- ¿Qué se dice?
- ....
- Di lo que se dice.
- (En voz baja, apenas audible) Gracias.
Cuántas veces era así, en la infancia, cuando alguien nos regalaba algo y el adulto de guardia nos presionaba para que usáramos la fórmula del agradecimiento, impasible ante nuestra timidez o nuestras dudas ese mayor que así nos adiestraba. Quizá no te caía bien la persona que te había hecho el obsequio o puede que éste te pareciera horrible o hasta te asustara un poco, pero había que dar las gracias.
Me quedo a menudo con las ganas de soltarle a algún interlocutor de ahora un “¿Qué se dice?”. No para que propiamente me agradezca nada en su fuero interno, aunque a veces también, sino para que cumpla con la vieja consigna de ser agradable con el prójimo. Lo diré más claro: tenemos que volver a la hipocresía social. Esta excursión de las últimas décadas a una baldía autenticidad y a una sinceridad que confunde al vecino con el psicoanalista de uno ha sido un fracaso estrepitoso. Esa consigna de ser uno mismo y afirmarse ante las supuestas presiones sociales ni ha reducido las presiones ni ha aliviado las histerias ni ha valido para que nos queramos más a nosotros mismos. Al fin y al cabo, la única manera de llevarse bien con uno mismo es ver el afecto y la simpatía en la mirada de los otros.
Recuerdo que allá en primero de carrera, en Oviedo, aquella bendición de profesor que tuve en Derecho Natural, Elías Díaz, nos recomendó que leyéramos un libro de Carlos Castilla del Pino, “La culpa”. Sediento como estaba de ciencia y mundo, lo leí, y aún recuerdo que el famoso psiquiatra sostenía allí que lo que nos hace sentirnos culpables no es la voz de la conciencia propia, qué conciencia ni qué gaitas, sino la opinión negativa que los demás se forman de nosotros cuando hacemos ciertas cosas. Yo me veo culpable si tú y los demás me hacéis un reproche congruente y bien fundado. No hay más fuente del remordimiento que el qué dirán de los que sabemos que van a decir. Por eso no hay culpa cuando tenemos certeza de que no se descubrirá jamás y por nadie nuestra felonía. La impunidad cierta no da cargo de conciencia. Bueno, eso es lo que vagamente recuerdo y a lo mejor traiciono el texto aquel después de tanto tiempo. Lo traigo a colación porque creo que también es el logro del aprecio de los otros lo que nos hace querernos a nosotros mismos. Y eso no se consigue a base de desplantes, de ataques de forzada sinceridad y de ponerle cara de perro a todo el mundo, como si a cualquiera dijéramos mírame qué personalidad apabullante tengo, póstrate y adórame. No nos van a adorar, no, sino que nos atizarán una patada en las posaderas y se irán con viento fresco a buscar compañía más amable.
Echo de menos la vieja hipocresía bien llevada, el antiguo saber estar, los buenos modales aunque sea sin ganas y el afán por caer simpáticos aunque sea al precio de fingir un poco y de seguir la corriente al prójimo. No me gusta que me miren como a un bicho ni que me traten como a un inimputable, tampoco que me recuerden a cada rato mis defectos o que llevo una mancha en la camisa. Qué trabajo les cuesta, vamos a ver. Además, así habría reciprocidad, pues les juro que yo procuro no mentar la soga en casa del ahorcado ni contar chistes de engaños ante el cornudo ni de mancos con el que no tiene brazos ni de gordos ante el que está como un cerdo. Como un cerdo, sí, pero yo no tengo por qué recordárselo y pedirle, de propina, que admire mi naturalidad y que me respete por sincero. Yo finjo, disimulo y me achanto cuatro quintas partes de lo que pienso de cuatro quinta partes del personal con el que me topo, pues de no ser así iba a arder Troya, que menuda lengua tiene uno si la saca a pasear y vaya capacidad para ciscarse en el mundo cuando al mundo le pierde la gracia.
