No me refiero a las tristezas y los quebrantos de la ordinaria vida, sino a los castigos penales. Ahora verán por qué lo digo. A fines de la pasada semana volvimos mi “hermano” Miguel Díaz, cátedro de Derecho Penal, y un servidor a organizar el seminario de Derecho Penal y Filosofía del Derecho, ya en su edición duodécima, y otra vez contamos con cuatro ponentes de lujo: Atienza, Corcoy, Gascón y Romeo Casabona. En esta ocasión se debatía sobre Bioética y Derecho Penal. Los penalistas, bastante prudentes en los asuntos de fondo, como corresponde a lo delicado de su oficio y por la cuenta que a todos nos tiene. Los iusfilósofos más echados p´adelante y siempre dispuestos a liarse la manta a la cabeza para preguntar que a cuento de qué tanto castigo por tanta (o por tan poca) cosa; o, al menos, que por qué penar determinadas conductas. Y a eso voy. A lo mejor otro día cuento de otros problemas del mismo tema.
Entre las docenas de cuestiones que salieron a relucir, en un momento determinado se mencionó que tenemos en el Código Penal de por aquí un delito de clonación reproductiva. O sea, que se castiga penalmente que a usted lo dupliquen en laboratorio y ande por ahí repetido, con peligro de convertirse, si le coge vicio, en un individuo en serie. Otro asunto es que tal prodigio aun no sea científicamente viable, como nos explicó quien sabía. Pero el legislador es tan precavido a veces, o tan asustadizo, que se anticipa a la posibilidad poniendo el carro antes que los bueyes, el castigo antes que la oportunidad de pecar. Y sí, digo pecar y ahora veremos por qué. Pero tiene su gracia que no haya manera de enchironar un rato a quienes por manirrotos y mentirosones nos arruinan desde gobiernos autonómicos y alcaldías y, sin embargo, se amenace con las penas de este mundo y por si acaso a quienes no puedan clonarse, aunque quisieran.
Es sabido que las buenas gentes del Penal dan gran importancia a la idea de bien jurídico como fundamento del delito. Esto es, que insisten en que únicamente debe ser delito el comportamiento que atente contra un bien jurídico, contra algún bien o interés cuya importancia justifique tan estricta protección, la protección mediante esa última ratio que es el palo y tente tieso, la pena, el castigo máximo que en un Estado de Derecho se permite. Conocido es también que va habiendo doctrinas que cuestionan esa idea de que el Derecho Penal resguarde bienes específicos. Si no lo tengo mal entendido, Jakobs y su escuela, por ejemplo, alegan que lo que el sistema penal ampara no son tales bienes, sino los esquemas normativos de la sociedad. Digamos que la norma penal defendería la normatividad social básica, sin más, sin que a la postre importe el contenido de dicha normatividad. El Derecho Penal, pues, no se ocupa de más bien que la sociedad en sí con sus normas y comunicaciones, las que sean, con lo que no está comprometido con una moralidad material racional o justa, sino con la coyuntural organización social, la que toque y cualquiera que sean sus contenidos o presupuestos.
A mí, modestamente, me parece que de esa jakobsiana alianza entre funcionalismo y normativismo es cuestionable el ciego funcionalismo, la idea de sociedad como máquina que se autodefiende, mientras que quizá haya que salvar el normativismo para mantener la “lógica” peculiar de lo jurídico. Pero no es ese el asunto que quiero aquí poner sobre el tapete. Básteme señalar que si afirmamos que un bien jurídico-penal es tal antes de que la norma penal lo acoja, tenemos que admitir que existen bienes que son jurídicos por sí y con anterioridad a su presencia en los códigos legales, lo cual conduce a considerar que la naturaleza del Derecho Penal es moral antes que jurídica, o jurídica por moral. O sea, que ontológicamente el delito es comportamiento inmoral antes de poder ser comportamiento jurídicamente tipificado. Si al decir ahí moral hacemos alusión a la moral social positiva, afirmamos poco más que una trivialidad y no parece que nos alejemos tanto de aquel funcionalismo normativista; si nos referimos a “la” moral racional u objetiva, a la moral verdadera, nos damos de bruces con un objetivismo moral que hará falta fundamentar rigurosamente. Mas reservemos eso para otra oportunidad.
