera en Telahinco y otras cadenas teleinvasivas. Antes de que pasaran al tema siguiente que tocaba, los niños y la variedad de texturas de sus cacas, me largué, jurándome que jamás de los jamases volvería a acudir a una celebración de ésas. No lo he cumplido, pero reafirmo ahora mismo ante ustedes mi juramento. Me quiero ir a una isla desierta; o a la guerrilla, para matar mucho. Sólo eso. ¿Es tanto pedir? Total, a ustedes no les va a costar nada, así que tranquilos.
Creo que dejaré de beber alcohol cuando salgo por ahí. Últimamente, en cuanto me tomo dos o tres copazos me viene una depresión de órdago. Creo de verdad que es porque se me exacerba la sensibilidad y me crece la perspicacia. El licor me echa abajo ese tipo de explicaciones con que suelo conformarme para no desear andar por la vida armado con un par de lanzagranadas: que si todo el mundo es bueno, que si cada cual hace lo que puede, que si seamos tolerantes, que si quién es uno para juzgar, que si bastante tiene cada cual con arrastrar su cruz. Pamplinas, y como tal las percibo con la lucidez derivada del buen trago.
¿Y a qué conclusiones alternativas llego cuando voy más despierto y más atento a la selva en que vivimos? Pues más que nada, a que esta sociedad se está convirtiendo en una porquería. O quizá exagero y no es la sociedad, que qué sabe uno lo que será eso, sino el ambiente en que uno se mueve, lleno de profesores de medio pelo o de pelo completo, de burguesotes recién llegados que todavía no se lo creen y de funcionarios de colmillo retorcido y de nómina escondida debajo del colchón. Insufrible.
Afinemos el diagnóstico. Con las excepciones que haya que reconocer y refiriéndonos sólo a tendencias y promedios, ¿qué le pasa a la gente, o, al menos, a mucha de la gente que uno frecuenta? Pues que nos estamos convirtiendo en una tropa de mezquinos, descorteses, egoistones, desconsiderados, domesticados y cobardicas. Huy, ¿todo eso? Sí, queridos míos, no queda donde caerse muerto.
Enunciemos algunas tesis muy generales sobre la situación y luego ilustremos con un buen ejemplo para que resulte más divertido y morboso. Si tuviera que resumir en unas pocas notas más concretas lo que le pasa a la mayor parte de la gente que trato -a todos no, ojo; y seguro que lo que voy a decir se podría predicar de mí mismo en alguna o mucha proporción, eso no lo niego-, mencionaría muy destacadamente las que siguen:
1. Padecemos un ataque de avaricia. Avaricia grave. La gente lleva todo el día la mano en el bolsillo y no la saca ni a tiros. Mejor dicho, lleva las dos manos en los bolsillos, y, al menos cuando se trata de varones, con una se rasca los cataplines todo el rato y con la otra sujeta la billetera con el mismo celo con que los monos se agarran al plátano aunque les cueste no salir de la jaula en todo lo que les quede de mísera vida.
Me crié en un ambiente de bastante pobreza en el que el mayor descrédito de una persona era quedar por tacaño. Los paisanos se pegaban en el bar por pagar las rondas y las señoras agasajaban a las visitas caseras con los mejores manjares que tuvieran en sus despensas. Cuando alguien pasaba necesidad, acudía cada uno a ofrecerle lo que tuviera y cada préstamo o cada favor se devolvían aunque fuera la vida en ello. Como ahora, talmente. Conozco un buen puñado de personajes que presumen de tener en sus casas los aparatos electrónicos más sofisticados, las discotecas más al día, los libros nacionales y extranjeros recién salidos, todos. Se gastan, por consiguiente, un dineral cada mes. Pero, ay, vas un día con ellos a cenar o a tomar unas cervezas y siempre, siempre, el mismo cuento: mira, lo siento, no tengo más que cinco euros, si me invitas, otro día te correspondo yo, es que estoy que no llego a fin de mes y, para colmo, mi tarjeta de crédito se la comió el otro día un león en el circo, pues llevé a mi niño y... Y te cuenta lo del circo y sus hijos, mientras tu pagas las tres rondas anteriores y pides una ración de calamares, pues acaba de decirte tu amigo de la cofradía de la Virgen del Puño de Mono que huele muy rico y que tiene mucha hambre porque este mediodía se puso mala su abuela y no les dio tiempo a preparar la comida en casas. Mecachis en su abuela enferma y en todos sus muertos sanos.
