20 septiembre, 2013

Tres notas sobre Dworkin (aunque yo no lo entienda)



Pues como a fines de octubre tengo ponencia sobre Dworkin en congreso de tronío, lo leo y lo releo como un poseso o como un condenado a galeras. Hoy no quiero exagerar ni hacer frases en exceso provocativas, pero me sincero al decir que o mi mente se ha estrechado fatalmente, y por eso no entiendo ni tres cuartas partes de lo que don Ronald dice, sea en inglés o bien traducido, o no lo entiende nadie y disimulan muchos. Lo primero, no me lo digan. También estoy empezando a pensar que esto de la teoría del derecho depende del mobiliario de cada cabeza y que no los hay mejores o peores, sino diferentes y hasta inconmensurables. Será cuestión de temperamentos, quizá; o de paciencia. Pero mira que le estoy echando paciencia…
Sea como sea, absténgase de esa entrada la buena gente sana.

                1.Hay en Dworkin (véase por ejemplo “La justicia con toga”, pp. 207ss) una continua confusión entre:
(i) El derecho como un objeto externo con alguna función social de ordenación de las conductas y las relaciones. En eso pone el positivismo jurídico su concepto de derecho.
Digo que es externo ese “objeto” que llamamos Derecho porque es “percibido” o “identificado” en ciertos elementos exteriores a nuestra conciencia: documentos, procedimientos, declaraciones de voluntad, conductas… Así, si usted pregunta hoy a un ciudadano español si considera que es derecho una ley emanada del Parlamento con los requisitos puestos por la Constitución Española y los reglamentos parlamentarios, le va a contestar normalmente que sí, que ese “objeto” es derecho.
(ii) Las normas de las que en su totalidad se nutren las decisiones jurídicas, y particularmente judiciales.
Es de sobra sabido que los términos en que se expresa el derecho positivo adolecen de indeterminación y que al aplicar esas normas los jueces y operadores jurídicos deben optar entre interpretaciones posibles de tales términos. Dichas opciones se basan en consideraciones y preferencias morales, políticas, económicas, religiosas, etc. Lo que autores como Dworkin vienen a decirnos es que, ya que la moral de los operadores jurídicos cumple ese papel, la moral es parte de todo sistema jurídico. Por las mismas, y en cuanto también sean razones políticas o económicas, por ejemplo, las que así condicionen las decisiones aplicativas del derecho positivo, tendríamos que concluir que la moral y la economía también son parte el sistema jurídico y que no hay separación conceptual entre derecho y política o entre derecho y economía; o entre derecho y religión, si las creencias religiosas también influyen en la práctica jurídica en algún caso o en muchos casos.
Hagamos alguna comparación. Tomemos el concepto de “casa”. Lo aludido por el término “casa” es también algo externo y hay unas convenciones semánticas, y un uso social común y en ellas basado, en la base de nuestro acuerdo sobre lo que es una casa, sobre lo que no es una casa y sobre lo que resulta dudoso si es una casa o no.
Por otro lado, yo o cualquier persona tomamos numerosas decisiones sobre nuestras casas. Si yo voy a construirme una casa, me planteo cosas tales como si hacerla de más o menos habitaciones o cuartos de baño, si dispongo o no una habitación para hijos o nietos, si la hago de varios pisos o sólo de uno, si pinto las paredes de colores intensos o en tonos pastel, si instalo un sistema de calefacción eléctrica, a gas, de leña o con algún combustible derivado del petróleo, si le añado un trastero o una carbonera, si pongo una capilla o un gimnasio o una sala de proyecciones en una de las alas, etc., etc., etc.
Todas esas decisiones sobre mi casa están determinadas por consideraciones económicas, morales, religiosas, estéticas, etc., pero ello no quiere decir, para nada, que del concepto de casa, de las casas como objetos que identificamos y asociamos a ese término, “casa”, formen constitutiva, esencial y definitoria elementos económicos, morales, religiosos o estéticos. Por eso podemos perfectamente identificar como casa una casa ruinosa, una casa muy fea, una casa muy cara o muy barata, una casa con costes altos o bajos, una casa llena de santos o una llena de figuras de deidades demoniacas, etc.
Cuando yo construyo o compro o alquilo una casa, cuando tomo decisiones sobre la casa en la que voy a vivir o quiero vivir, no estoy determinado por el concepto de casa, sino por esos otros factores tan diversos (económicos, morales, estéticos…). Ahora bien, al mismo tiempo, cuando yo decido hacer o comprar o alquilar una casa, el concepto de casa me determina el marco. Licencias poéticas aparte, si estoy en mis cabales no se me ocurre coger o comprar un perro o un jarrón o una margarita y decir esta es mi casa y que le voy a pintar su estancia principal de azul y le voy a meter una cama de 1,50 para dormir más cómodamente por las noches. El concepto de casa no me da resuelto nada de lo referido a las decisiones particulares y concretas sobre mi casa, pero limita lo que puedo tener por casa y, por tanto, el marco de esas decisiones. Socialmente nadie me entenderá si digo que voy a pintar a mi suegra de blanco porque mi suegra es mi casa y las casas me gustan así, blancas.
Pero, al mismo tiempo, mis decisiones concretas sobre mi casa no cambian el concepto de casa que socialmente comparto ni permiten sostener que no es una convención social y semántica la que permite llamar “casa” a ese tipo de objetos que vemos como casas y que en realidad hay que ver en cada casa concreta si, por ser hermosa o barata o alta u orientada hacia el Sur o bendecida por el cura, es de verdad una casa o solamente una apariencia engañosa de tal, edificio con pinta de casa pero sin alma o esencia del tal.
