30 julio, 2014

El caso (de los) Pujol en el Süddeutsche Zeitung

(Ayer, martes 29 de julio, el periódico alemán Süddeutsche Zeitung informaba sobre el caso Pujol, bajo el título "Es bleibt in der Familie". Aquí recojo la traducción que me envía un amigo).

Süddeutsche Zeitung (Munich), martes 29 de julio de 2014, página 8 de la edición impresa

Todo se queda en la familia 

El fraude fiscal del expresidente del gobierno regional catalán Jordi Pujol no es el primero de su clan. Ahora se especula sobre la procedencia de ese dinero.

Durante 23 años Jordi Pujol, de 84 años, gobernó la región autónoma de Cataluña en España. Su partido regional de corte democratacristiano CDC sigue aún en el gobierno – y está bochornosamente tocado por el fraude fiscal de su fundador. AFP.

Madrid.-  Los medios madrileños hablaban de una noticia sensacional ocurrida en Barcelona, capital catalana, pero para los portavoces oficiales de los grandes partidos catalanes se trataba de un "asunto privado". Sólo el PP (partido conservador) exigió el lunes la creación de una comisión parlamentaria que se ocupe de investigar la fortuna en el extranjero del antiguo presidente del Gobierno Regional, que hasta ahora permanecía oculta. Sin embargo, el PP de Mariano Rajoy que gobierna en Madrid con mayoría absolutano pasa de ser un partido marginal en Cataluña. En estos momentos hay divergencia de pareceres acerca del efecto que tendrá este asunto en las aspiraciones del actual presidente regional Artur Mas de conducir la región hacia un estado independiente.

Pujol, de 84 años, considerado el padre político de Mas, admitió el pasado fin de semana haberse llevado la fortuna familiar heredada de su padrea un paraíso fiscal extranjero hace 34 años y no haberla declarado a la Agencia Tributaria española. También afirmó que ya se había regularizado la
situación, pero sin proporcionar más datos sobre la fortuna.

En su época como presidente regional, el cristianodemócrata siempre se había manifestado claramente en contra de la soberanía de Cataluña y, en su lugar, defendía la ampliación de las competencias autonómicas. Pujol era considerado un político sensato, cuya palabra tenía mucho peso en Madrid. Este catalán políglota habla un alemán fluidotenía excelentes relaciones con los cristianodemócratas europeos y era muy apreciado. Pero recientemente, movido según él por la presión ejercida por Madrid en los asuntos económicos y culturales de Cataluña, ha pasado a defender públicamente la línea política de Mas, el cual planea realizar el 9 de noviembre un referéndum que Rajoy ha calificado repetidamente de ilegalpara decidir sobre el camino hacia la independencia. Este miércoles se encontrarán ambos (Rajoy y Mas) por primera vez en dos años con objeto de hablar a puerta cerrada; según informa la prensa, este encuentro tiene lugar a instancias del nuevo Rey Felipe VI.

Según la opinión de muchos comentaristas políticos, la confesión de Pujol no ha sido una sorpresa para gran parte de los catalanes. En estos últimos tres años los periódicos más importantes han venido publicando un buen número de artículos que informaban sobre casos de corrupción en los que al parecer están implicados varios de los siete hijos de Pujol. Se contaba que en las concesiones de obras públicas exigían comisiones porcentuales. Oriol Pujol, que sucedió a Artur Mas como Secretario General de CDC, tuvo que renunciar a ese puesto tras publicarse que tenía capitales en Andorra que no habían sido declarados. La exnovia de otro de los hijos del antiguo presidente regional comunicó este lunes a las autoridades que la fortuna escondida no se  trata de ninguna manera de una herencia familiar.

No es seguro que el escándalo vaya a debilitar el movimiento separatista, sino que más bien podría provocar el desplazamiento del centro de gravedad dentro de este movimiento. Mas, en cualquier caso, se considera muy tocado después que, en las elecciones al Parlamento Europeo, su coalición electoral cristianodemocráta apenas alcanzase el 22% de los votos y, por primera vez, fuera superada por una coalición nacionalista de izquierda que logró al apoyo de casi el 27% del electorado. Los escándalos del clan de los Pujol podrían resultar útiles a Oriol Junqueras, jefe de los republicanos catalanes de izquierda. Éste se considera continuador de la tradición republicana de los años treinta, rechaza de pleno la Monarquía y acusa una y otra vez a Madrid de ser el bastión de una élite política corrupta. De hecho tanto el Partido Popular de Rajoy como los socialistas (en la oposición) tienen que bregar con sus propios casos de corrupción, de manera que las primeras reacciones de estos partidos al caso de Pujol han resultado ser muy comedidas.

