Tengo pendiente y estoy con ganas de responder a la interesante pregunta de LazyGirl sobre asuntos de responsabilidad de niños y mayores. Será en el post en el que continúe éste. Y también hace falta escribir algo sobre el sentido de la motivación de las sentencias judiciales, vista la polémica que se ha organizado a propósito de la sentencia que el otro día se comentaba aquí. Todo se andará, si sobrevivimos a tanta cena y tanta cosa navideña. Pero hoy toca un poco de divulgación filosófico-política.
Quien no esté para quebraderos de cabeza que se salte este largo post tranquilamente, que ya vendrán otros más gratos.
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Nuestras vidas están condicionadas por la suerte, buena o mala, de múltiples y muy variadas maneras. Enumeremos algunas de las que dan lugar a sesudos debates jurídico-políticos.
Tenemos en primer lugar la suerte al nacer, que tiene dos vertientes: los dones naturales con que venimos al mundo y la cuna en que nacemos.
a) Los dones con que nacemos.
Cada persona nace con unos atributos y capacidades propios y con unas predisposiciones originarias que condicionarán sus posibilidades vitales: capacidad intelectual, prestancia física, fuerza, temperamento, etc. Luego vendrán la educación y el medio social a moldear esas características (esto tiene que ver con el punto siguiente), pero ya dicen en mi pueblo que de donde no hay no se puede sacar. Del mentalmente torpe no podemos esperar que triunfe en la ciencia, al mudo de nacimiento no le cabe hacerse rico cantando, el enclenque no será campeón mundial de lanzamiento de peso, del que posee un temperamento indolente o apático no podemos pedir enormes esfuerzos de voluntad para convertirse en ejemplo de self-made-man.
En una sociedad en la que las oportunidades vitales, el triunfo y la riqueza se reparten desigualmente, algunos tienen por naturaleza menos posibilidades que otros de convertirse en ganadores y de maximizar su bienestar con sus propias obras. Si usted ha salido mentalmente obtuso, débil, feo y con un par de taras corporales o psíquicas va a vivir con más pena que gloria. Es lo que algunos autores han llamado la lotería natural, en la que a cada uno le a tocado en suerte lo que le ha tocado, sin que en su mano estuviera cambiar esa parte de su destino. Y la pregunta es: ¿quién responde de esa mala suerte? ¿deben los que mejor viven gracias a sus dones y talentos naturales contribuir con sus ganancias para hacerle la vida mejor a los más desgraciados? ¿hasta qué límite, en su caso?
La filosofía política tiene uno de sus cometidos primeros en determinar cuál es la más justa organización de una sociedad, lo que equivale a establecer, en términos de John Rawls, cuál es la mejor distribución de beneficios y cargas, de ventajas y desventajas en un grupo social, por ejemplo entre los ciudadanos de un Estado. A propósito de esta primera suerte o lotería vamos a ver el primer enfrentamiento entre filosofías individualistas radicales (los que los norteamericanos llaman “libetarians”) y filosofías más sociales o socializadoras. Los primeros aplican a este asunto el lema de que al que Dios se la dé, San Pedro se la bendiga. Un ejemplo es Robert Nozick. Cada ser humano es único y su particular y específica identidad viene dada en primer lugar por sus atributos naturales y sus circunstancias –de las circunstancias sociales hablaremos en el punto siguiente- . El primer derecho de cada uno es ser lo que es, siendo dueño de sí mismo tal como es. Perdón por el galimatías. Quiere decirse que cada cual es dueño de su vida a partir de ser dueño de su atributos personales. Según su modo de ser, cada uno se forja sus planes de vida y los realiza en la medida en que sus personales condiciones se lo permiten. Puede que muchos sueñen con ser astronautas, pero no todos serán capaces; todos, o casi, querrán ser ricos y poderosos, pero pocos estarán en condiciones de lograrlo, ya mismamente por sus talentos, su capacidad de trabajo y esfuerzo, etc. Ser dueño de la propia vida significa usar la propiedad que uno tiene de sí mismo, de su ser con sus atributos, para elegir la vida que quiere y tratar de realizarla. Existe una vinculación ineludible entre propiedad de uno mismo, identidad y autonomía para realizar los propios planes de vida. Mis planes de vida y el grado en que los cumpla son parte de la propiedad de mí mismo. Si alguien me impide seguir mi camino en la medida que mis cualidades personales me lo permitan, me está expropiando de mi libertad, me está despersonalizando. ¿Deben pues los que más consiguen ser compelidos a repartir lo que obtienen con los que carecen de las aptitudes para lograrlo? Estos individualistas radicales contestan negativamente, en la idea de que tal obligación de repartir equivale a expropiar al sujeto de todo o parte de su ser. En una sociedad que fuerce a los más agraciados en la lotería natural a repartir el fruto de su capacidad, mérito y esfuerzo con los naturalmente menos afortunados tiene lugar una pérdida de identidad de los sujetos, que ya no serían tratados como personas distintas y autónomas, que son expropiados de todo o parte de su ser, pues componente elemental del ser de cada uno son esas capacidades y los frutos de su empleo. Un modelo uniforme de ser humano o ciudadano se impone frente a la diversidad natural que hace a cada persona un ser único.