Pues quiero que conmigo se porten igual, ya está. Así de simple es mi ruego. Y le voy a dar al personal un plazo como de un año y si nada cambia me desmeleno y tonto el último. ¿Que ese amigo graciosísimo se arrima a mi santa y le dice eso de que vaya tetas buenas que tenía aquella novia mía? Ah, pues se acabó eso de jeje, cómo eres, Pepe, no digas bobadas, jeje, no le hagas caso, mi vida, que es que se ha tomado un par cervcezas. No. Y no me valdrá que el cuñado del impertinente me susurre por lo bajo lo de déjalo, que es que va a yoga y a tai chi y le ha dicho su asesor espiritual que libere energías negativas. No, le contestaré lo que estoy pensando y que es verdad, a saber: mayores son los huevos del que se está tirando a tu señora todos los viernes, compañero del alma, compañero. Así, con sobria contundencia y realismo sucio.
Es que estoy cansado, cansado de que hasta el último midundi me ponga cara de cuerno y me dé cortes. Recuerdo cuando hace años me dio por comprarme un BMW. Me importan un bledo los coches, no entiendo de coches, no valoro a nadie por su coche y, además, hubo un tiempo aquí, antes de la crisis, en que todas las que fueron asistentas en mi casa iban en Mercedes o Saab, así que dónde está el problema. Maldita sea, no tengo por qué justificarme, pero me compré ese coche porque había recibido un dinero imprevisto y porque hacía muchos kilómetros a la semana. O por qué sí, qué más da. Lo conté en una reunión de amigos: me acabo de comprar un BMW, me lo entregan mañana. Cielo santo, se armó buena. Uno: ya sabíamos que un pijo como tú iba a acabar así. Me lo decía una churri que ni les cuento de qué iba. Siempre amagaste estilo de nuevo rico hortera. Esto era de la cosecha del que siempre tenía que mear a la hora de pagar los cafés o los vinos, un ejemplar de viejo avaro cutre. Y así muchos. A los tres o cuatro años ya todos esos tenían un coche mucho más caro y potente que el mío.
Pero lo del coche es lo de menos, lo traigo por poner un ejemplo lejano. En el día a día ocurre y por cualquier cosa. Un día dices: he buscado para mi hija una cuidadora muy maja. Instantáneamente tres voces en esa mesa o esa barra: ay, pues yo a un hijo mío jamás lo dejaría con un extraño. Peor es que sea un extraño el padre de todos tus hijos como es tu caso, mecagoentusmuertos. Eso pienso, pero me lo callo. De momento. ¿Tanto trabajo les cuesta contestarme nada más que esto: mira qué bien, me alegro mucho? A ver, qué se dice: Mira qué bien, me alegro mucho. ¿Ves qué fácil? Cópialo cien veces, so auténtico/a de las narices.
Vas rebajando el nivel de tus confidencias para que te afecten menos las cornadas de los sinceros no solicitados, pero un día cuentas que ayer cocinaste un cocido que te quedó riquísimo, e impepinablemente sale la gorda flatulenta por definición a exclamar lo de ay, pues yo el cocido no lo soporto porque me da gases. Vamos a ver, so vaca, yo no te he invitado a comer mi cocido ni te pediría, ni muerto, que me comieras nada, sólo he contado la anécdota intrascendente de que ayer hice un cocido, me lo zampé y me supo bien, así que vamos a ver, ¿qué se dice? Pues se dice que qué bien, o que qué suerte, o que vaya bueno, algo de ese estilo. Y si hacerle un mínimo halago al de enfrente te va a provocar un problema de cutis o alguna fétida reacción de tu carácter de jabalí, trata de callarte al menos o haz como que te estás atando los zapatos. Pero no pongas al que te habla esa cara de estreñimiento ideológico porque vas a parecer lo que eres y no está bien mostrarse tan desnudo.