Thomas Urban, Süddeutsche Zeitung (Munich), 29/07/2014
Traducción de J. M. García

29 julio, 2014

Una nueva cátedra. Por Francisco Sosa Wagner



La historia seria, la escrita por historiadores sesudos, ahítos de legajos guardados en archivos penumbrosos, está trufada por los datos económicos, las decisiones políticas, los acuerdos diplomáticos, las declaraciones de guerra o paz, todo lo cual va conformando el relato de un período del pasado.

Junto a esta historia formal, a mí cada vez me gustan más las historias tejidas sobre historietas, es decir, hilvanadas en el cañamazo de las anécdotas curiosas, de sucedidos indiscretos o de los dichos que se ponen en boca de este o de aquél personaje. Cuando la historia se edifica con estos materiales ligeros dijérase que se ha bajado de su pedestal de ciencia social o humana -o cómo se la llame- para convertirse en un familiar cercano o en uno de esos amigos que disponen de entrada franca en nuestras viviendas y la llenan de su trato confianzudo.

Porque la anécdota es justamento eso: confianza a la que se empareja la cercanía. Cuando se nos cuenta por ejemplo la forma en que trataba de fornicar Carlos II (en la prosa de Ramón J. Sender), la majestad de este personaje ha quedado a nuestro alcance y es entonces cuando ya podemos penetrar, sin que se nos nublen las entenderas, en los entresijos de su reinado, en las idas y venidas de su madre, de sus validos, de sus disparates y de sus testamentos. Y lo mismo ocurre con las menudencias adorables que Valle-Inclán nos ofrece en sus novelas carlistas o isabelinas.

La anécdota es así la llave con la que el curioso y el diletante puede entrar con cierta soltura en las estancias repletas del Archivo de Indias o de Simancas.   

Pero para ello hay que liberar a la anécdota de su azoramiento, de su comparecencia en la sociedad científica con el lastre de su recato, porque la anécdota cree, en su humildad, que carece de empaque y quien la cultiva acaba teniendo complejo de bufón intimidado y temeroso.

Por eso a la anécdota hay que darle entidad de ciencia y yo crearía -si en mano estuviera- la cátedra de historia anécdotica y llevaría a ella como titular a una persona que sepa cuidar la espuma, atenta además con los detalles y buena conversadora, uno de esos prójimos cuyos matices y fulgores al narrar tienen el colorido de la llama que chisporrotea en la chimenea. Es decir, una persona que tenga entronizada a la minucia irrelevante como una fuente de conocimiento y también como una pócima para el alivio de las amarguras varias con que la vida nos obsequia.

Si encima sabe encender el fuego de artificio de las imágenes chocantes, esas que producen lucecitas y más lucecitas desperdigadas, pero cada una de ellas con su significado estelar próvido, entonces ya tendríamos a un catedrático honoris causa.

La anécdota presta gracia a la historia y la dota de una credibilidad que el académico tradicional le hurta de manera que, si el anecdotismo creara escuela, sería como un torrente que iría a confluir al río de la ironía y del humor y eso que perdería el prontuario de los engolamientos.  

Crear la cátedra de historia anécdotica sería como hacer una estatua a una burbuja.  Que bien la merece. 

28 julio, 2014

Espumas veraniegas. 1. Amantes



Con estas cosas nunca se sabe, pero yo tengo una impresión: ya no hay amantes; o apenas. Al menos en España. Tendrán fugaces amoríos los más jovenzuelos o abundarán los juveniles encames en noches de farra y botellones, pero la gente de cierta edad ya no se no se da el amoroso encuentro clandestino.

