30 enero, 2006

De mayor quiero ser médico (si no se me arregla lo de modisto de Estatutos).

Pues sí, de mayor quiero ser médico. Parece un trabajo tranquilo, por lo que voy a contar. No digo en cualquier especialidad, no sé; de algunas. ¿Que por qué me ha dado por ahí? Vean.
Toda la vida con una salud de hierro y en el último año se me mueven algunas tejas, cosas de poca monta –toco madera-, pero que fastidian: una hernia inguinal y media, alergias, urticarias... Parezco mismamente el Estado español, con perdón.
Así descubro, por ejemplo, la variante médica del cirujano que-te-castiga-con-su-indiferencia. Su primer reconocimiento, memorable. Fui por lo de la hernia. A la hora señalada entré en su consulta y saludé, cordial, sumiso incluso. Uno tiende a extrema la cortesía ante los de corta y rasga. A mi saludo respondió con un “qué pasa”. No “qué pasa, tronco”, ni nada así. Simplemente un seco “qué pasa”. Apenas balbuceé el preámbulos de los síntomas, cuando me atajó: “bájese los pantalones y los calzoncillos”. Vulnerabilidad total. De ningún otro modo se siente un varón más inerme y más ridículo que de esas trazas. Sin advertir de nada, me atacó la ingle, justo en el límite con el aterrado testículo, que no sabía dónde meterse, el pobre. Dijo “tosa” y me clavó el dedo por ahí, creo que me debió de llegar hasta las ideas, haciéndose hueco donde juro que no lo había. Pelín más y me toca las anginas desde el subsuelo. Ay. Cesada la tortura y mientras yo bufaba cual bestezuela apaleada, atacó por la otra banda: “dígame qué día le opero”. Glup. Acordamos y no me dijo más.
La operación bien. Me habían dicho que era bueno con los sables. Y reconozco que disfruté. El anestesista me explicó en el acto que sería con epidural, que yo estaría consciente y que para que me mantuviera tranquilo me iban a dar una pastillita. Y me tomé la pastillita. ¡Toma pastilla! ¡Qué pastilla! Menudo optimismo me invadió, que bienestar, cuanto amor al prójimo, incluidos los que oía por allí rajar piel y rajar, al tiempo, sobre el partido del domingo. Y no me dijeron el nombre de la pastilla, maldición. ¿Y qué hay de eso del derecho del paciente a ser informado? Yo quiero que me digan el nombre de la pastilla. Seguro que si la tomo el día que entrevisten a Carod o algún gudari en la Cuatro acabo creyendo de buena fe en los derechos históricos y en las naciones paridas con epidural.
Mi cirujano me dijo dos veces hola desde la puerta de la habitación, en todo el tiempo, dos días, que permanecí en el hospital. No se prodigó más en el cuidado ni en las atenciones, ni me trajo pastillas. Hombre, no es que yo ansiara sus mimos, ni mucho menos, pero una palmadita y un ánimo, campeón, siempre se agradecen en tales tesituras.
Hoy pasé su revisión después de mes y medio de la operación. Entré otra vez a su consulta y no me reconoció, claro, en la cara no tenía por qué haberse fijado ni son mis rasgos inolvidables. Cuando le di el nombre tampoco encontraba mis datos en el ordenador, pese a que yo estaba citado para hoy. No importa. Me dijo “¿qué tal?”. Yo respondí “bien”. Y sin darme lugar a añadir palabra (le iba a comentar que a veces algo ahí abajo tira un poco) me replicó: “pues por mí no vuelva por aquí”. Y me fui, qué iba a hacer. Para tomarse un café no estaba el ambiente, no.
Pero éste, al fin y al cabo, tiene que hurgarle a uno los interiores. Más llevadero es lo de mi alergólogo. Está empeñado en que a base de observaciones detectivescas hechas por mí mismo sobre mi propia mismidad, descubra yo mismo de mi mismo cuál es la sustancia que a mí mismo me produce la alergia leve que yo mismo padezco. Y que luego se lo cuente, eso sí; por lo de ampliar conocimiento supongo que será. Cada vez que voy me regaña por no haberlo averiguado todavía. Se ve que está impaciente por saber qué me pasa. Cuando me ve con cara de pues no doy con la cosa, intenta aterrarme diciéndome que igual tengo un bicho tropical en la barriga, será un Alien, yo qué sé. Y, claro, yo le replico que tranquilo, que seguro que son los tomates de la huerta de mi cuñado los que me ponen así, y que no se preocupe, que ya me encargo yo.
Pero eso debe de ser así, imagino, conforme a los métodos de la ciencia médica más rigurosa. Lo bueno es lo de la señora que acompaña en su consulta al alergólogo en cuestión. El buen señor recibe a los pacientes en un cubículo mínimo. Apenas cabe la mesa, la silla del paciente a un lado y, al otro, el hombre y una señora bastante mayor, muy pegada a él, ambos sentados. Desde el primer día ví que la señora lo observaba todo. El segundo día lo mismo. Y no decía nada, sólo estaba allí, a su vera. El tercer día fue cuando el galeno decidió encargarme un montón de pruebas, análisis, placas y exámenes diversos. Ella metía baza: “dile también tal cosa”. Y el doctor a lo suyo. Ella insistía: “¿le has pedido que se haga tal?”. De pronto, él la mira, muy serio, y le dice: “calla, mamá, eso ya se lo dije”.
Toma castaña. Era la madre. La madre que lo parió, pensé, ni el mismísimo Freud se imaginaba una cosa así. Creo que les estoy perdiendo fe a los médicos. Y, como dicen que es tan importante la cosa psicológica de uno, pues tal vez por eso no me hacen mucho apaño sus consejos. Entretanto, a ver si también ellos se curan una miaja.
(Continuará).

2 comentarios:

Anónimo dijo...

¡Lo que hay que hacer para ser original! ¡Hasta complicadas alergias! Yo creo que debería acompañarle su madre. Entre ellas se entenderían mejor y avanzaría más la consulta. En todo caso, lo que no puede hacer es dejar ... el blog.

Anónimo dijo...

Tiene razón Demócrito: similia similibus curantur. Al alergólogo, vaya usted con su madre. Y al galeno despectivo, váyale haciendo lo mismo que le haga a usted.
El principio homeopático de "similia similibus curantur" tiene sus límites".
a) no es recomendable seguir esta táctica ya en el quirófano.
b) leo que equipara usted a Carod Rovira con "un gudari". Nada se curaría si Carod le equiparase a usted con Galindo o Ynestrillas por ser los tres defensores de la Unidad Nacional-Estatal.

P.S. Las letras de la casilla de verificación hoy me mandan mensaje cabalístico. Tengo dos ventanas abiertas: en una sale "Ioboski", y en otra "Wbyzyck" (¡en serio!). Parece evidente que son los nombres de dos maestros hasídicos que me mandan mensajes desde el otro lado, diciéndome que estaban equivocados y que sí se podía comer cerdo (pero no en cualquier restaurante).