13 enero, 2014

Democracia en los manteles. Por Francisco Sosa Wagner



La democracia lo invade y lo justifica todo. ¡Ay de cualquier decisión que no haya sido tomada siguiendo los cánones de sus reglas! Desde que los clásicos de la Ilustración atisbaron el asunto y después los pensadores de los siglos XIX y XX teorizaron sobre los sistemas democráticos y sus ritos y faustos ha habido tiempo para que estas ideas se hayan infiltrado en cualquier colectividad: desde la organización del Estado hasta la gestión de los asuntos de una humilde comunidad de vecinos. Los beneficios han sido enormes, también los estropicios (véase el caso de la Universidad) pero de estos no se debe hablar si quiero ser fiel al lenguaje festivo de estas “soserías” mías. Saludo pues el reinado de la mayoría y le dirijo las salvas y los aplausos más sentidos y sinceros.

Cavilo sin embargo sobre el salto que el espíritu democrático ha dado desde las más variadas agrupaciones (el municipio, los amantes del jilguero híbrido o los tiradores con arco) hasta la mesa y las costumbres gastronómicas.

En un principio fue el pollo. Para el joven de hoy comer las distintas partes del pollo, pongamos su pingüe pechuga o su opíparo muslo, forma parte de las rutinas más fastidiosas que se ve obligado a padecer. Y, sin embargo, sabe este joven ¿quién comía pollo en los años cincuenta? Pues preciso es recordarle que este simpático animalito era a la sazón símbolo, alegoría o metáfora de holgura económica, el alimento que se podían permitir tan solo las clases adineradas, los señorones de cuenta corriente y fluida y con los chicos estudiando el bachillerato con los reverendos padres jesuitas.

Carpanta, el célebre personaje de Escobar que salía en el “Pulgarcito”, deliraba por las noches, se sumergía en sudor y en procesos febriles lastimosos cuando soñaba con un pollo. Y cuando podía dar con uno de verdad, con sus muslitos sonrosados y su sobremuslo sencillo y a la vez delicado, entonces vivía un festín de dioses, de esos que salen en algunos cuadros barrocos donde retozan seres sobrenaturales. Carpanta entonces reía, chorreándole la grasa por la barbilla y el cuello, pletórico de dicha, sabiéndose un ser envidiado y odiado por sus compañeros de infortunio con quienes, por supuesto, nada compartía. Antes de zampárselo tenía tiempo para decirle ternuras y toda la escena convertía el puente bajo el que vivía en un palacio de sueños orientales. 

Hoy el pollo es tan común que no lo aprecian ni los eslabones más débiles de la sociedad. Ha perdido su gracia y su marchamo de distinción habiéndose visto degradado de tal manera que es invitado permanente de esos horribles lugares donde se vende comida rápida cocinada en inglés.

Parecido recorrido, o aun más acusado, ha vivido el langostino. ¡Ah, los langostinos!
Fueron en el ayer glorioso éxtasis del paladar, armonía de reflejos rosas, desatador de ansias vehementes, el colmo de la gloria en los manteles. Los langostinos, en su época mejor, no se trataban con cualquiera pues frecuentaban tan solo a varones blasonados y de alcurnia y a hermosas hembras sicalípticas y, cuando salían, era solo para visitar restaurantes de lujo, de cornupias con espejos reverberantes a lo Maxim´s de Paris y por ahí seguido.

En el hoy por el que nos arrastramos el langostino ya no se aparece solitario y altivo, deseado como una miss de certamen, encumbrada entre tules y focos, sino en confuso montón, agarrotado por el frío, congelado hasta los huesos de los que carece, aterido hasta que un humilde funcionario lo mete en la olla de agua hirviendo y se lo zampa, no con un champán mecido en oscuras galerías por venerables monjes, sino en la triste compañia de una cerveza proletaria.

Si se piensa con sosiego, preciso es convenir que el recorrido vivido por estos crustáceos resulta escalofriante pues, para mayor vértigo, han pasado por varios capítulos de la historia a uña de caballo, atropellando tiempos y ritmos. Se han convertido a la fe democrática pero, en homenaje a su prosapia ¿no habrá algún ser misericordioso que se preste a rescatarlo apuntalando las ruinas de un pasado glorioso y elitista?

2 comentarios:

un amigo dijo...

Desengáñese, Don Francisco: la aristocracia puede retornar hoy a los manteles sólo cabalgando un pepino como dios manda (sin segundas), un tomate extraordinario, unas acelgas de ensueño.

Hace unos pocos años me contó un amigo diplomático una anécdota curiosa, que capturó mi imaginación: corrían los tiempos de la crisis de Georgia, y Tblisi pululaba, de lunes a viernes, de toda suerte de diplomáticos y altos funcionarios, de ésos de sueldo mensual de cinco cifras... Pues el viernes por la tarde, en el aeropuerto, cuando partían los aviones hacia Berlin, hacia París, hacia Bruselas, hacia Londres, cargados con nuestros sufridos héroes de la paz, ¿con qué riquezas locales embarcaban, en bolsas de mano? Ni caviar, ni champán, ni chocolates. Hortalizas, simplemente: cebollas, pepinos, tomates, lechugas, pimientos, puerros... que las babushkas vendían en cada esquina y que eran de una calidad egregia, ya para siempre inconcebible en nuestras grandes capitales. Eso era lo que llevaban orgullosos a cónyuges, hijos, amantes...

Salud,

Anónimo dijo...

Donad sangre y comprad el ABC.

Por favor.

David.