Me refiero al burgués y la burguesa de clase media y provinciana. Puede que en materia de sexo se hayan relajado un tanto las costumbres y no me extrañaría incluso que más de uno o de una encontrara el tácito asentir de su pareja oficial o la resignada tolerancia de estos tiempos en que, hasta en casa, se mira el prohibir con malos ojos. No, no es propiamente que nos haya asaltado un nuevo puritanismo; es peor, porque no es por convicciones o para cumplir promesas de fidelidad y uso exclusivo.

Antaño se aplicaba a la pareja un férreo sentido de propiedad que excluía con saña el préstamo o el ajeno usufructo. Hoy la indiferencia nos puede y la pereza nos quita del debate público y de la pugna doméstica, y más de cuatro consentirían la aventura extraconyugal de la contraparte con tal de que no volviera a casa el pillín explayándose en el relato o adornando con fruición los pormenores de la escapada. Andamos demasiado ocupados con los quebraderos de cabeza laborales o estudiando los fichajes para la nueva campaña futbolística, cuando no atosigados con las instrucciones de algún electrodoméstico de alta tecnología o absortos en superar niveles en un juego de ordenador o tableta. Podría pensarse que la ola de autismo que nos invade es terreno abonado para la cana al aire de la pareja inadaptada o proclive a echarse al monte cada tanto. Los hay que por tener menos que hacer en compañía, estarían bien dispuesto a repartirse ciertos trabajos con el voluntario externo o mediopensionista.

Son de otro calibre, pues, las mayores pegas. Los amoríos extracurriculares requieren un esfuerzo y una disciplina, algo de constancia y ciertos gastos. Y ahí sí que ya no. Puede que si se impusiera el aquí te cojo, aquí te mato, hubiera todavía quien dudara. Pero por todos los santos, una cena y unas horas de motel demandan dramáticas rupturas con las rutinas y los hábitos bien asentados. Se te puede olvidar tomar las pastillas de antes de la comida y las de después si la pasión te embarga o el otro te mira intenso, a lo mejor no te apetece explicar al ilusionado compañero que ya no bebes vino porque te produce gases el tinto y al blanco no te haces, y a ver quién se finge poseído por las eróticas ínfulas mientras come con agua o se pide el café con sacarina y muy clarito, y sin copita a los postres porque no entra en el precio del menú.

Y luego lo del conversar. Cuentan que antaño los amantes se regodeaban en la confidencia y se quitaban la palabra para explicarse los avatares más emocionantes de las respectivas biografías. Hoy las emociones suyas sobre las que puede cada uno disertar a la luz de las velas no pasan del viaje en chárter para ver la final de la Champions en Lisboa o de aquella vez que en la oficina estaban casi todos de baja y hubo que hacer dos horas extra que, para colmo, no nos pagaron, mira qué interesantes las vivencias. Y cómo reprimir el bostezo cuando la otra parte, enardecida, se explaya con pormenores sobre las torpezas de la última peluquera o que piensa cambiar las cortinas del salón pero Pepe no quiere, que ya sabes cómo es y no se fija en nada.

Tomarse de la mano y entrecruzarse unos dedos con tácitas promesas ya tampoco se puede, pues cada poco el móvil ronronea y hay que mirar si entró un guasap o responderle que sí al niño que te pide el coche para el fin de semana. Luego, perdona, tengo que contestar porque llama mi primo y estoy pendiente de que me confirme si al fin me vende el coche, ¿sabes?, porque va a comprarse un Volkswagen y lo estoy convenciendo para que me venda su Fiat viejo con una rebajita. A los postres, los cómplices están más ligados que nunca en el bostezo y prestos a volver a casa sin más cuentos, pues mañana salimos para Oropesa porque nos hemos pedido unos moscosos mi pareja y yo y hemos pillado una oferta increíble en un hotel con jacuzzi y todo. Además, me ha dado ardores de estómago la ensalada de mango y si quieres quedamos otro día y charlamos más, corazón. Qué quieres que te diga, también estoy algo dolido porque no me has comentado nada de mi nuevo iphone.