¿Qué responden los no individualistas, como Rawls? Pues que lo justo es que cada cual tenga lo que merece. Pero ¿qué merece cada uno? Aquello que sea el mero resultado de una actividad suya que no resulte simple aprovechamiento de lo que le tocó en suerte sin haber hecho personalmente nada para lograrlo. Aquel al que le toca la lotería no puede decir que tiene los millones del premio porque los ganó merecidamente. No los merecía, le tocaron por azar. Lo mismo pasa con la lotería natural, pero con una peculiaridad adicional: al que le toca el premio en un sorteo puede al menos decir que él decidió jugar, jugar precisamente para tratar de obtener ese premio, y que gastó un dinero en comprarse el boleto. Con la que llamamos lotería natural no pasa ni eso, pues a nadie le piden permiso para nacer ni para venir con estos o aquellos dones o lastres. Y el que tiene buena fortuna ni siquiera la buscó apostando nada suyo.
Así que autores como Rawls mantienen que mis talentos son míos, sí, pero que no los merezco, pues nada he hecho para conseguirlos que pueda contar como fundamento de tal merecimiento. Yo no tengo por qué apuntarme como merecidos los regalos del destino. Por lo mismo, tampoco merece en ese sentido su desgracia aquel al que le vinieron mal dadas al nacer. En consecuencia, en una sociedad justa se deberán fijar unos estándares mínimos de vida digna y ese mínimo habrá de asegurarse por igual para todo el mundo, listos y tontos, hábiles y torpes, esforzados y perezosos de nacimiento. Esto implica redistribución de la riqueza, con su secuela inevitable de restricción de la libertad. Cuanto más altos sean esos mínimos de vida digna garantizados a todo el mundo, mayor será igualmente la redistribución de la riqueza, la intervención coercitiva del Estado sobre la capacidad de libre disposición de los ciudadanos y, por tanto, las limitaciones de la libertad; y mayor será el grado de igualdad material que entre los ciudadanos se establezca. Veamos esto con brevedad antes de pasar al siguiente punto.
En uso de mi libertad yo empleo mis cualidades para obtener bienestar. Estudio, discurro, invento, trabajo, me esfuerzo para lograr las cosas que ansío y que, de una u otra forma, se compran con dinero. Si mi pasión es la cultura, pongamos por caso, querré comprarme libros, tener un buen ordenador con el que escribir mis textos, pagarme carreras, cursos de idiomas, etc. También es probable que quiera vivir en una casa en la que quepa una buena biblioteca y donde el ruido no me moleste o la luz no me la tape un rascacielos a veinte metros. Pongamos que consigo con mi capacidad y esfuerzo los medios para tener todo eso en alta medida. Si viene el Estado y me arrebata una parte de mi ganancia para proporcionarle sanidad o educación o vivienda al que no nació muy apto para ganarse la vida y asegurarse tales condiciones vitales mínimas, mi libertad se ve restringida, pues parte de lo que en uso de mi libertad obtuve me es arrebatado por las malas y, con ello, he estado trabajando, en esa proporción, no para realizar mis planes de vida, sino para que otros tengan lo que no son capaces de conseguir por sí. Padece la libertad de los individuos mejor dotados por la naturaleza, pero gana en igual medida la igualdad entre todos los individuos. Pura dinámica de fluidos; de fluidos axiológicos, como si dijéramos.