Reivindico las convenciones, defiendo las hipocresías mínimas y cotidianas, proclamo la utilidad de las fórmulas convencionales y los gestos estudiados, acepto y quiero a las personas que disimulan, que intentan que no se les note lo que opinan si no se les ha preguntado, que no sienten a cada minuto que están compitiendo contigo y que tienen que comerte la moral para sentirse superiores. Yo no soy, nadie es, ni el psiquiatra ni el puching ball de nadie, simplemente somos conciudadanos viajando en el mismo barco y conviene mantener un orden y un aseo para que las deposiciones no conviertan el crucero en una tortura. ¿Es mucho pedir?
- ....
- Di lo que se dice.
- (En voz baja, apenas audible) Gracias.
Cuántas veces era así, en la infancia, cuando alguien nos regalaba algo y el adulto de guardia nos presionaba para que usáramos la fórmula del agradecimiento, impasible ante nuestra timidez o nuestras dudas ese mayor que así nos adiestraba. Quizá no te caía bien la persona que te había hecho el obsequio o puede que éste te pareciera horrible o hasta te asustara un poco, pero había que dar las gracias.
Me quedo a menudo con las ganas de soltarle a algún interlocutor de ahora un “¿Qué se dice?”. No para que propiamente me agradezca nada en su fuero interno, aunque a veces también, sino para que cumpla con la vieja consigna de ser agradable con el prójimo. Lo diré más claro: tenemos que volver a la hipocresía social. Esta excursión de las últimas décadas a una baldía autenticidad y a una sinceridad que confunde al vecino con el psicoanalista de uno ha sido un fracaso estrepitoso. Esa consigna de ser uno mismo y afirmarse ante las supuestas presiones sociales ni ha reducido las presiones ni ha aliviado las histerias ni ha valido para que nos queramos más a nosotros mismos. Al fin y al cabo, la única manera de llevarse bien con uno mismo es ver el afecto y la simpatía en la mirada de los otros.
Recuerdo que allá en primero de carrera, en Oviedo, aquella bendición de profesor que tuve en Derecho Natural, Elías Díaz, nos recomendó que leyéramos un libro de Carlos Castilla del Pino, “La culpa”. Sediento como estaba de ciencia y mundo, lo leí, y aún recuerdo que el famoso psiquiatra sostenía allí que lo que nos hace sentirnos culpables no es la voz de la conciencia propia, qué conciencia ni qué gaitas, sino la opinión negativa que los demás se forman de nosotros cuando hacemos ciertas cosas. Yo me veo culpable si tú y los demás me hacéis un reproche congruente y bien fundado. No hay más fuente del remordimiento que el qué dirán de los que sabemos que van a decir. Por eso no hay culpa cuando tenemos certeza de que no se descubrirá jamás y por nadie nuestra felonía. La impunidad cierta no da cargo de conciencia. Bueno, eso es lo que vagamente recuerdo y a lo mejor traiciono el texto aquel después de tanto tiempo. Lo traigo a colación porque creo que también es el logro del aprecio de los otros lo que nos hace querernos a nosotros mismos. Y eso no se consigue a base de desplantes, de ataques de forzada sinceridad y de ponerle cara de perro a todo el mundo, como si a cualquiera dijéramos mírame qué personalidad apabullante tengo, póstrate y adórame. No nos van a adorar, no, sino que nos atizarán una patada en las posaderas y se irán con viento fresco a buscar compañía más amable.
