Cuando parece que la inventiva española desfallece y se anega en nimiedades, aparece de pronto el estro redivivo que logra alumbrar un hallazgo de los que se asientan en los libros de historia.
El último se aloja en las normas laborales. Nunca pude pensar que en tales textos, insípidos y escorbúticos productos de la legislación, pudiera hallarse nada digno de atención. Y, sin embargo, la sorpresa ha saltado y yo la acojo y le doy la bienvenida.
En España se ha inventado el “contrato temporal encadenado”. ¿Quiere decir que quien tiene un contrato temporal, indignado por su precaria situación, se encadena como signo de protesta a los barrotes que sirven de protección al Palacio episcopal? ¿O a los de la Caja de Ahorros? En absoluto, lo entendemos mejor si lo llamamos “encadenamiento de contratos temporales”. Significan -si yo he entendido bien pues pudiera ser que esté disparatando- que los vínculos que ligan al trabajador con el empresario están concebidos en términos temporales -días, meses, lo que sea- pero se encadenan de manera que forman un continuum, una especie de ese perpetuum mobile que se oye en la música sobre todo en los conciertos de Año nuevo, gracias a la inspiración de Johann Strauss.
¿Nos damos cuenta de lo que esto significa? Nada menos que un desafío en toda la regla al tiempo, ese monstruo voraz, ese animal sin entrañas que se posa sobre nuestras vidas sin que nadie le haya invitado, y que nos devora, y nos pinta arrugas, y nos llena de canas, de ácido úrico, de mala leche ... El tiempo, musa de los poetas, ahora se halla vencido, como el pobre don Quijote cuando volvía a su aldea natal, pues que puede ser burlado y encadenado a sí mismo, lo que lo convierte en tiempo perpetuamente renovado, es decir, en la eternidad que todo lo disuelve (hasta el tiempo).
Estas paradojas me gustan mucho y me recuerdan la columna que escribía Josep Pla en la revista “Destino” hace años bajo el título genérico de “calendario sin fechas”. Él decía que era un contrasentido impuesto por el editor y, en efecto, sonaba a algo así como a unos Alpes sin Aníbal o a un juzgado penal sin unos buenos reos, pero lo cierto es que son un acicate para la imaginación.
Que es, entiendo, de lo que se trata. Porque las leyes laborales no creo que haya nadie en el mundo que se las tome en serio, fuera de los esforzados galeotes que de ellas viven, pues cada estación del año se aprueba por el Gobierno de turno su reforma pactada con estos y con aquellos ... (que siempre son los mismos): el otoño, la primavera, el invierno ... tienen la suya propia que acuden a la cita con la regularidad de las castañas, las cigüeñas o el pavo de navidad.
La imaginación a veces se reseca y, entonces, es preciso acudir al “más difícil todavía” de los trapecistas de circo que, en este caso, es el descubrimiento sensacional del “encadenamiento de los contratos temporales”, última moda de la próxima temporada.
Y aquí es donde viene mi inquietud porque la temporada dura poco, menos que esas semanas eternas que anuncia el Corte Inglés, y entonces si en invierno derogamos, como se hará, el “encadenamiento” y ya el tiempo vuelve a ser lo que era, apremiante, implacable, fugaz, pasajero, litúrgico ¿qué queda del nuevo contrato ligado al calendario sin fechas de Pla?
Si no se encadenan las reformas laborales y cada una vive su propio destino en lo temporal ¿cómo diablos se encadenan los contratos temporales nacidos bajo su cobijo? ¿quién corre detras de quién?
Contestar estas cuestiones exigiría encadenar esta sosería a la siguiente y eso son ya ganas de matar el tiempo.
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