21 septiembre, 2011

¿Qué es el positivismo jurídico? (1)

(Va la primera entrega de un ensayito que estoy escibiendo con ánimo divulgativo y con el propósito también de que a mí mismo me queden claras algunas ideas que parecen bien básicas. Esta vez, es obvio, la entrada va para friquis de la teoría del derecho, como quien suscribe. Sólo he releído estas páginas una vez y a la carrera. Discúlpense, pues las erratas y los posibles defectos de estilo)


Los debates sobre el positivismo jurídico no cesan. En ellos abundan los equívocos, seguramente por parte y parte. En este escrito sólo intentaré poner algo de claridad sobre lo que el iuspositivismo significa y sobre lo que no implica. En adelante, cuando diga positivismo me referiré siempre al positivismo jurídico, salvo que le asigne otro calificativo.

El positivismo pretende antes que nada fijar el nombre de una cosa, nombrar antes que calificar en términos morales, políticos, económicos, etc. Comencemos con unas comparaciones.

En el idioma español existe el término “cuchillo” y está fijada su referencia del mismo modo que para cualquier otro término del lenguaje ordinario. Cuando cualquiera de nosotros ve un cuchillo paradigmático no tiene duda de que tal objeto es un cuchillo, de que “cuchillo” es el nombre que a ese objeto corresponde. Pero pueden surgir algunos problemas en la comunicación cuando el objeto en cuestión está en el límite o zona de confluencia de “cuchillo” y del término que designa otro tipo de objetos con alguna propiedad coincidente con las propiedades definitorias de los cuchillos. Ese es el problema de hasta dónde llega la referencia de “cuchillo” y de respecto de ante qué objetos con alguna similitud debemos de dejar de hablar de cuchillo y tenemos que usar otras palabras para designarlos, como bayoneta, puñal, navaja, etc.

Cuestión distinta de esa de la referencia o designación es la que se suscita cuando se entremezcla la semántica, el nombre apropiado para el objeto, con la pauta de correcto uso de dicho objeto. Es decir, si se mezclan el correcto nombrar y la correcta utilización del objeto en cuestión, sea cual sea esa pauta material o no lingüística de uso. Tal pasa, por ejemplo, si vemos que alguien pretende emplear un cuchillo perfectamente normal para con él talar un árbol con un tronco de enorme grosor. Ahí el hablante ordinario no dirá que eso no es un cuchillo, sino que un cuchillo no es para eso, no sirve o no es apropiado para dicha tarea, está siendo impropiamente utilizado. Una variante más de ese problema se puede dar cuando vemos que alguien emplea un cuchillo para asesinar alevosamente a otra persona. En este último caso no tendrá sentido que neguemos que el arma homicida es un cuchillo, y tampoco que discutamos que un cuchillo puede servir para asesinar, que es instrumentalmente apto para eso. Lo que sí tiene pleno sentido que sostengamos es que se trata de un uso inmoral de ese objeto que es un cuchillo.

Ahora pasemos al terreno del derecho. Socialmente se reconoce cuándo nos encontramos ante una norma que es jurídica, que es Derecho. Por ejemplo, el Parlamento español aprueba, siguiendo las formas y procedimientos que para ello se prescriben y se conocen, una ley que establece un nuevo impuesto. Si a cualquier ciudadano español que recibe información suficiente de lo acontecido se le pregunta si esa ley es una ley, va a responder que sí. Si se le añade la cuestión de si esa ley es derecho va a responder que obviamente, pues qué son las leyes sino derecho o parte del derecho.

Ahora bien, todo sistema jurídico regula los mecanismos y condiciones de creación, modificación, supresión y aplicabilidad de sus elementos, de las normas jurídicas, de las normas de ese respectivo sistema. Esos mecanismos y condiciones son de dos tipos, formales y sustanciales. Son formales los que fijan qué órganos, instituciones o sujetos pueden realizar dichas operaciones de creación, modificación y supresión del tipo de norma jurídica de que se trate y qué procedimientos o trámites han de llevarse a cabo para esos propósitos. Condiciones sustanciales son las que disponen o bien requisitos de encaje de las normas con otras normas del sistema (por ejemplo, cuando se sientan las condiciones del desarrollo reglamentario de las leyes), o bien condiciones de no contradicción de las normas con otras normas del sistema.