Echo de menos la vieja hipocresía bien llevada, el antiguo saber estar, los buenos modales aunque sea sin ganas y el afán por caer simpáticos aunque sea al precio de fingir un poco y de seguir la corriente al prójimo. No me gusta que me miren como a un bicho ni que me traten como a un inimputable, tampoco que me recuerden a cada rato mis defectos o que llevo una mancha en la camisa. Qué trabajo les cuesta, vamos a ver. Además, así habría reciprocidad, pues les juro que yo procuro no mentar la soga en casa del ahorcado ni contar chistes de engaños ante el cornudo ni de mancos con el que no tiene brazos ni de gordos ante el que está como un cerdo. Como un cerdo, sí, pero yo no tengo por qué recordárselo y pedirle, de propina, que admire mi naturalidad y que me respete por sincero. Yo finjo, disimulo y me achanto cuatro quintas partes de lo que pienso de cuatro quinta partes del personal con el que me topo, pues de no ser así iba a arder Troya, que menuda lengua tiene uno si la saca a pasear y vaya capacidad para ciscarse en el mundo cuando al mundo le pierde la gracia.
Pues quiero que conmigo se porten igual, ya está. Así de simple es mi ruego. Y le voy a dar al personal un plazo como de un año y si nada cambia me desmeleno y tonto el último. ¿Que ese amigo graciosísimo se arrima a mi santa y le dice eso de que vaya tetas buenas que tenía aquella novia mía? Ah, pues se acabó eso de jeje, cómo eres, Pepe, no digas bobadas, jeje, no le hagas caso, mi vida, que es que se ha tomado un par cervcezas. No. Y no me valdrá que el cuñado del impertinente me susurre por lo bajo lo de déjalo, que es que va a yoga y a tai chi y le ha dicho su asesor espiritual que libere energías negativas. No, le contestaré lo que estoy pensando y que es verdad, a saber: mayores son los huevos del que se está tirando a tu señora todos los viernes, compañero del alma, compañero. Así, con sobria contundencia y realismo sucio.
Es que estoy cansado, cansado de que hasta el último midundi me ponga cara de cuerno y me dé cortes. Recuerdo cuando hace años me dio por comprarme un BMW. Me importan un bledo los coches, no entiendo de coches, no valoro a nadie por su coche y, además, hubo un tiempo aquí, antes de la crisis, en que todas las que fueron asistentas en mi casa iban en Mercedes o Saab, así que dónde está el problema. Maldita sea, no tengo por qué justificarme, pero me compré ese coche porque había recibido un dinero imprevisto y porque hacía muchos kilómetros a la semana. O por qué sí, qué más da. Lo conté en una reunión de amigos: me acabo de comprar un BMW, me lo entregan mañana. Cielo santo, se armó buena. Uno: ya sabíamos que un pijo como tú iba a acabar así. Me lo decía una churri que ni les cuento de qué iba. Siempre amagaste estilo de nuevo rico hortera. Esto era de la cosecha del que siempre tenía que mear a la hora de pagar los cafés o los vinos, un ejemplar de viejo avaro cutre. Y así muchos. A los tres o cuatro años ya todos esos tenían un coche mucho más caro y potente que el mío.
Pero lo del coche es lo de menos, lo traigo por poner un ejemplo lejano. En el día a día ocurre y por cualquier cosa. Un día dices: he buscado para mi hija una cuidadora muy maja. Instantáneamente tres voces en esa mesa o esa barra: ay, pues yo a un hijo mío jamás lo dejaría con un extraño. Peor es que sea un extraño el padre de todos tus hijos como es tu caso, mecagoentusmuertos. Eso pienso, pero me lo callo. De momento. ¿Tanto trabajo les cuesta contestarme nada más que esto: mira qué bien, me alegro mucho? A ver, qué se dice: Mira qué bien, me alegro mucho. ¿Ves qué fácil? Cópialo cien veces, so auténtico/a de las narices.
Vas rebajando el nivel de tus confidencias para que te afecten menos las cornadas de los sinceros no solicitados, pero un día cuentas que ayer cocinaste un cocido que te quedó riquísimo, e impepinablemente sale la gorda flatulenta por definición a exclamar lo de ay, pues yo el cocido no lo soporto porque me da gases. Vamos a ver, so vaca, yo no te he invitado a comer mi cocido ni te pediría, ni muerto, que me comieras nada, sólo he contado la anécdota intrascendente de que ayer hice un cocido, me lo zampé y me supo bien, así que vamos a ver, ¿qué se dice? Pues se dice que qué bien, o que qué suerte, o que vaya bueno, algo de ese estilo. Y si hacerle un mínimo halago al de enfrente te va a provocar un problema de cutis o alguna fétida reacción de tu carácter de jabalí, trata de callarte al menos o haz como que te estás atando los zapatos. Pero no pongas al que te habla esa cara de estreñimiento ideológico porque vas a parecer lo que eres y no está bien mostrarse tan desnudo.
