No hay mañana en que los
españoles no desayunemos con una nueva declaración, iniciativa o propuesta del
llamado proceso catalán. El hiperactivo Consejo de Transición Nacional es, en
este sentido, un hontanar interminable de imaginación productiva. Así, en los
últimos días los ciudadanos hemos podido enterarnos de que la independencia de
Cataluña no será más que el pórtico hacia una nueva era de concordia ibérica.
Con desembarazo, los representantes de tal organismo han ideado la creación de
un llamado Consejo Ibérico en el que estarían representados España, Portugal,
Cataluña y Andorra y cuyo objetivo sería la defensa de los intereses de la
península y el aumento de la cooperación entre sus integrantes. Como alternativa
o aperitivo podríamos tener un Consejo Catalano-Español, cuyas hechuras se
remiten a modelos actuales ora políticamente anémicos (como el Consejo
Británico-Irlandés), ora sencillamente inútiles (como el Benelux). La propuesta
tiene sin embargo unos ecos austro-húngaros de opereta de Strauss que a algunos
nos resultan conocidos.
En efecto, hace algunos años
publicamos un libro en el que bajo el título de El Estado fragmentado. Modelo
austro-húngaro y brote de naciones en España abordábamos la situación española
del momento desde el prisma que proporcionaba la experiencia de aquel Imperio.
La lupa aplicada no era una ocurrencia nuestra, pues habían sido justamente el
bigotudo Francisco José y su famélica mujer Sissi la inspiración política de
las élites catalanas de finales del XIX y principios del XX, quienes habían
vendido en España el llamado Compromiso húngaro (1867) como bálsamo de
fierabrás a sus cuitas de identidad. Su funcionamiento fue empero un disparate
que no satisfizo ni a unos ni a otros. Advertimos entonces de las
anfractuosidades del proceso que se iniciaba con el nuevo estatuto catalán, lo
que nos proporcionó sonrisitas condescendientes y paternales palmaditas en la
espalda de buena parte de la intelectualidad sedicentemente progresista del
país, para quienes éramos unos jeremías redivivos. No era para tanto, se nos
decía, con esa candidez que solamente logran alcanzar algunos habitantes de
Babia.
Parece, sin embargo, que sí era
para mucho y lo que entonces se intuía, hoy en día es el pan nuestro político
de cada día. El desarrollo del proyecto secesionista en Cataluña presenta dos
dimensiones que, aunque diferenciadas, se encuentran nítidamente entrelazadas:
por un lado, la finalidad última del proyecto, esto es, su matriz secesionista;
por otro, el procedimiento de insuflar contenido a esa meta ansiada. Sobre la
finalidad última, esto es la ruptura de una comunidad democrática para la
creación de un nuevo Estado nacional, mucho se ha dicho ya. Pero conviene
recordar, siquiera fugazmente, en qué momento histórico estamos. Y ello supone
advertir que las dos matrices básicas del Estado nacional están quedando
periclitadas: la soberanía como clave de bóveda de su estructura
jurídico-política y la identidad unitaria de sus ciudadanos como su argamasa
ideológica. Con esas herramientas echó a andar en 1914 el siglo XX en el
Sarajevo del citado Francisco José y con esas herramientas concluyó el siglo XX
también por cierto en Sarajevo y sus inmediaciones. Hoy importa refrescar la
memoria y pregonar a los atolondrados que el siglo XX ha pasado a mejor vida y
con él muchas de sus supuestas soluciones. El nacionalismo es a la política
europea del siglo XXI lo que el creacionismo a la ciencia: una antigualla, en
el mejor de los casos inocua.
Con todo, si algo llama
verdaderamente la atención al observador en el proceso no es tanto el fin
último sino la improvisación con que se está llenando de contenido la
propuesta. Porque sería oportuno que los ciudadanos -y a ello están conminados
especialmente los catalanes- reflexionaran serenamente sobre el espeluznante
grado de imprevisión con el que se está abordando la empresa decimonónica de
crear un nuevo Estado nacional europeo. La improvisación no suele ser buena
consejera en la vida, y en achaque de construcción de nuevos Estados no parece
que rija excepción a esta elemental regla.
Para percibirlo no es menester
una mirada buida, sino repasar pausadamente lo que han sido las declaraciones y
propuestas de estos últimos meses y situarlo en un contexto histórico más
amplio. Procede para ello saber que, al menos durante los últimos 20 años, se
ha ido cocinando por parte de variadas organizaciones del ámbito secesionista
catalán un interminable caudal de seminarios, congresos y estudios. Asuntos
como el análisis de las independencias en otros lugares del mundo, los
problemas que se encontraría el hipotético nuevo Estado catalán u otras miles
de cuestiones que descendían hasta pormenores impensables han sido lentamente
rumiados y regurgitados una y otra vez. Sin que, por cierto, la llamada opinión
pública española tomara mucha noticia de ello.
Asombra por ello que cuando hace
pocos meses se da el pistoletazo de salida al proceso, se haga a golpe de
ocurrencia. La sucesión de episodios se presenta con una insistencia que deja
poco lugar a la duda. Así, hace unos meses la sorpresa del nacionalismo fue
mayúscula cuando se les recordó una cuestión elemental: la secesión equivaldría
a la salida de la Unión Europea. Algunos supusimos que, ante tamaña objeción,
el nacionalismo militante sacaría un grueso cartapacio con sutiles y sesudos
análisis, producto de estudios y simposios. Nada más lejos de la realidad. De
la noche a la mañana se repentizaron respuestas ad hoc, tenazmente ajenas al
análisis sensato de una complicada situación política. Cierto prócer
secesionista llegó a afirmar que la República Democrática Alemana no había
tenido ningún problema. El hecho de que la RDA se hubiera desintegrado de la
noche a la mañana y no conformara Estado alguno dentro de la Unión Europea era
un elemento de la analogía que al parecer carecía de relevancia alguna.
