28 marzo, 2015

El anuncio como salvación. Por Francisco Sosa Wagner



Lo mejor de los periódicos en estos tiempos turbios y turbulentos son los anuncios. Yo me demoro en ellos, los leo, admiro su composición, el ingenio de su creador, medito sobre su mensaje y ya solo me falta hacerles caso y seguir el consejo mercantil. Pero eso es lo de menos, imagino que, al haber llegado a tanta perfección, a quienes ponen los anuncios en los periódicos lo que menos les importa es que alguien compre aquello que venden. Lo esencial es disfrutarlos y participar de su contenido pues, cuando esto ocurre, ya se crea una corriente de simpatía, de camaradería y de empatía (como se dice ahora) hacia el comerciante de la que no podrán salir sino frutos benéficos para el estamento productivo. 

La visión de la playa de Alicante con unos bañistas retozones, olvidados de sus cuitas, felices por haber sabido dar con una oferta rellena de la crema de los atractivos nos proporciona gran sosiego y nos pone sobre la pista de lo que es realmente valioso en la vida. Nos descubre, como si dijéramos, su sustancia.

Pues ¿y cuando el destino no es Alicante o Ribadeo sino Tailandia, Kenia, Samurai Sugoi o Annanpurna? Entonces ya se desatan nuestras entretelas aventureras, reactivamos nuestras lecturas juveniles, segregamos jugos, meditamos sobre el entrelazamiento de las culturas, sobre la relatividad de las diferencias religiosas y de los quesos... ¿Puede concebirse algo más provechoso para enriquecer nuestra mente y activar los músculos de la imaginación?

Esto por lo que se refiere a los anuncios que nos llevan al sueño y a la leyenda, a la literatura de Kipling y a los versos de Tagore y a tantos otros excesos de la lírica. Pero lo bueno es que anuncios hay que nos convocan a comprar carburantes y que producen parecidas sensaciones plásticas. ¿Se concibe mayor desafío creativo? Hacer de un chorro de gasolina que sale de una manguera una obra de arte es solo comparable al retrete de Duchamp pero en mejor, por más caprichoso y más limpio. 
Veo un anuncio de un producto que elimina las humedades de las paredes y me quedo maravillado pensando que lo único que le falta al famoso cuadro de Van Gogh donde se ve una cama, un aguamanil, unas sillas y poco más, lo único que le falta son las humedades en las paredes para convertirse en una obra de arte con aliento de eternidad. Pero es más: es que el anuncio del producto anti humedades me lleva a la situación melancólica de echar de menos en mi casa unas humedades decorosas que justifiquen la compra del anuncio. Unas humedades artísticas que son el presagio de grietas amenazadoras a las que es preciso combatir porque por ellas se nos pueden escapar el wifi y los secretos domésticos y aventarlos sin saber su destino.

“¡Sorprende a los coaches con tu talento!” es otra página del periódico de mi preferencia (es decir “La Nueva España”). ¿No es un hallazgo lleno de misterio? No sé qué son los coaches evidentemente pero solo la idea de que mi talento pueda sorprenderlos ya me llena de vigor y de entusiasmo cuando, por mi edad, ya pensaba que jamás sorprendería a nadie ni a nada. Y de pronto sé que hay un coache vagando en torno a mí y expuesto a ser deslumbrado por mis capacidades y fortalezas (hasta ahora desconocidas por mí).

Y así podría seguir... Los cambios van a ser sensacionales porque, poco a poco, los periódicos solo contendrán anuncios y ese día la vida será más risueña. Más amarilla y canora, con más senderos y con veredas más cuidadas.

25 marzo, 2015

Sobre las clases magistrales



   En el último número de Revista de Libros viene un escrito de Enrique Moradiellos, muy prestigioso historiador, sobre la clase magistral. Responde a un artículo de Luis Garicano en el que este afamado economista cuestiona dicha variante de la enseñanza universitaria. Me permito aquí unas breves consideraciones propias sobre el asunto.

  El problema está en la definición de “clase magistral”. En las críticas y en la literatura burocrática suele predominar una definición puramente formal, a menudo unida a la caricatura. Definimos de modo enteramente formal la clase magistral cuando la concebimos como disertación continuada de un profesor cualquiera, en la que se expone el contenido de una lección o de parte de ella. La caricatura aparece en cuanto se citan los abundantes ejemplos de profesores que, al amparo de ese tipo de clases, se dedican a leer rancios apuntes, gastan su tiempo diciendo tonterías o no admiten preguntas ni interrupciones críticas. Y, en efecto, en muchas universidades no faltan los docentes zoquetes que aburren a las piedras, divagan sin ton ni son y, para colmo, disfrazan de autoridad y lejanía su más que evidente inseguridad y su miedo cerval al infrecuente alumno que inquiere, duda o pide mayores aclaraciones. 

  Si no nos ponemos de acuerdo en qué merece sustantivamente la denominación de clase magistral y si, para colmo, consideramos el ejemplo impropio como certero paradigma, erramos el tiro o confundimos la cosa con su mal uso. Es como si, por poner una comparación, llamamos pintura o arte pictórico a toda actividad consistente en poner unas formas o colores en un lienzo y añadimos que hay mucho pintor que no hace más que manchar telas sin el más mínimo estilo ni saber lo que se trae entre manos. ¿Sería argumento bastante para cuestionar la pintura como arte y para pedir que en los museos ya no se cuelguen cuadros, sino que se invite a los visitantes a pintar ellos mismos o a comentar sus impresiones sobre el color y las figuras, al buen tuntún?

  Si, al hablar de arte, por pintura no puede pasar lo que hace cualquiera que tome un pincel y unos óleos y se dedique a hacer garabatos a su aire, como clase magistral no ha de valer lo que perpetre el docente en nómina que se suba a la tarima y empiece a hablar de cualquier manera sobre un tema de la asignatura. Por eso, para distinguir y saber qué se debe criticar del método o de sus usuarios y para no matar a todos los perros porque algunos tengan rabia, necesitamos caracterizaciones sustantivas de la clase magistral. Y no estará de más que empecemos por preguntarnos si alguna vez asistimos a alguna que mereciera el nombre y el aplauso. 

   Como casi todos los que en su día estudiaron una carrera, he escuchado algunas clases magistrales de primera, extraordinarias. Pocas, es cierto; pero la escasez no es argumento para la supresión, sino para la selección y para que las instituciones de enseñanza y los estudiantes pongan cuidado en que no se les dé gato por liebre. Con las clases sucede algo semejante a con las conferencias, de las que también las hay horripilantes o ridículas, pasables, buenas y buenísimas. Por eso, el que ya sabe del percal y tiene un día que buscar un conferenciante o ponente debe tener bien en cuenta cuáles son competentes y cuáles unos pobres diablos sin arte ni luces. Porque de todo hay.