El incumplimiento de alguno de tales requisitos o condiciones puede dar lugar a que la que se pretendía norma jurídica integrante del sistema jurídico en cuestión acabe no siendo tal o no pudiendo operar como tal. Pero para que esa invalidación como jurídica de la norma que así se pretendía pueda acontecer, el mismo sistema jurídico fijará nuevas condiciones: dispone qué órganos pueden declararla y en el seno de qué procedimientos. Mientras tal declaración, así regulada, no acontezca, la norma de marras podrá ser invocada y aplicada. Cuestión diversa, y dependiente de los pormenores de cada sistema, será que, según quién y cómo declare la invalidez de la norma, esta resulte eliminada del sistema mismo con efectos generales o sólo dejada de lado en su aplicación a un caso concreto que se discute. Esa diferencia se aprecia, por ejemplo y en materia de control de constitucionalidad de las leyes, según que estemos ante un sistema de control concentrado o de control difuso de constitucionalidad. También es asunto variable, de sistema a sistema, el de la regulación de los efectos que la norma invalidada o preterida pueda surtir para el periodo anterior a dicha declaración o preterición.

El tema que aquí nos interesa es el de a qué podemos llamar derecho, a qué normas podemos nombrar como jurídicas. Lo que el positivismo propone es que llamemos jurídicas y nombremos como parte del derecho (del sistema jurídico de que se trate) a aquellas normas que:

(i) Tengan la presencia o aspecto de tales por haber sido creadas con básico cumplimiento de los requisitos formales y procedimentales establecidos en el sistema y socialmente reconocidos como tales a partir de la efectiva vigencia general de dicho sistema.

(ii) No hayan sido invalidadas, privadas de su condición de normas de ese sistema por los órganos para ello competentes y con arreglo al procedimiento para ese fin establecido.

(iii) O que surtan efectos por ser aplicables a hechos acontecidos con anterioridad a esa declaración de invalidez, como sucede, por ejemplo, cuando una declaración de inconstitucionalidad tiene efectos ex nunc y no ex tunc.

¿Qué consecuencias tendría un nombrar distinto? Respecto de (i) nos encontraríamos que los sujetos, los ciudadanos, no sabrían cómo denominar una norma que parece claramente derecho porque tiene la mayor parte de las propiedades formales de una norma jurídica, de una norma de ese sistema vigente. Ante la pregunta que un ciudadano se hiciera sobre si esa norma es derecho y como tal, meramente en cuanto derecho, lo obliga, tendría que responder que parece que sí es derecho pero que a lo mejor no lo es y que, por tanto, mejor no calificarla hasta que no llegue una declaración posterior del órgano de control competente, declaración que puede no acontecer nunca. Habría que dejar de llamar derecho a lo que derecho parece y como tal se reconoce generalmente y que, además, nos va a ser aplicado mientras no acontezca, si es que acontece, su invalidación. Es como si dijéramos que no hay por qué llamar derecho o jurídica a una norma hoy vigente porque a lo mejor pasado mañana el propio legislador la deroga y deja de estar donde estaba y de obligar como obligaba.

En lo anterior es importante y va implícita la diferencia entre normas con apariencia de derecho, pero que pueden acabar siendo nulas, invalidadas porque no cumplen concretamente algunos de aquellos requisitos y condiciones formales o sustanciales, y normas que nada tienen de aquella pretensión de juridicidad, o de apariencia de tal, por provenir de fuentes radicalmente inidóneas, según ese sistema vigente, o por no haber sido creadas ni con el más mínimo respeto a las formas y los procedimientos. Tal ocurriría, por ejemplo, si en el sistema español alguien se empeñara en llamar norma legal a la sentada por un consejo de ancianos municipales o por los parlamentarios, pero reunidos en un hotel rural en ruidosa y desordenada asamblea. Lo mismo tendríamos si una reunión de párrocos castellanos, pongamos por caso, decidiera derogar determinada norma del Código Civil. Mientras el sistema esté vigente en sus términos fundamentales, no se reconocerá socialmente como derecho ni será dentro de él efectiva como tal ninguna de esas que serían mutaciones básicas del mismo. Y si se reconocieran, el sistema habría cambiado, habría acontecido una revolución.