Para los ultraindividualistas ninguna compensación de las suertes naturales justifica el sacrificio de un solo ápice de libertad de nadie, por ser la libertad, como se ha dicho, el componente esencial y único de la identidad humana, lo que propiamente nos hace personas y nos diferencia de los puros objetos que cualquiera maneja. Los menos afortunados en la lotería natural también son libres y allá se las compongan si no les da para más. En cambio, para los partidarios de hacerle sitio también a la igualdad, no es la restricción de la libertad lo que nos deshumaniza; también lo hace el hallarnos privados de toda expectativa que no sea la del puro padecer sin remisión hambre, frío, enfermedad o ignorancia.
¿Cuánto de igualdad preconizan, pues, los igualitaristas? Depende. La escala va desde los autores que han defendido un igualitarismo radical con fortísimas restricciones a la propiedad privada, al modo del viejo ideal comunista (de cada cual según sus capacidades, a cada cual según sus necesidades), hasta las posturas liberal-socialdemócratas, que se conforman con que el Estado asegure a los menos favorecidos por la suerte los estrictos mínimos vitales que permitan con propiedad y sin sarcasmo tenerlos por seres libres que no están a priori excluidos de toda participación real en la vida social.
b) La cuna en que nacemos.
Aquí nos referimos al medio social en el que nace cada uno, medio que va a condicionar fuertemente su futuro, sus posibilidades y expectativas vitales. No va a ser igual de fácil o difícil la vida del que viene al mundo en una chabola de un suburbio misérrimo que la del que nace en la calle Serrano de Madrid, hijo del presidente de algún importante banco. ¿Alguien apuesta sobre cuál de los dos tendrá mayores posibilidades de llegar a banquero o arquitecto o ministro o funcionario público de alto nivel o presidente del consejo de administración de cualquier gran empresa? Y eso con bastante independencia de los dones naturales de cada cual. Es difícilmente discutible que en sociedades fuertemente desiguales es más probable que obtenga un trabajo importante y bien remunerado el hijo medio lerdo de una familia muy rica que el hijo inteligentísimo de una muy humilde. Podríamos llamar a esto la ley del mérito personal en las sociedades: cuanto menos igualitarias éstas, menos cuenta el mérito personal y más determinante resulta el status social, especialmente el estatuto económico.
Para el pensamiento individualista tradicional forma parte de mi libertad y de la correspondiente propiedad de mí mismo el trabajar y querer acumular medios o riqueza para transmitir a mis hijos. De ahí que el derecho de herencia, entendido como el derecho de cada uno de disponer libremente de sus bienes para después de su muerte, se tenga por un derecho fundamental que es mera prolongación o secuela de ese derecho de propiedad que es la otra cara de la libertad. Si lo que da sentido a mi vida, supongamos, es trabajar duro y esforzarme al máximo para que mis hijos mañana tengan su vida asegurada, gravar con fuertes impuestos la transmisión hereditaria de mis bienes o impedir que los transmita a quien yo quiera supone restarle a mi vida parte de su sentido, deshumanizarme de nuevo. Por otro lado, si lo que yo he ganado lo he ganado legítimamente, sin robar ni arrebatárselo de modo ilícito a nadie, es mi mérito, y no dejarme disponer de ello es no respetarme ese mérito. Aquí los individualistas resaltan el merecimiento del que obtuvo una posición social y económicamente ventajosa como fundamento de que se respete también su libre disposición de sus bienes, incluso post mortem. ¿Por qué –preguntarían- lo que yo gano con la vista puesta no sólo en mi personal disfrute, sino también en el futuro de mis hijos, va a tener que ir a parar, redistribuido por el Estado ahora –vía impuesto sobre la renta, por ejemplo- o a mi muerte –vía impuesto de sucesiones-, a mejorar la vida o las expectativas de los hijos de otros? El que quiera mejorar su suerte o la de sus hijos, que aplique el mismo esfuerzo o la misma inteligencia que yo apliqué.