   Una clase magistral se supone que es la que, prototípicamente, podría y debería dar un maestro. Y con esto ya entramos en aguas procelosas, pues empezamos a hacer diferenciaciones y a marcar categorías en estos tiempos en los que cualquier señalamiento del mérito de los mejores lo tienen muchos  por signo de intolerable discriminación de los lerdos y hasta indicio del malévolo elitismo del que clasifica. Pero es así, pese a quien pese. De igual manera que una escultura presentable sólo la puede pergeñar un escultor avezado y capaz, una clase digna nada más que la puede dar el buen profesor. En el ámbito académico se suele (o solía) llamar maestro al profesor con experiencia, tablas, hondo conocimiento reposado y capacidad para transmitir ese conocimiento con soltura y con algo de pasión, la pasión que alguien pone cuando trata de las cosas a las que entregó una parte importante de su vida. 

   Pero no exageremos, la experiencia grande que aun no se tenga se puede suplir con esfuerzo, y por eso un profesor joven puede también impartir buenas clases magistrales. Si nos fijamos, el sólido profesor veterano improvisa más, liga ideas, teorías y temas sobre la marcha, va sacando de su cabeza lo que a ella se le viene, pues en ella tiene su mejor laboratorio, una especie de bodega con los mejores caldos en manos de un experimentado sumiller. Puede ser más desordenado, pero ese es el que en el estudiante bueno despierta vocación y deja huella. A alguno de esos nos debemos muchos de los que ya peinamos canas y de la universidad hemos hecho feliz oficio. Pero también resulta estimulante y grato el profesor que se estudia los temas y prepara con rigor y gusto cada clase. Lo que tenga de menos creativo o le falte de súbitas genialidades lo compensa con creces con su claridad y su bien administrada erudición al hablar del tema del día.

  A los de un tipo o los de otro, de esos dos que acabo de describir, los estudiantes preguntones y participativos no les molestan, sino que les sirven de motivación y acicate. Y, en estos tiempos grises, nada desmoraliza más al profesor de nivel que esas recuas de estudiantes pasivos, indiferentes, distantes, estructuralmente desvencijados, intelectualmente planos, adormilados semovientes. 

   Propiamente las clases magistrales nada más que tendrían que impartirlas esos maestros veteranos o jóvenes, por la misma razón que para dar conciertos de piano en el auditorio de la ciudad se llama al pianista de cierto nivel y no a cualquier menesteroso que aporree teclas. Es así de sencillo. Es más, a esos buenos profesores habría que dispensarlos de labores más prosaicas o de obligaciones abiertamente estúpidas. Porque para organizar charlitas entre alumnetes sentados en círculo y que cada uno diga lo que opina del aborto o de las tasas judiciales sirve de sobra cualquier perezosón indocumentado de los que tanto abundan en los claustros de profesorado. Mezclar a unos y otros y sus labores es tan absurdo como poner al utilero del Barça a jugar de delantero centro y a Messi a preparar las botas y las camisetas.

   ¿Por qué tanto descrédito de la clase magistral y tanta fobia con ella? ¿Por qué, me pregunto a veces, entre tanto curso memo de actualización pedagógica de los docentes universitarios nunca hay uno sobre cómo preparar e impartir una clase magistral magistral? Las razones de la crítica a ese modo de enseñar que se me ocurren son dos, pero debidas a una misma causa: el predominio de los mindundis entre el profesorado, predominio numérico y predominio en el poder académico-burocrático, con especial mención de los pedabobos que tanto han hecho y hacen para que nos parezcamos todos a ellos, en su prolija inanidad.

   Un motivo de la crítica tiene su aquel, pues consiste en mostrar cuantísimas clases magistrales son infames y absurdas. Claro que sí. El fundamento de la crítica es cierto, pero la conclusión resulta falaz y hasta insidiosa. Si hubiera muchos cirujanos incompetentes no echaríamos contra la cirugía. Si hay muchos docentes incapaces de impartir una clase presentable, que los manden a la puñetera calle o que los pongan a hacer otras cositas más monas y a su nivel. Unas clases magistrales con profesores bien seleccionados para ese cometido son tan útiles y defendibles como unas operaciones quirúrgicas por obra de cirujanos bien escogidos. Si no le damos el bisturí al primer carnicero que se presenta a una plaza, ¿por qué ha de tener su clase magistral el pobre diablo al que acabamos de contratar de profesor asociado – no digo que todos los profesores asociados sean diablos ni pobres, ojo- o de hacer titular o catedrático porque es hijísimo putativo o ahijado de lánguido mirar? Ah, pero está claro, si suprimimos las clases magistrales, que es donde más se nota quién sabe y quién no y quién se esmera o se echa a la bartola, eliminamos la base principal para distinguir y diferenciar y ya serán pardos todos los gatos, que es lo que más desean los gatos pardos. 

  Y por ahí llegamos a la otra razón para la crítica, que está en que la gran mayoría de los teóricos de la nueva docencia, de los críticos feroces y al bulto de la clase magistral, ni pueden dar una que merezca el nombre ni están dispuestos a estudiarse las que les toquen cada día. Es mucho más cómodo y simpático hacer el memo con los estudiantes y montárselo de enrollado, progre y coleguilla. Hoy en día, en las universidades, los más zánganos van siempre cargados de mil y un certificados de superaptitud pedagógica y, a la hora de la verdad, no saben decir ni tres cositas sin leerlas en el powerpoint o gastar el tiempo haciendo que hablen por ellos los estudiantes. Eso sí, las clases se las hacen los estudiantes, pero las nóminas se las quedan ellos. Enseñanza participativa con reparos, ni más faltaba.

   Si usted, amigo lector, ha asistido a unos cuantos cursos de esos en los que expertísimos culiapretados enseñan a enseñar, dígame con sinceridad una cosa: ¿qué tal enseñan esos que enseñan a enseñar? Estamos de acuerdo: hay de todo, claro que sí, pero la mayoría son unos sin sustancia que ni sus bobadas saben explicar. Pues está todo dicho. Porque esos, precisamente esos, son los que en las universidades, las consejerías y los ministerios del ramo mandan. Y su labor habrá concluido cuando consigan que todos se les parezcan. Ya no falta casi nada. En cuanto se jubilen unos cientos más, todo el campus será un erial, ese gozoso desierto lleno de larvas acreditadas. 

   Por si alguien me ha maltentendido a posta: por supuesto que además de clases magistrales puede y debe haber más cosas: prácticas, tutorías, debates, variadísimas evaluaciones, meditaciones y algo de levitación si hace falta. Sin duda. Pero las clases magistrales no sobran cuando son buenas, bien al contrario, y las otras cosas son ociosas y perjudiciales cuando dependen de los mismos simples que tampoco serían capaces de disertar una clase magistral que no dé vergüenza ajena. Cuando la prestación depende de las personas, los métodos sirven algo, pero poco. Por mucha teórica de fútbol que usted le imparta a un cojo, nunca va a llegar a lo de Cristiano Ronaldo, ni siquiera a ser un buen jugador de tercera división. Pues eso.