La OTAN tampoco ha originado
grandes desvelos analíticos por parte de los nuevos prometeos del fuego de la
secesión. Ante la pregunta de la pertenencia o no a la Organización Atlántica,
el presidente catalán aseguraba que el hipotético nuevo Estado catalán estaría,
por supuesto, integrado en la OTAN. La contundencia de la que hacía gala en su
afirmación era solamente equiparable a la que instantes antes había empleado
para pronosticar que Cataluña sería -¡cómo no!- un Estado pacifista sin
ejército.
La última propuesta del Consejo
de Transición Nacional con la que principiábamos este artículo abunda
nuevamente en esta sensación de improvisada levedad. Traduciendo a coordinadas
políticas la faramalla jurídico-administrativa de la propuesta, lo que se nos
viene a decir es que primeramente hemos de separarnos, pues padecemos los
españoles, al parecer, de una insondable enemistad desde los tiempos de Jasón y
Dalila. Una vez felizmente separados, crearemos todo un entramado de organismos
de cooperación que abarcarían desde las patronales a los sindicatos pasando por
las cámaras de comercio o la política lingüística. Es decir, desharíamos lo
andado, creando otra vez unas estructuras comunes, pero esta vez en profunda y
sobre todo sincera amistad. La secesión catalana no sería así solamente una
vereda hacia la felicidad del ciudadano catalán, sino que incluso tendría el
positivo efecto secundario de hacernos al resto de los españoles más tolerantes
y afables, orillando por fin ese carácter agrio que con tozudez y un punto de
meticulosidad hemos ido cultivando durante los últimos siglos.
Indudablemente, Lampedusa y su
Gatopardo han hecho estragos. ¿Quién no ha hecho alguna vez uso procaz de la
sentencia de que todo cambie para que no cambie nada? Lo que, usado como
colofón de conversación de bar, tiene un pase, convertido en máxima de la
acción política adquiere tintes grotescos. Las élites nacionalistas catalanas
parecen estar enredadas -consciente o torticeramente- en la trampa analítica
lampedusiana, pretendiendo pues que sus afanes secesionistas carezcan de
consecuencias.
Años y años de propuestas y
debates han dado pues un resultado muy magro: en cuestiones tan básicas como la
pertenencia a la UE, la defensa o el asunto, menos irrelevante de lo que
pudiera parecer, de la liga de fútbol y las selecciones, los representantes del
nacionalismo se descuelgan con declaraciones que revelan una ligereza
estremecedora.
Y es que para empresas decimonónicas,
señores nacionalistas catalanes, hacen falta cuando menos los bigotes de
Francisco José. O, contando con su ausencia, los ojos de Burt Lancaster, señor
de Lampedusa.
*Francisco Sosa Wagner e Igor Sosa
Mayor. El primero es catedrático y eurodiputado por UPyD. El segundo es
profesor invitado en la Universidad de Erfurt (Alemania). Ambos son autores de
El Estado fragmentado. Modelo austro-húngaro y brote de naciones en España
(Trotta y Fundación Martín Escudero, 2006).
2 comentarios:
Lo asombroso es que ninguno de los opositores a la secesión puedan decir un argumento sólido, sobre porqué deben quedarse en España si no quieren todos esos catalanes de ojos sesgados y lengua viperina que, desde las sombras chinas, urden complejas tramas de perdición. Un argumento capaz de convencer a las masas y hacerles deponer su actitud sin titubeos, confirmadas en su craso error, aplastadas bajo el peso, hondo y procaz, de la verdad a campo abierto. Un argumento que cercene cual espada santiaguera la oración domeñante, la liturgia limosnera, la tertulia europea de los derechos y las zonas. Un Gamonal sin Burgos, una tierra sin rey.
En cambio se abundan en fantasmas, amenazas, apocalipsis varias y catarsis plañideras de la metafísica del Derecho a discreción. Como si el Derecho no fuera una fantasía, más o menos alegre según el caso, y las personas no actuaran según su parecer, según les venga éste o les vaya viniendo porque la lógica suprema detrás de la norma jurídica es la voluntad, variable veleta, mausoleo de todo deseo pedestre, de un legislador motorizado e impenitente, o de un señor de Cuenca al paso.
Yo supongo que les va a ir fenomenal por lo que dejan más que por lo que se llevan. Los que no mejoraremos seremos los que nos quedamos porque nos quedamos con lo de siempre. Ahora que el coñazo que nos van a dar todos estos padres de la patria, catedráticos todos del respeto pignoraticio y de la razón en comodato, en tertulias, foros, universidades y telediarios...En fin, el espectá-culo es lo que tiene. Con no ver la tele...
Un saludo y bla, bla, bla.
Hoy hay dos ambulancias del SAMUR Protección Civil junto a la parada de metro de Ciudad Universitaria. Y la gente sigue sin donar sangre. Por favor, donen sangre.
En una cafetería de la Calle José Abascal estaba "El Mundo".
Un abrazo a todos.
David.
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