13 mayo, 2006

Cómo me haré poeta de postín.

Tranquilos, no pretendo plagiar aquellas ácidas páginas de Dylan Thomas sobre “Cómo ser poeta”. No soy tan moderno.
Soy lector de poesía caluroso e inconstante. Caluroso porque un buen poema puede apasionarme y conmoverme tanto como pocas cosas más de esta vida. Inconstante porque debo defenderme de tales emociones, ponerles coto, someterlas a horario y administración, pues, de lo contrario, me pasaría la vida en trance de levitación, tan inútil como vulnerable a toda suerte de depredaciones. No están los tiempos para ensimismamientos, al final de la segunda estrofa ya te levantaron la cartera o te colocaron media tonelada de estampitas postales.
A mis contradicciones de lector se suman, en un estrato más doloroso, mis temores de escritor vergonzante. Cambiaría todas mis disquisiciones de jurista perplejo por un buen libro de poemas salidos de mi mano y acunados por mis musas. En tiempos me aventuré de vez en cuando a perpetrar versos. Intento vano, vistos los resultados, frustrantes, disuasorios. El primer estacazo en consonante me lo propinó el padre Corral, en el colegio, a mis catorce años para quince. Con él descubrí la literatura, eso es cierto, y gracias a sus clases pasé de los comics de Los Cuatro Fantásticos o las novelas de Marcial Lafuente Estefanía, Keith Luger y Silver Kane a Clarín (¡qué impresión, a aquella edad, Adiós, Cordera!) o Valle-Inclán (¡qué ajeno aquel estirado Marqués de Bradomín!). Le gustaban a tal religioso las letras y el balonmano, creo que un poco más el balonmano. Un día nos hizo leer Platero y yo y luego nos pidió que escribiéramos una página de cuaderno imitando la prosa poética de Juan Ramón. A mí se me antojó fácil en exceso el ejercicio y me lancé a pergeñar un poema en toda regla. Comenzaba más o menos así: Mira, Platero,/cómo ríe la primavera/en el verdor/de los prados.
Estrepitoso fracaso. El de la sotana, tan jodido como cumple a su condición, me ridiculizó ante toda la clase. “¿Acaso te crees tú un poeta o qué?”, me soltó, en pleno desempeño de sensibilidad pedagógica y aprecio personal. Eran tiempos en que no podíamos los estudiantes pegar a los profesores, ni siquiera zaherirlos un poquillo, sino que ocurría exactamente al revés, un horror. Y menos mal que mis compañeros no la tomaron conmigo, tachándome de marica por tamaño desmán versicida. Hoy habría sido una ventaja, pero en aquel entonces suponía condena a ostracismo y empujones. Me salvó mi juvenil leyenda de aldeano asilvestrado.
De tarde en tarde recaí en el pecado nefando de la versificación. Llegué a hacerme ilusiones nuevas, a base de convencerme de que el padre Corral era un vulgar cura de corral, con toda su receptividad estética concentrada en las mañas sudorosas de pivotes y aleros. Un par de veces me animé a pasar un puñado de mis engendros poéticos a amigos de confianza con aficiones líricas. Su desconfiado silencio al recibirlos y su considerada omisión de todo comentario posterior me convencieron de que no se puede a la vez escribir y tener amigos que te quieran. Salvo que llegues a ser alguien en la república de las letras, en cuyo caso te querrán aunque no sean amigos. Así que dejé de escribir esas cosas y centré todo el empeño de mi pluma en normas, ordenamientos y demás casquería jurídica.
Ahora me están retornando las ganillas. Pero no de escribir por escribir ni por soñar que algún día acabarán mis huesos en el Parnaso, a la diestra de Dante y enfrente de Sor Juana Inés de la Cruz. No, ahora me apetece la parte mundana del éxito literario, quiero premios y agasajos, y participar en encuentros subvencionados de poetas mantenidos que debatan, con todo el calor de su verbo gangoso y su acento como de entre Cangas de Onís y Brooklin, sobre temas de enjundia, tipo “La construcción del canon y el boom inmobiliario”, “Poética del silencio y sordera crónica”, “Razones y raciones de las gene(r)raciones” o “Poetas ignotos de la Babia alto-medieval”, y así. Y que un par de felices norteamericanas pelirrojas y big-mac escriban su tesis doctoral sobre “Las partículas particulares en un trovador mestizo: vestigios de Ruedes en la obra poética de García Amado”; o sobre “El ritmo de la arritmia: García Amado, poeta del corazón”. Uy, qué placer tan grande sólo de pensarlo.