Un día toca regalarle algo al compañero de trabajo o al vecino del quinto porque es su cumpleaños o porque se jubila o porque se va a Alaska a vivir con una foca. Primero todo el mundo está de acuerdo en que hay que regalar, pero nadie dice el regalo lo compro yo, adelantando el dinero. Bueno, pues tú o ese otro hermano tuyo que es igual de ingenuo o más dais un paso al frente y ponéis la pasta. Se celebra el evento, se entrega el presente, pasa una semana, pasan dos, y nadie, se acuerda de que te debe seis euros. Te tomas tres vinos y vas para allá y, hecho un valiente, se los reclamas a uno. Quien te para en seco con la siguiente parrafada: “Pues, chico, qué pena, es que hoy sólo salí de casa con los tres euros del bus, ya te lo doy mañana”. Y mañana es otro mes, hasta que te tomas otros vinos y esa vez el hijoputa salió hasta sin lo del bus, porque ahora hace el recorrido a pie para bajar esas grasas de cerdo que se le han puesto. Y yo tengo unas preguntas para las más sesudas mentes del país: ¿por qué la gente sale de casa sin dinero un día sí y otro también? ¿Por qué a tantos les dan calambres los cajeros automáticos? ¿Por qué, muy a menudo, los que se compran los coches más potentes, las cámaras de fotos con más pixeles y las casas con mayor jardín son los que más se resisten a invitar a un maldito vinillo o a poner el óbolo que les toca para los gastos comunes? ¿Hay entre esos dos datos una relación de causa a efecto o de estiércol a gusano?
Ah y otra más: ¿por qué la gente tiene en sus casas las neveras vacías? Mi madre, si hacía falta para hacerle los honores a una visita inesperada, mataba el gallo o sacaba las últimas chuletas del cerdo casero, conservadas en salazón. Ahora llegas a casa de alguien y te dicen: “Quieres una cerveza? Sólo queda una, pero podemos repartirla entre los cinco. Es que esta semana aún no hemos bajado al Alimerka”. ¿Y la comida? Para qué hablar. “Sólo nos quedan unos garbanzos estofados de anteayer, pero si queréis os los saco y hacemos unas tapas. Están buenísimos, aunque ya casi sólo es berza lo que hay. Es que, chica, si compras mucho de cada vez, luego te caduca en los armarios y es una pena. Otro día quedamos con tiempo y os preparo una fideuá que ya veréis qué rica, con gambas y todo”. ¿Gambas? ¿Gambas? Estás tú buena gamba, so zorra famélica.
2. Las malditas familias y los horribles matrimonios. Hijos se han tenido siempre, pero antes la gente hacía cosas. Ahora no, sólo hay hijos. Y algunos ni los tienen, pero se supone que los están fabricando con esmero y ya no cabe que diversifiquen su actividad, no vaya a despistarse el espermatozoide o a volverse tarumba el óvulo. En estos tiempos, la familia, y en particular los hijos, son el gran pretexto para que nos hagamos asociales. En todo lo que sea trabajar, echar una mano a alguien o gastarse diez euros para un homenaje a un amigo, el personal no puede por causa de los hijos. Por la mañana hay que llevarlos a fútbol, por la tarde a violín y por la noche es imprescindible rezarles el Jesusito de mi vida antes de que se duerman. Si lo que toca es cobrar algo o agenciarse un chollo, todo quisque puede dejar a los malditos vástagos en casa con la canguro o con los abuelos. Si no es para trincar un poco, la vida familiar se impone en medio de un aroma de amor rancio y abuso de menores.