23 marzo, 2015

Otra vez sobre ponderación. Observaciones sobre la última respuesta de Alí Lozada


(Las etapas anteriores de este amistoso debate pueden verse, por su orden, aquí, aquí, aquí y aquí y aquí)


Querido Alí:
   Tu notabilísima capacidad analítica y tu buen talante académico contribuyen mucho a que nuestro debate se centre y se haga cada vez más preciso. Creo que es muy útil y recomendable argumentar así, buscando disolver desacuerdos que tal vez no lo son tanto y, al mismo tiempo, tratando de concretar y poner en sus términos más claros los acuerdos.
  Entro en materia sin más preámbulos.
  1. Sobre tu primer apartado, el referido a si, en el tramo 1-2  del esquema que estamos usando, son equiparables o lo mismo la “valoración comparativa entre opciones”, de la que yo hablo, y la ponderación, a la que tú te refieres.
   Hay una cuestión “metodológica” que afecta especialmente a mis textos en nuestra amistosa y grata polémica. Cuando hago mis referencias críticas a la ponderación, estoy ciertamente debatiendo contigo, pero tengo en mente lo que podríamos llamar la teoría estándar de la ponderación, ante todo tal como ha sido elaborada por Robert Alexy (y sobre la lectura de la sentencia por Alexy versaba mi texto inicial). Además, estoy pensando también, y como es lógico, en la teoría de las normas jurídicas y del Derecho de Alexy, en la que se encuadra su doctrina sobre la ponderación. Pero lo que no debo hacer, por honestidad y hasta por sentido común, es imputarte a ti lo que Alexy diga ni presuponer que tus consideraciones sobre ponderación son, en todo lo importante, coincidentes con las de Alexy; tampoco tengo por qué dar por sentado que tú comulgues con todos los elementos esenciales de la teoría del Derecho de Alexy. Creo que algunas de las preguntas que te planteaba en mi última respuesta buscaban, en el fondo, saber cuánto había de igual y cuanto de diferente entre Alexy y tú sobre estos temas. Para mí, entre Alexy y tú, ganas tú. Al final espero que se aprecie el porqué de este juicio mío.
   Tú concuerdas conmigo en algo que  estimo extraordinariamente importante, como es que, cuando en un asunto que el juez debe decidir hay normas que vienen al caso, el intérprete o ponderador tiene sus opciones acotadas por lo que estamos llamando límites semánticos, en relación con lo cual yo hablaba de la elección entre interpretaciones posibles. Pues bien, sobre ese asunto te hago algunas consideraciones.
   (i) Me preguntas si creo que la ponderación, tal como la has bosquejado, “implica que el intérprete puede saltarse cualquier límite semántico”, y afirmas que tú crees que no y que “nada en la estructura de la ponderación habilita a hacer algo semejante”. Es más, contundentemente afirmas que “Respecto de la interpretación jurídica, la ponderación sencillamente opera como un mecanismo encaminado a justificar ciertas premisas con las cuales concluimos que debe optarse por una u otra interpretación posible, siempre –claro está- con el ancla puesta en el marco semántico (relativamente) delimitado por las disposiciones normativas”. Luego me preguntas si tengo en mente algún ejemplo que refute esas impresiones tuyas.
   Comienzo por lo del ejemplo. Hasta donde yo sé, en la Constitución alemana no se recoge expresamente ninguna norma referida a la efectividad del sistema penal o eficacia del Estado en el juzgamiento de los delitos[1]. Cabe que reconstruyamos dicho principio constitucional como principio implícito. Pero, entonces, nos encontramos, tú -en razón de lo que admites- y yo con un problema: ¿cuáles son los límites semánticos y las interpretaciones posibles de un principio constitucional implícito?
   Con este ejemplo, que es de nuestro caso, no trato de refutar las afirmaciones tuyas, que son acordes con las mías, en cuanto a la semántica como límite de la interpretación, por decirlo resumidamente. Pero sí tiene esto importancia cuando se debate sobre si los tribunales ponderan o interpretan, o sobre si deben hacer lo uno o lo otro. Porque si la decisión de un caso como el que venimos comentando se reconduce a una ponderación entre una norma expresa (la del derecho a la vida) y un principio implícito y que, como tal, tendrá un contenido semántico no ligado a la norma expresa previa, sino al modo como queramos enunciar dicho principio (y a si queremos enunciarlo para traerlo a colación a efectos de ponderar con él), resulta que no estaremos hablando de cuál es la mejor interpretación posible de una norma (la del derecho a la vida), sino de si debe esa norma expresa prevalecer o no sobre la otra norma, la implícita, el principio en cuestión. Es decir, no tenemos principalmente un problema interpretativo de una norma, sino un conflicto de normas que vamos a solventar atribuyendo pesos o constatando pesos. Me parece que es así como lo ve Alexy, aunque eso no sea “culpa” tuya.
  (ii) Tú, en efecto planteas lo de la ponderación de otra manera. Con excelentes argumentos, tratas de hacer ver que lo que yo llamo “valoración comparativa entre opciones”, entre opciones interpretativas del artículo 2 de la Constitución alemana, viene a ser lo mismo que tú denominas ponderación entre esas opciones interpretativas. Y entonces sí es grande la coincidencia entre nosotros y yo no tengo mayor inconveniente en que veamos prácticamente como sinónimas las expresiones “ponderar alternativas” y “valorar alternativas”. Y me parece que tampoco hay gran discrepancia a la hora de entender que para hacer, con pretensiones de racionalidad, esa valoración o ponderación y de justificarla, el juez puede echar mano de diferentes valores, principios jurídicos o morales, etc., siempre que se trate de principios o valores que no sean inadmisibles en el marco constitucional. En nuestro caso, uno de tales principios o valores puede ser ese de efectivo enjuiciamiento del delito por el Estado. Puede ser ese y pueden ser otros más: la justicia retributiva, la dignidad de las víctimas, la función de las penas, etc. Unos u otros de tales argumentos, principios, valores o como queramos llamarlos, respaldarán una de las interpretaciones posibles, y otros, otra.
   Esto nos conduce al tema de la reconstrucción de las sentencia. No es lo mismo decir que, como base de la decisión, se pondera el derecho a la vida contra el efectivo enjuiciamiento del delito por el Estado, que decir que se trata de ver cuál es la que se considera mejor interpretación de la norma sobre el derecho a la vida. Con el primer planteamiento, el de la ponderación “pura y dura”, el caso se construye como de conflicto entre normas y se resuelve ponderando, viendo el peso de esas normas en tal caso. Con el segundo planteamiento, no hay tal conflicto entre normas, sino conflicto entre interpretaciones, y aquellos valores o principios de diferente contenido se traen a colación y se ponderan (o se valoran comparativamente) para establecer y justificar una preferencia interpretativa. Esto viene a ser lo que en mi primer escrito yo trataba de mostrar, que, frente a la explicación de esa sentencia por Alexy, dicha sentencia está mejor reconstruida así, a tenor de mi lectura de la misma. Y esa lectura mía no estaría demasiado reñida con la tuya.
   (iii) Si no estoy tergiversando o simplificando en exceso tu posición (nada más lejos de mis propósitos), no nos quedará mucho más debate de fondo sobre el lugar o papel de la ponderación. Porque, admitido que se pondera dentro de unos márgenes de posibilidad puestos por la semántica, pienso que tendríamos que estar bastante de acuerdo en cuanto al ejemplo que sigue.
   Supongamos, como pura hipótesis, que en el artículo 2 de la Constitución alemana, después de lo de “Todos tienen derecho a la vida” se añadiera una segunda frase de este tenor (la llamaré en adelante R): “Cuando la celebración de un juicio penal suponga para el acusado un riesgo de muerte del cincuenta por ciento o más, no se deberá celebrar dicho juicio”. Pongamos que los peritos médicos han dictaminado que en el caso que se plantea el riesgo de muerte del acusado es del sesenta por ciento. El problema interpretativo del que en nuestra sentencia estamos tratando habría desaparecido. En aplicación de dicha norma constitucional no hay interpretaciones alternativas que valorar o ponderar ahí. Pero si sostenemos que de la Constitución también forma parte, como principio implícito, el de efectivo enjuiciamiento de los delitos por el Estado, el problema reaparece. Ya no tenemos una norma, sino un conflicto de dos normas.