Con el Derecho es lo mismo. Los positivistas nada más que mantienen que en cada sociedad se identifica como derecho y como derecho se vive lo que resulta de ciertas convenciones sociales. Igual que todos vemos casas en ciertos tipos de edificios aquí y ahora, todos vemos normas jurídicas en determinadas normas que comparten algunos caracteres o apariencias: estar en ciertos documentos, provenir de determinados órganos o prácticas, ser aplicadas por particulares operadores…
En cambio, los iusmoralistas, como Dworkin, sostienen que es Derecho todo lo que alimenta las decisiones jurídicas, paradigmáticamente las decisiones judiciales. Cuando, por ejemplo, dos abogados discuten, desde diferentes concepciones de lo moralmente correcto, cuál es la mejor interpretación de una norma jurídica o cuando un juez elige y fundamenta con razones morales su opción por una de las interpretaciones posibles de una norma, se estaría mostrando que la moral es parte del derecho, ya que el llamado derecho positivo, la norma jurídico-positiva en cuestión, no ofrece todos los elementos en que se basa esa opción de los abogados o del juez. Igual que la casa, ninguna casa, no decide por mí de qué color es preferible pintar sus paredes, con lo que mi gusto estético sería parte del concepto de casa, según ese punto de vista.
Se dirá que la comparación con la noción de casa está mal traída, pues si hablamos de derecho, hablamos de sistema normativo. Ante esa posible objeción, usemos otra analogía. Pongamos que compro una motosierra y que la acompañan unas instrucciones sobre su correcto uso: cómo se arranca, cómo se maneja, qué cuidados deben tenerse para evitar averías, cómo tomarla para evitar lesiones o cortes del usuario, etc. Pero esas instrucciones no me dicen si debo usar la motosierra para cortar el pino del vecino o si debo o no talar el roble que ha crecido en mi jardín. Tampoco me dicen nada sobre si debo emplear la motosierra al modo de Freddy Krueger y emprenderla con ella contra mis conciudadanos. Todo uso que yo haga del aparato en cuestión estará determinado por mis decisiones, dentro de lo que el cacharro me permite materialmente hacer. ¿Deberé, pues, concluir que el sistema moral que orienta mis decisiones de cortarla al vecino el árbol o la cabeza es parte del conjunto de normas que conocemos como instrucciones de uso de la motosierra?
Otro ejemplo más. Dos católicos asumen como dogma normativo los Mandamientos de la Ley de Dios. Si se les pregunta por qué los Mandamientos son ésos que dicen cosas tales como “No consentirás actos y deseos impuros”, harán alusión a su origen como verdad revelada y a cómo Yahveh se los dio a conocer a Moisés. Sin embargo, esos dos católicos discrepan en su interpretación de aquel mandamiento, el noveno, y para uno no hay vulneración del mismo si tiene fantasías con su esposa vistiendo cueros y con un látigo y para otro, en cambio, ese deseo es pecaminoso por contrario a dicho precepto. Cada cual lo interpreta desde su moral, aun queriendo que sea una moral que no desentone del dogma católico en su conjunto. ¿Podemos concluir, pues, que la moral forma parte del sistema de los Mandamientos y que los Mandamientos no son solamente los que son, sino que también es parte de los Mandamientos la moral? Cuidado, entiéndase bien esto. No estamos hablando de que del conjunto de los Mandamientos pueda extraerse una moral subyacente, sino de que la moral es parte del sistema mismo de los Mandamientos y que cuando uno de esos sujetos toma sus decisiones sobre la interpretación de un mandamiento que para sí va a aplicar no está añadiendo al sistema de los Mandamientos algo, sino que está aplicando los Mandamientos mismos porque cada una de esas normas morales que cada uno aplica es parte de los Mandamientos mismos. En otras palabras, un enfoque como el que Dworkin aplica al derecho nos tiene que llevar a sostener que dado que toda decisión sobre la aplicación de los Mandamientos está condicionada por opciones morales, el sistema de los Mandamientos tiene naturaleza moral, no meramente religiosa, y que, por tanto, no podemos ver el sistema de los Mandamientos como conceptualmente independiente de la moral. Que no hay separación conceptual entre religión y moral.
Igualmente, puesto que mis decisiones sobre mi casa están condicionadas por mis patrones económicos y estéticos, no podemos entender el concepto de casa desvinculado de la economía y la estética; y ya que mis decisiones sobre el uso que doy a la motosierra que adquirí no acontecen sin un componente de opciones influidas por la moral, la moral es conceptualmente parte inescindible o bien de la motosierra misma o bien de sus instrucciones de uso. O sea, que las instrucciones de uso de la motosierra son ciertamente las que vienen en el correspondiente folleto, sí, pero sumándoles la moral que me lleva a mí usarla para una cosa u otra. Así, si con la motosierra decido matar al vecino, estaría yo no meramente tomando una decisión moralmente mala, en su caso, sino contraria tanto a las instrucciones de uso (al folleto) como, quizá, a la esencia misma de la motosierra.
Y uno, en su despiste, se pregunta: ¿no sería posible hacer teoría del derecho con un poco más de rigor analítico y sin confundir churras con merinas o la velocidad con el tocino?