En estos tiempos de igualdad feliz y variadas paridades, digo yo que sería viable que si, por ejemplo, la señora tiene una cena de los de su trabajo, el varón se quedara en casa con la descendencia; y que si es él el que ha de velar a un enfermo o yo qué sé qué, se podrá organizar el turno de la otra manera. Pues no. Con los niños tienen que estar siempre ambos, el papá y la mamá. Para que salga despierto y desenvuelto el chiquirrín, ya saben. Luego nos preguntamos por qué llegan a la adolescencia con esa pinta de gilipollas. Pues por los padres, por qué va a ser. Pero en el fondo son disculpas. Nos estamos haciendo autistas y perdiendo toda capacidad para la conversación tranquila o la fiesta compartida. Preferimos estar en casas cambiando pañales con un ojo puesto en alguna serie televisiva para retrasados. Así sea.
¿Y los matrimonios felices? Esas miradas de odio caducado, esos silencios, esas ganas de que se muera el consorte del que no te separas ni a tiros. Quien no se divorcia a cierta edad, ya no lo hace nunca. Y hace mal. Pero se acostumbran a vivir así, con una amargura que se les hace natural, de capa caída, resentidos, como si llevaran una herida abierta en las entretelas. Que cambien de pareja, rediez, que se larguen el uno y la otra y la otra y el uno, que recuperen otra vez el gusto por un revolcón guapo y por una conversación alegre a dos. Que el mundo no se acaba por cambiar de cajón y de casa los calzoncillos o las bragas, que hay vida después de esta muerte conyugal, que el cuerpo no merece este castigo y el alma no puede ser rehén eterno de este apocamiento.
Funcionan siempre igual esas parejas felices. Si uno de ellos se está divirtiendo, al otro empiezan a dolerle los juanetes o se le viene el recuerdo de que pasado mañana tienen que ir a ver a la tía del pueblo que anda un poco mala y que ya no pueden quedarse más y vamos, churri, que es muy tarde. Y otro de los síntomas de esa entrega sin remisión es que churri nunca responde pues vete tú y ya nos veremos en el infierno o pasado mañana donde la tía, sino que churri apura su vaso y se va con mansedumbre y un juramento de venganza en los ojos. El matrimonio, oh maravilla, la más antinatural de las instituciones, la menos equitativa, esa feliz desdicha, ese dolor que no se acaba.
3. La descortesía. A uno, que es más viejo de lo que se pensaba, por lo que se ve, le enseñaron en casa y en la escuela que no está bien mentar la soga en casa del ahorcado, ni mofarse del manco, al menos en su cara, ni ensañarse con la mala suerte del desgraciado. Y así. Y que hay que saber conversar, y que cuando alguien te cuenta algo que a él le parece importante se debe prestar algo de atención, y que no se interrumpe a los demás, y que no se habla a voces y que no hay que ponerse pesado haciendo que toda una mesa, por ejemplo, tenga que tragarse durante cinco horas ese maldito tema que es el único del mundo que a uno le interesa. Carajo, y ya puestos a pasar revista, otra cosa más, bien importante: conviene ponerse desodorante, que está barato y hace mucho apaño para que los demás puedan comer cerca de uno sin ciscarse en sus muertos ni preguntarse qué granja de cerdos caerá por las inmediaciones del bar.
Dejen que les confiese algo más, manías propias. En ocasiones, presa de la desesperación, me dedico a contar cuántas veces intento decir algo y cuántas me interrumpen mis interlocutores a grito pelado. He llegado a cifras altísimas y a pasarme horas sin poder colocar esa sencillita frase con la que quería resumir mi opinión sobre lo que se debatía. No hay manera, nadie escucha a nadie y todo el mundo da conferencias en las reuniones sociales. ¿Diálogo? Imposible, sólo ruido de besugos incontinentes y de narcisistas gritones. Insoportable.
Dejemos aquí esta enumeración de virtudes habermasianas y vamos con el ejemplo. Es real, les doy mi palabra. Me arriesgo a perder algún amigo, pero, ¿acaso importa, con la que está cayendo? Les cuento.