Reivindico las convenciones, defiendo las hipocresías mínimas y cotidianas, proclamo la utilidad de las fórmulas convencionales y los gestos estudiados, acepto y quiero a las personas que disimulan, que intentan que no se les note lo que opinan si no se les ha preguntado, que no sienten a cada minuto que están compitiendo contigo y que tienen que comerte la moral para sentirse superiores. Yo no soy, nadie es, ni el psiquiatra ni el puching ball de nadie, simplemente somos conciudadanos viajando en el mismo barco y conviene mantener un orden y un aseo para que las deposiciones no conviertan el crucero en una tortura. ¿Es mucho pedir?
7 comentarios:
En realidad, la maquina de afeitar que se ha comprado es muy chula. Tranquilo, ya pasó.
Un cordial saludo.
Estoy deacuerdo contigo. Yo tb echo de menos esas cosas. Esa falsa hipocresia y buenas maneras que hace la vida más llevadera. Antes vivia en un pueblo y eso se llevaba.Ahora llevo años desarraigada y echo de menos algunas cositas. Un ejemplo de la cortesía perdida, mi casero le pedi que arreglase unas cosas y con la falsa hipocresia le dije: vaya, perdone que siempre le estoy molestando...la contestación debio ser: no, mujer; que para eso estamos o algo parecido...lo que obtuve fue una medio mueca..no sé...Y así miles de cosas. Me canso,estoy cansada psicológicamente o mi alma está cansada o no sé. A veces siento que no puedo con la vida que me he inventado. Es increible cuantos puntos de vista compartimos sobre la cotidianeidad estando tan alejados ideológicamente.
http://www.lavozdegalicia.es/galicia/2010/06/26/0003_8574269.htm
Al último anónimo, en referencia al enlace de la noticia. Hace algún tiempo se publico una noticia que presenta ciertas similitudes. El caso era un divorcio y un padre con bastante patrimonio. La custodia se dio a la madre, pero el padre debia mantener el mismo status de vida del hijo,el que hubiese tenido si sus padres no se hubiesen separado. Lo de la chica lucense que cuentas aunque no es un caso de divorcio, es más que probable que al irse a estudiar su nivel de vida hubiese descendido sensiblemente y casi seguro sus padres podían mantener el mismo status.Es un poco complicado, parece la tipica niña caprichosa pero nadie sabe que pasa en casa de nadie.No se sabe el transforndo de la historia y a veces se prejuzga.
Muy buen artículo. España en general, no digamos ciertas comunidades en particular, se caracteriza por lo aquí expuesto: hay que ser genuino y auténtico.
Recuerdo los viajes a Estados Unidos. Lo acogido y bien tratado que me sentí en cada uno de los sitios a los que acudí: restaurantes, tiendas, etc...
"Disculpe", "por favor", "gracias", "¿desearía...?" y hasta una sonrisa son la tónica habitual.
Se notaba cierta falsedad, pero era mucho más agradable que el trato recibido aquí. Además, qué cojones, tanto en los negocios como en las relaciones hay que intentar agradar mínimamente al otro por nuestro propio bien, ¿no es así?.
Luego algunos se quejan de que no tienen amigos...
Una reflexión paralela,
Salud y buenas vacaciones,
AMEN.
Los británicos (educados) pueden tener algunos problemas, pero las 'manners' son algo esencial para una vida civilizada.
Y no es sinceridad ni cosa parecida: es mala educación.
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