Los igualitaristas van a echar mano también de la idea de mérito, pero de otro modo, preguntándose que con qué merecimientos va a disfrutar su desahogada posición económica y su bienestar el que recibe una fortuna de sus padres y se limita, por ejemplo, a vivir de las rentas o a multiplicar la fortuna heredada. Los igualitaristas ponen en juego un criterio complementario de la noción de mérito: el de igualdad de oportunidades.
Una sociedad competitiva y no perfectamente igualitaria, en la que la situación de cada sujeto no venga asignada autoritativamente por el Estado, se parece a una competición atlética, una carrera, por ejemplo. En una tal carrera reconocemos que ha de ganar el más rápido, que será normalmente el más dotado para tal esfuerzo y el que mejor y más celosamente haya entrenado. Pero la justicia del resultado final de la competición dependerá de algo más que de las dotes atléticas naturales y el esfuerzo de los competidores: dependerá también de las reglas que regulen la competición. Veamos cómo.
En una carrera así habrá una línea de salida y una meta. Gana el que primero llega a la meta. Pero ¿qué diríamos si el punto de salida es diferente para cada concursante? Imaginemos que para uno la línea de salida está a cinco mil metros de la meta y para otro está a cien metros. ¿Cuál de los dos tendrá mayor posibilidad de triunfar? Obviamente, el segundo. Si este segundo, en lugar de correr, se queda sentado, perderá, sin duda. Pero si los dos corren todo lo que pueden, la victoria será del segundo. ¿Podrá decir que venció por sus méritos, puesto que corrió todo lo rápido que fue capaz? Algo de mérito tendrá, sí, pero su triunfo será, con todo, escasamente meritorio, pues simplemente utilizó como era de esperar la enorme ventaja con la que partía. El resultado era perfectamente previsible en circunstancias normales, pues las muy inequitativas reglas de la carrera lo condicionaban casi por completo.
Ahora pongamos el caso en la competición social por el bienestar. Imaginemos que dos personas, con idénticas cualidades naturales (inteligencia, voluntad, fortaleza) desean igualmente llegar a la presidencia del consejo de administración de un importante banco, ya sea por lo que supone de realización personal un puesto así, ya por la gran ganancia económica que representa. Una de esas personas ha nacido en una familia muy pudiente, ha recibido una educación muy selecta, ha podido desde su infancia cultivar su cuerpo y su espíritu, ha tenido plenamente garantizados también la sanidad, la vivienda, el ocio, etc, y, además, ha recibido en herencia una importante fortuna y se ha codeado siempre con los grupos socialmente privilegiados. La otra, que ha venido al mundo en un medio mísero, apenas ha podido hacer más que luchar para sobrevivir al hambre, la enfermedad, la incultura y la desesperación. ¿Cuál de esas dos personas tendrá mayores posibilidades de consumar su aspiración? Parece indudable que la primera. ¿Por qué? Porque las reglas que presiden su competición no son equitativas, son tan inicuas como las de la carrera en el ejemplo anterior.
Los individualistas radicales mantienen que la consideración a la sagrada libertad de cada cual tiene el precio de que cada uno ha de apechugar con su suerte, con el resultado que le deparen las dos loterías: la lotería natural, que antes hemos visto, y la lotería social, de la que ahora estamos hablando. Los igualitaristas, por el contrario, consideran que la suerte de cada individuo en sociedad no puede estar al albur de loterías, pues tal cosa equivale a dar por bueno que sea el azar el que gobierne el destino de cada ser humano. Y ni siquiera la libertad se cumple cuando cada uno compite bajo condiciones desiguales en las que no puede influir. ¿De qué me vale plantearme objetivos que en teoría –igualdad formal o ante la ley- puedo alcanzar, si en la práctica las reglas de organización social me los hacen inviables? No soy libre si mi libertad es meramente la libertad de desear, mientras que otros, no superiores a mí en capacidad o méritos, pueden conseguir lo que se proponen y hacer de sus deseos realidades mucho más fácilmente que yo.