2. En “La Justicia con toga”, p. 215, al hilo de su debate con Coleman, dice Dworkin: “Ésta es la consideración que necesito para apoyar mi idea de que si los jueces discrepan de modo muy básico en torno a los criterios para identificar el derecho válido, entonces no comparten ninguna convención que estipule los criterios para identificar el derecho válido”.
Todo depende de dos cosas: qué entendamos por “convención para identificar le derecho válido” y qué entendamos, en esa frase, por “derecho válido”.
Parece que cuando Dworkin dice “derecho válido” está refiriéndose a los criterios al completo en los que se basan los jueces para decidir sus casos, incluyendo aquellos criterios con los que resuelven, por ejemplo, problemas interpretativos originados en la indeterminación o las “zonas de penumbra” del derecho positivo.
Ningún positivista, en todo el siglo XX y hasta hoy, ha dicho que el derecho positivo, ése que se “identifica” mediante la regla de reconocimiento hartiana o la norma fundamental kelseniana, determine al cien por cien el contenido de la solución para cada caso que los jueces tienen que dar y dan. Para los positivistas es una convención social la que permite identificar lo que sea el derecho, pues derecho es en cada sociedad lo que cada sociedad considera derecho, sobre la base de esos mecanismos sociales convencionales de identificación. Pero los positivistas no afirman que el derecho así identificado determine completamente la solución de los casos a los que sus normas pueden ser aplicables.
Un sencillo ejemplo. En España, la Ley de Carreteras prohíbe la instalación de “publicidad” en las zonas visibles desde las carreteras nacionales, fuera de los tramos urbanos, y prevé sanciones económicas para las empresas o entidades que vulneren esa prohibición. Las preguntas que podemos plantearnos son dos: si ese precepto de la Ley de Carreteras es normas jurídica, es derecho, y si con ese precepto en mano podemos saber en cualquier pleito sobre el asunto si estamos ante publicidad sancionable o no.
Nadie en España hoy, ni funcionarios ni ciudadanos comunes, pondría en duda que tal norma de la Ley de Carreteras es norma jurídica. Lo es porque está en una Ley y esa Ley es derecho porque proviene de ciertas fuentes y ha sido adoptada mediante ciertos procesos. Eso no tiene mucha discusión. Lo que afirman los positivistas es que lo que aquí y ahora hace que una Ley sea derecho y no otra cosa cualquiera es ese reconocimiento social de que las leyes son derecho. Una ley, aquí y ahora, es derecho porque de hecho se reconoce socialmente que las leyes son derecho. Otra forma de explicar ese fenómeno es que rige una convención social identificadora de lo que sea derecho y lo que no. Si aquí y ahora las leyes son derecho y las decisiones de los ancianos de cada barrio, reunidos en asamblea, no lo sean es ese dato social de carácter convencional.
Y los jueces, por supuesto, son parte de esas convenciones y las respetan. Por eso cualquier juez, aquí y ahora, al resolver un pleito sobre publicidad en las carreteras va a ver lo que dice esa Ley de Carreteras y cualesquiera otras leyes o reglamentos o jurisprudencia vinculante que puedan venir al caso, pero no acude para buscar esa solución ni a los Mandamientos de la Santa Madre Iglesia ni al derecho natural ni al derecho visigótico ni al Corán ni a su conciencia moral pura y dura. Los jueces, por tanto, y contrariamente a lo que dice Dworkin, no discrepan a la hora de identificar el derecho válido, puesto que coinciden en su respeto a la convención sobre dónde está y en qué consiste. Si, aquí y ahora y bajo la vigente regla de reconocimiento o la correspondiente convención, un juez resolviera un pleito de publicidad en las carreteras desconociendo lo que dice la Ley de Carreteras y sin tomarse la molestia siquiera de mencionarla, seguramente se consideraría prevaricador, si lo hizo con dolo, o, al menos, se expondría a una sanción disciplinaria y, desde luego, al descrédito en la doctrina y entre sus colegas.
