28 enero, 2014

De silencios y argumentos. Más sobre universidades y universitarios



            Voy a repetirme un poco, pero con anecdotilla nueva. Ya me he referido aquí muchas veces a cuánto pesa en este país en general, y en particular entre intelectualillos y profesores universitarios, el voto de silencio al que nos forzamos unos a otros con el fin de que cada uno viva en la impunidad y pueda buscar su particular beneficio sin que nadie le afee las inconsecuencias o los manejos. Las críticas a cualquiera que no esté bien lejos tienen que hacerse en pequeño comité, en grupúsculo íntimo, con sordina. Podemos dolernos infinito y en voz bien alta de que los políticos son unos bandoleros, de que tal ministro es un torpe y un indecente, de que hay un concejal de otra provincia se lo lleva a manos llenas. Pero de ese compañerete nuestro y bien cercano ni pío aunque nos consten las fechorías, y de algún jefecillo que nos pueda perjudicar, chitón y prudencia, no sea que nos quedemos sin algún premio de consolador; perdón, de consolación. El malo no es el que urde la maturranga, sino el que la denuncia, no el que vulnera la norma, sino el que la invoca, no quien corrompe la institución, sino el que afea al envenenador su proceder, pues éste que habla y señala pasará por intolerante y obseso, por mal compañero y chivato y, si me apuran, hasta por desalmado e insensible si resulta que el otro, el malandrín, tiene un pariente enfermo o se ha de operar él mismo de alguna cosa o invirtió en acciones de empresa que ahora cotiza muy bajo. Con tantos quebraderos de cabeza que tiene el hombre y ahora vas tú y le reprochas públicamente que apañó un concurso o que falsificó unas facturas o que se gestionó unas recalificaciones urbanísticas tirando de chequera, cómo se te ocurre y dónde se habrá visto tamaña ruindad; la tuya, claro.

            Hace bastante tiempo, décadas, siendo yo profesor joven, ¡ay!, de otra universidad, simpatizaba con un candidato a puesto de gobierno universitario, aun cuando a ningún cargo aspiraba un servidor y ninguno iba a tener. Da la casualidad de que en el otro bando electoral había uno que era bien conocido por sus artes mafiosas y no brillaba precisamente por su currículum investigador. Yo tenía noticia de una ilegalidad como la copa de un pino que aquel hombre venía perpetrando desde mucho tiempo atrás a base de caradura suya y de cómplice silencio de los que de su mano comían o de él recibían alguna propinilla, porque en la Universidad lumbreras no sé cuántas habrá, pero gentes que se venden baratas en cualquier esquina sucia hay para cargar un barco de crucero. Pues bien, un día y en aquella tesitura yo saqué a los cuatro vientos ese chanchullo burdo en que andaba tal sujeto. Las elecciones aquellas las perdimos, como se podía esperar. Y uno no es un héroe, para nada, sólo que hay mucho aspirante a empleado de barra americana en estos ambientes del gaudeamus.

            Pasa el tiempo y olvido tanto detalle atrasado y que ya ve usted a estas alturas cuánto ha de importar. Ya tiene uno cicatrices en el currículum, y en el alma desprecio e indiferencia en dosis iguales. Pero caigo una vez, al cabo de años, por aquellos parajes de mi juventud, se organiza cena después de un pequeño evento académico y, luego, voy a dar de copas con un compañero de cuando aquello. Hablando de lo divino y de lo humano, me saca aquel viejísimo asunto y me explica tal que así: “Mira, teníais mucha razón en muchas cosas, en aquel grupo en el que tú te movías había gente de primera y el candidato era muy honesto, a la larga se vio que no fue una buena opción la que venció, pero yo los voté a ellos más que nada por tu culpa”. Ahí me picó la curiosidad, porque hasta eso, como si me cuenta de que se ha operado de anginas o que se le movió la prótesis. “¿Por mi culpa? ¿Cómo así?”. Y perdió el buen hombre la hermosa ocasión para estar callado y no retratarse las entretelas, pues me respondió de esta guisa: “Es que cuando tú denunciaste aquello de Fulano fuiste muy cruel, porque Fulano se estaba muriendo de una enfermedad muy grave. Vinieron muchos de los suyos a recordármelo y vi que tenían razón. Por eso voté a los de Fulano, aunque no me convencían del todo”.