También importa diferenciar entre reconocimiento social y reconocimiento técnico-especializado. Socialmente va a contar como derecho y va a ser nombrado así lo que tenga la mencionada apariencia mínima de juridicidad. Son los expertos, con su saber especializado y su dominio minucioso de los mecanismos intrasistemáticos, los que pueden apreciar que una norma aparentemente jurídica puede merecer la declaración de invalidez porque en ella no se cumpla uno de esos abundantes y complejos requisitos atinentes a los procedimientos o la ausencia de incompatibilidad con otras normas del sistema.

En cuanto a (ii), dejar de denominar norma jurídica a la que hipotéticamente puede ser un día invalidada o inaplicada por el órgano pertinente y en el marco del procedimiento al efecto establecido implicaría, nuevamente, dejar de llamar derecho a lo que como tal se aplica por los órganos del sistema jurídico y a los ciudadanos y las instituciones, en ausencia de tal declaración, que tal vez nunca se dé, o mientras no acontezca. Decir que mi caso no ha sido por el juez resuelto conforme a derecho, ya que se me aplicó una norma que no es jurídica porque estimo o estiman muchos que merecería tal invalidación supone quedarse sin nombre para una parte importante de las normas que socialmente son tenidas como jurídicas y que por la Administración, los tribunales y los particulares cotidianamente se cumplen y se hacen valer. Si no es derecho, ¿cómo lo llamamos? ¿Por qué no llamarlo como lo llama la gente y como lo consideran esos órganos aplicadores?

En lo que se refiere a (iii) estamos en una tesitura similar. Si a mí me dicen que la norma que a mi caso se aplicó es a partir de hoy, día de la publicación de la sentencia de inconstitucionalidad, norma inválida y por tanto, no parte del derecho español, pero que para mi caso, anterior a esa declaración, surte plenos efectos, ¿podré congruentemente mantener que no se resolvió en derecho y conforme a derecho mi asunto y que no fue nunca parte del sistema jurídico esa norma que se me aplicó? De la necesidad de sentar aquí distinciones da buena cuenta la diferencia conceptual que Alchourrón y Bulygin trazaron entre sistema jurídico y ordenamiento jurídico, pero repárese en que bajo su óptica positivista el apellido “jurídico” lo llevan ambas categorías.

Regresemos a aquellas comparaciones que hacíamos con lo que se puede llamar cuchillo. Por un lado, decíamos que podemos toparnos con casos en los que dudemos si a un objeto es mejor y más propio llamarlo cuchillo o bayoneta, puñal o navaja. Este tipo de dudas son relevantes cuando hablamos de derecho y sistemas jurídicos, pero en dos aspectos distintos, que no deben confundirse, aunque estén relacionados. Una cosa es preguntarse si una norma es jurídica o no, si pertenece o no al conjunto de tales que llamamos sistema jurídico, y otra es plantearse qué quiere decir la palabra o expresión “x” presente en la norma N de dicho sistema.

Para la resolución del primer tipo de dudas los sistemas jurídicos establecen, por un lado, los aludidos requisitos formales y sustanciales y disponen los órganos competentes para, en el marco del proceso correspondiente, efectuar la declaración dirimente, en la idea de que la norma con mínima apariencia de jurídica se considerará derecho y se aplicará como tal mientras dicha declaración no tenga lugar, dependiendo también de esa regulación la retroactividad o no de los efectos de dicha declaración.

En las cuestiones del segundo tipo no está en liza la juridicidad de la norma, sino su alcance y efectos para tales o cuales hechos. Ahí los problemas son estrictamente de interpretación y lo que el sistema fija es quién tiene la última palabra o la palabra dirimente a la hora de precisar el significado de las expresiones normativas para los casos que bajo las normas hayan de enjuiciarse y resolverse. El propio sistema jurídico da pautas muchas veces sobre cómo o con qué criterios pueden o deben interpretarse sus normas, y siempre fija quién puede hacer la interpretación última y dirimente, la que vaya a misa, por así decir, y zanje en términos práctico-jurídicos la cuestión, sea para el caso concreto, sea para casos futuros.

Tenemos, pues, que la diferencia entre la disputa que en un grupo de individuos puede surgir sobre si un determinado objeto debe contar o no como un cuchillo y la que aparece sobre si una determinada norma es o no jurídica radica en que para esta última el sistema jurídico prevé mecanismos decisorios que dirimen con autoridad, con la autoridad que el propio sistema les otorga. Podrá un sujeto seguir convencido de que esa norma que se dice, así, que es jurídica no merece la consideración de tal, pero para el sistema será tal mientras no se declare su invalidez o, más radicalmente, cuando positivamente su validez haya sido ratificada.

