07 abril, 2010

Recuerdos casuales

Me compré anteayer en Gijón el primer tomo de las Obras de Copi (Raúl Damonte), argentino loco y genial, escritor preciso y desmesurado, y me puse a leer ese pequeño escrito autobiográfico que se titula “Río de la Plata”. De pronto, el destello de un recuerdo, al leer unos párrafos en los que él retrata a su manera el carácter de los argentinos: “Tenemos un sano terror a los supositorios, aunque todo el mundo sabe poner una inyección y las alcahuetas son cortejadas por los notables. Durante mi infancia en Montevideo, se consideraba de buena educación llamar a la alcahueta para reconstruir la virginidad una semana antes de la boda”.
La memoria es así, caprichosa. Fue lo de las inyecciones lo que me lanzó hacia la adolescencia y me acordé de que allá donde vivíamos, en mi aldea, que alguien tuviera que ponerse unas inyecciones era un problema serio. Por supuesto que no había en las proximidades ni ambulatorios ni médicos ni enfermeros, no teníamos coche -debía de haber uno o dos en todo el pueblo, no más- y el tiempo no daba para tomar cada día el tren a la ciudad, después de una caminata por trochas y barrizales. Así que de inyectar se encargaba la vecina más animosa o el familiar más atrevido. Una señora, Adelina, solía ser la que pinchaba a mi madre cuando era preciso, pero un día a mi madre le “crió” un pinchazo y nunca más se confió en Adelina para ese menester. En asturiano infectarse se dice “criar”, muy gráficamente. Que una herida “crió” significa que se infectó. Mi madre sufrió con aquella infección en las posaderas y la familia decidió que hacía falta un nuevo enfermero improvisado. Así que me tocó, pese a mis pocos años, pues yo ya había probado varias veces con las vacas y por el momento ninguna me había coceado al clavarle la aguja de grueso calibre.
Recuerdo que varias veces me tocó realizar esa faena con mi padre y con mi madre. Se limpiaba esa zona de la nalga con un algodón bañado en alcohol, se acoplaba la aguja a la jeringuilla, previamente hervidas las dos, se extraía del frasquito el líquido inyectable introduciendo la aguja a través del tapón de goma, se volvía a separar la aguja y se clavaba en la carne con un manotazo firme y los ojos cerrados, para luego aplicar la jeringuilla e ir apretándola lentamente. Mi padre solía gemir en ese trance, seguro que no sin razón, pero mi madre no, seguramente porque decidía compensar su llanto habitual con ese momento de dignidad sufrida.
Ya casi se me habían borrado esos detalles de la prehistoria aquella. Cuántas vidas hemos tenido los que venimos del fondo del vaso. Y qué caprichosa es la memoria, que coquetea con la vida.

3 comentarios:

roland freisler dijo...

He escuchado que en Barcelona está en cartel teatral una obra : Blackbeard que trata de adentrarse en la fina línea que separa los abusos sexuales del amor en una relación de un cuarentón con una niña de 12 años que se encuentran 9 o 10 años después de producirse los hechos que fueron calificados de delictivos en su día. Tal vez tenga su reflejo en la distinción tan férrea que se quiere dar por la mayoría entre la pederastía de los curas y un posible amor homosexual.
Intentaré hacerme con el texto escrito de la obra.

un amigo dijo...

Copi es un grande - inolvidables sus tiras animadas, en blanco y negro, con grandes narigudos, pocas palabras, y una captación del espíritu huamno que hacían venir escalofríos.

Salud,

HVN dijo...

¿Seguro que en todo Asturias se le dice "criar" al infectar?
Mis abuelos son de Asturias, y pese a haberlos oído mil y una expresiones típicas de por allí, esa nunca se la había oído. Incluso mi abuelo, que años después de salir de allí seguía con su acento y sus expresiones típicas (y que nos dejó este 1 de Enero) al infectarse lo llamaba por su nombre.
Por si quedaba cerca o le suena de algo, mis abuelos eran de Cangas de Narcea.