            Vale, dije, pero hay que ver lo que son las cosas y qué puñetero es el destino. Un buen tiempo había pasado desde aquel sucedido, ya lo mencioné antes, pero quiso el azar que pudiera contestarle de esta manera al pío interlocutor: “Enfermo gravísimo y se iba a morir, te lo recordaron mucho, y yo un cabronazo. Pero ¿el pedazo de ilegalidad en que andaba era cierto o no era cierto?”. “Era cierto, eso no se podía discutir”. Yo: “Bien, pues ¿recuerdas quién era el que en la comida de este mediodía, hace unas horas, estaba sentado enfrente de ti, dos mesas más allá?”. Mi viejo compañero: “Era él”. Yo: “¿El que se moría?”. “Sí”. “¿Tiene aún, y pese al tiempo transcurrido, aspecto saludable y comió más que tú y mojando pan en la salsa y relamiéndose hasta con el cucurucho del helado?”. “Sí” “¿Ha pasado bastante tiempo desde cuando te recordaron que iba a palmar en cosa de días y que vaya hijoputa el Amado?”. “Sí, unos cuantos años, más de quince”. “Pues, chico, tú mismo”.

            Me hizo este entrañable compadre acordarme de un famosísimo caso que cuentan siempre los de un área notable de Derecho. Cuando oposiciones a cátedras de las de hace mucho, concurrían ante el tribunal unos cuantos candidatos de variada calidad, algunos muy buenos, y uno que no valía tanto, quizá, pero que tenía cáncer o se dijo que lo padecía. Llegaron sus amigos y afines e hicieron saber a los del tribunal que la muerte de aquel buen hombre era inminente, que lo tenía acorralado la Parca y que sería caridad de la buena que falleciera catedrático y que, así, hasta le quedaría mejor pensión a su viuda, amén de que rápido habría nuevo concurso para esa cátedra, otra vez  vacante, y ahí tendrían nueva oportunidad los demás aspirantes respetables. Se dejaron convencer los del tribunal, gente de noble espíritu y mediano aprecio al baremo, obtuvo la plaza el gravísimamente enfermo, tomó posesión, estuvo en activo en el puesto treinta y tantos años más y murió casi de viejo y tras una larga y satisfactoria vida en lo académico y en la política. No consta que dejara una obra jurídica memorable, eso no. Nihil novum sub sole. Pero lo que se deben de reír algunos.

            Aquella noche nos despedimos mi compañero de antaño y yo con afecto y varias copas. A la mañana siguiente me quedé pensando, sin merma del relativo aprecio y qué más da, pero con algo de resquemor. Esto: de acuerdo, estaba en su derecho él, por aquella época, de considerarme perverso y malvado, peligroso y vil, y hasta de por mi causa no apoyar a candidato del que yo era amigo. Lo estupendo es que al mes siguiente, y al año siguiente y algo de tiempo más siguió viniéndome con que por qué no colaborábamos en no sé qué libro, que por qué no hacíamos juntos un congreso o seminario de algo, que por qué no pedíamos ambos un proyecto de investigación... Para eso no le importaba que yo fuera tan desalmado e insensible, asesino virtual, alevoso inductor de súbitas muertes aplazadas. Es muy carpetovetónico esto de no abandonar a la esposa y buscar buen polvo con la amante y quejársele a ésta de que a la otra le falta pecho, pero tiene fortuna y no es plan que acabe por sufrir, la pobre. Para hacer currículum, con unos; en las urnas y en misa, con los que te ofrecen una ampliación de despacho o unas conferencias en la Facultad de tu maestro o un carguete de probador de estofados. Porca miseria. Porque al otro día me acordé, mecachis, a toro pasado, tan lento anda uno cuando el ron hace su efecto. A las pocas semanas de aquellas elecciones, al maestro sureño de mi amigo le dieron la medalla de oro de aquella Facultad y le organizaron un buen ciclo de conferencias con sustanciosa paga y quién sabe si no lo pasearon por el mar o le brindaron alcoba surtida en hotel de cinco estrellas o si alternaron varios donde con más propiedad se alterna. Fue casualidad, ya sé, y nada de eso movió a aquel colega a votar lo que votó, él procedió de esa manera porque estaba genuina y legítimamente indignado conmigo y no era para menos. Y así hasta que la muerte nos separe, post molestam senectutem.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Donen sangre. También en Ávila, por favor. En la Facultad de Ciencias de la Información de la Universidad Complutense de Madrid ya no se reparte (que yo sepa) "El Economista". Tampoco "Expansión". ¿Por qué?

Donen sangre, por favor.

David.