Hace cosa de unos meses, unos cuantos compañeros de antaño organizamos una comida de despedida para una profesora que cambiaba de universidad. Era en una universidad que no es la mía y en la que tenía yo buenas amistades por razones que ahora no importan. Fuimos pocos los comensales, pues, como ya sabemos, todo el mundo tiene niños que atender o abuelas que cuidar cuando no le hacen el homenaje a él o no le pagan un poco por asistir a lo que sea. Me tocó al lado el novio que ahora acompañaba a la homenajeada, el cual se pasó media comida castigándome la oreja con la siguiente frase afortunada: Fulanita (la fulanita era su pareja, para la que se había organizado el evento) sufre con este tipo de actos, no le gustan nada y ha venido a rastras. Mecagoenlosmuertos de la fulana y el fulano y en toda su puñetera tribu. Enfrente, una esposa castigadora le insistía al marido para que no se comiera la grasa del chuletón, y se lo decía con una saña que ha de hacer más mal que todo el colesterol del mundo, al tiempo que él, por lo bajinis, se acordaba de la mamá de ella y le lanzaba miradas de asco eterno. Reconfortante. A mi otro lado, todo un adulto, viejo conocido, la tomó con el póker por internet y se pasó la comida entera describiendo a voces sus partidas de la última semana. Creo que, de toda la mesa, era el único que sabía jugar al póker y, desde luego, el único al que le interesaban sus estúpidas partidas.
Después de la comida y de los presentes, desenvueltos con gesto de hastío y desgana por la destinataria de nuestras atenciones, nos fuimos unos pocos a tomarnos unas copillas. También estaban esa señora y su acompañante. Llegó la hora de pagar esa ronda. Todos quietos, rígidos, ausentes, estatuas. Era lógico que invitase ella, eso es bien cierto. Los habíamos invitado a los dos, a ella y a su maromo gagá, y le habíamos entregado a la dama un regalo hermoso. Y suena su voz, tenue, dulce: “Ay, no me he traído más que estos diez euros”. Y los lanza sobre la mesa. Añade: “Pepe, ¿tú tienes algo?” Y Pepe: “Vaya, pues no, ni un euro, lo gasté todo en la gasolinera al venir”. Después, y hasta que me largué a vomitar en casa, toda la conversación versó sobre los personajes de no sé qué programas de la víscera en Telahinco y otras cadenas teleinvasivas. Antes de que pasaran al tema siguiente que tocaba, los niños y la variedad de texturas de sus cacas, me largué, jurándome que jamás de los jamases volvería a acudir a una celebración de ésas. No lo he cumplido, pero reafirmo ahora mismo ante ustedes mi juramento. Me quiero ir a una isla desierta; o a la guerrilla, para matar mucho. Sólo eso. ¿Es tanto pedir? Total, a ustedes no les va a costar nada, así que tranquilos.
7 comentarios:
Piense usted que esta ayudando al reparto de rentas del país. Si no fuese por generosos individuos como usted,el sector de la hostelería se vería afectado por la ausencia casi total de clientes. Sin embargo, estos caraduras que en la mayoría de casos efectivamente carecen de liquido suficiente para pagar una triste ronda (no porque hayan salido de casa sin él, sino porque lo han dedicado a "necesidades" cronológicamente más importante que pagarle a usted las copas) consiguen con su ausencia de escrúpulos llenar locales y amortiguar los efectos del parón en el consumo. Son mayoría créame. Un catalán.
Profesor, como le comprendo, pero lo suyo no es un desahogo es, como diría Salvador Dalí, hiper realismo metafísico.
Deseo que pueda Vd superar esta forma de ser de ciertos individuos de la "sociedad".
jajajaja, Amado, por Dios. ¿pero con que clase de gente se relaciona? ¿no es usted catedrático? El alcohol deprime a todos, pero bueno no tenemos soma. Es lo que hay.Debería apuntarse a alpinismo haber si conoce gente más normal.Los hijos son lo más importante, pues claro. Y las reuniones sociales convencionales son un asco, hay que evitarlas a toda costa. Invente excusas como hacemos todos.
