Iba con mi hija dando un paseo por mi pueblo y llegamos a donde un manantial sale sobre una piedra que tal parece puesta por mano humana, aunque quién sabe. Qué es eso, me preguntó la niña, y yo, sin pensar más, le dije: es el Pilón de Ovidio. Era de esperar su inmediata reacción: ¿Y quién es Ovidio? Le conté solamente que se trataba de un señor que, hace mucho tiempo, se sentaba allí a descansar, y quedó conforme. Fue mi versión suavizada y políticamente correcta de lo que tantas veces había yo oído y que, expresado ahora sin tapujos, era que, en un tiempo que supongo que sería el de mis abuelos, el tal Ovidio era un vagabundo o trotacaminos que tenía el gusto de sentarse allí cuando pasaba por Ruedes y que, por alguna extraña inspiración, quién sabe si debida al manar cristalino o a la piedra combada, se dedicaba sin pudor a manosearse las partes con fruición impropia de su condición menesterosa.
Seguí pensando un buen rato cuán curiosa es la fama y qué traicionera la posteridad. Ya casi no me acuerdo del nombre de mis abuelos y los de los bisabuelos los ignoro alevosamente, pero Ovidio ha pasado a la posteridad local y perdurará el rastro de su ser mientras quedemos quienes transmitamos a la descendencia el nombre de los lugares. Y qué llamativo también que se perpetúe la memoria de un señor que no hizo en tal sitio más cosa que darse a las artes consoladoras del Onán apócrifo.
A los ministros les pasa igual. Y ellos lo saben, que es lo malo. Por eso, conscientes de lo efímero de su fama, si alguna vez fue tal, se esfuerzan en pasar a la historia más ínfima dejando su nombre en el Boletín Oficial del Estado, a ver si un par de generaciones más tarde todavía queda alguno que diga este fue el código de Mengano, aquel el reglamento de aguas menores de Zutano o el de más allá el proyecto de aire comprimido de Perengano. Les entra esa pasión soberbia cuando sienten periclitar la legislatura o cuando intuyen que mengua el deseo que un día les profesó el que preside el gobierno. Es cuando más peligroso se torna el inquilino de un ministerio, pues toma conciencia de que su faena se acaba y de que ha de verterse con prontitud si no quiere que, de vuelta a casa, lo acoja el olvido con su abrazo de témpano.
Podrían darse a la melancolía pasiva, abandonarse a su suerte esquiva, lamentar la fugacidad de las horas, lo inabarcable de los humanos propósitos, las veleidades de la fortuna. Pero no, se empecinan en lanzar hacia el porvenir su rastro, aunque no sea para la gloria de los libros o la alabanza fundada de los del mañana. Sólo quieren dejar algo, marcar el territorio antes de perderlo, como el gato famélico que sigue meando en los rincones mientras las gatas del barrio buscan amante más prometedor. Quién sabe si el propio Ovidio no fue gestor deliberado de su perduración en el recuerdo de mis gentes, tal vez no era placer inmediato el que se procuraba, sino el paso al catálogo de los próceres locales que ni ganaron batallas ni labraron haciendas, pero que ahí se quedan porque la humana memoria es injusta y trivial.
Tenemos ejemplos a porrillo, pero lo interesante es ver al ansioso en acción y, si pudiéramos acercarnos, notar en su vidriosa mirada la determinación fatal. Tengo para mí que en esas anda el actual ministro de Educación de este país, doctor Gabilondo, perito en metafísicas, rector que fuera de universidad madrileña que no recuerdo cuál sería, pues hay tantas, que nos confunden, miembro de un gobierno que ya había recibido la extremaunción cuando él juraba el cargo, y quien, con todo, puede que durante un par de semanas soñara con meterles mano a la enseñanza y la investigación y que ellas le sonriesen. Ahora ya sabe que no y que si te he visto no me acuerdo y para ese viaje no hacían falta alforjas ni tiros largos. El viento barre impasible los desiertos, y las alucinaciones son lo que son, como los sueños.
Vulnerables, se hacen vulnerables y toman por sirena a cualquier engatusador que les cante. Ven, corazón, quédate conmigo y sabrás lo que es bueno, que vas con mala cara y yo te quito las preocupaciones en un santiamén, tengo un colchón ahí detrás y por la cama no te cobro, tú nada más que déjame a mí y te sentirás como nuevo. Ovidio al menos era autónomo, pero no es lo más común.
El doctor Gabilondo, ministro de Educación, juega con las diez de últimas y espera mucho de ellas. Los sindicatos le dicen ven y lo deja todo. Manga por hombro, pero lo deja y corre a sus brazos flácidos y ya están diciéndole que si sube la edad de jubilación del profesorado universitario sin especiales condiciones de excelencia lo alaban una horita más, y que por una promulgación completa, mismamente del Estatuto del PDI, puede quedarse toda la noche y hablamos, vamos, promúlgate, mi sol, que nosotros nos haremos lenguas de ti y no habrá mañana simpatizante que no te busque para proclamar tu nombre a los cuatro vientos y agradecértelo, que ahí afuera hace frío, mi alma, y la gente es muy mala y los reaccionarios no te entienden.
Un ministro virtuoso debería conocer el percal y quedarse bien quieto, o amarrarse al mástil y cubrirse las orejas. Y nosotros, los ciudadanos, los mortales comunes con o sin oficio, pero de beneficio escaso, tendríamos que dedicar calles y plazas al ministro pasivo, al que hizo mutis como si nada, al que nadie recuerde por sus obras y los desarreglos del país, al que no salpique procazmente nuestros cotidianos ministerios, al Ovidio modesto que con lo suyo se conforma.
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