Con esto último arribamos a un aspecto muy importante para nuestro asunto, el de si tiene sentido y resulta mínimamente funcional, en términos prácticos y operativos, que un sujeto o un grupo de individuos se empecine en no llamar derecho o no calificar como jurídicas aquellas normas que para el propio sistema lo son y que socialmente se imponen y tienen vigencia y son aplicadas en cuanto que tales. Será algo parecido a si alguien se empeña en que no se denomine cuchillo a un objeto que para la generalidad lo es sin duda, y que tal empeño responda a que algo hay en ese concreto cuchillo que a esa persona no le agrada o porque posee una propiedad que en su opinión particular no lo hace merecedor de ser un verdadero cuchillo, como pueda ser la de no estar bien afilado y no servir para cortar con comodidad.

Recordemos que del cuchillo decíamos que alguien puede estimar que es usado para un cometido que no le es propio o para el que no es instrumento adecuado, como talar un árbol de muy grueso tronco, o que se utiliza con fines moralmente reprobables, como asesinar a alguien. Nos planteábamos si serían, esas, razones aptas para justificar que a ese cuchillo dejara de llamárselo cuchillo y se lo denominara, por ejemplo, no-cuchillo, puro metal con mango o cuchillo que por aberrante deja de ser tal. Parece que no. ¿Y qué sucede en el caso del derecho, de las normas jurídicas? ¿Dejan de ser jurídicas esas normas cuando no se emplean para los fines apropiados a su naturaleza o cuando se ponen al servicio del mal moral, de la inmoralidad?

Distingamos, como hicimos a propósito de los cuchillos, entre uso impropio y uso inmoral. Sobre lo primero, debe partirse de algo bien sabido, como es que las funciones del derecho moderno se han decantado de modo particular, dejando de atribuírsele algunas y asignándole otras. Por ejemplo, ya no se opina que sea instrumento adecuado o que pueda o deba usarse para configurar ciudadanos virtuosos o, menos, aptos para la salvación eterna de su alma, a pesar de lo cual la tentación de ese empleo de lo jurídico, en la modernidad tenido por espurio, reaparezca cada tanto bajo diversas formas de paternalismo estatal o en el ámbito de sistemas jurídico-políticos de impronta autoritaria y mesiánica. Y, por otro lado, se considera a menudo, y en las propias constituciones contemporáneas, que el derecho ha de servir a fines sociales de distribución equitativa de las oportunidades entre los ciudadanos, para lo cual tiene que valer como garante de la satisfacción de las necesidades más básicas de todos.

Mas no interesan aquí tanto las consideraciones sobre las funciones del derecho, sean la funciones posibles, sean las que demanda un determinado modelo de Constitución y de Estado, sino si la insuficiente satisfacción de las funciones que se le asignen o el uso de sus normas para objetivos que se entienden para el derecho inadecuados priva a las respectivas normas de la consideración de jurídicas y al respectivo sistema de su catalogación como derecho, como sistema jurídico. Si afirmamos que un Derecho que no cumpla tales o cuales funciones concretas deja de ser tal, tendríamos que reconocer que lo que generalmente se entiende como derecho de muchos países o Estados no es verdadero derecho, sino otra cosa. Deberíamos, entonces, ponernos de acuerdo en el nombre de esa otra cosa, sea dicho nombre el de fuerza bruta, arbitrariedad, dominación ajurídica o el que se quiera, y, al tiempo, habría que plantearse una estrategia para que le gente, tanto del propio país como de los otros, dejara de llamar “derecho” de ese Estado a las normas que no son tales por carecer de esa función definitoria de lo jurídico. Una quimera, tanto lingüística como práctica o comunicativa. Tendríamos que terminar por usar circunloquios o expresiones del tipo “las normas de ese Estado E que parecen derecho pero no lo son en modo alguno o que no lo son del todo”. Confuso y poco práctico proceder, sin duda. O incurrir en contradicciones expresivas y pragmáticas como la de decir que “el derecho de E no es derecho”. Si no es derecho ese derecho, por qué partimos de llamar derecho a lo que luego mantenemos que no es tal?

Un derecho que no se emplee para lo que sean o nos parezcan sus funciones propias y viables es como aquel cuchillo que utilizábamos para talar en gran árbol: no deja de ser cuchillo aunque su usuario sea torpe o bruto.