En mi opinión, y al margen de que probablemente me equivoque....., el problema, no es la pasta....., ni el efectivo, ni las rentas ni nada de eso, sino la pérdida de las más básicas aptitudes sociales. "Toda la vida de Dios", tal como se dice en Jaén, mi tierra, la gente se miraba, y vaya si se miraba, a la cara. También a lo largo de ese periodo ha habido "pícaros" con arte, al punto que sus historias forman parte de la más divertida literatura española, hoy sólo se escriben cuentos y más cuentos para no soñar. Siempre complicados......¿es que todo el mundo se ha vuelto funcionario? y todo es por tanto irrealizable.... Pues yo no sé lo que está pasando ni lo que otros consideren irrealizable, lo único que sé es que estoy harto de absurdas complicaciones que hasta un bebé podría resolver. De personas que parecen tener como único objetivo dificultar la vida de todo el mundo, aunque sólo sea por poner cara de "imposibles". Como digo, yo no lo sé y es más tampoco me importa.
Ofrezco el botón de mi muestra: me encuentro ultimando (espero y a Dios pongo por testigo de ello) mi tesis doctoral, en Derecho para no variar.La he realizado complementada con un par de estancias de investigación y con ninguna beca, sino con un trabajo que permetió hacer frente a los pagos. Pedi felizmente un periodo de excedencia y vaya si me la dieron, al punto que aún estoy esperando que me readmitan, pero saben..., visto el interés.... rechacé a la plaza que supuestamente me correspondía. Mucho me temo, pensando en un anterior artículo del amigo AMADO, que cuando defienda mi tesis seré un feliz doctor en paro, pues no me da la gana.
Yo no sé si me quedo en la Universidad, ni de qué Universidad será, es más, tampoco tengo claro que quiera quedarme en ella. Lo único que tengo claro es que vida tengo una y que mi objetivo es buscar la felicidad, por mucho que como digan esté en la antesala de ella misma. A mi me da igual vivir aqui que en italia, que en china que en colombia que donde sea, lo que quiero es poder vivir libre y porsupuesto alejado de mequetrefes, chupatintas, comesueños (y otras muchas cosas más)con los que a diario me encuentro y roban mi tiempo para nada...
Estoy sorprendido que en la vida, como en el Derecho la sociedad observe lo excepcional como habitual y normal, no es así la historia, al menos tal y como yo la pienso...
En fin señor AMADO, le pediría que me informara cuando encuentre Usted la isla, aunque en ese caso ya no sería desierta, aunque siempre nos quedará Colombia...
P.s. Con dos copas! Afortunadamente siempre se encuentra gente, y si es inesperadamente mucho mejor, que no cobran por una sonrisa, que colaboran sin esperar ser retribuidos por medio de previa amistad y aunque cueste creerlo con eficacia y que te aceptan un café sin que medien hijos ni enfermedades por medio...
Mi receta: no limitarse a un solo tipo de desgraciados: mezclarse con diversos tipos de desgraciados. Es más sano. Así mi propia desgracia se enriquece y no me hastío tan pronto.
Lo digo en serio. Y uno relativiza. Así, cuando está con los desgraciados del gremio, uno se consuela pensando que no tienen los defectos de los desgraciados del taller (por decir algo); y cuando está con los del taller, se consuela pensando que no son tan insoportables como los desgraciados de la peña de voleybol; et sic caeteris...
Hay que ver como está el gremio de la enseñanza superior...Como dice anónimo más arriba, eso le pasa por abusar de las relaciones sociales de puro convencionalismo. Esos personajes no tienen el más mínimo interés en gastar su dinero en invitarle a tomar una copa por la sencilla razón de que no sienten el más mínimo aprecio por usted. La mayoría de las relaciones profesionales son así. Evite la marabunta, y váyase de cañas con ese amigo (bien puede ser colega de profesión a pesar de lo dicho anteriormente) que se alegra de verdad por poder compartir su tiempo con usted y que espera que también usted se alegre de lo mismo.
Un saludo
Mi querido Amado, hay que tener mala memoria para escribir ciertas cosas de las que has escrito.
Hay gente de la que fuimos a esa cena a las que se nos metió en un compromiso, pero los demás no somos idiotas, pagamos como gilipollas, seguramente la cena nuestra y la de algún otro, cosa que nos da igual; el regalo de la señora... en fin;
seguramente yo si que no iré; que tremendo todo, que forma de querer humillar a cierta gente de la que allí estaba, que poca clase, que poco glamour, que poca educación, cuanto acomplejado/a
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