¿Cómo podemos introducir equidad en la competición? Procurando que sean justas las normas que la rigen. En el ejemplo del atletismo, estipulando que todos los corredores arranquen de la misma línea de salida. En el caso de la vida social, procurando que las diferencias de partida debidas a la suerte social de cada uno se amortigüen en grado suficiente para que cada uno tenga idénticas posibilidades de alcanzar la meta con el solo concurso de su mérito y su esfuerzo. Aquí es donde opera el principio de igualdad de oportunidades.
Igualdad de oportunidades en el ejemplo de la carrera quiere decir que los corredores deben partir de la misma línea de salida, que sus posiciones al inicio deben estar equidistantes de la meta. A lo que se añade que en ninguna de las calles por las que cada uno corra debe haber obstáculos que no estén en las otras. La distribución de oportunidades será perfectamente equitativa cuando sea exactamente la misma la distancia para todos y las calles de todos sean idénticas; será tanto más equitativa esa distribución de oportunidades cuanto menor sea la diferencia en el punto de partida y cuanto más parejas sean las calles. Igualdad de oportunidades en la competición social significa que las posibilidades de cada uno en una sociedad competitiva, que admite la desigualdad de las posiciones de sus miembros, no pueden estar determinadas por la lotería social, por circunstancias tales como el haber nacido en un barrio o en otro, en una clase social o en otra, en una cultura o en otra, en una familia u otra, en una localidad o en otra; o de ser varón o hembra, blanco o negro, etc.
Seguramente tienen razón los ultraliberales al afirmar que o admitimos la desigualdad social o matamos la libertad. La única vía para conseguir que todos tengamos lo mismo y que la lucha por la igualdad de oportunidades no sea necesaria es instaurar un Estado autoritario que asigne coactivamente a cada sujeto su posición social, idéntica a la de los otros, sin permitir a ninguno “levantar cabeza”. Y, además, esa pretensión sería internamente incoherente, pues ese Estado dictatorial presupone por definición la diferencia entre los que gobiernan y los que obedecen. Ahora bien, una cosa es admitir que en sociedad unos puedan tener más que otros y otra regular el modo en que se acceda a esos distintos repartos desiguales, asumiendo que lo que hace la injusticia no es la desigualdad en sí, sino la regulación de la manera en que unos puestos u otros se obtengan. No es injusto que en una competición atlética uno quede el primero y gane la medalla de oro y otro quede el último y no gane nada. Pero para que la victoria del primero pueda considerarse justa por merecida, el reglamento de la carrera tiene que asegurar la equidad y limpieza de la competición.
En la competición social entienden los igualitaristas que la justicia de los resultados requiere como condición ineludible la igualdad de oportunidades entre todos los ciudadanos, lo que es tanto como decir, unas equitativas condiciones de la contienda. ¿Cómo se alcanza esa igualdad de oportunidades? Para los que la defienden no hay más que un camino: que el Estado quite a los que han tenido más suerte para dar a los que la han tenido peor. En el caso de la prueba deportiva se trataría de retrasar al que pretende partir muy por delante de la línea de salida y en adelantar al que ha sido situado muy por detrás de ella. En lo referido a la competición social, habrá que detraer medios de los que tienen de sobra para asegurarse –o asegurar a sus hijos- alimento, sanidad, vivienda o educación, para dárselo a los que no tienen con qué pagar esos bienes sin los que no podrán jamás competir equitativamente. Y sin olvidar que durante la competición ninguno debe ser favorecido por trampas como la que en la vida social representa el corrupto favoritismo: que lo que para unos es obstáculo se convierta en ventaja para otro, por ser “hijo de” o “amigo de” o del partido X.