Pero creo que la madre de todas las desdichas es el dinero, la pasta. La gente acude a las citas alternativas con lo puesto, diez euros o así, y cuando llega la cuenta de la económica pitanza se miran por vez primera con genuina ternura de paga tú, que es que me olvidé en la mesilla del hall la cartera donde guardo cincuenta euros para una ocasión, y hasta las tarjetas, qué contrariedad. Así que de hoteles y moteles a qué hablar, a no ser que alguno saque el papelillo de alguna promoción porque al comprar el sofá nuevo le dieron una noche de estancia a elegir en un tres estrellas y, entonces, excitados, llaman y comprueban que esas plazas sólo son para miércoles impares y mejor lo dejamos para otro día o esperamos a ver si el mes próximo mi primo se va unos días a la Manga del Mar Menor con la familia y me presta las llaves del apartamento.

Hay, al fin, alivio en la despedida, porque como en casa no se está en ningún lado y hoy ponen el último capítulo de la temporada de Juego de Tronos, y eso sin contar  que con las prisas y el despiste he venido sin depilar o no me he cambiado a tiempo estos calcetines que tienen más tomates que un invernadero almeriense.

La vuelta al hogar es tranquila y, sobre todo, sin remordimientos ni riesgos. Sí, estuve tomando un vino, ya sabes, pero antes del ya sabes el cónyuge se ha dormido feliz y condescendiente, tranquilo y sabedor de cómo son las cosas porque el viernes pasado también salió con los compañeros y regresó a casa a la misma hora e igual de entero, comentando que caray, cómo me repiten los champiñones y en la gasolinera me encontré a Felipe, que se ha comprado un BMW y no sé cómo puede, con su sueldo.

En la virtud está la penitencia. Pero lo importante es gastar poco y no estresarse

10 julio, 2014

¿Impunidad vs. garantías? O de cómo sancionar la corrupción política y administrativa



En estos años y en España, un doble fenómeno está sumiendo a los ciudadanos en la perplejidad y el enfado. Por un lado, crecen y crecen los casos de corrupción política y administrativa que se van conociendo, fundamentalmente por obra de los medios de comunicación y por el buen trabajo de ciertas unidades de los Cuerpos y Fuerzas de Seguridad del Estado y pese a la reticencia y el obstruccionismo de gobernantes y grandes partidos y sindicatos. Por otro lado, son proporcionalmente muy escasas las condenas o las sanciones en general para los corruptos, o son percibidas como muy leves, como desproporcionadamente leves. La sensación generalizada es, pues, que corromperse compensa, bien porque la persecución legal y judicial es escasa y muchos se van de rositas, bien porque aun para los procesados y condenados acaban en muchos casos siendo mayores las ganancias acumuladas que las desventajas padecidas.

Esta situación da pie a una reacción social un tanto perniciosa y de doble faz. Por una parte, se produce una reacción punitivista, se reclama que se tipifiquen nuevos delitos y, sobre todo, que se aumenten las penas de los delitos de este tipo. Con esto se desconoce que la disfuncionalidad existente no tiene tanto que ver con la legalidad penal vigente, como con defectos estructurales en el sistema de Justicia y, más que nada, de organización de la persecución del delito. Las taras de nuestro sistema jurídico o jurídico-político son, a estos efectos, de tres tipos, y se requerirían reformas serias y bienintencionadas en tres ámbitos:
                a) Normativa procesal. Hay que acotar mejor determinados poderes del juez que hace las instrucción penal, para evitar, por ejemplo, que una dilación de años y años en la instrucción equivalga, a efectos prácticos, a una situación de bloqueo sin fin, de prolongación prácticamente ilimitada de la falta de consecuencias para situaciones en las que a todas luces hay indicios más que razonables de delito. Un juez que, por las razones políticas o personales que sean, no quiera imputar y hacer que se pase al proceso penal, que se abra la fase de juicio oral, puede sobreseer (lo cual será muchas veces muy descarado), pero puede también alargar la instrucción sine die, infinitamente, años y años y más años.
                b) De la normativa estatutaria. Aquí, obviamente y para empezar, plantea grandes problemas el estatuto del Ministerio Fiscal, fuertemente dependiente. Y vienen al caso en este apartado todas las normas relacionadas con la independencia judicial, cada día más relativizada, matizada y acosada.
                c) De medios materiales y personales. Hay una manera fácil de bloquear los resultados de una instrucción muy compleja: dejar al juez abandonado a su suerte, sin medios materiales y personales suficientes para procesar y manejar la enorme información y el tremendo trabajo requerido. Esas fotos de la juez Alaya arrastrando un maletín con ruedas valen más que mil palabras.