   Me parece que, con los esquemas de Alexy, R sería una regla, no un principio. Y con los mismos esquemas, la otra norma sería un principio, P. Como, según Alexy y la gran mayoría de los defensores de una teoría plena o fuerte de la ponderación, los conflictos entre reglas y principios también se resuelven ponderando[2], nos hallaríamos en un caso como el de la sentencia que comentamos (el de los crímenes del antiguo nazi), en la tesitura de tener que ponderar R contra P. ¿O no?
   Si ponderamos R contra P, y dado que R no plantea problemas interpretativos, admitimos que no juega la semántica como límite y que la decisión puede rebasar el margen de las interpretaciones posibles (aquí estamos asumiendo que sólo hay para el caso una interpretación posible de R). Nótese que P, además, sería un principio constitucional implícito. Puestos a buscar argumentos valorativos en favor de la victoria de P, caben varios: la peculiar gravedad de los crímenes, la atrocidad del nazismo (a tenor de la cual en el propio sistema alemán se excepcionan derechos fundamentales como el de libertad de expresión, pues se castiga la apología del nazismo, la negación del holocausto, etc.), la indefensión de las víctimas, etc.
   Yo creo que en un caso así, el de este ejemplo, no hay nada que ponderar. Si estamos de acuerdo en esto, podemos estar básicamente de acuerdo sobre el significado o papel de la ponderación: se pondera o valora entre alternativas interpretativas (posibles). Si no estamos de acuerdo, nuestras discrepancias sobre ponderación no son de detalle, sino de fondo o de teoría del Derecho. Se abriría entonces un nuevo flanco en nuestro debate porque tú estarías mucho más cerca de Alexy de lo que hasta ahora parecía.
   Disculpa, querido Alí, que sea insistente, pues pretendo dejar claro mi planteamiento. Explicaré lo mismo de otra manera. Llamemos ahora N1 a la norma del vigente artículo 2 de la Constitución de Alemania, que dice “Todos tienen derecho a la vida”. Llamemos N2 a aquella hipotética norma constitucional que dijera “Todos tienen derecho a la vida. Cuando la celebración de un juicio penal suponga para el acusado un riesgo de muerte del cincuenta por ciento, no se deberá celebrar dicho juicio”. Para el caso del viejo nazi, una u otra concurrirían por igual. La diferencia está en que N1 plantea problemas interpretativos en el caso (hay más de una interpretación posible) y N2 no suscita tales problemas en el caso. Pero si el asunto se tiene que resolver ponderando porque concurre otra norma (P) que en principio respalda una solución de contenido opuesto, los problemas interpretativos devienen secundarios: hay que ponderar entre N y P tanto si hay problemas interpretativos como si no. Por consiguiente, la ponderación no es un instrumento para decidir problemas interpretativos, sino conflictos entre normas. Y, sobre todo, los conflictos entre normas pueden resolverse sin el límite de las interpretaciones posibles, rebasando los límites semánticos. Así sucedería si se pondera P contra N2 y gana P.
   Uno de los motivos por las que a mí me preocupan las teorías de la ponderación que llamo fuertes es este: ni la norma más precisa ni la que para un ciudadano pueda ser más crucial (por ejemplo, la que establezca una garantía importantísima para algún derecho básico) está libre de ser derrotada en alguna ocasión por un principio que hasta puede ser un principio (supuestamente) implícito.
2. Constructivismo.
   Tú, Alí, resumes muy bien nuestras coincidencias y diferencias. Me permito esquematizarlas de nuevo. Las coincidencias estarían en esto, según yo las entiendo:
   (i) En las decisiones judiciales hay un ineludible componente opcional de carácter valorativo. Lo estamos centrando en las opciones interpretativas (entre interpretaciones posibles), pero coincidimos, seguro, en que aparece en más momentos: valoración de la prueba, gradación de la consecuencia jurídica para el caso (cuando la norma deja margen para tal), etc.
   (ii) No nos apuntamos al irracionalismo de cierto realismo jurídico radical y, en tal sentido, creemos que se puede diferenciar, al menos ideal o normativamente, entre pura arbitrariedad o capricho personal del que decide y uso aceptable de esos márgenes de valoración de los que el fallo depende.
   (iii) Asumimos un modelo de racionalidad de carácter argumentativo, conforme al cual es alguna forma de aceptabilidad intersubjetiva la que dirime sobre la racionalidad o no de las valoraciones.
   (iv) Por tanto, no proponemos un modelo que correspondería, por ejemplo, a una teoría material de los valores como fuente de la valoración correcta, teoría material de los valores complementada con una teoría del conocimiento práctico-moral de corte intuicionista o similar.
   A partir de ahí, parece que empiezan nuestras divergencias. Tú te adhieres a una concepción constructivista de la ética y la consideras apta para fundar la objetividad de los juicios morales. Citas muy pertinentemente autores de esa corriente, como Rawls, Habermas, Nino, Apel, Nagel y Alexy. Además, consideras que el tema de la objetividad de los juicios morales debemos tratarlo en sus términos generales y no por referencia al caso concreto de la ponderación. Me parece bien, pero con eso dejamos de lado el escepticismo que sobre la ponderación alexyana ha manifestado alguno de tales constructivistas, como Habermas. No merece la pena, sin embargo, que entremos aquí en ese tipo de detalles.
   Mi opinión respecto del constructivismo ético al que tú te sumas está condicionada por mi manera de entender ese constructivismo. Por eso, para que nuestras posiciones resulten claras entre nosotros y para otros posibles lectores, no será ocioso que yo explicite ese entendimiento mío del constructivismo:
   (i) Para el constructivismo, existen valores morales tales como justicia, dignidad, libertad, igualdad, etc.
   (ii) Los contenidos precisos de esos valores (al menos sus contenidos suficientemente precisos para solucionar casos difíciles en los que valores diversos concurren como aptos para sustentar soluciones diversas) no están por completo predeterminados en un mundo moral ideal, sino que tienen que fijarse mediante un razonamiento práctico en cada uno de los casos. Por tanto, se da esa unión que tú bien recoges entre lo ontológico y lo epistemológico: lo que los valores para cada caso determinen no se encuentra preestablecido, sino que tiene que ser “construido”, y esa construcción de la solución moralmente adecuada de cada caso depende de un modo de razonar y de ciertas reglas del razonamiento. Así pues, lo que tú llamas “la objetividad de los valores morales” se convierte en la objetividad de las soluciones morales en cada caso bien resuelto, resuelto según ese modo correcto de razonar y argumentar. No se trata en puridad de objetividad de los valores, sino de objetividad de las valoraciones con las que se aplican valores o se deciden conflictos sobre valores.
   (iii) Las teorías constructivistas son dialógicas, no monológicas. Quiere decirse que la solución correcta resultaría en un diálogo o intercambio argumentativo en el que todos los concernidos pudieran participar y en el que todos respetaran determinadas reglas de la argumentación racional que son garantía de la imparcialidad del resultado. Ese intercambio, idealmente, desembocaría en un consenso racional: todos acordarían la solución correcta como fruto de la “ponderación” imparcial de las razones (argumentos) concurrentes y no del interés egoísta de ninguno. Así sucedería, por ejemplo, en la rawlsiana posición originaria y bajo el velo de ignorancia, o en la habermasiana situación ideal de habla. Vemos, de esta manera, que, mientras para el objetivismo de las éticas materiales típicas la verdad práctica se manifiesta antes que nada en la afirmación de la objetividad de los valores en sí, para los constructivistas lo que hay que presuponer como objetivamente válido y determinante no es el contenido de esos valores morales, sino de las reglas del razonamiento práctico como argumentación racional. Me parece que la más completa fundamentación de este tipo es la que proporciona Habermas. Dicho de otro modo, lo justo para un caso no es lo que determine por sí el valor moral justicia, sino lo que como justo resulte de un razonamiento intersubjetivo perfectamente respetuoso con las reglas de la argumentación racional.