Se mencionó, repito, el delito de clonación reproductiva y se insistió en la idea de que todo delito, y también ese, ha de proteger un bien “jurídico” identificable y merecedor de tan estricta salvaguarda. Así que la pregunta que había que hacer era esa, la de cuál es el bien que respalda el mencionado tipo penal. Nos vimos sumidos en un mar de dudas. Mi tesis, o más bien hipótesis, es que en estos campos en los que Bioética y Derecho Penal se dan la mano hay mucho delito que no obedece a más explicación que a un prejuicio cultural de trasfondo religioso. Se trata, en suma, del arraigado y atávico temor de que los hombres rebasen su humilde condición y quieran y puedan comportarse como dioses. La naturaleza se mitifica y alterar sus designios, rebasar con medios científicos los límites de “lo natural”, supondría un desafío que nos aboca al ineluctable castigo, equivale a volver a comer de la manzana prohibida, aunque esta vez no sea una Eva retozona la que nos ponga a los pies de los caballos etéreos, sino unos señores con batas blancas y microscopios.
Por qué, en suma, se ha de prohibir la clonación humana, la reproducción autorreproductiva, esa es la pregunta. Los que comulgan con el dogma religioso ven un atentado contra el orden debido de la Creación, una interferencia en el acontecer predeterminado del mundo, a la postre un pecado, un desafío a Dios en toda regla. Por las mismas razones han querido antes prohibir y hasta penar el uso de anticonceptivos, el adulterio, las prácticas homosexuales, la fecundación con semen ajeno al del marido y tantas otras cosas de similar jaez. La aspiración de muchos ha sido y tal vez siga siendo la de poner los Mandamientos y su interpretación eclesiástica bajo el amparo del Derecho Penal. De eso nos enseña la Historia a manos llenas. Esa debe de ser la explicación de que hayan hecho de la Bioética su último reducto y se apliquen con saña a su interesado cultivo. En cierta manera, sus mayores preocupaciones han sido siempre las bioéticas, en el sentido más amplio de la expresión, las cuestiones relacionadas con el sexo, la reproducción y la disposición sobre el propio cuerpo. Otras "éticas" les han preocupado y les ocupan bastante menos. Sus tesis han de tener cabida en el debate de una sociedad pluralista y de un Estado de Derecho democrático, pero por razón del mismo pluralismo constitutivo conviene que entre todos nos interroguemos sobre si es de recibo que medio inconscientemente siga el Derecho Penal operando como arma de una ideología más, por mucho que se presente como doctrina basada en la verdad y no como una más de las concepciones del bien que en libertad compiten y debaten.
Los penalistas que no se abrigan bajo ese tipo de fundamentos ofrecen dos tipos de justificaciones para un delito como el que comentamos. Por un lado, echan mano de la idea de riesgo y hacen ver que puede haber peligros serios en prácticas científicas como esas, cuyas consecuencias últimas se desconocen. Es la versión jurídico-penal del mito de Frankenstein. El sueño de la ciencia puede parir monstruos y a ver qué hacemos luego. Es el componente conservador y culturalmente arraigado de quienes para nada se pretenden conservadores. Es la defensa del orden establecido frente al orden (todavía) desconocido. Cuando se quiere vestir con el ropaje de un principio jurídico muy en boga, se cita el principio de precaución: no juguemos con las cosas de comer hasta que no sepamos bien qué puede pasar. Pero como lo que haya de poder pasar no lo sabremos mientras no podamos jugar, nos quedamos nada más que el la prohibición del juego. Por si las moscas y por si nos vienen de arriba siete plagas por andar retando a los poderes celestiales.
¿Riesgos? Ciertamente, los habrá. Pero por esa regla de tres castíguese igualmente la construcción de centrales nucleares o prohíbanse los experimentos con aceleradores de partículas y a la busca de la materia oscura, no vaya a venirnos desde lo Oscuro, o desde la Luz, un maporro de cuidado. Al fin y al cabo, ¿no pudieron valer temores semejantes cuando se descubrieron los rayos X?
La otra justificación hace referencia a los peligros de discriminación social, pues es de suponer que acabaran clonándose nada más que los ricos, que viéramos a Creso multiplicado en sus clones, mientras que el menesteroso de mi pueblo seguiría agotándose en su vida individual de sujeto único. Loable espíritu social, pero témome que levemente desenfocado, por las siguientes razones.
Los ricos riquísimos ya se perpetúan y perpetúan la desigualdad a través de sus herederos. Si en verdad nos importa la discriminación proveniente de las atroces desigualdades sociales desvinculadas del puro mérito, atáquese la institución de la herencia, sin ir más lejos. No se combata el hipotético efecto antiigualitario derivado de la clonación, sino el mecanismo real que mantiene las desigualdades sociales o permite aumentarlas. ¿Qué diferencia existe, al fin, entre que Botín, pongamos por caso, se multiplique por cinco o se reproduzca ortodoxamente cinco veces? ¿No resultaría a fin de cuentas más grato tener cinco idénticas duquesas de Alba -¿pero podría haber cinco duquesas de Alba?- dispuestas a casarse in extremis con un señor muy simpático y nada interesado, que contemplar a sus retoños propiamente dichos con su lote hereditario entre las fauces y disertando sobre la incompatibilidad entre el amor y la legítima?