Por otra parte, la gente acaba sintiendo que hay una tensión irresoluble entre garantías procesales, especialmente en el ámbito penal, y justicia efectiva. Esto es, que el debido respeto a las garantías procesales y el juego de las correspondientes presunciones, empezando por la presunción de inocencia, acarrean un insoslayable efecto de impunidad para muchos de los que poca duda cabe que son culpables de graves corrupciones y de delitos económicos de gran relevancia. No puede durdarse de que se han cometido delitos, pero es muy complicado a veces probar tanto la autoría como la culpabilidad de personas concretas. Súmese el juego de cosas tales como los plazos de prescripción de muchos de estos tipos de delitos y tendremos el cuadro completo que explica el descontento y la desconfianza ciudadana frente al sistema de Justicia en casos graves de corrupción: o el delito ha prescrito cuando se denuncia o se descubre o la instrucción se alarga y se enreda eternamente o las sentencias acaban en absoluciones por falta de prueba suficiente de la autoría y culpabilidad de personas concretas.

Buscar solución por el lado del punitivismo a ultranza o de una merma general de las garantías procesales y penales es una salida con más riesgos que ventajas y que puede acabar en más daños globales que beneficios. Entonces, ¿qué se puede hacer? Propongo, tentativamente, dos vías. Una, que se termine el efecto pantalla del Derecho penal. Lo que, en sentido amplio, podemos llamar el derecho sancionatorio no se agota en el Derecho penal. Otra, que se analice la posibilidad de restringir un tanto ciertas garantías penales, pero nada más que para determinados y muy concretos delitos y en situaciones bien particulares.

Trabajemos un rato con un ejemplo, una versión ampliada o exagerada del tema reciente del Tribunal de Cuentas. Ha quedado demostrado que aproximadamente cien de los setecientos funcionario contratados que componen el personal del Tribunal de Cuentas son parientes o “allegados” de consejeros pasados o de ahora y de dirigentes sindicales dentro de la institución. ¿A alguien le puede caber duda de que se han cometido muchos y sucesivos delitos de prevaricación, entre otros? Pego hagamos una versión todavía más clara y supongamos que el Tribunal de Cuentas tiene mil empleados y que, de esos mil, novecientos (90%) son parientes cercanos de consejeros de antes o de ahora. Es absolutamente imposible, radicalmente imposible, que una plantilla así se haya formado sin amaños en los concursos y los procesos de selección.

Que habría habido delitos es indiscutible. Que se pueda probar la  culpabilidad en concreto de alguien puede resultar más dudoso. Añádanse, en nuestro ejemplo, otras circunstancias, como que ningún “arrepentido” confiese y que documentos capitales hubieran desaparecido misteriosamente o con ayuda de alguna oportuna inundación o un providencial incendio. Sabemos que tuvo que haber “delincuentes”, pero no se consigue probar quiénes en particular lo han sido. ¿Nos resignamos a la impunidad, sin más? ¿Prescindimos de garantías y presunciones y pedimos castigo penal para todos los consejeros, o todos los consejeros con pariente colocado o todas las personas que han intervenido en procesos de selección? Y si resulta que alguno en verdad es perfectamente inocente, ¿lo condenamos también, ante la imposibilidad de localizar a los auténticos culpables? ¿Aplicamos una presunción general de culpabilidad? Son alternativas dramáticas y muy poco aconsejables. Así que ensayemos alguna propuesta más matizada.

1. Empecemos por el lado penal, el más arriesgado y sutil. No debemos renunciar ni a la presunción de inocencia ni a la exigencia de prueba suficiente y más allá de toda duda razonable, ni al principio de culpabilidad. ¿Quedan, pues, todas las puertas cerradas en una situación como la descrita y estamos abocados a asumir estrepitosas impunidades? Veamos y maticemos.