Sin embargo, el derecho así identificado no resuelve plenamente todos y cada uno de los casos que se le someten. En nuestro ejemplo, eso sucedió en el famoso caso del Toro de Osborne. Al entrar en vigor la Ley de Carreteras y su prohibición de publicidad, la empresa Osborne mantuvo el toro con el que anunciaba su brandy Veterano, pero borró de él la inscripción que decía “Veterano”. Eso dio lugar a un problema interpretativo, pues según se interprete el término publicidad en aquella norma de la Ley de Carreteras, el toro, así, sin inscripción ninguna, será publicidad o no lo será y, correspondientemente, la empresa Osborne podrá  ser sancionada o no. La Ley de Carreteras dice “publicidad” pero no define lo que sea publicidad a sus efectos ni da mayores pistas sobre el asunto. Así que el Tribunal Supremo acabó interpretando que el Toro de Osborne no era publicidad y tal interpretación, obviamente, no es de la cosecha de la Ley, sino de la cosecha del Tribunal, y el Tribunal la justifica mediante argumentos estéticos, medioambientales y consecuencialistas, estos últimos relativos a si la presencia del Toro puede o no dar lugar a accidentes de tráfico por distracción de los conductores.
Sobre esa interpretación puede haber y hubo discrepancia entre los tribunales. De hecho, el Tribunal Supremo casa, con su sentencia, la sentencia de la instancia anterior. Pero tal discrepancia no es señal de que no existe una convención identificadora de lo que sea el derecho, sino que solamente muestra que no hay una convención establecida sobre cómo se debe elegir entre las interpretaciones posibles de una norma jurídica, de una norma que es jurídica porque hay una convención que perfectamente la identifica así, como jurídica[1].
Por eso depende de cómo entendamos aquella expresión dworkiniana, “criterios para identificar el derecho válido”. Los positivistas dicen que rigen convenciones sociales para identificar qué normas son jurídicas (y, por extensión, cuáles no), no para identificar, al menos con exactitud, qué solución merecen todos los casos a tenor de esas normas identificadas como jurídicas.
Otra comparación que quiere ser aclaratoria. Si buscamos un campo de normas cuya base y origen es claramente convencional, lo hallamos en los usos sociales, como los usos de cortesía. Si no hay convenciones ahí, no las hay en ningún lado, seguramente. En convenciones y no en actos legislativos formales ni en esencias axiológicas o contenidos inmanentemente racionales se basan reglas como la de darse la mano entre varones cuando son presentados o se reencuentran, la de evitar en público los eruptos, especialmente los sonoros, la de comer la carne con cuchillo y tenedor, tomando el cuchillo con la derecha y el tenedor con la izquierda, la de masticar con la boca cerrada, la de saludar a los vecinos o conocidos con los que uno se cruza, la de brindar diciendo “salud” o algo similar cuando amigos beben juntos bebidas alcohólicas, la de ceder el paso a quienes nos acompañan, etc.
Yo sé que cuando me cruzo en la calle o en el portal de mi casa con un vecino o un compañero de trabajo debo al menos saludarlo con un “buenos días” o un “buenas tardes” o alguna fórmula estandarizada que cumpla esa función de saludo. Si se me pregunta por qué hacerlo así y con tales fórmulas precisamente, no contestaré que porque tal impone Dios o eso manda el legislador legítimo o porque el saludo, y el saludo en esos términos, es imperativo de la pura racionalidad o pauta ontológicamente ligada al ser humano, sino que diré que así se entiende debido porque así suele hacerse, que hay una regla social basada en el uso, de naturaleza clarísimamente convencional. A nada que haya viajado un poco o que tenga una elemental cultura, sabré también que esas reglas sociales de cortesía y buena educación cambian de tiempo en tiempo y de sociedad en sociedad y que, por ejemplo, mientras en unos lugares el erupto en la mesa se considera descortesía supina, en otras se tiene por educada expresión de satisfacción con la comida recibida.