En la teoría del derecho del siglo XX ha habido algún debate muy interesante sobre otro aspecto instrumental o práctico del derecho, el de si este puede llegar a autosabotearse por razón del torpe o inadecuado modo en que disponga su propio funcionamiento. Igual que de un cuchillo extraordinariamente mellado o muy roto podemos empezar a preguntarnos cuándo deja de ser un cuchillo o, al menos, un cuchillo que valga para cualquiera de las cosas que con los cuchillos propiamente se hacen, cabe que nos interroguemos sobre en qué momento aproximado un sistema jurídico se autoorganiza de tal manera inadeuada o tiene unos caracteres que hacen inviable su propia operatividad efectiva.

Dos son en este punto las cuestiones a las que merece la pena aludir, aunque sea nada más que de pasada. Una, la discusión sobre las relaciones entre eficacia y juridicidad o condición de derecho de un sistema de normas. Kelsen y Ehrlich, por ejemplo, se enfrentaban a propósito de ese tema y tuvo el muy normativista Kelsen que hacer determinadas concesiones al condicionamiento fáctico de la juridicidad. Baste señalar, por otro lado, que si hoy hablamos del derecho romano o del derecho mesopotámico nos referimos a sistemas de normas que fueron derecho vigente, pero que ya no lo son, pues han perdido la eficacia y/o han dejado de estar vigentes; aunque probablemente en esto habría que matizar que no ocurrió así por su disfuncionalidad, sino por causa de otros hechos históricos.

El otro debate sí versa sobre si un sistema jurídico puede autosabotearse y volverse inoperante por motivo de sus contenidos y modo de organización. A tal cuestión parece que están aludiendo Fuller o Hart, aun con sus notables diferencias, cuando el primero habla de la moralidad interna del derecho o el segundo del contenido mínimo de derecho natural, expresiones ambas poco afortunadas, pues no quieren tanto decir que un derecho, para sobrevivir como tal, tenga que adecuarse mínimamente a alguna moral objetiva, cuanto a que se desactivaría a sí mismo un derecho cuyas normas fueran todas retroactivas, o cambiaran cada día, o carecieran todas de sanciones para su incumplimiento, etc.; o, podría añadirse, desarrollando otro aspecto de la teoría de las normas de Hart, que no tuviera normas de cambio y normas de adjudicación.

Pero alrededor estos asuntos anteriores no suele girar la polémica entre positivistas y antipositivistas, sino que versa más que nada sobre si el uso inmoral del derecho priva a las correspondientes normas de ese carácter de derecho. Recordemos que aquí la comparación era con el problema de si el cuchillo que se utiliza para asesinar sigue siendo o no un cuchillo. Nos extrañaría que alguien defendiera que desde el momento en que ese objeto, el cuchillo, se usa con propósitos de asesinato deja de ser un cuchillo, que se afirmara algo así como que “este cuchillo ya no es un cuchillo, sino un metal asesino”. Las razones para negarle al objeto la condición de cuchillo provendrían de la inmoralidad de su uso. No podríamos, pues y según esa postura, proclamar nunca que el asesinato se cometió con un cuchillo, y habría que decir que el asesinato se perpetró con lo que al cualquiera le parecerá un cuchillo, pero que no lo es, pues a los cuchillos les es ontológicamente inmanente que no pueden ser empleados para asesinar.

Esa confusión entre la cosa y los juicios morales sobre su utilización es lo que viene a cuestionar el positivismo, simplemente eso. Pero a nuestra comparación se podría quizá objetar que confunde el objeto externo con las intenciones o prácticas de su usuario y que no va por ese camino la vinculación inmanente entre derecho y moral; que la analogía podría ser pertinente si se diera con una norma y su uso torticero o mal intencionado. Es decir, que el ligamen entre normas jurídicas y moral se aplica respecto de las propiedades definitorias de las normas jurídicas. Expliquemos esto un poco mejor.

Cabría la comparación, se objetará, si entre las propiedades definitorias del cuchillo hubiera una de carácter moral. Pues lo que el antipositivismo hace es añadir una propiedad moral constitutiva y definitoria al “objeto” norma jurídica. Para los antipositivistas, entre esas propiedades constitutivas y definitorias del “objeto” norma jurídica está la de que su contenido no puede ser inmoral, o fuertemente inmoral. En consecuencia, la norma jurídica o el objeto que en principio parezca tal no será en vedad norma jurídica si carece de esa propiedad, si no cumple dicha condición.

