Ante estos tiempos turbulentos, de palabras gruesas e insultos, rebozados en vulgaridad y faltos de inteligencia, que campean con la zafiedad erguida como estandarte, es indispensable volver a los clásicos y acogerse a su magisterio para extraer las enseñanzas que nos legaron sus mentes incisivas, críticas, destructoras. Cuando el pensamiento vulgar se enseñorea del espacio, como es ahora el caso, procede saltar las vallas que lo acotan y para eso nada mejor que la pértiga que nos presta la literatura.
Esta, la literatura, puede ser comprometida, como fue la de Brecht, que atizó a los burgueses, así en la “ópera de los tres cuartos” -aunque él se vestía en los mejores sastres de Berlín-, o puede ser literatura anterior a la era del compromiso, cuando este producto aún no se había descubierto o no se había introducido en los mercados. Literatura de compromiso y de muchos quilates fue la de Cervantes, y no digamos la de Quevedo cuyo ingenio, puesto al servicio de atizar al poder, le llevó a una mazmorra de San Marcos en León. Una desgracia para él, pero una suerte para León pues a todos los turistas se les instruye acerca de este episodio vivido por quien -para mí- es el más grande escritor del siglo de oro.
Menos frecuentado es hoy el gran libro del Padre Isla “Fray Gerundio de Campazas, alias Zotes”, un retablo artesano y pulido de la vida rural del siglo XVIII donde el autor fustiga muchas cosas pero especialmente la caduca oratoria sagrada, practicada por los predicadores en los sermones de las fiestas religiosas. ¿Cómo es posible que a nadie se le ocurra escribir hoy un “Fray Gerundio” para disparar contra la oratoria política? Oratoria de pacotilla, puro papel pintado, campo abonado por los tópicos, cementerio de lugares comunes, retórica empeñada en darnos sofismas por evidencias. De la actual clase política española bien puede decirse que ha fundado la Orden de la vacuidad remunerada.
Da igual que se escuchen sus prédicas en el sacrosanto recinto del Parlamento, en las entrevistas, no digamos en los mítines. Dirigentes hay que son incapaces de expresar una sola idea, limitados como se hallan a “arremeter” contra la cofradía adversaria. “Arremeter” es la palabra que se utiliza siempre, y en verdad que es palabra adecuada, pariente como es de “embestir”, lo contrario pues de razonar o discurrir. Y lo extravagante es que a estos ciudadanos les pagamos para vapulear las reglas del lenguaje y de la sindéresis. Este espectáculo nada tiene que ver con la democracia, es una versión degradada de la misma, practicada por parlanchines con escaño.
El Padre Isla nos hace un recuento de los estilos de los malos oradores y así desmenuza el “estilo hinchado”, propio de quien, en lugar de “carne y de suco nutricio”, utiliza una “porción de pituita nociva, que causa el tumor o la inflamación”, o se explica “con palabras más graves y majestuosas de lo que pide la materia”. Es el estilo hueco de quien proclama obviedades con voz engolada y entre rizos de afectación. ¿Podría alguien poner un ejemplo contemporáneo? Otro es el estilo “desordenado y mal sonante” de quien se dirige al público de manera descompuesta, “desentonada y furiosa, en que el predicador más parece un orate que un orador ... todo para explicar las cosas más bajas y ridículas”. De nuevo: ¿podría alguien poner un ejemplo contemporáneo?
Por su parte, el “estilo cacocelo o afectado”, consiste en “imitar mal las palabras o los pensamientos del otro, de manera que las que en una parte están en su lugar y tienen alma, en otra no pueden estar más dislocadas ni ser más frías”. Tampoco será muy difícil hallar verbigracias entre nuestros predicadores finsemaneros. Y todo este derroche de rudeza y ligereza está encima dirigido a aquellos escuchadores que, como el personaje del propio Padre Isla, ya “ha tomado su partido y no mudará de rumbo por más que le prediquen”.
Se comprenderá la oportunidad de mi grito: vuelta a los clásicos, vuelta a la luz que atraviesa los siglos.
1 comentario:
¿y ahora qué?
PD:Mira que cosas siempre quedará el recurso de la literatura; Como a quien le quedó París.
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