Todo eso parece muy claro y muy difícilmente discutible. No conozco autores que hayan pretendido que no es convencional la naturaleza de los usos sociales, precisamente porque son usos y son sociales. Pero puede ocurrir que mi amigo Miguel y yo nos encontremos en un bar a un compañero, Perico, que nos cae bastante mal. Pese a tal circunstancia, Miguel decide saludarlo con un “buenos días, cómo estás”, acompañado de una amable sonrisa. Como además Miguel y yo estábamos tomando unas cervezas acompañadas de unas suculentas tapas, Miguel, siguiendo otra regla de cortesía que rige (o regía) en muchos lugares de España (sospecho que no en todos), le pregunta a Perico si quiere acompañarnos y tomar alguna cosa, invitado. Recuerdo, por ejemplo, que en mi tierra y en tiempos de mi padre, todo varón que estuviera en la barra de un bar cuando un conocido entraba invitaba a este de inmediato a la primera consumición, y no hacerlo así se tenía por gran desprecio y poco menos que por declaración de enemistad. Ante tan generosa actitud de mi amigo, yo discrepo y se la reprocho, pues a mí me parece más que suficiente darle a Perico un seco “buenos días”, el puro cumplimiento a secas de la esencia de la regla social, sin más concesiones ni cortesías. Debatimos Miguel y yo y le recuerdo que Perico no es muy leal con sus compañeros en el trabajo, que una vez dijo cosas desagradables de nosotros y que, además, él casi nunca invita en los bares cuando la situación se da a la inversa, faltando, pues la reciprocidad o la justicia. Y si digo reciprocidad y justicia ya están entrando en juego argumentos morales, igual que moral en el fondo es mi argumentación sobre la maldad de Perico y la conveniencia de no hacerle una aplicación generosa de las reglas de cortesía en el saludo y en los bares. Es más, puedo plantearle a Miguel si no estaría justificado que le negáramos el saludo incluso, precisamente por lo mala persona que es y lo mal que se porta con nosotros. Daría yo así, quizá, argumentos morales para justificar la excepción en la aplicación en la regla del saludo; o, si en la propia regla se puede entender contenida la excepción, algunos dirían que se trata de una concesión de la regla a la moral, al admitir la regla misma razones de índole moral como fundamento de la inaplicación de la regla a ciertos casos.
Perfecto, ningún problema, admitamos todo ese largo juego de la moral. Pero ello ni quita su carácter convencional a las reglas del trato social, como las del ejemplo, ni nos valdrá para decir que la naturaleza de la reglas del trato social es moral y que no se trata de reglas positivas con base puramente social y convencional. Cada cosa es lo que es y cada asunto es cada asunto. Una cosa son las reglas y el sistema que forman y la cuestión de qué origen tienen y cómo se identifican, y otra cosa es el modo en que esas reglas se apliquen y los factores adicionales que influyan en las decisiones aplicativas. Si yo digo que a Perico no lo saludo porque me arrebató la novia o porque tiene tratos carnales con mi novia y yo me muero de celos, a nadie se le ocurrirá afirmar que la naturaleza última de la regla social del saludo es, por tanto, amorosa o hasta sexual. Pues, igualmente, si yo digo que no lo saludo porque es un inmoral, nadie debería sostener que la naturaleza de la regla del saludo es moral. Por lo mismo, si yo, juez, inaplico la norma jurídica que viene al caso porque me parece injustísima, ello no quita a esa norma jurídica su carácter jurídico ni al derecho su naturaleza convencional ni convierte a la justicia objetiva o no convencional en elemento constitutivo de lo jurídico y demostrativo de que lo jurídico no es convencional. Cada cosa es cada cosa y cada ámbito es cada ámbito. No hay juez que no sepa identificar el derecho válido, aunque discrepen sobre cómo interpretara y aplicar las normas jurídicas así identificadas sin dudas.