Trabajemos con otro ejemplo. Los curas de mi colegio solían contarnos que la práctica sexual sin amor no es propiamente sexo, sino mera genitalidad. No admitían que pudiera darse verdadero sexo sin amor, aunque amor sin sexo sí cabía y hasta era en muchos casos lo más recomendable. Similarmente, los antipositivistas proclaman que no puede haber derecho sin un mínimo de moralidad, aunque sí existe la moral sin juridicicidad. O sea, que una norma jurídica deja de ser jurídica si es inmoral, pero una norma moral no deja de ser moral si resulta antijurídica, es decir, de contenido opuesto al derecho, a alguna norma jurídica. La moralidad (o una moralidad mínima) es condición definitoria de lo jurídico, pero la juridicidad no es condición definitoria de lo moral. De esa forma, lo que en antipositivismo propugna es una superior jerarquía de la moral sobre el derecho, ya que aquella puede condicionar los contenidos de este, pero no a la inversa.

Las variantes de las doctrinas antipositivistas se derivan del tipo de naturaleza u ontología que atribuyan a esa moral que ponen como condición de lo jurídico. Para el iusnaturalismo teológico se trataba de la moral cristiana, bajo la forma de ley eterna y su reflejo en la ley natural, grabada por Dios en la naturaleza humana. Para el iusnaturalismo racionalista se trataba de las pautas morales naturales, grabadas “naturalmente” en la naturaleza humana, parte constitutiva de esa naturaleza humana y cognoscibles mediante la razón natural. Para el iusmoralismo no iusnaturalista o bien se trata de una moral objetiva, en sí subsistente y cognoscible mediante la intuición o una reflexión ética metódicamente guiada, o bien de algún tipo de moral social positiva común a todos los pueblos en un momento histórico dado (tal era la postura de Radbruch o del llamado derecho natural de contenido variable) o de la moral socialmente vigente en el Estado o grupo humano en el que surge un sistema jurídico, moral que da su sentido último al respectivo sistema jurídico, lo complementa y, en su caso, lo corrige o condiciona (Dworkin). El neoconstitucionalismo va un paso más allá y, presuponiendo o bien el tipo de moral a que se refieren Dworkin o Radbruch, o bien algún género de moral objetiva como la que la alemana Jurisprudencia de Valores ponía en la base de los sistemas jurídicos, insiste en que esa moral está presente como sustancia o esencia última de las constituciones vigentes.

Sea como sea, el elemento común y característico es ese de colocar un componente de moralidad como condición definitoria del derecho. Por consiguiente, para el antipositivismo no serán parte del derecho, no serán con propiedad jurídicas las normas de contenido inmoral o fuertemente inmoral y no se deben aplicar las normas jurídicas que, aun no siendo en su contenido abstracto inmorales, conduzcan en el caso concreto que se enjuicie a una solución incompatible con la moralidad de referencia.

El positivismo jurídico es una manera de nombrar, es una opción sobre qué es funcional y comunicativamente más razonable llamar derecho. Su razón fundamental es no se debe confundir la denominación socialmente establecida sobre lo que cuenta como derecho con las pretensiones que se tengan sobre cómo debería ser o cómo debería usarse y para qué el derecho. Es, pues, antes que nada, una tesis conceptual y semántica. Cada persona o grupo pueden tener su opinión sobre el cuchillo mejor, sobre el sexo ideal o sobre el amor perfecto, pero no está en su mano determinar las propiedades del concepto de cuchillo y, en consecuencia, la referencia de términos como “cuchillo”, “amor” o “sexo”.

Desde ese núcleo de la tesis se pueden comprender las dos notas con que el positivismo acostumbra a caracterizarse, la de la separación conceptual entre derecho y moral y la del carácter convencional del derecho.

(Continuará)

2 comentarios:

Sr. IA dijo...

No podrías ser más sintético? Me interesa el tema, pero lo estás planteando de un modo poco divulgativo -se entiende, desde lector no profesional-. Excesivo . Perdona la crítica..

J. Barragán dijo...

Durante el primer año de carrera, cuando cursé su asignatura, comenzó mi debate sobre que óptica usaría si la iusnaturalista o la iuspositivista.

Ahora estoy en cuarto de carrera, y la duda aún persiste.