   (iv) Aun cuando asumamos el interés y valor de esos modelos ideales y demos por bien fundadas las reglas del razonamiento práctico como razonamiento argumentativo, al modo de las también llamadas éticas discursivas, el gran problema está en la transición entre el modelo ideal de discurso moral y los modelos reales o en la práctica viables.
   El modelo ideal nos lo da el auditorio universal perelmaniano, la posición originaria rawlsiana o la comunidad ideal de habla habermasiana: racional sería lo que ahí, bajo condiciones ideales garantes de la imparcialidad (del razonar) de los agentes, se acordara. Pero todo razonamiento práctico, todo ejercicio de la razón práctica o razón moral, sucede aquí y ahora y entre sujetos concretos y bajo condiciones limitadoras de diverso género, empezando por límites de tiempo para dialogar y decidir. Es más, cuando, como ocurre en los pleitos jurídicos, el que decide es un solo juez (poco cambia, en verdad, si son tres o cinco), y por mucho que se informe cabalmente y escuche a las partes, los peritos, etc., su razonamiento es personal, monológico en un sentido básico: él razonó y, sobre sus personales razones, decidió el caso.
   (v) El constructivismo desemboca, por tanto, en una especie de razonamiento que podríamos llamar proyectivo (no se me ocurre ahora una palabra mejor, aunque seguro que la hay): cada sujeto que razone moralmente y que se quiera racional debe, por así decir, desdoblarse. Cada cual tiene sus concepciones morales y, en función de ellas, sus preferencias para el caso, su estimación sobre la solución (de entre las posibles o que están en juego) más justa o más acorde con los valores de referencia. Pero, conforme al constructivismo, no puede sin más, ese que decide, aplicar sus preferencias, aunque las considere bien honestas. Lo que debe es preguntarse cuál de las soluciones en liza alcanzaría un consenso general en el auditorio universal, es decir, entre todos los sujetos idealmente racionales y en el seno de un diálogo en que cada uno respetara aquellas reglas argumentativas que aseguran la imparcialidad del resultado. Si yo he de decidir el asunto de cuál de las interpretaciones del artículo  2 de la Constitución alemana es más racional y justa en función de los principios  concurrentes (derecho a la vida y eficaz enjuiciamiento de los delitos), no debo preguntarme cuál a mí me parece mejor según esos principios y cualesquiera otros que vengan al caso, sino cuál solución nos parecería mejor a mí y a todos si razonáramos bajo aquellas condiciones de racionalidad discursiva perfecta. Una vez que, bajo dicho patrón “ideal”, llego a una solución, debo decantarme por tal solución, ya no porque a mí me parezca la mejor o más correcta (en el fondo, debo postularla como la única correcta), sino porque en sí sería la más (la única) correcta.
   En verdad, se estarían comparando bajo dicho parámetro de corrección argumentativa o discursiva las soluciones alternativas posibles o en debate. Vale igual decir que se estarían ponderando esas soluciones para encontrar la mejor, la que más pese. Si hubo lo que tú describes como “observancia efectiva de las reglas del discurso práctico jurídico en contextos reales (judiciales, legislativos, dogmáticos)”, se habrá llegado a la solución objetivamente correcta. Lo que pasa es que esas reglas no presiden un diálogo real, sino una especie de diálogo imaginario en la mente del que decide.
   Si es adecuada esta reconstrucción mía del constructivismo y tú estás bastante de acuerdo con ella, habremos avanzado mucho entre los dos y podremos ubicar bien mis dudas y nuestras posibles diferencias. Me parece que tales diferencias se relacionan con los puntos (iv) y (v). Yo valoro la aspiración a la objetividad de los juicios morales, pero creo que dicha objetividad queda impedida por ese salto o transición entre lo ideal y lo real, entre las condiciones ideales del discurso racional y las condiciones reales de nuestros discursos prácticos.
   Aterrizamos en el tema decisivo de nuestro diálogo. Casi todo va a depender de qué entendamos por “solución correcta”. Aquí, los significados de esa expresión pueden ser dos:
   a) Solución correcta es la solución correcta. Esto es, solo una de las soluciones posibles y que valorativamente se ponderan o valorativamente se comparan es “la” solución correcta, al menos bajo condiciones ideales. Si nos vamos un momentito a Dworkin, “la” solución correcta sería aquella que hipotéticamente conocería el juez Hércules. Si nos acercamos a más elaboradas éticas discursivas, “la” solución correcta sería la que bajo condiciones de argumentación racional perfecta (situación ideal de habla, auditorio universal…) hallaría el acuerdo de todos, de cualquiera. Si, idealmente, sólo una es “la” solución correcta (y bajo condiciones ideales se piensa que siempre se acabaría en el acuerdo sobre una, no en el acuerdo sobre varias o sobre que no hay ninguna), las otras soluciones posibles y en discusión no son correctas.
   b) Solución correcta es la no incorrecta. Aquí los parámetros de argumentación racional no funcionan como patrones directos de selección de una solución, sino como patrones de exclusión de alguna o algunas soluciones. ¿De cuáles? De las que no resultarían admisibles para un sujeto que sepa razonar de modo lógicamente solvente, informado sin engaño y no movido nada más que por su interés pura y descaradamente egoísta.
  Yo opto por el significado b).
  Tú me preguntas esto, dando en el centro de nuestras cuestiones:
 Independientemente de si etiquetamos como «objetivos» o «intersubjetivos» a los criterios de racionalidad que –en eso estamos de acuerdo- son aplicables al tramo 1-2, ¿cuáles serían, Juan Antonio, esos criterios o pautas que hacen, si no correcta o incorrecta, al menos mejor o peor a una determinada argumentación jurídica? ¿En qué consiste el potencial reductor de «la arbitrariedad, el azar o la irreflexión» que tienen aquellos criterios o pautas (además de la exigencia –más o menos universal- de ofrecer razones a favor de la decisión)? ¿Vendrían a coincidir, aquellos, con los presupuestos o reglas del discurso jurídico, y en qué medida?”.
  Mi respuesta es la siguiente. Aun cuando yo acepte (y acepto) esos patrones de corrección o racionalidad discursiva o argumentativa (respeto de las reglas de la lógica y evitación de falacias lógicas, renuncia a argumentos falsos o mentirosos, ausencia de manipulación o engaño, exclusión de la amenaza o el miedo, respeto al valor igual del interlocutor, etc.), estimo que valen para excluir algunas alternativas decisorias que, en un contexto social dado, no podemos suponer aceptables para un sujeto mínimamente racional y libre (no manipulado, no engañado, no determinado por el miedo…), para excluirlas por incorrectas. Pero no creo que, en los casos moralmente difíciles (en los que concurren alternativas bien fundadas en valores diversos e igualmente admisibles), ese esquema constructivista valga para fundar la única decisión correcta.