3. En su polémica con Raz en “La justicia con toga”, dice Dworkin (p. 224) que, al menos en las “democracias modernas”, “[N]i siquiera asumimos que aquellas leyes que nos parecen perfectamente válidas y legítimas excluyen y reemplazan las razones subyacentes que los creadores de esas leyes consideraron de modo apropiado al adoptarlas. Más bien creemos que esas leyes establecen derechos y deberes que normalmente triunfan ante esas otras razones. Las razones permanecen y, en algunas ocasiones, necesitamos consultarlas para decidir si en circunstancias particulares esas razones son tan extraordinariamente poderosas e importantes que esa ley ya no debería triunfar. La Constitución de Estados Unidos (al menos en la opinión de la mayoría de académicos) sólo permite al Congreso y no al presidente actuando en solitario suspender la orden de habeas corpus, y los redactores de esta cláusula tuvieron completamente en cuenta las razones que un presidente podía poseer para suspender la orden por sí mismo. La mayoría de nosotros consideramos que la Constitución es a la vez legítima y autoritativa. Pero muchos autores, sin embargo, piensan tanto que Abraham Lincoln acertó moralmente al suspender el habeas corpus durante la Guerra Civil como que éste actuó ilegalmente (…) Lincoln no negó la autoridad de la Constitución al tomar su decisión: simplemente sopesó esa autoridad frente a las razones contrapuestas del tipo que los redactores también tuvieron en cuenta, razones que retuvieron su vitalidad. Lincoln juzgó que atendiendo a las circunstancias estas últimas eran suficientemente fuertes como para vencer a las anteriores”.
Lo que con este ejemplo una vez más quiere Dworkin mostrar es que:
a) Las razones morales de las normas forman parte del Derecho mismo, del sistema jurídico. Por tanto, el sistema jurídico no está integrado solamente por las normas que llamamos jurídico-positivas, ésas que aparecen escritas en la Constitución o en tal o cual ley o reglamento, sino también por esas otras razones que son razones morales.
b) Que cuando esas razones morales de fondo del sistema jurídico pesan en un caso más que la norma misma (véase el ejemplo de Lincoln que se acaba de citar) y, por eso, se decide contra la norma, pero con base en tales razones morales, no se decide contra derecho, sino en plena y congruente aplicación del derecho, del sistema jurídico. Ello podrá ocurrir tanto cuando se decide contra “la letra” de una norma, pero desde la razón moral subyacente a esa misma norma, como cuando se decide contra “la letra” y la razón moral de una norma con base en las razones morales de un conjunto normativo.
Con lo anterior se apoya un tercer argumento, el esencial:
c) Que, por tanto, la moral forma parte del sistema jurídico y, consecuentemente, no tiene asidero la tesis positivista de la separación conceptual entre derecho y moral. Como también ataca Dworkin la otra tesis esencial al positivismo, la del carácter convencional del derecho, deberemos entender que esa moral que es parte del sistema jurídico es una moral que no tiene carácter o naturaleza convencional, sino que deberá estar anclada en algo distinto y más firme que las convenciones sociales.
Retomemos la comparación con los usos sociales y volvamos a aquellas dudas entre mi amigo Miguel y yo sobre si debíamos saludar mejor o peor a nuestro colega Perico y si debíamos o no invitarlo en el bar. Vaya usted a saber qué causas pueden explicar el origen y las modalidades de los rituales de saludo o de las reglas relativas a invitaciones, sobre eso hablarán y discutirán antropólogos, historiadores, psicólogos sociales y otros de disciplinas de tal calibre. El caso es que aquí y ahora está vigente aquella regla del saludo y aquella otra de la invitación en el bar. Si yo quiero vulnerar esas reglas y justificar mi actitud, buscaré razones que relacionaré con el fundamento o justificación moral que las reglas en cuestión pueden tener o que para ellas podemos reconstruir.  Diré, por ejemplo, que la razón de ser de que debamos saludarnos es que así se fomenta la cordialidad y la simpatía entre los miembros del grupo, y con ello la disposición a cooperar y ser solidarios, pero que con el que ya se sabe que es insolidario y antipático no hay por qué saludarse, pues el saludo no tendría ahí razón de ser, vista la regla desde tal fundamento. O defenderé que las invitaciones en los bares constituyen una manera de compartir el dinero que uno tiene, especialmente con los que no tienen o tienen menos, y de mostrar que todos somos iguales y merecedores de respeto, pero que tan absurdo es compartir, invitando, con el que jamás comparte, aunque tenga dinero, como pedir que invite y comparta el que nada tiene.