En ciertos supuestos, del estilo del descrito en el ejemplo, tendría sentido atenuar un tanto la presunción de inocencia, de la mano, por un lado, de una cierta inversión de la carga de la prueba, y, por otro lado, se aplicar un principio probatorio bien conocido de penalistas y procesalistas, el llamado res ipsa loquitur. Supongamos el siguiente escenario. Yo soy consejero de ese Tribunal de Cuentas del ejemplo extremo mencionado, hace cuatro años que estoy en el cargo. En esos cuatro años han obtenido plaza de funcionarios en el Tribunal tres hijos míos, mi actual esposa, una nuera y un sobrino. Ninguno de ésos tiene una especial formación académica o una gran cualificación técnica y sus plazas las han ganado en competencia con personas de grandes estudios. Los ejercicios del concurso en cuestión se conservan y ahí resulta que, en efecto, mis parientes han respondido acertadamente más preguntas que los otros y han sacado mejor número en el concurso. Para condenarme habrá que probar que o bien yo tuve acceso a las preguntas de la prueba y se las pasé por anticipado, o bien que corrompí a alguien para que me hiciera el favor de darles tales preguntas o de dejarlos copiar en el examen, o cosa por el estilo. Yo lo niego todo y cada uno de los que organizaron y juzgaron el concurso declara que ni de lejos tuvo constancia ninguna de la más mínima irregularidad. No hay pruebas directas y claras que me incriminen.

¿No hay pruebas? Naturalmente que las hay, hay una terminante y definitiva: ningún cálculo de probabilidades y ningún azar puede llevar a que de diez plazas sacadas a concurso en ese tiempo, pongamos, seis las hayan limpiamente y en buena lid conseguido familiares míos que, además, por su menor cualificación jugaban en fuerte desventaja frente a otros aspirantes. La situación habla por sí misma y no cabe en cabeza humana mi inocencia, aun cuando ninguna otra prueba precisa y concreta concurra.

En una tesitura como la descrita, ¿se vulnera la presunción de inocencia si se me condena por el delito que pueda venir al caso? Yo diría que no, pues no cabe duda razonable de que no puedo ser inocente. Mi inocencia, en el marco de esos hechos, sólo sería posible como efecto de un azar perfectamente descartable o de resultas de la maniobra de otra persona. Veamos esto último.

Supongamos que entre los que en ese imaginario Tribunal de Cuentas del ejemplo organizan y controlan los concursos para la selección de personal hay alguien que está platónicamente enamorado de mí y que, además, me debe grandes favores. Sabe que soy persona recta que no admitiría corruptelas y, por tanto, sin consultarme ni hacerme partícipe de sus maniobras, prepara todo para que sean los parientes míos los que indebidamente logren aquellas plazas. Por ejemplo, les da a ellos las preguntas de la prueba sin que yo me entere. En tal situación, condenarme a mí implica castigar a un inocente. ¿Qué decimos a esto? Que no cuela.

Primero, porque es altamente inverosímil un contubernio así a mis espaldas. Segundo, porque tonto a más no poder tengo que ser si creo que el azar ha hecho que, contra todo pronóstico, venzan en el concurso esos parientes míos que son bastante lerdos y, desde luego, más burros que los otros competidores. Tercero, porque a ver a cuento de qué no puedo yo oponerme a que toda mi familia, tan capaz, se presente para ser funcionario o contratado precisamente de la institución en la que yo tengo mi cargo, cuando, de ser tan competentes, podrían obtener plaza en otros lugares. No, no, “la cosa habla por sí misma”, res ipta loquitur. Condenarme con nada más que esa prueba evidente no supone más riesgo de castigo al inocente del que se asume en un gran número de procesos penales; si acaso, menos.

Pero bastaría añadir un matiz de seguridad, una garantía adicional: la inversión de la carga de la prueba. Si yo pruebo fehacientemente que fue todo una conspiración completamente a mis espaldas y que soy más tonto que una infanta enamorada, que se me absuelva. Pero eso tengo que probarlo de modo claro y rotundo y, además, supone desvelar quién es el verdadero culpable. Y luego, por supuesto, si soy así de honrado debo dimitir de mi cargo, pues es evidente que malamente cumplirá en él alguien a quien, como a mí, se la dan tan fácilmente con queso. El listo culpable, castigado; el inocente taradito, dimitido.