Al fin maduro, ya sé lo que necesito para mi definitivo triunfo lírico, voy conociendo las claves. No se trata, como en tiempos creí, so bobo, de mejorar el tempo de mis endecasílabos o de hacer menos plano mi alejandrino. No, lo que me hace falta es que alguno de mis viejos o nuevos amigos ponga trazas de pillar pronto poder del bueno. El resto irá rodado. En cuanto se corra hasta la voz al saberse que soy íntimo del nuevo Presidente o confidente de la nueva ministra de Cultura, se pelearán los periódicos por ventilar mis ripios y las editoriales por organizarme antologías, los rectores por investirme “honoris causa” y las asociaciones de mujeres progresistas por regalarme su flor natural. Será un paseo, un desfile triunfal de mis romances y mis sonetos.
Consolidado el Gobierno de mi compadre, me otorgarán premios oficiales que lleven nombres reales, tipo Premio Reina Letizia a la Obra Poética. Ya me imagino a mi paisana dándome su galardón, mientras me susurra en la oreja un par de mis versos más encendidos, y su marido serio, y la Infanta ausente en sus cavilaciones.
La campaña para el Nobel costará más, en tiempo y en Vega Sicilia. Cruzo los dedos para que el mandato futuro de mi amigo cubra al menos dos legislaturas y las cubra comme il faut, y para que no me toque una época flácida de nuestra política exterior, no sea que me caigan todos los parabienes en Bolivia. Medio Gobierno me acompañará a Estocolmo, previa consulta de la ruta en la Guía Michelín, a recoger el presente que me hará justicia. Y varios de los que me detestan se pelearán por relajarme a base de sus mejores habilidades orales, incluidos vicerrectores de entonces, colegas del otro bando y el troll de siempre.
Yo, con mi acrisolada sencillez, declararé que mi poesía podría ser mejor y descorreré con gesto humilde los paños de las placas que ponen mi nombre a calles nuevas en barrios que antes eran campus, colocaré primeras piedras de bibliotecas para estudiar apuntes y repetiré todo el rato al padre de mi amigo que su hijo es el mejor Presidente que hemos tenido, con diferencia, que qué majo y que qué incomprendido y tal.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Ilmo Sr catedrático, hoy VI se aburría y no tenía ganas de salir y se puso a escribir esto pues le diré que hay una poesía universalmente que se titula "La gaita y la Lira" y con un pequeño solamente de esa poesía se le quita el aburrimiento porque ahí se habla de literatura, la filosofía, la teología y la Iglesia católica porque me da la impresión que escribe mucho y no dice nada que no sepamos los españoles. Porque ese poeta tan actualmente laureado es el neorojo Dn Antonio Gamoneda.
Y respecto al padre Corral, le diré que si tanto se metía con VI, es porque era VI un guindilla o bien el chulito del aula porque no creo que ni el padre Corral no se metiera con ningún compañero suyo, nada más con VI, eso significa y me da la impresión que no fuera por eso porque si yo fuera el padre Corral seguramente haría lo mismo con VI porque creo que VI sería el único de la clase que era ateo.

Juan Antonio García Amado dijo...

Oiga, VoxPopuli, anda usted peleón este fin de semana. A este paso acabará acusándome de haber matado a Kennedy. Todo lo echo sobre mis espaldas con resignación, menos lo de que el padre Corral me maltratara por ateo. En esa época un servidor incurría en catolicismo. Le cuento una anécdota por lo de quitar hierro a las disputas. En esa misma edad de quince años los curas nos llevaron a los de mi curso de ejercicios espirituales a León (premonitorio asunto) y nos trajinaron las neuronas a base de bien. Al final volvió el bus el colegio a recogernos, un atardecer de viernes. El conductor era un auténtico cachondo y tuvo la osadía de parar a medio camino, de vuelta a casa, para que nos tomáramos un refresco y orináramos... en un puticlub. Nuestra juvenil indignación fue tan aguda que hasta llegamos a pensar en darle fuego al local.
Dos años después sí que me había hecho yo ya ateo y en los ejercicios de aquel curso encabecé una rebelión que desquició al heroico predicador de turno.