A unas prácticas (el saludo y la invitación) que socialmente rigen y que están indudablemente basadas en usos y convenciones y cuya validez o vigencia no se liga con razones ni morales ni de otro tipo (nadie dirá que la obligación social del saludo estará vigente sólo mientras seamos capaces de fundamentarla en algún tipo de razones justificatorias de su fondo o contenido), le he puesto yo razones morales que parecen bien razonables, a fin de justificar mi incumplimiento de las reglas en cuestión. Pero ¿quiere esto decir que la moral es parte constitutiva y esencial, determinante, del sistema de reglas sociales que conocemos como usos sociales o reglas del trato social, por lo que la naturaleza última de tales reglas no sería ni la de reglas “positivas” ni la de convenciones sociales, sino naturaleza moral, con el añadido de que no podemos identificarlas como parte de tal sistema si no es con razonamientos morales? En mi opinión lo que sucede es más bien que se usan razones morales para justificar socialmente la vulneración o excepción individual y en casos concretos de las reglas sociales, provocando así una especie de antinomia entre normas de distintos sistemas normativos y justificando que nuestra conducta, aunque violente la norma de un sistema normativo es acorde con la norma de otro y que, además, es más meritorio personalmente dar preferencia a este otro, el sistema moral. Pero que las razones morales sirvan para justificar (moralmente, claro) la excepción a una norma del sistema jurídico o del sistema de usos sociales no tiene por qué implicar que las razones morales sean parte constitutiva y elemento identificador ineludible de los sistemas jurídicos o de usos sociales y de sus concretas normas. Por las mismas, que estemos de acuerdo en que Lincoln hizo moralmente bien al suspender la orden de habeas corpus o que se esté muy de acuerdo conmigo en que hago muy bien en no saludar afablemente a Perico o al no invitarlo en el bar no equivale a que se pueda afirmar que yo cumplo con el sistema de reglas del trato social porque va de suyo que una regla del trato social no tiene validez dentro de ese sistema si es inmoral ni, aun no siéndolo, no debe aplicarse en casos en que conduzca a resultados injustos, tan injustos como que yo invite a Perico que es más rico que yo y, además, un egoísta de tomo y lomo.
Si las razones morales que podemos creer, aun muy razonablemente, que subyacen a una norma, sea jurídica o sea de trato social, se consideran parte de la norma misma y aptas para excepcionar la aplicación ya sea de esa norma o de otras del sistema, en realidad los sistemas no tienen normas o éstas valen sólo provisionalmente o superficialmente. Las únicas normas verdaderas y eficientes y que deben ser consideradas son las razones de las normas. Pero como las razones de las normas jurídicas o de trato social serían razones vinculadas a normas morales, las únicas normas verdaderas y efectivamente reguladoras y vigentes serían las normas morales. No hay más derecho que la moral cuando no se consideran jurídicas más normas que las no inmorales y cuando se entiende que la norma jurídica solo debe aplicarse si no es inmoral. En una tesitura así, hagamos el experimento mental de suprimir de un plumazo la legislación y nos encontraremos con que en ese sistema jurídico sin normas jurídico-positivas las soluciones para los casos serían las mismas: las dictadas por la normas morales. La única ventaja, si acaso, de legislar, es práctico-instrumental, pues las leyes para los casos ordinarios fijan y resumen las soluciones que dicta (con leyes o sin ellas) la moral, de modo que esas soluciones dictadas por la moral pero que son jurídicas se tendrían que aplicar igualmente a ese caso aun en defecto de ley.