Entre prohibir tajantemente y permitir sin trabas, hay un término medio que no parece irrazonable: la regulación de la clonación reproductiva. Suena a broma el modo como lo voy a decir, pero entiéndase la intención de fondo: que se proporcionen becas de clonación o que se sortee entre los solicitantes y se financie a algunos que no puedan pagarse la faena.
Tiene cierta gracia que algún enemigo de la clonación reproductiva por razón de desigualdades sociales haga compatible tan nobles motivos con la defensa de causas tales como que en los pueblos depauperados no se repartan preservativos y se siga invitando al creced y multiplicaos; y no digamos con la alabanza de la economía de puro mercado y de un orden nacional e internacional basado en la explotación de las necesidades y la miseria. Que tu hemisferio izquierdo no sepa lo que predica tu hemisferio derecho. Me refiero a hemisferios cerebrales, pero tómese en cualquier sentido.
Si prescindimos del trasfondo religioso y de la superstición (cuidado, en este momento no pretendo idenfiticarlos, pues no estoy atacando las creencias religiosas de unos, sino cuestionando los prejuicios irreflexivos de otros), supondrá un reto arduo el de hallarle justificación algo razonable a delitos como este. Porque superstición o prejuicio parece el pensar que el clon de usted fuera a tener exactamente la misma personalidad y la misma vida que usted mismo. ¿Acaso es idéntica la vida y el destino de los gemelos? En cuanto al destino social de los clones, por qué encomendarse a extraños determinismos. ¿Botín –sigo con el ejemplo al buen tuntún- con cuatro clones suyos equivaldría a cinco presidentes de cinco bancos de Santander o a una pentapresidencia de un banco de Santander único? No veo por qué. Y, repitiendo lo de antes, ¿qué diferencia socialmente tangible hay entre que lo hereden o lo reemplacen o lo complementen cuatro clones o cuatro hijos? ¿Alguien encuentra especial consuelo en que los hijos de Ruíz Mateos no sean clones del patriarca, sino vástagos santamente habidos con su santa esposa?
Me apuesto algo –con cargo a mis herederos- a que en cincuenta años, o antes, los juristas hablarán del derecho fundamental a ser clonado, como secuela del derecho a la vida digna prolongada o al libre desarrollo de la personalidad en el tiempo. Es lo bueno del Derecho y sus doctrinantes, que acaban haciendo virtud de lo que antes condenaron por vicio nefando y elevando a derecho lo que antes les pareció aberración. Solo hay que acordarse de cuán inconcebible les parecía a nuestros abuelos lo que hoy tomamos por evidencia moral y conquista constitucional. El jurista siempre es esclavo de los hechos, aunque se sienta emperador de las normas. Por eso el mundo avanza, a nuestro pesar y, sin embargo, para nuestro beneficio, para ganancia de leguleyos y exprimidores de esencias inmarcesibles.
2 comentarios:
vamos hacia un mundo de estética y ética Terminator y Blade Runner: cyborgs con bioimplantes, clones Blade Runner, émulos de la oveja Dolly por doquier en versión humanoide, transexuales operados decenas de veces. El ser humano es prometeico y faústico, quiere no ser como los dioses, quiere ser Dios, he aquí su eterna búsqueda y desvelo inconformista. Por lo menos yo, siempre he visto en usted a alguien de " inteligencia endiablada", faústico y algo tenebroso, tras las risas y humor acostumbrado, alguien profundamente inconformista pero es que la razón también fabrica monstruos, y eso está clarísimo.
Hay que ir con tiento, para no vivir en un mundo deleite y construcción de fanáticos de la teratología, un mundo de monstruos, mutantes, replicantes, Faustos tecnólogos, fabricantes de dioses nuevos engendros derivados de lo una vez humano.
Bueno, como siga así va a resultar que el iusprogresivismo no es mío!!!
Bromas aparte, no deja de ser espinoso el tema, especialmente por aquello de "las características deseables" y los riesgos no de desigualdad social, pienso, sino de discriminación.
Muy de ciencia ficción y todo, pero Gattaca es buena película para el tema. Lo que es un hecho es que, progreso por acá y por allá, y progreso en el Derecho (ahora que ponernos de acuerdo respecto del término progreso, como atinadamente señalaba, puede ser LA cuestión).
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