   Lo ilustro con nuestro caso del criminal nazi y la sentencia alemana y con el repetido problema del paso 1-2 del esquema: la elección entre alternativas interpretativas posibles del art. 2. Recordemos que se estaba interpretando “derecho a la vida” y que el problema interpretativo está en si el derecho a la vida se vulnera al exponer al reo a un peligro de muerte del cincuenta por ciento por someterlo al juicio oral ante el tribunal competente. Las opciones interpretativas eran que sí (interpretación extensiva de “derecho a la vida”) y que no (interpretación restrictiva de “derecho a la vida”). Concordamos en que no se trata meramente de elegir (para eso serviría lanzar una moneda al aire o jugarlo a la carta más alta), sino de elegir con una adecuada y admisible justificación de la elección. O sea, que la racionalidad de la elección la hacemos depender de las razones con que es justificada o con que pueda justificarse[3].
   Siendo las alternativas de decisión 1 y 2, pongamos que el tribunal escoge la 2. Como justificación de esa elección el tribunal da varios de estos argumentos, y solo de estos argumentos: a) a todos los magistrados de ese tribunal se les apareció el arcángel San Gabriel y les indicó que 2 era la alternativa correcta; b) 2 es la opción que mejor cuadra con los Mandamientos de la Ley de Dios; c) los nazis no tienen derecho a la vida ni nada que se le parezca, pues no son seres humanos, sino alimañas; d) viene a dar igual que al acusado se le someta a juicio o no, pues la Administración de Justicia es pura apariencia y no hay más administración de justicia que la que se hará en el Juicio Final.
   En esa tesitura, seguro que decimos todos, constructivistas y no constructivistas, que la decisión en favor de 2 es una decisión incorrecta. Pero inmediatamente hay que hacer dos precisiones: (i) que si es incorrecta porque son inadmisibles esos argumentos con que se justifica, cabe que pueda ser correcta si se aportan otras razones que sí sean admisibles; (ii) que esa concreta decisión, así argumentada, en favor de 2 sea incorrecta no implica que la correcta sea la decisión a favor de 1, ya que también esta habría que argumentarla para hacerla admisible.
   ¿A dónde quería ir a parar con el ejemplo? A la necesidad de diferenciar entre razones para el descarte de argumentos (y de las consiguientes decisiones) y razones para la demostración de la corrección de argumentos (y de las consiguientes decisiones).
   Pero queda una segunda parte de mi tesis aquí (mi tesis en favor de la racionalidad argumentativa como base para el descarte de alternativas por incorrectas, no para la demostración de la corrección única de una alternativa). No pensemos ahora en unos jueces tan locos como los del ejemplo de hace un momento. Un buen tribunal, lleno, incluso, de constructivistas éticos, analiza las alternativas interpretativas 1 y 2, busca principios y razones en pro de cada una y las compara valorativamente o las pondera. Son cinco magistrados. Tres de ellos votan por 1 y los otros dos votan por 2. Unos en la sentencia y los otros en un voto particular, dan muy buenos argumentos, argumentos perfectamente admisibles, basados en toda una serie de valores y principios morales y constitucionales. Ninguno de esos argumentos resulta extemporáneo o inaceptable para un observador razonable e imparcial. Cada uno de esos magistrados, como buen constructivista, está firmemente convencido de que no expresa meramente una preferencia moral personal, sino una que merecería el respaldo del auditorio universal. Unos y otros ponderaron, pero les salió diferente el resultado del pesaje; o valoraron, y les dio resultado distinto su valoración.
   Lo que me pregunto, al hilo de este último ejemplo, es lo siguiente. ¿Sólo una de esas dos posturas es la objetivamente correcta o cabe ver las dos como correctas en clave de racionalidad argumentativa? Aceptamos que ninguna de las dos posturas es descartable ni porque inicialmente no cupiera (por ejemplo, por rebasar los límites semánticos de las normas del caso) ni porque los argumentos con que se justifican sean inadmisibles según los parámetros de racionalidad argumentativa de los que hemos hablado. Ninguna de las dos posturas podemos, pues, tildarla de arbitraria y sabemos que son los cinco magistrados muy rectos y leales a su oficio.
   Observemos las consecuencias de que contestemos una cosa u otra a la pregunta anterior.
   (i) Si afirmamos que sólo una de esas dos decisiones (la de la mayoría o la de los dos magistrados discrepantes) es y puede ser la objetivamente correcta, pues el peso, en el caso, de los principios o valores en juego es el que es y sólo uno de los dos pesajes habidos puede ser el pesaje objetivamente correcto, comulgamos con una muy fuerte concepción del constructivismo y la racionalidad argumentativa. Tendrían razón los tres o los dos según lo que supongamos que habría decidido Hércules. Entre dos argumentaciones perfectamente construidas y que usan argumentos totalmente admisibles, sólo una es la buena, pues nada más que esa conduce a la solución objetivamente correcta. Y me pregunto: ¿cómo sabemos cuál de las dos es? Si nos ponemos cien expertos en razón práctica y en Derecho a debatir sobre las dos alternativas en juego, tampoco llegaremos a un consenso unánime y se reproducirá entre los cien la misma divergencia que hubo entre los cinco magistrados. Al fin y al cabo, tampoco nosotros somos el auditorio universal, aunque cada uno de los cien esté honradamente convencido de que su preferencia es la más acorde con lo que sería el acuerdo del auditorio universal.
 (ii) Si afirmamos que las dos soluciones son correctas, debido a que ninguna es descartable por incorrecta según las pautas de racionalidad argumentativa (admisibilidad de los argumentos, ausencia de falacias, honestidad del argumentar, etc.), la racionalidad argumentativa no nos sirve para lo que tú, querido Alí, mencionas como la objetividad de los valores morales. Tampoco podemos darle la razón a Alexy, para quien, según tus palabras “la corrección depende un último término, no de la ley de la ponderación o de la fórmula del peso, sino de la observancia efectiva de las reglas del discurso práctico jurídico en contextos reales”. Porque la observancia efectiva de las reglas del discurso práctico jurídico en contextos reales nos llevaría a la igual corrección objetiva de las dos decisiones posibles en este caso, de las dos posturas de los tres y los dos magistrados de ese tribunal.
   No vale decir que nos encontramos ante uno de esos supuestos de empate en la ponderación de los que Alexy habla y para los que concede que la decisión habrá de ser discrecional. No es que los cinco magistrados hayan ponderado y estado de acuerdo en que tanto pesa una alternativa como la otra; es decir, un principio como el otro. No es eso. Tres magistrados han hecho una ponderación bien cuidadosa y siguiendo los pasos del método alexyano y han argumentado sin trampa ni cartón, y les dio un resultado. Los otros dos hicieron lo mismo, y les salió el otro resultado. Entonces, para conocer cuáles objetivamente acertaron y cuáles objetivamente erraron tenemos que presuponer, nosotros, que sí había una diferencia de peso y que era en favor de tal o cual alternativa (principio). Pero, ¿por qué vamos a saber nosotros mejor que esos magistrados cuál era ese peso objetivo? ¿Qué tenemos nosotros que les falte a aquellos dos o aquellos tres que no ponderaron como Dios manda para saber qué era lo objetivamente mandado? O tenemos nosotros hilo más directo con Hércules o con el auditorio universal o nos quedamos en la misma duda y aceptamos que vaya usted a saber cuál será la solución objetivamente correcta, en el caso de que la hubiera.
  Creo que ahora se verá todavía mejor que tienes razón cuando afirmas que lo que yo llamo “elección discrecional entre alternativas” es algo bastante más “débil” que la que tú mencionas como “objetividad en el sentido de las teorías discursivas”. Lo que sigo preguntándome es si tú entiendes esa “objetividad en el sentido de las teorías discursivas” de manera que te lleve a pensar que la ponderación es “objetiva” en el sentido de que en mi ejemplo último sólo una de las decisiones de esos dos grupos de magistrados es la objetivamente correcta. Si tal opinas, nuestra discrepancia es difícil de superar. Si no opinas tal cosa, estamos mucho más cerca de lo que al principio podía parecer.