[1] Lo que no quita para que también podamos sostener que sí rigen ciertas convenciones sobre cómo interpretar las normas jurídicas, convenciones que, por ejemplo, determinan qué tipo de argumentos son admisibles al efecto y cuáles no.

3 comentarios:

Unknown dijo...

Por empezar por algún sitio:

- Eso de que las normas morales lo son por convención... un ejemplo: La ablación es una ley moral que se aplica en ciertas sociedades. No entiendo como pueden dar su conformidad las mujeres a que se les mutile de esa manera, ni tampoco creo que nadie les preguntara lo que les parecía el primer día que se pusieron a hacerlo...Esta norma moral, como todas, es fruto de la imposición, más o menos coercitiva, del poder. Olvidarse del poder cuando hablamos de sociedad es como olvidar la leche que hay antes del yogur.
Si la moral fuera natural, no habría más que una moral. Como si la religión fuera verdadera habría una y no dos mil. Por tanto, podemos decir que hay un sentimiento religioso, fruto de nuestro diálogo interior, pero muchas religiones y hay un sentimiento moral, fruto de la alteridad y del conflicto (somos animales políticos, gregarios) y muchas morales, pero en ningún caso son espontáneas o casuales y junto a ellas se presenta siempre el poder invadiendo la vida.

O algo así quería decir (es por no callar) Un saludo.

Anónimo dijo...

Donen sangre, por favor.

Gracias, profesor.

David.

Anónimo dijo...

Donen sangre, por favor, por favor.

Gracias, profesor, y perdone que aproveche su blog desde Madrid para hacer esta súplica.

Un abrazo.

David.