Frente al respeto absoluto a la propiedad que los ultraindividualistas preconizan, los igualitaristas defienden la restricción de la propiedad en pro del –de algún grado de- reparto. Frente a la libertad como pura autodeterminación personal, tal como los ultraindividualistas la conciben, la libertad como posibilidad real, no meramente nominal o teórica, formal, de hacer. Frente un Estado que se limite a asegurar a todos frente al riesgo de homicidio o de robo, pero que no interfiera de ninguna otra forma en la vida social y económica, un Estado que redistribuya y reorganice los resultados de la interacción social cuando éstos se convierten para algunos ciudadanos en destino fatídico. Frente a una idea de los derechos fundamentales de cada uno como derechos a que nadie le arrebate la vida, la libertad y la propiedad, una concepción de los derechos que incluye en la lista de los fundamentales la satisfacción de las necesidades básicas, que son aquellas de cuya satisfacción depende que cada ciudadano no esté condenado por el destino a la inferioridad personal y social. En suma, frente a la pretensión individualista de que cada cual cargue con la suerte que su cuna le depare, la pretensión igualitarista de que la suerte de cada uno no dependa de factores aleatorios que no puede en modo alguno controlar, que no dependen de él.
¿Cuánto han de aproximarse las condiciones sociales de todos los ciudadanos a través de la puesta en práctica de la igualdad de oportunidades? Aquí resurge una de las claves de la polémica entre individualistas e igualitaristas. Los primeros usan dos argumentos principales contra el Estado social e intervencionista. El primero es el ya mencionado de que las políticas sociales redistributivas son incompatibles con el respeto al individuo, cuyo derecho primero, absoluto, es la libertad, entendida como autodeterminación irrestricta en lo que no tenga que ver con el respeto a la vida, la libertad y la propiedad de los otros. El segundo es el argumento de la eficiencia, que podemos resumir del modo siguiente. La interferencia que el Estado lleva a cabo en el mercado, con propósitos igualadores y redistributivos, es ineficiente, en el sentido de que las limitaciones que impone a la iniciativa privada y al espíritu de superación de cada sujeto, disminuyen la productividad y la generación social de riqueza. Y esto por dos motivos: porque los ciudadanos se acomodan cuando la garantía de subsistencia les viene dada por las políticas sociales del Estado y porque dichas políticas tienen unos altos costes de gestión que absorben gran parte de los recursos supuestamente destinados a los más desfavorecidos. Esto último quiere decir que las políticas sociales requieren un extenso aparato burocrático, cuyo mantenimiento es caro, antieconómico. Al final son los burócratas, los profesionales del reparto, el aparato estatal, los que se comen la mayoría de esos recursos supuestamente orientados a mejorar las oportunidades sociales de los más desfavorecidos. De este modo, el problema de la redistribución y la igualdad de oportunidades se transforma en un problema de gestión pública eficiente de los recursos.
Los individualistas piensan que la riqueza que puede producir un mercado no intervenido es tanta que, aun distribuida desigualmente por la única vía de la mecánica espontánea del mercado, acabará por repercutir en una mejor situación para los más desfavorecidos que la que tendrían si el Estado interviniera redistribuyendo para favorecerlos. A más intervención estatal, menos riqueza genera la iniciativa privada en el mercado y menos hay para repartir, con lo que menos les tocará también a los más necesitados. En cambio, los igualitaristas piensan que, aun siendo genuinos los problemas de gestión, la gestión eficiente de los recursos públicos en favor de los más débiles es posible y, además, es fuente de mayor riqueza global, puesto que son más los ciudadanos que se hallarán en condiciones adecuadas para consumir e invertir en actividades productivas.
Tenga quien tenga en esto la razón, lo cierto es que queda establecido un objetivo teórico muy importante: que las políticas públicas para la igualdad de oportunidades deben tener una medida tal que no dañe la mecánica productiva propia de las sociedades que dejan la productividad y la generación principal de riqueza a la iniciativa privada. Esto indica que, al menos como hipótesis, puede ser más beneficiosa, para la sociedad en su conjunto y para los más desfavorecidos en su conjunto, una política de igualdad de oportunidades no plena que una política de total igualación social de las condiciones de partida de los contendientes. Se trata de encontrar el más conveniente equilibrio, en términos de interés general, entre dos polos: el puro abstencionismo del Estado y el total reparto de la riqueza por obra de un Estado autoritario y opresor de las libertades.
Contiuará. La próxima vez nos preguntaremos quién debe pagar por los accidentes y las desgracias que a lo largo de la vida nos pueden ocurrir.