  3. Ponderaciones y correcciones. Tu postura última, un constructivismo tan débil como el mío.
   En el apartado final de tu respuesta última, extraordinariamente agudo e interesante también, partes del “carácter institucional o autoritativo” que para el juez ha de tener el Derecho. Aceptas la distinción entre reglas y principios y apuntas que, en razón de ese carácter autoritativo de lo jurídico para el juez, este debe “tomar las reglas como razones ´pro tanto`, es decir -en tus palabras- como razones a las que el juez debe recurrir de manera inmediata, pero que pueden ser cuestionadas en la medida en la que surja una situación de impasse o crisis de la deliberación jurídica”, quedando así excluida “toda actitud formalista basada en el texto de la ley”.
  Si ese es el valor de las reglas jurídicas y si excluimos todo formalismo basado en el texto de la ley, llegamos a una, al menos aparente, contradicción con tu anterior concesión en cuanto a que la interpretación debe hacerse siempre con respeto a los límites semánticos del enunciado normativo que se interpreta. A no ser que, como es usual entre ponderadores, los límites de la interpretación sí puedan ser “formalistas”, pero no esté la decisión conforme a Derecho limitada por los límites de la interpretación. Es decir, que sea como sea que se pueda interpretar sin violar la semántica, siempre se podrá decidir contra todas las interpretaciones posibles, sin respeto a ninguna, ya que la regla (su texto) no limita los contenidos de las decisiones nada más que “pro tanto” o en principio.  
   Más adelante, y tras una reconstrucción del problema de nuestra sentencia que apunta a dónde y por qué habría espacio para la necesaria ponderación, escribes algo totalmente determinante para nuestro tema. La ponderación sería un “esquema argumentativo”, “nos da un esquema que puede funcionar como un croquis para identificar los requerimientos argumentativos a la hora de resolver una tensión valorativa binaria; un croquis que nos señala ciertos elementos cardinales, a saber: la necesidad de tener en cuenta todos los valores relevantes en juego; considerar todas la razones pertinentes a favor y en contra de cada uno de ellos; y razonar convincentemente acerca de la superioridad de un polo valorativo respecto del otro”.
   Totalmente de acuerdo, al margen de que nos gusten más unas palabras u otras. La ponderación nos señala dónde hay un problema valorativo que se resuelve, por tanto, valorando, y valorando según los valores que vienen a cuento. De esta manera, la idea de ponderación nada más que se opone a un tipo de paleopositivismo decimonónico y algo rústico, al modo de la más elemental Escuela de la Exégesis, un paleopositivismo que pretendiera que la decisión judicial es una operación puramente mecánica y exenta de toda valoración; por ejemplo, porque no hubiera problemas interpretativos en ninguna norma del sistema. Y, en efecto, si hay valoraciones y creemos que se debe intentar algún control de su racionalidad mayor o menor, tenemos que saber que las hay y dónde acontecen.
  Haces constar que, para ti, “lo más adecuado es ver a la ponderación exclusivamente como un esquema tal; por lo que no podemos verla como una fábrica de corrección” y que “la ponderación nos dice lo que se debe pesar, para luego comparar, pero es imposible que pueda decirnos cómo pesar y cómo comparar de manera sustantivamente correcta”. Con una visión tal de la ponderación no puedo más que concordar. Pero de inmediato me asaltan varias dudas. Una: ¿dónde quedaría, entonces, la objetividad valorativa o “ponderativa”? Si la ponderación nos dice dónde hay un elemento valorativo y dónde, por tanto, se debe argumentar en consonancia, pero no nos proporciona la solución correcta sobre qué valor debe objetivamente predominar en el caso, lo que único que la ponderación nos refuerza es la idea de que hay que argumentar donde hay valoraciones y de que hay que argumentar de la manera racional (sin falacias o trampas, de modo suficientemente claro y exhaustivo, etc.) allí donde hay valoraciones. La doctrina de la ponderación, así vista, estaría en perfecta congruencia con mi idea antes expuesta, pertenecería a un modelo de racionalidad argumentativa útil para descartar algunas soluciones por incorrectas (por mal argumentadas), no para fundamentar el “peso” objetivamente superior de una de las posibles soluciones no incorrectas, cuando sean varias. Tu afiliación al constructivismo lo sería a uno bastante débil, del estilo del mío, si es que mereciera la pena llamar constructivismo a lo mío.
Por ese camino llegamos a otra duda: ¿por qué, entonces, emplear una expresión metafórica tan engañosa, la de “ponderar” y por qué tanto decir (otros, no tú) que los valores concurrentes en los casos tienen “peso”? No lo tendrían, sino que se les atribuiría, aunque bajo exigencias argumentativas que no permiten cualquier atribución de peso, pero que, a la vez, permiten atribuciones diferentes de peso a un mismo valor o principio en un caso, atribuciones de peso diferentes pero igual de admisibles en su racionalidad argumentativa. Me parece, pues, que con tu razonable idea de la ponderación hacen mutis por el foro Hércules y las variadas teorías de la única decisión correcta para cada caso. Ahí se nos marcha Alexy también, porque no encontró la balanza ni le salió la fórmula del peso.