Una última precisión. Esa condicionada y peculiar suavización de la presunción de inocencia o ese relativo juego con la carga probatoria sólo debería admitirse para determinados delitos económicos y administrativos. Y tal regulación tendría un buen efecto disuasivo y preventivo: que sepa usted que, si los hechos “cantan” por sí mismos, no le va a servir para salir bien librado la argucia de que no se le ha probado del todo el dolo o de que no está del todo claro que usted conociera que su primo era primo suyo y, además, tonto de baba cuando obtuvo puesto de gerente.

2. Pero el mundo no se acaba en el Derecho penal. Las sanciones o las consecuencias negativas tampoco se terminan en el Derecho penal. Ése es un campo proceloso. Las garantías penales son máximas, y así debe ser, pero la paradoja está en que existen sanciones administrativas más graves que algunas penas y, sin embargo, las garantías y requisitos para su imposición son menores. El principio de culpabilidad y el juego de ciertas presunciones se atenúan para las sanciones administrativas. Esto es algo doctrinalmente muy discutido, pero así funciona en verdad. Cuando a mí me imponen una multa administrativa por la comisión de alguna infracción al conducir mi coche, no se me presume inocente ni opera una exigencia probatoria del mismo grado que si se trata de aplicarme una pena.

Veamos esto más de cerca y con algún ejemplo. Un radar en carretera o una máquina en una vía urbana toma una foto de mi coche rebasando los límites de velocidad permitidos o saltándose un semáforo en rojo. Me llega la correspondiente multa y yo alego que el coche ciertamente es el mío, pero que no era yo quien conducía. ¿Puedo librarme de la multa? Sí, si indico quién iba al volante de mi auto en ese momento. ¿Y si esa persona lo niega? La multa es para mí, a no ser que pruebe o bien que era ella o bien que no pude ser yo. O sea, respondo si no pruebo que no soy el responsable de la correspondiente acción. Y, además, ahí no jugarán algunas de las atenuantes o eximentes que sí cabrían si de una condena penal se tratara.

Llevado eso a nuestro asunto, supone que cabría sentar un régimen bien estricto de sanciones administrativas para casos como el descrito en el ejemplo de antes. Quedarían excluidas, por imperativo constitucional, las sanciones privativas de libertad, pero serían perfectamente posibles sanciones pecuniarias o atinentes al ejercicio del cargo. Solamente se requeriría una adecuada regulación legal y reglamentaria.

Alguien podrá replicar que por qué no va a poder un hijo mío obtener plaza de, por ejemplo, auxiliar administrativo o letrado mayor en el Tribunal de Cuentas del que yo soy consejero en activo, por vía de concurso perfectamente lícito y limpio, y si no será discriminatorio impedírselo. La contestación parece fácil: y por qué sí. Por qué, de entre los mil y un lugares en los que se ofertan puestos de ese tipo en la Administración Pública, va a tener que presentarse precisamente a ése donde yo tengo poder, influencia y responsabilidad. Nada hay de discriminatorio en un estricto régimen de incompatibilidades. Si jugamos a ponderar, pesa mucho más el prestigio y la garantía de limpieza en las instituciones que el muy forzado derecho a no ser discriminado de ese pariente mío.  

3. Pero el Derecho a veces viene a tapar agujeros causados por el descuido y la negligencia de la ciudadanía, del pueblo en su modo de vivir y actuar. Y la utilidad del tiempo para coser lo que desgarran los ciudadanos con su incuria es limitada. Quiero decir que a ninguna norma ni reforma legislativa tendríamos que apelar si por cada corrupto sabido y con cargo el partido que lo propuso o lo nombró perdiera medio millón de votos en las próximas elecciones generales. Qué digo medio millón, bastaría que por cada choricete de ésos se quedara sin diez mil votos el partido que lo ampara y lo promociona para que en un pispás se acabara el atraco. Calcule el amable lector cuántos votos restaría el actual Tribunal de Cuentas, solamente el actual Tribunal de Cuentas, órgano de control en manos de desaprensivos e indecentes (salvo prueba en contrario por parte de alguno; y téngase en cuenta que el que calla y consiente mientras otros enchufan a sus amantes y “allegado” es responsable también, por mamporrero y soplagaitas). Pues eso.

Cada día es más difícil ser inocente; al menos moralmente inocente. Casi hace falta ser medio tonto para no compartir alguna culpabilidad y unos pocos beneficios del general expolio.