   Indicas que el “musculo” que se pone sobre ese esqueleto que la ponderación dibuja, el contenido con el que los pesos se asignan o los valores se comparan provendrá “de una cierta concepción de la justicia referida a la materia sobre la que versa la decisión judicial que sea del caso”. Naturalmente. Pero yo lo expresaría con un pequeño matiz con el que posiblemente no discrepas: tal “músculo” se incorpora a partir de alguna de las posibles concepciones de la justicia referidas a la materia sobre la que versa la decisión del caso. Si no es así, la ponderación ya no es un mero esquema argumentativo, sino un modo de razonar y un procedimiento argumentativo conducente a la única solución correcta para el caso: la que derive de la única concepción de la justicia válida para el caso y suficientemente precisa para determinar la única solución correcta del caso. Sería la ponderación, como esquema argumentativo, completamente tributaria de una teoría moral sustantiva. En otras palabras, tal como yo entiendo y admito tu teoría de la ponderación, esta no obsta al carácter fuertemente discrecional de la decisión judicial en casos difíciles como el de la sentencia alemana, y su utilidad está en ser herramienta que impone exigencias argumentativas orientadas a reducir el riesgo de que la discrecionalidad degenere en arbitrariedad. Como tú dices, nada menos; pero nada más. Bye, bye, Alexy (discúlpame, Alí, la broma en la expresión), ya que para Alexy la discrecionalidad del ponderador solamente se plantea cuando encuentra que los pesos de los principios en contienda es el mismo; cuando el ponderador “ve” que los pesos son diferentes, no puede ni debe decidir discrecionalmente, sino que debe sancionar el resultado del pesaje.
   Si en lo del párrafo anterior estamos de acuerdo (dejando de lado, si hace falta, las interpretaciones del pobre Alexy), no capto bien el sentido último de tu pregunta, cuando, sentado que se trata de “la valoración comparativa entre opciones” y siendo obvio que cuando se valora comparativamente es para atribuir mayor peso, importancia o relevancia a uno de los términos de la comparación, me planteas esto: dónde residen, para mí, “los estándares sustantivos para realizar este trabajo”. Los estándares sustantivos residen en las diversas filosofías políticas o criterios de moralidad política y social compatibles con nuestros sistemas constitucionales. Unos jueces y ciudadanos pueden acogerse a una de ellas y otros a otra de ellas. En función de eso, los resultados de sus respectivas ponderaciones serán distintos y resultados diferentes pueden ser igual de admisibles y argumentativamente correctos.
   O los resultados de sus distintas interpretaciones, por supuesto que sí. Porque si la interpretación es una actividad valorativa (dentro de ciertos límites marcados por la semántica) y en esa actividad valorativa lo que se hace es comparar valorativamente alternativas admisibles o ponderar (estamos quedando en que sería lo mismo), lo que se dice para la interpretación se dice para la ponderación: que es un ejercicio de discrecionalidad de los jueces, que esa discrecionalidad puede desembocar en arbitrariedad y que un cierto control para evitarlo proviene del énfasis en determinados esquemas argumentativos y ciertos requisitos de la argumentación. Todo lo cual, repito, no excluye el carácter discrecional de la interpretación o ponderación y lo incierto de sus resultados, pero ayuda a mantener a raya la amenaza siempre latente de la arbitrariedad.
   A la postre, y si son tan serios nuestros acuerdos como finalmente (me) parece, sólo restarían las preferencias expresivas de uno y otro. A mí los términos “ponderar” y “ponderación” me gustan menos porque la metáfora que encierran puede llevarnos a creer que de verdad los jueces pesan en lugar de valorar comparativamente en uso de su ineludible discrecionalidad. Puede hacer pensar que esas sentencias que salen de la ponderación no son de los jueces, sino del Derecho mismo, o de la moral objetiva, y que, por tanto, no son los jueces responsables de ellas porque a ellos les vienen impuestas por los principios en sí o por la moral objetiva (y a muchos jueces les encanta o les viene de maravilla simular tal cosa). Pero, habiéndonos aclarado como nos hemos aclarado, ningún inconveniente me queda para admitir esa terminología en quien la prefiera. Unos y otros, tú y yo, estaríamos diciendo básicamente lo mismo con palabras o imágenes diferentes.
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   Terminabas preguntándome cuáles son los desacuerdos que subsisten. Yo diría que muy pocos y escasamente relevantes. Pero apostaría a que más de un colega y amigo estará pensando que he hecho variadas trampas argumentativas para llevarte a mi huerto. Yo no lo veo así y, desde luego, no era tal mi intención. Pero quién sabe, los positivistas somos aviesos, tal vez.
   Con absoluta sinceridad te digo, querido Alí, que este intercambio contigo no solo me ha resultado personalmente grato e intelectualmente estimulante, sino que he aprendido de ti y contigo. Por tanto, gracias. Gracias por tu talante, por tu estilo, por tu rigor, por tu saber y por tu claridad.
   Por mi parte, te exonero de cualquier compromiso de responder de nuevo. Pero para nada quiero excluir una nueva respuesta tuya ni, mucho menos, arrogarme la última palabra. Es más, te la concedo gustosísimo. A mí poco me quedará que añadir y ya he estado muy pesado.
  Recibe mi más amistoso abrazo.
P.S.- Me parecen muy bien tus sugerencias sobre el posible libro. Hablaremos por otros canales de ese proyecto y de otros que se nos puedan ocurrir.


[1] Si acaso, pone algunas trabas a esa eficacia en la persecución policial de los delitos, como se comprueba, por ejemplo, en el artículo 13. Por no hablar de los límites que plantea el art. 103, referente al principio de legalidad penal. De todos modos, esto puede no ser demasiado relevante para nuestro tema.
[2] Ponderando el principio contra el principio subyacente a la regla, que aquí sería el principio del derecho a la vida, si no voy descaminado.
[3] Hago esa precisión, innecesaria, porque cabe que una decisión la consideremos admisible en su contenido, pero no por las razones que el que decidió da en su favor, sino por las que nos parezca que se podrían dar. No me detendré en este punto, aunque tenga cierto interés.